La puerta se abrió y por un instante no hubo más que oscuridad, un atisbo de mano pálida en el tirador y el incesante chirrido de los grillos.
Entonces Lloyd avanzó hacia el trecho de luz procedente de la farola y dijo:
– ¿Qué coño traes ahí, Drew?
– Una pista. -Sostuve en alto la bolsa-. Dentro de una bolsita para sobras de Spago.
Impertérrito, Lloyd consultó su reloj. Eran sólo las seis y media, pero parecía medianoche, e imaginé que había tenido un día duro de trabajo. Se dejó convencer por su parte menos sensata y dijo:
– Espera aquí.
Me quedé en el porche mientras él se movía por la casa y una suave voz femenina le respondía. Al cabo de unos cinco minutos oí cerrarse una puerta.
Lloyd volvió a salir y me indicó que pasara. Nos sentamos como siempre, él en el sofá y yo en la butaca. En el suelo, la bandeja seguía llena de tacos. Sólo uno estaba fuera del envoltorio, y le faltaba el mordisco que yo le había visto dar a Lloyd.
Al fondo del pasillo, la misma franja amarilla de luz bajo la puerta del dormitorio. Era como si no hubiera transcurrido el tiempo desde la noche anterior, como si el tiempo no pasara nunca en esa casa.
Lo puse al corriente de mi aventura, finalizando con el hallazgo del envoltorio de cinta aislante en el nido de paloma.
Su expresión vaciló entre el asombro, el enojo y la renuente admiración.
– Santo Dios, parece que vas a por todas, ¿eh?
– Tengo que hacerlo, Lloyd. Cuatro meses de cárcel, un juicio por asesinato y dos mujeres muertas (una de las cuales me importaba mucho). Desde luego, tengo un interés puramente personal.
Miró la bolsa del restaurante, todavía por abrir.
– ¿Y qué quieres de mí?
– Que analices las huellas dactilares.
– Una cosa es proporcionarte ciertos hechos, Drew, pero esto de las huellas…
– No me digas que no sientes curiosidad.
– Ni siquiera sabemos sí son de nuestro hombre. Podría ser basura arrastrada por el viento, o que alguna paloma pilló de camino.
– Puede.
– Claro. ¿Y el tipo ese es tan cretino que dejó un envoltorio con sus huellas dactilares tirado cerca del cadáver?
– La poli (o tú) encontró una lona quemada en mi cubo de la basura, del tipo que se usa para forrar el maletero de un coche. Puede que el tipo atara a Kasey Broach con la cinta aislante dentro del maletero de su coche y se dejara allí el envoltorio. Podría haber quedado pegado al cuerpo de la chica cuando la tiró, y después soltarse.
Pero no hubo modo de sacar a Lloyd de sus objeciones.
– Y por si fuera poco -dijo-, no podemos certificar la cadena de custodia de esta prueba. Cualquier abogado podría aducir que lo sacaste tú de otro sitio.
– No sólo quiero que alguien vaya a parar a la cárcel.
Mi comentario quedó flotando en el aire viciado.
– Va a ser necesario, si es que quieres rehabilitarte. ¿No es ése tu objetivo?
– Sólo quiero averiguar lo que pasó -me corregí-, lo que está pasando.
Lloyd seguía con la vista fija en la bolsa.
– Dime que no sientes curiosidad -repetí.
Juntó las manos y soltó un suspiro:
– Vale, siento curiosidad.
– ¿Te acuerdas de cuando usaste mi cepillo de dientes para enseñarme cómo se obtenía el ADN? ¿Qué diferencia hay? -Abrí la bolsíta y la incliné para que Lloyd mirara en su interior-. Esta prueba no la encontró la policía. Habría pasado desapercibida. Yo la encontré casualmente como revestimiento en un nido de palomas.
– Las palomas no revisten sus nidos, pero sí son grandes comedoras de basura. Mira, tiene un borde de residuo adhesivo. -Cogió el boli que me había puesto tras la oreja y señaló-. Seguramente es dulce. La paloma pensaría que era comida y lo llevó a su nido.
La variedad de sus conocimientos me asombró, como siempre. Lloyd lo sabía prácticamente todo en materia de crímenes.
Si el gusano estaba más o menos hinchado; si la señal de la lavandería era más o menos rara; si el huevo de moscardón en la cavidad bucal estaba más o menos a punto de eclosionar.
– ¿Por qué no buscas huellas? -insistí-. No vale la pena discutir si no hay ninguna.
Acababa de proporcionarle las razones que él estaba buscando. Fue a la furgoneta y volvió con un ordenador portátil y un estuche dentro del cual había pequeños estantes, como una caja de avíos de pesca. Se puso a trabajar encima de la moqueta y a los pocos minutos consiguió sacar una solitaria huella, una especie de arista sobre el exterior curvo del rígido envoltorio, justo al lado de la pegatina con el precio. Se apoyó sobre los talones.
– Debería tener suficientes puntos para buscar una igual.
No supe si estaba apenado o excitado; probablemente ambas cosas. Guardé silencio. A veces sé cuándo he de mantener la boca cerrada.
Tras unos momentos de silenciosa reflexión, Lloyd sacó de la caja una tira adhesiva transparente del tamaño de un móvil pequeño. Dejó al descubierto la cara adhesiva y la aplicó a la zona en cuestión, fijando allí la huella en dos dimensiones. Fue a la parte de atrás de la casa y al cabo volvió con una cámara digital. Hizo una foto de la tira adhesiva y descargó la imagen en su portátil. Cuando ladeó la pantalla para que yo no viera la contraseña que tecleaba, tuve un escalofrío de excitación. Estábamos entrando en la base de datos de huellas dactilares.
Esperé en silencio mientras él tecleaba. Adondequiera que miraba, veía fotos de Janice sonriente. Una perversa inversión de Dorian Gray: toda aquella bondad preservada tras el cristal del marco mientras la persona real languidecía en una habitación al fondo del pasillo.
Vi que enarcaba las cejas, pero me aguanté las ganas de preguntar. Finalmente giró el portátil hacia mí. Era una foto de archivo: un tipo de ojos tristes muy hundidos, casi calvo, mandíbula cuadrada. Richard Collins. Según la fecha de nacimiento, tenía treinta y un años, pero aparentaba más de cuarenta. Había estado preso en dos ocasiones por posesión de drogas, la última hacía tres años, pero desde entonces su expediente estaba limpio.
Era mi primer encuentro visual (y virtual) con el posible asesino de Genevieve o de Broach. Me decepcionó que Collins no tuviera un aspecto más impresionante; parecía el operario que ha hecho una chapuza en tu casa y le da igual que no le pagues.
– ¿Te suena de algo? -preguntó Lloyd.
Eso mismo me estaba preguntando. ¿Se habían cruzado nuestros caminos en mi época de vino y rosas? ¿Había salido yo con su hermana? ¿Le había apartado a codazos en alguna fiesta?
– No le reconozco -dije.
– Pues si ese tipo ha querido colgarte un asesinato, está clarísimo que él sí te reconoce.
– ¿Y ahora qué?
– Dale esto a un inspector.
– ¿No puedes encargarte tú?
– Esto no es como en la tele. El criminalista nunca resuelve el caso. Incluso si yo no estuviera a tope de trabajo. -Metió la cinta y un disquete con la foto digital en una bolsa hermética-. Cualquiera puede tomar el relevo. Y no les digas que yo te he ayudado, o los que tú ya sabes vendrán por mí.
Cuando salimos, me pareció que andaba con paso más ligero. Pese a las advertencias que me había hecho para desalentarme, él también sentía la excitación de estar acorralando a un sospechoso.
Me lo iba ganando poco a poco, una egoísta solicitud detrás de otra.
Mis zapatos crujieron en la gravilla del camino particular.
– Buena suerte, Drew.
El tono me sonó desacostumbradamente optimista, pero cuando volví la cabeza Lloyd ya había cerrado la puerta.