Capítulo 26

Chic trastabilló tratando de alcanzar la bola alta que le había lanzado su hijo mayor, Jeremiah, gritando «¡Ya es mía! ¡Ya es mía!» para frenar a sus otros hijos provistos de guantes de béisbol de todas las tallas.

Atrapó la bola con el guante a la altura de la cintura y luego la dejó caer. Refunfuñando, sus muchachos empezaron a lanzarle guantes y se precipitaron sobre él mientras Chic se reía de la parodia de sí mismo, revolcándose por el césped de su jardín ampliado y cubriéndose la cabeza para protegerse de la avalancha.

Agarrando aquí un tobillo, allá una muñeca, le quité a los chicos de encima, llamándolos a todos por el nombre equivocado.

Angela salió de la casa y su mirada furibunda los mandó a todos (y casi también a mí) a lavarse para almorzar. Llevaba una bandeja con bebidas para los trabajadores que estaban montando -con mucha parsimonia- una estructura para juegos de última generación a la izquierda del pequeño campo de béisbol. Equipada con tobogán en espiral, escalera de cuerda y minirocódromo y provista en la parte superior de una falsa casita de árbol, aquel artilugio hacía que los juegos que había en Hope House parecieran un montón de chatarra.

Angela sirvió a los trabajadores y luego le dijo a su marido:

– Cariño, ve con Drew a la camioneta y súbeme un poco de queso blanco.

– ¿Va a ser una comida típica de negros sureños? -pregunté.

Angela asintió.

– Y, cariño, coge un regalo para la amiguita de Asia, la de los campamentos. Recuerda que sus padres le regalaron a Asia los Polly Pockets cuando estuvieron aquí.

Echamos a andar hacia el sonido todavía lejano de la campanilla de la furgoneta que repartía comida mexicana, y entretanto Chic me puso al corriente de los últimos hallazgos del experto en bases de datos. Había sacado varias de las coincidencias que Kaden y Delveckio habían mencionado, y algunas más que parecían irrelevantes. Broach y yo éramos socios de 24 Hour Fitness, pero acudíamos a locales diferentes. Ambos teníamos cuenta corriente en Wells Fargo. ¡Qué notición!

– Y hay otra tontería más, nada del otro mundo, pero quizá vale la pena investigar. -Chic hizo un mohín-. Tu amigo Delveckio contrató su seguro de vida a través del mismo agente que Adeline. -Y antes de que yo dijera nada añadió-: Sabía que pondrías esa cara de sorpresa, la misma que pusiste cuando lo de Cal Unger. -Aunque había accedido a investigar, Chic se había mostrado comprensiblemente escéptico respecto a que Cal fuera sospechoso-. Pero probablemente no es nada, como todo lo demás. Sólo una pregunta: ¿cómo es que una chica rica como Adeline necesita una póliza de seguro por un millón de dólares?

– Genevieve también tenía seguro de vida. Eran mutuamente beneficiarías, ella y su hermana. Por lo visto, su padre leyó en una revista que la gente con seguro de vida vivía más años y se arriesgaba menos.

– Es como comprarse un Subaru porque has oído decir que lo compra la gente con tensión arterial baja, ¿no?

– Eso pensé, pero resulta que Luc juega al golf con Warren Buffett y yo ensayo mis golpes cerca de la interestatal, así que, ¿de quién te vas a fiar? -Tensé los labios y me los mordí-. Ese detalle de Delveckio no me gusta nada.

Imagine al inspector en la sala de interrogatorios, sus rasgos débiles forzados a dar la mejor imagen de la ira. «Yo me ocupé de informar al pariente más cercano, a Adeline. Ojalá hubiera tenido tu videocámara para que pudieras ver su reacción.» Le repetí estas palabras a Chic, que se encogió de hombros.

– ¿No te parece raro que se refiriera a ella por el nombre de pila? -pregunté-. ¿Y para qué mencionarla, no digamos ya de manera tan emotiva? Y ahora, encima, tenemos una póliza de un millón de dólares.

Hizo un gesto para que me calmara.

– Esta ciudad es muy grande, pero la cuestión demográfica la reduce considerablemente. Vale, recurrieron al mismo agente. ¿Y qué coño importa eso?

Me incomodó no tener respuesta alguna. Además, ¿cómo encajaba Delveckio con Frankel, mi caballo ganador? Al igual que Cal Unger, Delveckio se topaba con varios Morts Frankels diariamente en su trabajo. Frankel podía ser un asesino a sueldo. O, dada la escasez de tejido conectivo, ambos polis podían ser pistas falsas. Delveckio y la hermana de Genevieve utilizaron al mismo agente. ¿Era esto más destacable que el hecho de que Kasey Broach y yo fuéramos a la misma cadena de gimnasios?

Chic interrumpió mis pensamientos.

– Cuesta imaginar a Delveckio teniendo un lío con Adeline Bertrand; a ella la conozco, y a él le he visto, y difícilmente funcionarían como pareja. -Se sorbió los dientes, una costumbre que tenía para hacer una pausa-. Y aunque hubiera algo, ¿qué? ¿Para qué necesitarían otro milloncete? Si realmente hay una conexión, no es el agente. Puede que un tercero, sin conexión alguna con esto, les recomendara ese agente a los dos, por separado. Mientras tanto, es sólo una coincidencia más entre las muchas que se dan en esta ciudad. Seguiremos trabajando con las pistas digitales y nos centraremos en ver quién te hizo sudar cuando estuviste allí la primera vez. ¿Y eso fue…?

Quedé convencido de que Chic era una reencarnación de Sherlock Holmes en una etnia diferente. Le hablé de Morton Frankel y le pedí que lo hiciera seguir para ver si conectaba con los otros actores, vivos o muertos, de nuestra tragedia en curso. Chic, cómo no, arqueó una ceja al oír el nuevo nombre y escuchó pensativo mientras yo me extendía sobre las novedades del caso.

– ¿Qué piensas hacer ahora? -preguntó. Supuse que esperaba mi silencio, pues asintió con la cabeza y dijo-: Llámame si me necesitas.

Entramos en la tienda de la esquina y nos decidimos por unas trenzas de plástico para la amiguita de Asia.

– Así funciona la cosa -dijo-. Ellos compran chorradas para tus hijos y tú luego compras chorradas para los suyos. Para hacer ver que eres un tío bien educado.

En ese momento sonó mi móvil. Lo saqué del bolsillo y respondí.

– Estarás aquí a la una y media, ¿no es así?

Tardé unos segundos en reconocer la voz de Caroline. ¡Cielos! La cita de Junior en el tribunal.

– ¿Sigues ahí? -dijo ella.

– Verás, es que… estoy un poco liado. Quiero decir, más que de costumbre.

– Si no lo entendí mal -dijo Caroline-, tu presencia es una condición fijada por el juez.

– Eso parece.

– Lleva a Junior allí y luego quedas libre. Pero más vale que no le calientes la cabeza al chico con lo que se está jugando.

Por mi breve estancia en la cárcel, sabía que ése no era sitio para un chaval de catorce años que lloraba porque iban a mandar a su chucho a la perrera.

– Muy bien -dije.

– No te conviene tenerme como enemiga, Drew, en serio.

– Ya -dije-. Lo paso demasiado bien contigo.

Colgué mientras Chic iba hacia la furgoneta de la comida. Su jersey deforme, de un equipo de una liga secundaria, le caía hasta medio muslo. Eso, sumado a sus botas de baloncesto negras sin abrochar, le daba aspecto de haber entrado a saco en el armario de uno de sus hijos. Volvimos juntos en silencio. El sol arrancaba oleadas de calor del pavimento.

– ¿Era la psicóloga? -preguntó.

– Sí.

– ¿Te gusta?

– Mucho. Pero es un poco nerviosilla. Y temperamental.

– Siempre resulta más fácil hacer inventario de los demás.

– ¿A qué te refieres?

– Te escuché cuando hablaste de ella el otro día.

– Gracias por la aclaración.

Esbozó su amplia sonrisa, orgulloso de sí mismo, satisfecho del mundo.

– Esta vida nos supera, Drew. Y no hay solución. Todo el mundo, los cantantes, los actores, los deportistas, todo el mundo parece más joven que uno. Vale, de acuerdo, puedes acostumbrarte a eso. Pero luego te echas una siesta de diez años y te das cuenta de que has llegado a los cuarenta y que Jimi Hendrix tenía veinticinco años cuando grabó Purple Haze.

– Y veintisiete cuando murió.

Se tocó la sien.

– Uno iba a ser el que haría las cosas de otro modo, el que estaría a la altura de su yo idealizado. No se dejaría contaminar por la mediocridad ni por la vida doméstica. Siempre adelante, siempre luchando. Pero se lía con Sue, la de contabilidad, y luego pasa lo que pasa, empieza a echar tripa. -Se tocó la suya, prominente-. Mucho mirar la tele, mucho comer carne. Ingresos compartidos de lento crecimiento. Te das cuenta de que no van a hacerte ningún monumento ni a estampar tu careto en una moneda. Tú eres tú y eso no se puede evitar. Pero te diré algo: cuando las cosas se calman, cuando uno deja de sorberse el seso sobre lo mucho que anhela las buenas pagas y su foto en el Hall de la Fama, lo único que le queda es la mujer con quien comparte la cama. Nada de lo demás importa. Nada en absoluto. La monogamia me ha costado lo mío, nunca lo he negado. Renuncias a la sonrisita cuando el semáforo está en rojo. A echar miraditas cuando vas en el ascensor. A un romance de cine… No, el matrimonio nunca es tan bueno, pero a la vez es mejor. Ya hace diez años que engañé a Angela, y no pienso volver a hacerlo. Ya no me preocupa lo que pueda perderme en la vida.

La sabiduría de Chic, como de costumbre, llegaba entre curiosos disfraces. Sólo había entendido la mitad de lo que me decía. Su alternancia entre primera, segunda y tercera persona, aparentemente tan torpe como su asociación, no me pareció fortuita en absoluto.

Antes de que yo pudiera comentar nada, un Cámaro amarillo nos adelantó, frenó en seco y dio marcha atrás bruscamente. Un tipo con una espesa mata de pelo y chándal se apeó.

– ¿Chic? ¿Chic Bales? -llamó.

Chic le miró receloso, acostumbrado a que se metieran con él.

– Yo mismo.

El tipo se acercó trotando alegremente y le plantó un abrazo.

– Te quiero, tío -dijo.

Chic le palmeó la espalda:

– ¿Forofo de los Giants?

– Exacto. Gracias.

– Me alegro de dar algo a cambio -dijo Chic.

El tipo reaccionó tarde al verme y frunció el entrecejo.

– Bonita compañía llevas, Chic.

Volvió a montar en el coche y se alejó a toda prisa.

Regresamos a la mesa de picnic literalmente doblados bajo el peso de tanta comida. Los trabajadores estaban recogiendo sus cosas. Miré la gran extensión de hierba hasta la recién montada estructura de juegos, y no pude evitar comparar todo aquel espacio con el mísero rincón de que disponían en Hope House. Me aparté de Chic y fui hacia el que parecía el capataz de la cuadrilla.

– Hola -dije-, ¿cuánto cuesta una estructura como ésta?

– ¿Un Romp-n-Stomp? Tres mil quinientos.

– Me gustaría que instalara una en esta dirección.

Anoté las señas de Hope House en mi libreta, arranqué la hoja y se la di. En uno de los compartimentos de mi cartera llevaba un cheque para emergencias. Lo saqué y empecé a rellenarlo.

– ¿Quiere que pongamos alguna inscripción o algo? -preguntó.

– No; diga que es una donación anónima.

El tipo se encogió de hombros y subió a su camión. Vi una sombra y al darme la vuelta me encontré cara a cara con Chic.

– Hay que ganarse el cielo -dije.

Chic sonrió y asintió. Mientras volvíamos, dijo:

– Tú no tienes dinero para eso.

– Más que esos chicos de Hope House.

– Aun así.

– Venderé la máquina de capuchinos.

– ¿La qué?

Angela nos estaba esperando en la mesa. Dio un beso a Chic en el cuello y luego preguntó:

– ¿Cómo está mi Drew?

– En plan contemplativo -dijo Chic.

– ¿Qué tal? -dije-. He vuelto.

Nos sentamos codo con codo y atacamos las tortillas y las patatas fritas. Pero no me sentía relajado y a salvo como solía cuando estaba con los Bales. Cada vez que me dejaba llevar por una broma o una pequeña disputa doméstica, Morton Frankel se interponía en mis pensamientos. El lóbrego interior de aquella fábrica, iluminado por llamas y chispas; los ojos que irradiaban amenaza; aquellos dientes demasiado largos, como afilados colmillos de fiera.

Repartiendo manotazos a un niño y olro, Angela me escuchó en silencio mientras le contaba lo ocurrido en los cuatro últimos días.

– Ese Junior parece buen chico, por lo que cuentas -dijo.

– Para ser un delincuente habitual…

– Y también la mujer, Caroline, la que está a cargo de él. Ese chico ha tenido suerte.

– Puede que ella sea demasiado inteligente para su propio bien.

– Ya lo sé, cariño -dijo Angela a Jamaal-. Cuéntaselo a papá, anda.

Y Jamaal dijo:

– Vale, vale, vale-vale-vale-vale…

– Respira hondo -aconsejó Chic.

– El año que viene quiero jugar en el equipo.

– No le veo nada malo.

– De fútbol, no de béisbol.

Chic soltó el tenedor.

– Y esas cicatrices -añadí en voz baja, para Angela-. No sé si sería capaz de acostumbrarme a ellas.

– Te entiendo, cariño -contestó Angela, pero sin apartar los ojos de su marido.

Él la miró, y ella asintió lentamente con la cabeza. Admirado, vi cómo Chic se recuperaba de la sorpresa, apretaba las mandíbulas y luego decía, obligándose a sonreír:

– Tampoco le veo nada malo a eso.

Jamaal rodeó la mesa y abrazó a su padre, y Chic le hizo una llave y fingió aplastarle la cabeza contra la mesa. Angela se levantó para recoger platos.

– A lo mejor le pido para salir -dije.

Angela apoyó una mano en mi hombro.

– Te entiendo, cariño.

Chic me acompañó hasta el coche. Subí, bajé la ventanilla, y él se acodó. Reparó en la foto de Frankel que había dejado en el asiento de atrás.

– Ten cuidado con lo que haces, ¿entendido?

Apoyé las manos en el volante y me miré los pulgares.

– Kaden tenía razón: pienso como un escritor. Pero esto es el mundo real.

Chic me palmeó el antebrazo al tiempo que se incorporaba.

– Todo es el mundo real, Drew.

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