Capítulo 9

El estallido hizo que me incorporara de un salto, gritando, y luego oí un crujir de objetos pesados y ruido de cristales rotos. Un torrente de seres humanos irrumpiendo en la casa. Pasos de botas en la escalera. Los intrusos, medio dormido como estaba, me parecían demonios sublevados. Por un momento volví a estar en la cárcel, oyendo aquellas voces fantasmagóricas que venían de abajo.

Estupefacto, me quedé mirando la puerta fijamente hasta que se abrió con violencia, dejando entrar a un ejército de seres vestidos de negro y provistos de gafas protectoras, chalecos antibalas y armas de asalto. Unos guantes oscuros me agarraron la muñeca y el tobillo derechos y me arrancaron de la cama.

– ¡Quédate en el puto suelo!

– ¡Las manos, ojo con las manos!

Mis miembros se abrieron como por voluntad propia y alguien me cacheó, cosa que no fue difícil porque sólo llevaba puestos unos boxers. Una marca de agua en letras mayúsculas blancas flotó delante de mis ojos, pese a que tenía la cara aplastada contra la moqueta: LAPD SWAT.

Moví la cabeza a un lado para poder respirar. El inspector Bill Kaden apareció acto seguido, y detrás de él Ed Delveckio. Kaden me apretó la mejilla con un dedo hasta clavármelo en los dientes.

– Ahora sí que estás jodido -dijo.

Mientras Kaden me llevaba escaleras abajo, esposado y apresuradamente vestido -en medio de los polis que ya habían empezado el registro-, y pasábamos por encima de los cristales de la puerta delantera que sembraban la entrada, fui consciente de una cierta estupidez, de una vergüenza retroactiva acerca de lo jodido que había estado antes incluso de saberlo. Mientras yo babeaba en mi almohada, ajeno a todo, alguien había redactado el guión, tomado posiciones, preparado el ariete. El corazón me seguía brincando dentro del pecho. ¿Estar en el lado malo de una redada? Pues no es tan divertido como podría pensarse.

Imaginé los periódicos en el monitor de la hemeroteca, titulares proclamando NUEVAS PRUEBAS SOBRE EL ASESINATO DE GENEVIEVE BERTRAND. ¿No habíamos quedado en que no podían procesarme dos veces por el mismo delito?

– Supongo que tendrá una orden judicial -dije.

Kaden me la puso delante de las narices, sujetándola con el puño. Se me arrestaba por asesinato, aunque el documento no citaba nombres. Eso, me figuré, sería cosa mía.

Kaden me arrojó al asiento trasero de un sedán sin identificar y se puso al volante. Delveckio ocupó el asiento del copiloto. Mis vecinos estaban mirando desde sus portales y ventanas.

– Podría haber llamado, y ya está -dije-. Habría ido yo solo a comisaría. Siempre he cooperado. -Varias manzanas más en silencio. Mi sensación de alarma empezaba a dar paso a la indignación. Carraspeé antes de hablar otra vez-: Yo digo: «¿A qué viene todo esto?», y usted: «Lo sabes de sobra, miserable». Y luego yo: «Quiero hablar con mis abogados», y usted: «En cuanto te hayamos fichado».

Sus respectivas nucas no contestaron nada.

Ahora estábamos en la autovía, dirigiéndonos a toda pastilla hacia el centro de la ciudad. Era la primera vez que pasaba por la 101 sin que hubiera tráfico. La autovía desierta, cuando normalmente era parachoques contra parachoques, tenía un aire postapocalíptico.

No me sorprendió, al cabo de un cuarto de hora, ver por el parabrisas el Parker Center. El hogar de Derek Chainer. Y de la división de élite de Robos-Homicidios de la policía de Los Ángeles. Testimonio en cristal y hormigón de la rentabilidad arquitectónica de los años cincuenta, el bloque rectangular de Parker tapaba el sol que empezaba a despuntar.

Me condujeron al piso de arriba, a una sala de interrogatorios. La puerta quedó abierta, y a cada momento entraban y salían polis con algún papel o para informar de novedades en voz baja. Volví a sentirme desorientado, nervioso, arrancado del lugar que me correspondía. Yo conocía esos pasillos. Conocía ese edificio. Había investigado sobre hombres como ésos y escrito acerca de ellos de manera encomiástica. Cuando se publicó mi primer libro, el agente encargado del punto de información me llevó a hacer la gira por el edificio, y vi un interrogatorio de verdad desde el otro lado del espejo unidireccional. ¡Qué gran distancia entre ese lado del cristal y éste!

– ¿Por qué me han traído aquí? -pregunté.

Kaden dijo:

– Quítese la ropa.

– Vale, pero son cincuenta pavos por adelantado, y no doy besos en la boca.

– Que se la quite.

– Hasta que no hable con mi abogado, no -repliqué, furioso.

– Hablará después de que lo hayamos registrado.

– ¿Espera que lleve metido un bazooka en el culo?

– Puede dejarse puesto el calzoncillo.

Me quité los zapatos. Kaden se quedó mirando mis pies desnudos y dijo:

– Alto. Esa tirita fuera, por favor.

Obedecí. Chasqueó los dedos y un tipo entró en la sala con una enorme cámara Polaroid y sacó una foto del corte que tenía en el dedo mientras yo me sostenía sobre un solo pie.

Terminé de quitarme la ropa, y los polis se cercioraron de que no tenía más rasguños ni arañazos. Mientras me vestía, el fotógrafo salió y cerró la puerta, dejándome con Kaden, Delveckio, una mesa y una silla, además del espejo en la pared. Las luces quemaban, alguien me había traído café. Mi misión consistía en bebérmelo y ponerme nervioso y tener que ir a mear y luego vomitar todos mis secretos para finalmente acabar en el trullo. Habría podido hacerlo mejor si hubiera sabido qué secretos eran ésos.

Delveckio señaló mi pie con un escueto gesto de la cabeza.

– Parece un corte reciente con un cuchillo, ¿no?

– Vaya, ¿también habla? -repliqué.

– Conteste la puta pregunta -cortó Kaden.

– Vale. Parece un corte reciente. Oiga, ¿qué demonios pasa aquí?

– ¿Es que no tuvo cuidado?

– ¿Haciendo qué, si se puede saber?

– Dígamelo usted.

Me pasé la palma de la mano por la frente sudorosa. Las luces me estaban machacando.

– Puede que entrara un intruso hace dos noches. Creo que alguien forzó la entrada mientras yo dormía, y luego me hizo este corte.

– Claro -dijo Delveckio-, el conejito de Pascua, ¿verdad?

Lo fulminé con la mirada.

– Estamos en enero. Yo pensaba más bien en el pitufo retrasado mental.

– ¿Por qué no avisó a la policía? -preguntó Kaden.

– No puedo decir que se hayan portado muy bien conmigo.

– Y ese… misterioso individuo, ¿le hizo un corte y usted siguió durmiendo como si tal cosa?

– Estaba muy descolocado. Era mi primera noche en casa. Me desperté justo después, creo. Es posible que el tipo estuviera todavía en la casa, aunque no podría asegurarlo…

Kaden me puso una manaza en el pecho y me empujó, y yo caí en la silla. Dio un puntapié a la mesa, y ésta patinó por el suelo deteniéndose a un paso de mí. Ahora estaba sentado a la mesa de interrogatorio. Bonito truco.

– ¿Dónde estuvo anoche entre las diez y media y las dos de la madrugada?

«¿Anoche? ¿Por qué anoche?»

– Vale -dije, esforzándome por seguir el hilo y sin conseguirlo-. Vale.

Delveckio me entregó un café, un gesto extrañamente educado, pese a sus intenciones.

– Cada vez más astuto, ¿eh? -dijo Kaden-. Esta vez trasladó el cadáver. Y luego lo lavó con una solución de lejía.

«Si le hiciste eso a Genevieve, ¿de qué otra cosa no serás capaz?» El corazón me dio un vuelco.

– ¿Es April? ¿April está bien?

Me miraron los dos, cruzados de brazos, allí plantados, Delveckio en versión más flaca del corpulento Kaden.

– Díganme que se encuentra bien. Ya me han traído aquí a la fuerza. No añadan insultos a la injuria.

Delveckio estiró el brazo y me dio un golpe en la cabeza. Con la palma, pero fuerte.

– Eres un mierda -masculló-. Eso sí es añadir un insulto.

Creí que ya no podía respirar.

– Díganme que no se trata de April.

Kaden estampó sobre la mesa una foto de la escena del crimen. Me eché a temblar de tal manera que el café se desbordó del vaso de plástico y me escaldó los nudillos: una mujer sobre la camilla del forense, con un tajo ya familiar en la boca del estómago. Pero no era April.

Fue como si una luminosa capa de esperanza descendiera sobre mí. Dos cadáveres, el mismo modus operandi. Si yo no había matado a esta mujer, tampoco había matado a Genevieve. Mi nombre sería rehabilitado. El alivio duró muy poco, en cuanto fui consciente de mi situación: sala de interrogatorios, Parker Center. Yo era el principal sospechoso, cómo no.

– Soy inocente. Yo no lo hice. ¿Qué están pensando, que se me resbaló el cuchillo mientras la mataba y me corté el pie?

– Se desnudó para asegurarse de que la sangre no le salpicara la ropa -dijo Delveckio-. Al manipular el cuerpo, con un cuchillo en la mano, se cometen deslices.

– Vamos, hombre. Eso no es ninguna prueba.

– Ah, ¿quiere pruebas? -repuso Kaden.

Ya estábamos otra vez. El puto déjà vu.

– Encontramos una lona protectora en su cubo de la basura. De esas para tapar el coche, por ejemplo.

Me salió una especie de tos silenciosa. No podía hacer otra cosa que seguir luchando. A ciegas. Mantenerme fiel a la idea de que yo no era un asesino, y mucho menos doble.

– ¿Por qué iba a dejar esa lona en mi propio cubo? -pregunté.

– No fue eso lo que hizo -dijo Delveckio-. Primero la quemó, pero se dejó una esquina. Y ese trocito de lona tiene residuos que concuerdan con el adhesivo de la cinta aislante con que ella estaba maniatada.

No supe qué responder.

Kaden se rio de mi desconcierto, aunque en sus ojos no había humor.

– Le han cargado el mochuelo otra vez, ¿eh? ¿Otra teoría de la conspiración, como en lo de Kennedy?

– Yo no lo hice -murmuré.

– Es curioso, porque el asesino ha actuado exactamente igual en todos los detalles. El ángulo de la cuchillada. El modo en que estaba colocado el cadáver. La cabeza vuelta hacia un lado, el pelo sobre el ojo derecho. No es el tipo de detalles que damos para las noticias de las seis.

Mis pensamientos se mordían atropelladamente la cola.

– He aquí lo inesperado -continuó Kaden-. Ese trocito de lona protectora que encontramos en la basura, ¿sabe?, tenía algunas sorpresas más. Sangre de la víctima y sangre del asesino. ¿Y en cuanto al baño de lejía? Se dejó usted algunos puntos. Había un cabello debajo de una uña. Y rastros de sangre en la planta del pie de la víctima.

«Yo no puedo haber hecho esto -pensé-. Es imposible que hiciera eso anoche.»

– Por lo que hemos podido establecer, existe sólo una conexión entre las víctimas -dijo Kaden-: usted.

Señalé el cuerpo que aparecía en la foto.

– No sé quién es esa mujer. ¿Por qué iba a matarla?

– Trata de decirnos que no lo hizo, y se ha pasado las treinta y seis horas desde que salió en libertad removiendo el fango de un caso del que acaba de ser absuelto. Primero acosa a Katherine Harriman para echarle el guante al perito criminalista clave de la investigación. Está usted dando un nuevo significado a eso de volver al lugar del delito.

Hizo una seña a Delveckio, que fue hasta el rincón para desconectar la cámara de seguridad que nos enfocaba desde lo alto. Kaden puso ambas manos sobre el canto de la mesa, inclinándose de forma que su cara quedó a unos palmos de la mía. De un empujón hizo que el tablero de la mesa chocara con mis costillas mandándome hacia atrás con silla y todo. La madera golpeó las paredes a uno y otro lado y me dejó a mí atrapado en la esquina.

– Un tipo alto como usted podría sentirse un poco apretujado ahora mismo. Vaya acostumbrándose, porque ésa es la medida de su celda para toda su puta vida.

Mientras andaba, Kaden se iba remangando la chaqueta.

– Vamos a suponer que yo hago de poli malo, pero, verá, este juego es diferente. Aquí no hay poli bueno. Sólo poli malo y poli malo. Delveckio y yo odiamos más que a nadie a los asesinos de mujeres. Usted escapó una vez. No vamos a permitir que eso se repita.

Miré a Delveckio. Todo un detalle por parte de Kaden, hacerle sitio bajo el paraguas de los machos. Con su complexión delgada y sus ojos acuosos, Delveckio no tenía una pinta demasiado amenazadora. Kaden, por el contrario, parecía dispuesto a meterme los dedos en la cara y utilizar mi cabeza como bola de bolera.

– Estamos dispuestos a darle una paliza -prosiguió-. A partir dedos y romper costillas. Y también a testificar que no nos quedó más remedio porque usted se puso violento. Preferiríamos no recurrir a eso, pero lo haremos. Usted decide: o aguanta estoicamente o se libra de la paliza, pero sea como sea va a hablar, y esta vez no tiene a mano un tumor cerebral que le salve de ser un cochino asesino.

La foto de la escena del crimen había resbalado de la mesa cayendo en mi regazo. Del revés, parecía más grotesca todavía. Sangre y carne cercenada, sin otra orientación.

Las náuseas que ya conocía empezaron en mi estómago, haciéndome sudar todavía más. Las sábanas húmedas de la cama en el hospital, las voces rebotando en las paredes de la celda. Las costras habían saltado, dejando ver la misma y terrible escena. ¿Dónde me encontraba? ¿Qué había hecho? Toda mi determinación se vino repentinamente abajo y sentí la desmoralización de una derrota largamente esperada, de entregar las armas y rendirme a lo inevitable. Quizá sí la había matado yo. No podía afirmar que recordara la última vez que había encontrado un cadáver en circunstancias similares. Las pruebas, Genevieve, mis lapsos mentales…, era demasiado.

«¿Dónde estuvo anoche entre las diez y media y las dos?»

Solo en casa. Fuera de combate. Ya, y qué más.

Bill Kaden se aproximó a la mesa con un aspecto nada amistoso. Abrí la boca para ofrecer una temblorosa confesión tipo «yo no sabía que…» cuando de pronto, como un fogonazo, algo me vino a la cabeza e hizo que me enderezara en la silla y clavara los puños en la gastada madera de la mesa.

– ¡La videocámara! -exclamé-. ¡Me grabé cómo dormía!

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