Aparqué en las sombras a media manzana de distancia, bajo el follaje en cascada de un pimentero falso. El parabrisas quedó festoneado de sombras y del techo llegaba un susurro de hojas secas. Desde mi puesto de observación sólo podía ver el garaje y el borde de la casa.
La escena exigía una atmósfera de cine negro -relámpagos dramáticos, cielo agorero, nubarrones pesimistas-, pero Los Ángeles puede ser un sitio muy poco cooperador. Estaba más oscuro, por supuesto, pero la luz que quedaba era agradablemente uniforme, pura monotonía suburbana. Aún quedaba un resto de calor diurno atrapado en el aire quieto del Valle. Olía a mantillo y carne frita. Un reactor pasó zumbando perezoso en dirección a Burbank. La puerta del garaje estaba levantada, la trasera de la furgoneta abierta; por lo visto, estaba ocupado, aunque mi limitada perspectiva no me permitía ver movimientos cerca de la casa. La furgoneta era ahora el vehículo de su elección; ya no se arriesgaría a sacar el otro coche.
No quería creerlo -casi no podía creerlo- pero ¿quién si no él? ¿Quién podía haber entrado en mi casa, haberme sacado sangre para ponerla en el cadáver de Kasey Broach? ¿Quién pudo contaminar la escena del crimen con un cabello que no levantara sospechas? ¿Quién se había desvivido por ayudarme mientras yo seguía la senda equivocada? ¿Quién tenía muestras de mi letra a fin de imitarla en el sobre de cerillas? ¿Quién me había mostrado la huella dactilar de Richard Collins sólo después de haber confirmado que la huella obtenida no era la suya propia? ¿Quién había elegido a Mort de entre la lista de propietarios de Volvos marrones, juzgándolo el candidato idóneo para dar el salto de delincuente a asesino? ¿Quién tenía carta blanca para acceder a todo tipo de material, bases de datos, pistolas desechadas? ¿Quién sabía cómo introducir la hoja de un cuchillo en un cuerpo inconsciente de modo que pareciera obra de un zurdo? ¿Quién había estado convenientemente cerca del lugar donde arrojaron el cuerpo de Broach, de hecho, porque fue él mismo quien lo hizo?
Caroline había dado en el clavo: «Eso es lo que no entiendes en esas noveluchas que escribes. Todo el mundo es bueno y todo el mundo es malo. Según lo dispuesto que estés a fijarte bien».
Supe que tendría que acercarme al garaje y mirar con mis propios ojos. La casa, el atardecer, aquella manzana de barrio tranquilo donde me encontraba: todo lo percibía como sustitutos alucinatorios de la realidad.
Una parte de mi manuscrito había resbalado del asiento del pasajero. Me quedé mirando la página de arriba. Nos entendíamos bien, y me había parecido exageradamente proclive a colaborar en la manipulación de elementos de la trama, hasta el punto de que, en una ocasión, yo le había llevado escenas enteras para que pusiera en práctica sus habilidades técnicas.
Me apeé del coche, cerré la puerta con cuidado y avancé sigilosamente junto a la cerca de madera musgosa que limitaba la parte frontal de la propiedad. Poco a poco, la casona quedó por completo ante mi vista. Me colé por la verja y enfilé el camino particular, haciendo crujir la gravilla bajo mis zapatos. Dejé atrás la parte ciega de la casa, la puerta de la cocina donde Lloyd se había quedado sollozando al partir yo el lunes por la mañana.
Me detuve y pegué la oreja a la puerta. Se oía movimiento en el interior. ¿Quizás una silla retirada sin levantar las patas?
El sol se había puesto casi del todo, y cuando miré en el garaje tuve que achicar los ojos para distinguir el fondo. El coche que estaba junto a la furgoneta, tapado por la lona negra, parecía una cosa informe. Seguía donde la vez anterior, con una de las puertas traseras de la furgoneta abierta y apoyada contra el coche. Justo a la altura de la rueda delantera derecha.
Había visto anteriormente esta misma escena. Recordé la puerta de atrás de la furgoneta pegada al vehículo cubierto, el gemido que produjo cuando Lloyd la cerró.
Como el eco de un sueño, el gemido sonó otra vez al mover yo el portón un par de palmos, dejando que se apoyara en mi omóplato al situarme frente al vehículo contiguo. El coche sin usar de Janice. Agarré una esquina de la suave lona que lo tapaba y al levantarla vi el morro de un Volvo marrón. Tenía una abolladura en el hueco de la rueda delantera derecha. Allí donde el metal había vencido hacia dentro, una costura blanca mellada en los bordes con escamas de pintura. Alrededor de la hendidura era visible la pintura original: color dorado.
¿Qué había dicho Kaden? «El marrón es el segundo color más común de Volvo después de ese amarillo caca.»
Fui retirando la lona hasta que vi el boquete irregular dejado por la bala en la esquina superior derecha del parabrisas: el disparo que yo había hecho la víspera en el camino particular de mi vecino.
Me aparté unos pasos y la tela volvió silenciosamente a su sitio, la puerta de la furgoneta basculando hasta encontrar el surco que había producido en el Volvo.
Lloyd había hecho repintar el Volvo de su mujer para que, si alguien -como Junior- lo había visto en una de las escenas del crimen, Janice no apareciera en las bases de datos del registro de vehículos. Había 153 propietarios de Volvos marrones en el condado de Los Ángeles. El problema era que el coche de Janice constaba en el sistema como amarillo.
Sonó el móvil, un ruido estridente en los confines del garaje, y me llevé un susto de muerte. El número estaba registrado en mi directorio: CDRS HOSPTL. Mirando en derredor, bajé rápidamente el volumen y susurré «Un segundo, por favor» pegando la boca al auricular, antes de regresar rápidamente por el camino de grava, mirando nervioso hacia la casa y tratando de hacer el mínimo ruido al andar.
A salvo en el Highlander bajo el pimentero falso, suspiré, cogí el teléfono y dije: «Perdón».
La voz de bajo de Big Brontell hizo vibrar el aparato contra mi cabeza.
– ¿Necesitas ayuda, Drew?
– ¿Podrías comprobar si Janice Wagner está siendo tratada ahí en el departamento de oncología?
– No es que pueda, pero lo haré. -Le oí teclear, preguntándome cómo se las arreglaba para encajar sus Cedazos en el teclado-. Lo fue, hace cuatro meses, pero ahora no. Le dieron el alta como enferma desahuciada el dieciséis de septiembre.
El 16 de septiembre. Una semana antes de que asesinaran a Genevieve.
Me puse el manuscrito en el regazo y busqué. Quería estar seguro de que lo recordaba bien. Las palabras de Lloyd me miraron desde la página. Se ha reproducido. Ahora el otro pecho. A la tercera va la vencida.
– No la atendieron por un cáncer de mama, ¿verdad?
– ¿De mama? No. Fue por…
– Leucemia -dije.
Fui pasando las páginas del manuscrito. La cabeza me zumbaba. No me lo quería creer, pero allí estaba, en caracteres sencillos. El móvil del asesinato. Perdona todo este lío. Janice es hija única, los padres fallecieron. No tenemos mucha ayuda.
Janice carecía de familia que pudiera hacer de donante. Por consiguiente, tenía que intervenir la suerte para evitar que ella se consumiera. Y como no fue así, intervino su marido.
Lloyd podía haber matado sin más a Kasey Broach y haberle extraído médula. Pero, entonces, ¿por qué arriesgarse a usar Sevofiurane?
– Dime -pregunté-, para una extracción de médula ósea tienes que estar vivo, ¿no?
Con el tecleo como sonido de fondo, Big Brontell dijo:
– Así es.
«Oh, por favor, que haya matado él también a Genevieve -supliqué interiormente-. Que la haya matado y que luego se enterara de que necesitaba mantener con vida a la siguiente víctima para que la médula extraída fuera utilizable. Que haya evolucionado como asesino de forma que se le puedan colgar los dos asesinatos, y ninguno a mí.»
Tenía muchas dudas. ¿Por qué iba a estar Genevieve en el registro de médula ósea? Que yo supiera no tenía parientes enfermos, y desde luego no era dada a actos de caridad. Además, si la había matado Lloyd, entonces mi tumor cerebral quedaba como una mera y oportuna casualidad.
– ¿Qué probabilidades hay de encontrar correspondencias de médula ósea? -le pregunté a Big Brontell.
– Una entre veinte mil, más o menos. Claro que en este caso estamos limitados a personas que se sometan a la prueba.
– ¿Hay correspondencias del tipo de médula de Janice en el registro? ¿Gente que viva en Los Ángeles?
– Déjame ver.
Oí cómo el teléfono se movía con ruido sobre la mejilla de Brontell, y su respiración mientras tecleaba.
Volví a hurgar en el manuscrito, cotejando mi memoria con la fuente de veinte puntos: Ninguno de nosotros tres tenía el tipo de sangre de Tommy -dijo la señora Broach-. Pero Kasey sí. Fue un ángel para su hermano. Iba una y otra vez, la pinchaban en la cadera, una aguja así de gruesa, y nunca se quejó, ni una sola vez.
Recordé el cadáver azulado de Kasey Broach, tendida sobre el asfalto bajo la rampa de la autovía: En la cadera derecha tenía un rasguño de feo aspecto. Me devané los sesos tratando de recordar si Genevieve presentaba algo similar en el mismo sitio. No costaría mucho borrar las señales dejadas por un racimo de perforaciones de aguja hipodérmica, esconder las marcas de las extracciones bajo una herida superficial. ¿Lo había comprobado alguien?
¿Qué había dicho Lloyd en nuestra última despedida? Lo siento, Drew, pero Janice y yo tenemos que velar por nosotros.
Lo sentía mucho. Sí, claro.
No era ningún sádico, pero había introducido la cuerda de bondage para despistarnos; el Sevoflurane para mantener a las víctimas con vida y maleables; el Xanax para que estuvieran más o menos serenas si recobraban el sentido (una faceta humana en un acto inhumano). No quiso que sufrieran, como tampoco que sufriera yo. Sólo quería una cosa, a toda costa: que su mujer viviera. ¿Se habría disculpado con sus víctimas como había hecho conmigo? ¿Habría llorado al ponerles la mascarilla para que dejaran de forcejear, o cuando situó adecuadamente el cuchillo de deshuesar para la puñalada final?
– Hay dos correspondencias en Los Ángeles -dijo Big Brontell.
El aliento que contuve me ardió en el pecho. Recé en silencio. «Que el nombre de Genevieve sea uno de ellos, y así yo seré inocente.»
– Vamos a ver… -dijo Big, con tanta parsimonia que me dieron ganas de chillar-. Kasey Broach, pero parece que se borró de la lista activa.
Pero a Lloyd le habría resultado muy fácil obtener autorización para acceder a la base de datos de médula ósea, encontrar correspondencias actuales o antiguas.
– ¿Y el otro nombre? -pregunté con un hilo de voz.
– Sissy Ballantine.
Apoyé la frente en mi mano. Estaba resbaladiza y caliente.
– Consta como hermana donante. Pendiente de trasplante.
Eso quería decir que su médula se reservaba para un hermano o hermana, y por tanto no iba a estar disponible para Janice. Lo cual, a su vez, significaba que Lloyd tuvo que extraer la médula de una de las dos y matarla para eliminar el rastro. Kasey Broah, inactiva en la lista de donantes y por tanto más alejada de cualquier pista, había sido la mejor elección.
– Gracias, Brontell. No sabes cuánto…
– Un momento -dijo. Y le oí gritar a alguien-: ¡Busca el Haloperidol! -Otra vez a mí-: Te dejo, Drew. Se requiere mi humanidad en la unidad de psiquiatría.
Desconectó, y yo cerré el móvil y lo dejé en el asiento contiguo.
Cuando levanté la vista, tenía a Lloyd en la ventanilla.