Capítulo 23

Lloyd estaba sentado a la mesa de la cocina, cabizbajo y con los brazos sobre un salvamanteles individual salpicado de migas.

Acababa de informarle de mí intento de identificación del vehículo, y él había retrocedido unos pasos y se había dejado caer en una silla.

– Increíble -dijo-. ¿Conseguiste una marca, un color, un desperfecto concreto en la carrocería, y además el primer número de la matrícula?

– ¿Crees que debería pasar la información a Kaden y Delveckio?

– Hay que pensarlo bien. -Fue a servirse un cubalibre. Me fijé en que la botella de Bacardi 8 que yo le había llevado dos días atrás estaba casi vacía. Lloyd iba en camiseta y pantalón de chándal, y la manta del sofá estaba apartada. De fondo, una cabeza parlante peroraba estúpidamente sobre la gripe aviar, pronosticando catástrofes sin cuento-. ¿No estás seguro de que el Volvo pertenezca al tipo que arrojó el cadáver?

– No. El testigo se largó antes de ver nada. Es posible que llegara otro coche después del Volvo, pero el lapso de tiempo entre que el testigo se va y la primera foto de la escena del crimen es muy breve.

– Sea como sea, valdría la pena hablar con el conductor del Volvo. Si no es el hombre que buscamos, probablemente vio algo. -Lloyd succionó un cubito del vaso y lo masticó ruidosamente-. ¿Ese testigo tuyo es de fiar?

Traté de imaginar a Kaden y Delveckio tomándose en serio a Junior. Lloyd vio la cara que ponía.

– Entonces habrá que dorar la pildora. Deja que investigue esos datos mañana por la mañana. Evidentemente, no puedo verificar una abolladura en el hueco de la rueda, pero puede que lo demás sí. Me has dado muy buenas pistas. Si consigo un sospechoso, estarás mejor pertrechado para explicárselo a Kaden y Delveckio. -Me señaló con el índice-. Pero de mí, ni palabra.

– No te he implicado en nada, Lloyd. Y no pienso hacerlo.

Un gemido, afónico de deshidratación, llegó por el pasillo, seguido de un débil grito que no era sino el nombre de Lloyd.

El aludido se puso en pie de un brinco y entró en la casa, sus pasos acelerados por el pánico. La voz había sonado asustada -aterrorizada incluso-, y sin darme cuenta me vi en la entrada del pasillo. La puerta del dormitorio estaba cerrada, como siempre, pero pude oír la voz preocupada de Lloyd y un entrechocar de botellas o frascos. No sabía si debía irme de allí y no inmiscuirme. Al fin y al cabo, me había presentado en su casa sin avisar un lunes por la noche, tras otra infructuosa ronda de llamadas a los varios números de Lloyd. Insistencia y egocentrismo eran rasgos corrientes en un escritor, pero no me convertían en el contacto más considerado de la agenda. Como penitencia ordené la cocina pensando en anticiparme al alud de trabajo doméstico que se le venía encima a Lloyd cada mañana.

Guardé los platos, limpié las encimeras y metí la basura (incluidos unos tacos rancios) en varias bolsas de supermercado, a todo esto pensando en el comentario de Caroline sobre los motivos egoístas. Lloyd probablemente no se fijaría, pero la idea de dejarle la cocina limpia y ordenada me hizo sentir mejor.

Terminada mi tarea y con la mano ya en la puerta, dispuesto a marcharme, oí la voz de Lloyd a mi espalda:

– Yo siempre había pensado que la muerte era bella.

Di media vuelta y allí estaba, sosteniendo una bandeja con tazas sucias, boles de comida intacta y una gamuza reseca. Estaba ligeramente encorvado, como si la bandeja tirara de él hacia abajo, y sus ojos parecían hundidos y fatigados.

Solté la puerta, le cogí la bandeja y la dejé al lado del fregadero.

– Y no lo digo en plan tétrico -continuó-. Sus colores, si los miras con distancia (naranjas, ocres y verdes, azules oscuros), son como un ramo otoñal. La muerte es hermosa. -Levantó la vista con expresión de aturdimiento-. Pero la agonía no. No; agonizar es espantoso.

– ¿Tu mujer está bien?

– Se le había salido el tubo. Las sábanas estaban salpicadas de sangre, como la ropa y el suelo. A veces pasa.

Avanzó medio paso hacia la silla de la cocina y se sentó.

– ¿Quieres que me vaya? -pregunté-. Igual prefieres estar solo.

Lloyd jugueteó con el borde del salvamanteles.

– Y las prendas son cómodas. Proporcionan… acceso. -Hinchó de aire los carrillos-. Tela de toalla. Poliéster. Debería diseñar ropa para morir. Me haría rico.

Me senté en la silla de al lado. Cada cual con la vista fija en su salvamanteles, como dos comensales sin nada que llevarse a la boca.

– Está metida hasta el cuello en la horrible tarea de morirse. Me dice que ponga a mi nombre la documentación de su coche, que anule la pensión. Yo no dejo de decirle que se olvide de eso. El mes pasado necesitaba que le hicieran un puente, cuatro mil dólares. Miró al dentista con esa expresión suya de… de resignación y le preguntó si podía aguantar tal como estaba. -Lloyd meneó la cabeza y se cubrió los ojos con la mano. Su rostro se contorsionó en un sollozo mudo, y cuando apartó la mano tenía la cara seca-. Si podía aguantar como estaba… Lo dijo porque quiere ahorrarse las molestias (¿quién no se escaquea de ir al dentista?), pero viene de una familia de Nueva Inglaterra, de las que cuando gastan es como si se abrieran una vena. Me dice que no pasa nada, pero está preocupada. Y yo, la verdad, quiero que tenga ese puente nuevo, Drew. No quiero nada más. Esta mujer se lo merece. Tiene cuarenta y dos años. ¡Cuarenta y dos! Se caso conmigo a los diecinueve. Parece que veintitrés años es mucho tiempo, ¿no?, y sin embargo es como… -Emitió una especie de silbido entre dientes, como ahuyentando a un gato, y se estremeció-. Estoy desvariando…

Se sirvió más ron con mano temblorosa, tiró la botella a una de las bolsas de basura y añadió un chorrito de Coca-Cola. Luego se puso a pellizcar migas y dejarlas sobre una servilleta de papel. ¿Para qué? ¿Qué importaba eso? ¿Qué importaba nada, en su situación? Se levantaba cuando sonaba el despertador, se vestía, llenaba el depósito de gasolina… los mundanos quehaceres de la vida. Y sin embargo Lloyd aguantaba, aguantaban él y Janice, plantando cara a la situación un día y otro y otro. ¿Qué alternativa tenían?

Vio que le estaba mirando y arrugó la servilleta con gesto nervioso, como pillado en falta. Quise decirle que no pasaba nada, que podía seguir toqueteando esas migas, un recordatorio como la huella del pie femenino en la sandalia Birkenstock.

Llega un momento en la vida en que te das cuenta de que envejecer va en serio. Ya has hecho casi todo el trayecto de la montaña rusa y sólo te falta el susto final. El viaje no dura eternamente -¡no jodamos!-, pero hay un momento perfectamente definible en que la cruda y dura realidad te da en las narices. A mí me ocurrió el verano que cumplí treinta y tres años, un domingo por la noche al término de otro fin de semana perdido. Tenía la edad de Jesús y, en comparación, había conseguido poco. Entre el vapor del cuarto de baño, me había mirado en el espejo y había descubierto unas arruguitas nuevas a cada lado de los ojos. Sentado en el borde de la bañera, resacoso, me dejé aplastar por el peso de lo obvio. La realidad había estado allí todo el tiempo, como la clave para desentrañar un bien tramado misterio, pero yo había apartado la vista, había desconectado, había optado por atontarme con alcohol y no hacer nada.

Ahora viene el trozo de las confesiones dolorosas, aunque la mía es tan banal como esas migas de las que acabo de hacer uso con tan suntuosos efectos literarios. Después del tercer derrame de mi madre, cuando ya estaba al borde del precipicio, delirante y con la cara hundida como alguien veinte años mayor, cuando la enfermera me hizo aquel gesto final y solemne («Ha llegado la hora, Drew»), me quedé paralizado en el umbral, incapaz de entrar en la habitación. La mera idea, de repente, me tenía aterrorizado. De todos modos, mi madre difícilmente me habría reconocido (venía pasando desde hacía semanas), pero eso ni siquiera fue un magro consuelo. Mi padre, pobre hombre, jamás me reconvino. En ningún momento hubo miradas de desaprobación, ni entonces ni durante el año y medio que le quedaba de vida. Ese día, frente a la habitación de mi madre agonizante, me dio un beso en la frente y me dejó allí en el pasillo, agarrado al tirador plateado de la puerta como si de un momento a otro pudiera decidirme a entrar en la habitación, pese a que yo estaba convencido de que no lo haría. Con la mano en la puerta, muerto de vergüenza por mi cobardía, oí que el pitido del monitor se prolongaba en una sola nota continua.

– Lloyd -dije-, me sabe muy mal todo lo que tú y tu mujer estáis pasando.

Me dio las gracias con un rápido asentimiento de la cabeza, un tic como otro cualquiera, y bebió un poco más.

– De chaval siempre pensé que con el tiempo aprendería a hacerme a la idea. Quizá por eso es que…, bueno, el trabajo, ya sabes. Pero luego, con Janice… sencillamente no pude asimilarlo. Uno nunca aprende. Quizás es imposible, en el fondo. La muerte está ahí y por más cerca que creas haber llegado, es inútil, uno nunca está preparado para la muerte.

– Oye, cuando esto… Si hay algo que yo…

Lloyd cortó mi torpe acceso de afecto, negándose a aceptar el «peor de los casos».

– Nos queda un as en la manga -dijo deprisa, pero la voz le salió temblorosa-. Un as en la manga.

Se levantó, y yo le seguí hasta la puerta que daba al camino particular por el lado de la cocina. La persiana de lamas tintineó cuando agarré el tirador de la puerta.

– Tienes que comprenderlo. La esperanza es lo único que a uno le queda. Nada más. -Desvió la cara hacia las sombras, y no me di cuenta de que estaba llorando hasta que volvió a hablar-. Lo siento -añadió-. Perdona.

Me quedé allí quieto, pasmado ante la asombrosa limitación del lenguaje que yo afirmo conocer pasablemente, y sólo pude decir:

– Tranquilo, tranquilo… -Como el entrenador del equipo juvenil a un chaval que acaba de pelarse la rodilla.

Finalmente Lloyd volvió dentro, apartando la cara, y sin dejar de disculparse cerró la puerta suavemente, y yo me quedé fuera escuchando un concierto de grillos en aquella noche desapacible.

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