Me hizo señas con una mano para que bajara la ventanilla. Su otro brazo quedaba fuera de mi vista puesto que estaba medio subido al bordillo, inclinado bajo una larga rama. Pulsé el botón sin dejar de vigilar la mano escondida. Por el modo en que tenía flexionado el brazo, sostenía alguna cosa. El móvil me resultó duro y bruñido al tacto.
– Hola, Lloyd.
Un anticuado cinturón de tela sujetaba sus Dockers beige. Llevaba un polo rojo ladrillo metido por dentro del pantalón, aunque se le había salido de un lado tras un esfuerzo reciente. Su cabello rubio ondulado brillaba de sudor en la frente y las sienes.
– Hola -dijo-. ¿Qué quieres?
Hice un gesto hacia el manuscrito que teína en el regazo, concediéndome un segundo para que mi voz no revelara la adrenalina que me corría por las venas.
– Pasaba para ver si le echábamos otro vistazo. Ahora estaba revisando…
Cambió de postura, su brazo se movió, y estuve en un tris de aplastarle la cara con mi puño reforzado por el Motorola. Pero lo que apareció no fue un arma, sino un rollo de cinta aislante que él hizo girar distraído alrededor de un dedo.
– Ahora mismo estoy agobiado, Drew. No puedo ayudarte. Ni dedicarte unos minutos. Es muy mal momento. Imposible.
Pese a lo repulsivo de sus actos, Lloyd estaba siendo sincero. Parecía agobiado, sí, abrumado por la pena y el desconsuelo. Como si la sirena del pánico hubiera sonado tantas veces que su cabeza ya no registrara el ruido. Al igual que yo, había llegado a esto por desesperación, escogiendo el menos horrible de dos panoramas. Por su cara adiviné que él también había tenido su ración extra de dudas.
– Está bien. Tranquilo. Perdona que te haya molestado -dije, poniendo la primera-. Ya nos veremos.
– Vale, Drew -repuso en voz queda.
Arranqué, mirándole por el retrovisor. Lloyd se quedó en el bordillo viendo cómo me alejaba y luego echó a andar encorvado hacia la casa, como si sus pensamientos le hicieran doblar la cerviz.
Giré en la primera esquina, paré y marqué un número.
– Con el inspector Unger, por favor.
Momentos después, Cal se puso al teléfono.
– Soy Drew. Estoy cerca de la casa de Lloyd Wagner. Necesito que vengas ahora y que traigas la caballería. Lloyd tiene un Volvo con la abolladura en el lado derecho, repintado de marrón. Su mujer padece leucemia. Hay sólo dos correspondencias en Los Ángeles con su tipo de médula. Una era Kasey Broach.
Oí crujir madera cuando Cal se sentó.
– ¿Y la otra era Genevieve?
– No -repuse-. Una tal Sissy Ballantine.
– ¿Sissy, has dicho?
– Sí. ¿Por qué? ¿Qué pasa?
– Acabo de recibir una alerta naranja -dijo, tensando la voz-. Esa chica ha sido secuestrada hace unas horas frente a su casa en Culver City. Un vecino vio que un tipo la metía a la fuerza en una furgoneta blanca.
Apagué el motor del Highlander.
– Quédate donde estás -dijo Cal-. No te acerques a la casa. Vamos para allá.
– Os espero.
– No te acerques a esa casa. Promételo, Drew.
Cerré el teléfono con rabia, cogí del maletero la llave desmontadora de neumáticos y eché a andar.