Eché un nuevo vistazo a mi último capítulo, salpicado ahora con las notas de Preston.
¿Y por qué no clavar unos tacos de madera en los agujeros? Estamos hablando de tu vida, no seamos quisquillosos con la arquitectura Usa algo que no sea un tópico Alguien me tenía en el punto de mira. Alguien se había colado en mi casa, me había drogado mientras yo dormía, me había sacado sangre y había salpicado un cadáver con ella. Completamente colocado, me levanté de la cama y fui de habitación en habitación, inspeccionando puertas y ventanas. Todo en orden. Luego miré en el garaje y en los armarios, detrás de los sofás y debajo de las camas.
Estaba solo en la casa.
¿Por qué acudiste a Cal sin una meta en concreto? Ve a ver a la gente cuando quieras algo de ella -como en el caso de Lloyd-, de lo contrario la trama se resiente y desperdiciarás recursos humanos que tal vez necesites más adelante La semana pasada estuve en uno de esos frugales y nada opulentos banquetes Me cabrea que los llamen banquetes, la verdad podría Había remendado los cristales rotos de la puerta delantera con cinta de embalar. Aun con las astillas y la cinta, alguien puede haber metido la mano hasta el cerrojo, las aberturas eran lo bastante grandes. Antes de volver arriba apliqué una nueva capa de cinta adhesiva a las ventanas, pensando que si dejaba abierta la puerta de mi habitación podría oír a un intruso que intentara arrancar la cinta.
Incisivas observaciones ¡Estos tíos hablan como Dan Aykroyd en Dos sabuesos despistados! ¿Y por qué? Su léxico engreído da vergüenza ajena, ya que el narrador no parece apercibirse de ello. Me tumbé -no me metí- en la cama, sudando pese al frío de enero y con la mente poblada de imágenes y retazos de conversación. Las fotos de la escena del crimen, dispuestas sobre la mesa de interrogatorios como un opulento banquete. Kaden y Delveckio manteniéndome al margen de la investigación. A día de hoy no tenemos nada que podamos revelar. Cal ofreciéndome sólo una censura y mi propia imagen reflejada en sus lentes de espejo. Las constantes interrupciones de Preston. La tarea del escritor, por encima de todo, es no tener miedo de las posibilidades. ¿De qué tenía yo miedo? ¿En qué no había pensado todavía?
Quizás en que había más variantes en juego de las que me atrevía a contemplar. El hecho de que no hubiera matado a Kasey Broach difícilmente demostraba a posteriori que yo fuera inocente de la muerte de Genevieve. Aunque conocía a muy pocas personas capaces de matar a otra mujer y colgarme el asesinato, tal vez un perturbado telespectador -un vigilante especialmente aplicado, un radical pasado de rosca y obsesionado con el deterioro de la sociedad, un marido irascible que hubiera perdido a su mujer en circunstancias similares- había decidido vengarse en mi persona.
Ábrete a posibilidades más narrativas. Esto podría girar en torno a ti sin implicarte directamente / Bastante jodida es la existencia, normalmente no hacen falta tramas diabólicas. Pasan cuando pasan. Súmale a eso el prefijo 310 salen más coincidencias que en una trama de Dikens. Te centras en ti mismo porque has oído la voz en off del trailer diciéndote un montón de veces «Esta vez es algo personal» Alguien había ido a por mí. Y ahora era yo quien iba a por él.
Levanté la vista de las páginas subrayadas en rojo. Preston estaba arrellanado en mi sillón de módulo, editando a alguna otra víctima con aquel típico aire suyo de quien está satisfecho de sí mismo.
– De hecho, a mí me corresponde el prefijo ochocientos dieciocho. Me salvo por los pelos.
Los ojos de Preston viraron hacia mí.
– Te estaba concediendo el beneficio de la duda. -Terminó su taza matutina de ron, dejándola en la mesita baja para la criada que yo ya no podía pagar. Se abanicó exageradamente con las páginas del manuscrito y las dejó a un lado-. Qué calor hace aquí -dijo.
– Estás menopáusico.
Se levantó, cogió las páginas que yo tenía en la mano y les echó un vistazo; no pudo reprimir la risa al leer una de sus correcciones. Se golpeó la palma de la mano con las hojas.
– Tiene que haber una historia que incorpore con elegancia todos estos elementos. Necesitamos una reunión para hablar del desarrollo. -Miró su reloj-. Tengo mesa reservada para tres en Spago.
– ¿Para tres?
– He pensado que podías invitar a Cal Unger. Nos hará falta para sacar ideas.
– Acabas de escribir que era mejor no molestarle a no ser que yo tuviera (y cito) «una meta concreta».
– Pero esto es vida social.
Preston había conocido a Cal en la fiesta de promoción de mi tercera novela con Chainer de protagonista.
– Cal no es gay, Preston.
– Claro que no. Ser gay entraña un nivel de conciencia de sí mismo y de conciencia política, cosas a las que él es ajeno. Cal sólo tiene tendencias.
Preston piensa que todo el mundo las tiene, y es lógico, puesto que trabaja en el mundo de la edición y su vida se reparte entre el Village y West Hollywood. Cuando salíamos de noche, frecuentábamos restaurantes de West Hollywood y después él me llevaba a la fuerza a ver una obra de autor novel west-hollywoodiense protagonizada por un gay inglés y problemático donde todos los personajes hetero (especialmente los deportistas) son gays y están pirrados, en secreto y para su vergüenza, por nuestro frágil pero intrépido héroe.
– Sean cuales sean sus tendencias, herr Brokeback, no van en tu dirección -insistí-. Entiendo que el hecho de que tus padres te pusieran Preston Ashley Mills te haya marcado cruelmente de por vida, pero, naturaleza o crianza aparte, el tipo se llama Cal Unger. Yo diría que eso reduce drásticamente las probabilidades de que le guste chuparla. Además, necesito esperar un poco para un restablecimiento más airoso de las relaciones diplomáticas. Creo que invitaré a Chic.
– ¿El jugador de béisbol?
Pronunció esta frase en el tono con que uno diría «ladillas».
Preston también había conocido a Chic en la fiesta de promoción de mi tercera novela de Chainer.
Pese a sus objeciones, fue hacia el teléfono.
– Les diré que llegaremos un poco tarde y les pediré que instalen un bloque de sal en los bancos de sentarse.
Cogió el inalámbrico y se lo quedó mirando.
– Sí -dije-, están demasiado ocupados proporcionando un excelente servicio como para contestar una llamada de mi teléfono. Que por lo visto ciertos editores, responsables de mi correspondencia, no se molestaron en pagar…
Por encima del cercado de mi casa llegaron sonidos del trompetista en pleno ensayo, enturbiando el aire del mediodía.
I've got a CRUSH on you, sweetie-PIE.
Preston arqueó las cejas.
– ¿Qué diablos es eso?
– Creo que Gershwin.
All the DAY and NIGHT-time, hear me SIGH.
– Llamaremos desde el coche -dijo, perdiendo las esperanzas.
La mujer que conducía el Jaguar de matrícula personalizada que llevábamos delante tenía algo que decir al mundo: que ella pasaba de cero a «ahí te quedas» en 2,7 segundos. Bajamos por Cañón dejando atrás varios cientos de miles de dólares de ingeniería bávara, mujeres piernilargas con enormes bolsas de tiendas varias, palmeras tachonadas de lucecitas. Estas luces respondían a un doble objetivo: de noche eran bonitas y además resbaladizas, detalle importante, puesto que, si las ardillas intentaban trepar por el tronco para hacer un nido en las hojas, resbalaban y se partían el ardilloso cráneo contra el pavimento. Esta conjunción de estética y brutalidad define, cuando menos, Beverly Hills. Los souvenirs de porcelana de quinientos dólares, las boutiques accesibles sólo mediante reserva, los collares para gato repletos de piedras preciosas.
Mientras avanzábamos, Preston señaló el escaparate de una librería donde se exponían mis libros. Bueno, cuando una librería sacaba provecho de mi infamia, al menos me caían unos cuantos dólares.
En general, Los Ángeles participa del chiste que es en sí misma. Es frívola, desde luego, pero también sabe disfrutarlo, a diferencia de esas matronas de Des Moines que leen periodicuchos sobre famosos camino de la iglesia y así pueden chasquear la lengua y menear la cabeza, o esas estudiantes pijas que jamás reconocerían que People les gusta más que Proust y que, cuando están en la sala de espera del dentista por una rascadita en el esmalte, echan un disimulado vistazo a las páginas de chismorreo para ver por qué se engordó esa cantante o dónde pasó su luna de miel aquella pareja real. La frivolidad es consustancial a esta ciudad, y todos sin excepción creemos participar del espectáculo.
La gente que viene de fuera considera Los Ángeles muy excluyente. Todo lo contrario. Cualquiera puede acceder a ella. La única condición es que traigas algo interesante que poner sobre la mesa. Ése es el billete de entrada. No es preciso que aportes profundidad ni dotes de conversación, ni siquiera talento. Puedes ser sólo un buen peluquero y sentarte a una mesa de la jet set entre una señorona de Hollywood y un director de ópera. En cambio, si eres el responsable del mayor fondo de cobertura de Bel-Air pero eres un pelmazo, ya puedes largarte con viento fresco y una sonrisa; vuelve a Manhattan y laméntate de lo superficial que es Los Ángeles.
Y lo es, en efecto, pero también es una ciudad fascinante si uno sabe conservar el sentido del humor. De vez en cuando, un temblor de tierra resquebraja la urbe de punta a punta, sólo para mantener un poco el interés, o alguien amenaza con volar el aeropuerto, o pavorosos incendios arrasan el West Valley y durante una semana todo el mundo considera héroes a los bomberos. Las aguas de Santa Mónica se vuelven tóxicas. El súbito miedo al mercurio revierte en un bajón de los pedidos de sushi. Se desprecian los carbohidratos, o el Pilates, o el contenido calórico del Jamba Juice.
Había cuatro coches parados junto a la rampa del aparcamiento contiguo al restaurante, estrujando unos postreros segundos de cobertura de telefonía móvil. Dejamos el nuestro al cuidado de un empleado. Serpenteamos entre las mesas y encontramos a Chic al fondo, con los brazos sobre el respaldo de su banco.
– A mí me encanta la pizza de salmón ahumado -dijo.
Preston puso mala cara al sarcasmo de Chic, y nos sentamos uno a cada lado. Dejé sobre la mesa los documentos que había reunido.
Preston estiró el cuello hacia el tabique de vidrio grabado que separaba la cocina.
– ¿Nos tocará de camarero ese latino?
– Lleva anillo de casado -dije.
– Por-fa-vooor.
– Le está mirando las tetas con la cabeza ladeada.
– Hipercompensación.
– Antes de que empecéis a practicar el amor que no osa decir su nombre, ¿qué tal si pedimos?
Chic levantó la vista del menú, sintiéndose incómodo:
– Para que lo sepáis, yo no soy gay ni nada de eso.
Preston le lanzó una mirada arrebatada.
– No lo permitiríamos, cariño.
Cuando llegó el momento de pedir, Preston se esmeró en establecer contacto visual y preguntar por las especialidades de la casa, pero el camarero se limitó a recoger las cartas y marcharse.
Desacostumbrado todavía a estar en público después de mi penosa escaramuza con los medios de comunicación, miré con cuidado alrededor. Una mesa más allá, dos tipos trajeados y otro con pantalón de chandal charlaban de financieras alemanas y circuitos de festivales. A su lado, mujeres demasiado viejas o demasiado ricas para que les importara que alguien pudiera oírlas hablaban de estrógenos. Una mujer agobiada comía con dos chavales que, gracias a sus gestos hoscos y sus vaqueros de marca, parecían más adaptados al mundo que ella. En la mesa de enfrente había un tipo bien vestido encorvado sobre un plato, y de repente todo su grupo miró hacia mí de manera más conspicua de lo que su actitud intentaba aparentar. Me sentí muy incómodo.
Chic, cómo no, fue el primero en percibir lo que ocurría y me sonrió:
– Esto también pasará.
– Vayamos al grano -dijo Preston.
Mientras tomábamos nuestros aperitivos de alta cocina, recapitulé sobre las últimas novedades. Como de costumbre, había cogido un bolígrafo Bic para tomar notas, pero lo único que hice fueron garabatos.
Preston carraspeó una vez que yo hube terminado.
– No te martirices con lo del asesino en serie. No son tan convincentes.
– Que a ti te dejen indiferente no significa que no nos enfrentemos a uno. Recuerda que tenemos dos cadáveres con el mismo modus operandi.
– Tal como le hiciste ver a ese pomposo inspector, existen notables diferencias.
– O -a veces, con Preston, lo mejor era tomarle la delantera- yo podría haberme convertido en la imagen pública de un asesino de pacotilla, el cual a posteriori optó por cargarme el muerto. O la muerta.
– Eso significaría que tú sí asesinaste a Genevieve.
El llano comentario de Preston me pilló con la guardia baja. Sentí la imperiosa necesidad (fue como un tirón gravitatorio) de ponerme a la defensiva, de ampararme en negativas. Mi plato de gambas, tan hábilmente decorado, me pareció muy poco apetitoso.
– No puedes saberlo -dijo Preston-. De momento.
– Quizá debería tomar otra vez Sevoflurane y averiguarlo.
Preston removió su bebida con una pajita.
– Mira, Drew, ni siquiera tenemos la certeza de que hayas tomado Sevoflurane ni una sola vez. No creo que debamos asaltar instalaciones médicas basándonos en las escasísimas probabilidades de que, si lo inhalas otra vez, tu cerebro retroceda al veintitrés de septiembre.
– Tanto si te cargaron el muerto como si no -dijo Chic-, la manera más rápida de ir al fondo del asunto es determinar la conexión entre las víctimas, o entre éstas y tú. Un rollo aburrido y problemático que escapa a tus posibilidades.
– ¿Qué hago? ¿Contratar a un detective?
Chic meneó la cabeza, decepcionado como de costumbre por mi incapacidad de hacer las cosas bien hechas.
– Conozco a un hacker hábil con las bases de datos: facturas de teléfono y de gasolineras, billetes de avión, todo eso. La mitad son compras hechas por internet y la otra mitad no… bueno, digamos que le da lo mismo. Sigue la pista a gente que deja de pagar la pensión alimenticia.
– ¿Papas gorrones?
– No seas sexista, Drew. La última vez que recurrí a él fue para localizar a una mujer que había dejado plantado a un sobrino mío. Te digo que es un as con el ordenador. Ah, y necesitamos una lista de todas las personas a las que has hecho cabrear.
Saqué la lista que había estado elaborando y añadimos unos nombres más, pero ninguno tenía pinta de asesino creíble, ni siquiera un experto en colarse en casas ajenas. ¿Mi neurólogo, furioso por las secuelas de mi incumplimiento? ¿El padre de Katherine Harriman, hecho polvo tras una noche de salchichas picantes y partido de los Bulls, decidido a administrar justicia al estilo Chinatown? ¿Adeline Bertrand travestida en ninja?.
Al final Chic se hartó de mi falta de enemigos peligrosos conocidos y cambió de tema.
– El segundo cuerpo -dijo-. ¿Por qué atar los tobillos con cuerda y las muñecas con cinta?
– Para las muñecas, es mejor la cinta que la cuerda. -Preston eludió sus ojos y siguió bebiendo-. Dijiste que la cuerda de algodón se emplea en juegos eróticos. Podríamos ver dónde venden ese tipo de cuerda en Los Ángeles.
– Que se encargue la policía de esa mierda de las diligencias -dijo Chic-. Para eso sí que sirven.
– ¿Y para qué servimos nosotros? -pregunté.
Larga pausa.
– Para esa mierda de las diligencias, no.
– Yo creo que la cuerda es una pista falsa -dije-. Me huelo que la utilizó para desviar la atención de los investigadores.
La gente de la mesa contigua seguía susurrando, y finalmente el tipo bien vestido se levantó y vino hacia mí.
– No te olvides de sonreír -me dijo Chic.
– Usted es Andrew Danner, ¿verdad? -dijo aquel hombre-. Sólo quería decirle que siento todo lo que ha tenido que pasar. No estoy muy al tanto, pero creo que le acusaron falsamente.
– Gracias.
Nos dimos la mano. Antes de irse, miró a Chic.
– Bonitas manos, Bales, tonto del culo.
Volvió a su mesa. Preston y yo nos pusimos a comer para disimular la risa mientras Chic cabeceaba, azuzándonos todavía más. Llegaron los platos y, recuperado el apetito y el humor, me tomé unos momentos para recrearme con mis agnolotti al mascarpone. Cuando alcé los ojos, Chic estaba examinando las fotos de la escena del crimen. La de encima, presumiblemente la primera que tomaron, mostraba a Kasey Broach en apacible descanso. Sin indicios todavía de intrusión policial, su cuerpo parecía colocado en el encuadre por un ambicioso diseñador gráfico. Su carne desnuda y la película blanca de excrementos de ave sobre la capota del coche abandonado eran las únicas manchas de luz en la oscura escena.
– ¿De dónde las sacaste? -preguntó Chic.
Yo había olvidado mencionar las fotos cuando Chic había pasado a recogerme al salir de la comisaría. Le dije que las había robado de la sala de interrogatorios.
Lanzó un silbido de admiración y luego puso una de las copias de lado, admirando la obra de un grafitero en la cara inferior de la rampa de la autopista.
– Un verdadero artista del spray.
– Centrémonos en el cuerpo -dijo Preston.
Chic sacó una segunda foto, donde se veía a unos cuantos agentes de pie o en cuclillas junto a la alambrada. Un hexágono delimitado por cordón policial cercaba ahora el cadáver. Había plumas pegadas al hormigón de la rampa, adheridas a la pintura del spray. El flash de la cámara había puesto al descubierto unas botellas de cerveza rotas.
– Mirad esto -dijo Chic-. Nuestra primera pista.
Preston se encogió de hombros tras echar un vistazo.
– Eso dice algo, señor escritor, sólo que tú no te enteras.
Cogí la foto y la examiné detenidamente.
– No veo nada.
Chic se levantó del banco, llevándome consigo.
– Entonces deja que te lo enseñe.