– Hola, Gran Hermano.
– Hola, Junior -dije por decimoquinta vez.
– ¿Te importa si pongo la radio, Gran Hermano?
– ¿Quieres dejar de llamarme así? -pedí, rendido.
Batiendo palmas, Junior se dejó caer contra la puerta del pasajero, desternillándose de risa. Llevaba una sudadera con la capucha puesta sobre su gorra de béisbol, por si teníamos que parar a robar en un 7-Eleven.
– Haz el favor de mirar las malditas fotocopias antes de que lleguemos al tribunal.
Había pasado por mi casa después de almorzar con los Bale para darle a Xena unos huevos revueltos con trocitos de pimiento. Ella me lo había agradecido cagándose en la chimenea. Después de limpiar sus excrementos, había entrado en internet y había impreso fotos de camionetas Volvo de diversos modelos. La atención de Junior era una mercancía escasa, pero habíamos determinado que la que él vio no fue, decididamente, un último modelo. Junior no sabía distinguir entre los modelos 200, 700 y 800, pero estaba casi seguro de que no era de la serie 900, la de cantos redondeados que empezó a distribuirse en 1991. Aunque abarcaban demasiados años, los modelos por los que se decantaba incluían el 760 de Morton Frankel.
– Ya te lo dije, colega, a mí toda esa mierda suburbana me parece igual. ¡Jo!, si al menos tuvieran unos buenos tapacubos… -se lamentó sin dejar de botar en el asiento-. Sí, tío, entonces te diría quién, qué, dónde, cuándo y por qué.
– ¿Y estás seguro de que la poli no te ha llamado aún?
– Claro que estoy seguro. ¿Crees que la señorita Caroline no se iba a enterar si la poli viniera a tocarme las narices?
Caroline no estaba cuando yo había ido a recoger a Junior.
– ¿Habrá vuelto cuando te deje después en Hope House? -Vi que se encogía de hombros y añadí, previo carraspeo-: Oye… ¿tú sabes qué le pasó? Quiero decir en la cara.
– Y ¿qué te ha pasado a ti en la tuya? -Donde las dan las toman-. Claro que lo sé. -Me miró detenidamente con sus ojos castaños-. Eh, colega. ¡Colega! -Ahora meneándose sobre el trasero con los codos en alto-. Gran Hermano y Caroline sentados en un árbol. Besándose. Primero llega el amor, después el matrimonio…
Derrapé hacia una plaza libre y salté del Highlander antes de que llegara la cigüeña. Esta vez, por suerte, éramos puntuales, pero el juez Celemín no. O al menos fingía retrasarse; sus miradas ocasionales fueron un indicativo de que se complacía en hacernos esperar en un incómodo banco de la parte trasera de la sala.
Volví a mirar el reloj: las 14.15. Al cabo de cuarenta y cinco minutos Morton Frankel saldría del trabajo. Yo suponía que se pasaría por su casa para darse una ducha, y quería estar aparcado allí delante para ver qué coche conducía.
El juez atendió unos cuantos casos más antes que el nuestro y luego se lio a ordenar papeles. Cuando por fin llamó a Junior (el defensor de oficio se materializó como por arte de electrónica) y añadió tres meses más a su condicional, eran ya menos diez.
Me llevé rápidamente a Junior hacia el coche. El chaval parecía contento con la decisión del juez.
– No pienso abandonar nunca a la señorita Caroline. ¡Es la mejor! -Me miró-. ¿A que sí?
El piso de Frankel quedaba cerca de los juzgados. No dejar a Junior en Hope House y regresar a tiempo. Conduje deprisa, dejando que él toqueteara la radio como si fuera un videojuego. La estratagema no sirvió de mucho.
– ¿Adónde vamos?
– Te llevo a que te castren.
Frené delante de un destartalado bloque de tres plantas en una calle con tiendas de tejidos y taquerías. Había cinco adolescentes negros acuclillados en un pequeño trecho de hierba seca, jugando a los dados. En el escueto aparcamiento, el espacio correspondiente al número del apartamento de Frankel estaba vacío. Recorrí despacio los bloques vecinos en busca de un Volvo.
No era la mejor opción en Lincoln Heights.
A las tres y diez pasé a la acera opuesta al bloque y metí unas monedas en el parquímetro. El aire olía a tubo de escape y perritos calientes del carrito aparcado un poco más allá, junto a una parada de autobús. Me preocupaba que los adolescentes pudieran fijarse en mi coche, pero de momento parecían enfrascados en su partida.
– Ahí es donde vive el tipo, ¿verdad, colega?
Una camioneta se aproximó a la parte delantera del bloque. Morton Frankel dio una palmada en el hombro al conductor -un trabajador que me sonaba haber visto en el patio de la fábrica- y se apeó. Junior notó que me ponía rígido pero no dijo nada. Frankel subió por la escalera descubierta hasta la segunda planta. Abrió la puerta de su piso, tiró la chaqueta y la fiambrera al interior y volvió a bajar. Al llegar a la planta baja, echó a andar hacia nosotros.
Antes de que mi corazón pudiera recuperarse, Frankel se desvió a la izquierda. Junior exhaló el aire que estaba aguantando. Me recordé que los adolescentes, por muy execrables que fuesen, también se asustaban. Supuse que acechar a un violador con mi delincuente juvenil me impediría optar a Gran Hermano del Año.
Una vez que Frankel hubo llegado al final de la manzana, arranqué.
– ¿Dónde está su puto coche? -dijo Junior.
– Eso mismo me preguntaba yo. Quizá va a tomar el autobús.
– Esto es Los Ángeles, colega. Nadie va en autobús.
– Y no todo el mundo tiene una Huffy -repuse.
– Manten la distancia, colega. ¿Es que no miras T.J. Hooker?.
– Yo miraba T.J. Hooker antes de que tú mangaras el primer coche.
– ¿Mangara? Estás muy anticuado, abuelo. Ahora se dice «trincar».
Y así sucesivamente.
Seguimos a Frankel varias manzanas más, hasta que entró en un taller de chapa. Aparqué en la otra acera junto a una tienda de coches de alquiler; había suficientes vehículos como para pasar inadvertidos en mi Culpablemóvil. Mort se metió en la oficina, una estructura prefabricada. Salió poco después, lio un cigarrillo y se puso a fumar.
Una de las puertas del garaje se elevó, dejando al descubierto una camioneta Volvo marrón.
Para ser un coche antiguo, estaba en magnífico estado. Algunos desperfectos en la pintura, pero por lo demás impecable. Era evidente que Frankel estaba muy orgulloso de su 760. O que se tomaba muchas molestias para limpiarlo de pruebas.
Un mecánico con los brazos tatuados se apeó del vehículo y Mort le estrechó la mano y le dio un leve puñetazo en el hombro. Si quieres conservar así de bien un coche antiguo, más te vale ser amigo de tu mecánico. El tipo llevó a Mort hasta el frontal derecho y pasó la mano por la curva perfecta del hueco de la rueda. Mort hizo lo propio y luego asintió con la cabeza, satisfecho con la reparación.
¿Por qué hacer arreglar la abolladura? ¿Porque amaba su coche? ¿Para prevenir una posible identificación? ¿Porque la abolladura se la había hecho al meter el cuerpo de Kasey Broach dentro del vehículo?
Sacó un talonario del bolsillo de atrás, se inclinó sobre el capó y rellenó un talón.
Con la mano izquierda.
Ochenta y tres kilos, zurdo, brillo diabólico en los ojos. Igual que yo, pero con mejor brillo.
Me fijé en su cabello castaño.
«Sólo necesito un pelo -pensé-, como el que tú me arrancaste a mí.»
Regresé con el coche a mi puesto de vigilancia frente al bloque de pisos. Unos minutos después Mort llegaba a su plaza de aparcamiento, aseguraba el volante con una barra antirrobo, bajaba la ventanilla hasta la mitad y subía a su casa.
Le di una palmada a Junior en la rodilla.
– He de llevarte a Hope House.
– ¿Ya está? Pero, colega, tienes que conseguir esa prueba. Tienes que abrirle el coche, a ver qué encuentras.
Sí, ése era mi plan, pero no iba a decírselo a Junior.
– Si encuentro algo, la poli puede decir que yo lo metí ahí para salvar el pellejo.
– Por eso me necesitas a mí, tío. Soy un testigo. Además, sin pelo no tienes nada que hacer.
Oír mis propios pensamientos en boca de un chaval de catorce años era claramente indicativo de que me convenía dormir más horas.
– ¿Por qué habrá dejado la ventanilla bajada?
– Para indicar que dentro no hay nada de valor y así evitar que alguien le rompa la ventanilla pensando lo contrarío. Y no vale la pena cortar una barra antirrobo para trincar un Volvo del año de la pera. Venga, ve a mirar el reposacabezas.
– No, gracias.
– ¿Cómo que no? ¿Y la ética, colega?
– ¿La ética? Husmear en un coche ajeno no es muy ético que digamos.
– Mira, yo no pinto árboles ni iglesias luteranas. A eso lo llamo ética. Hay un cruel asesino a dos pasos de aquí, tú eres el único que lo sabe, ¿y eres tan miedica que no te atreves a coger un pelo del reposacabezas?
– ¿Y si viene la poli?
Junior consultó su reloj.
– En la comisaría de Hollenbeck están cambiando de turno. Vía libre.
– ¿Y tú cómo lo sabes? Va, da igual. Soy un imbécil. -Miré nervioso a los chicos negros que seguían jugando a los dados en el césped, muy cerca del aparcamiento-. Esos chavales le han visto llegar. Sabrán que el coche no es mío.
– ¿Tú qué harías si esto fuera una de tus novelas?
– Distraerlos con algo.
Soltó una risita.
– ¿Cómo? ¿Provocando un incendio?
– No. Algo más ingenioso.
– ¿Qué te parece esto?
Sin darme tiempo a impedirlo, Junior se apeó y trepó ai techo del Highlander.
Bajé presuroso, pero él, haciéndose bocina con las manos, ya estaba gritando:
– ¡Eh, eh! ¿Qué coño pasa? ¿Por qué hay tanto negrata por aquí?
Y saltó al suelo -fue como si rebotara en la acera- y echó a correr calle arriba. Yo me pegué al coche cuando los cinco chavales negros pasaron por mi lado en jauría tras Junior.
Una perfecta maniobra de distracción.
Crucé hacia el aparcamiento, vigilando que el alboroto no hiciera salir a Frankel de su piso. Metí la cabeza por la abertura de la ventanilla y examiné detenidamente el reposacabezas. Ni un solo pelo. Parecía recién aspirado. Lógico: en el taller le habían dado una limpieza a fondo. Accioné disimuladamente la palanca del maletero. Antes de abrirlo, inspiré hondo.
Ni rastros de sangre ni de lona protectora, ni cuchillos de deshuesar. El aspirador industrial había dejado marcas en la gastada moqueta.
Cerré el maletero y, al girarme y levantar la cabeza hacia el apartamento de Mort, él me estaba mirando desde la barandilla de la segunda planta. Me aparté rápidamente, sobresaltado y trastabillando.
Era imposible saber si se había fijado bien en mi cara o si me había visto abrir el maletero. Frankel fue hacia la escalera. Yo me alejé como si siguiera mi camino, mientras fingía hablar por el móvil. La adrenalina había puesto mis sentidos a pleno rendimiento. Esperaba oírlo acercarse, notar la vibración de sus pasos airados en la acera. Sentí que lo tenía detrás, siguiéndome a unos veinte metros de distancia.
«Ahora estás en el mundo real. Vigila que no te maten.»
Cuando me arriesgué a mirar atrás, vi que se había desviado por otra calle. Manteniendo una prudente distancia, le seguí. Llegó a una esquina y se detuvo a mirar un escaparate de ropa. Sacó un bolígrafo del bolsillo de la camisa y algo del bolsillo posterior del pantalón y luego anotó alguna cosa. Crucé la calle para ver el escaparate pero manteniendo mi reflejo fuera de su vista. Había maniquíes con vestidos de lentejuelas y trajes baratos, algunos medio tirados sobre un montón de telas en un lado. Mort seguía con su contemplación, como en trance. Algunos maniquíes tenían el pecho descubierto o estaban desnudos, rígidos y pálidos como los muertos. ¿Estaba admirando aquella imitación de piel lisa y cerosa?
No sé qué tenía en la mano, pero se le cayó. Dio un paso atrás, sin dejar de mirar las contorsionadas siluetas de mujer, y luego dobló la esquina.
Esperé un momento antes de acercarme. Había tirado un sobre de cerillas, en cuya solapa había una calavera y tibias cruzadas. Me agaché para recogerla y levanté la solapa.
Había algo escrito con letra irregular.
TE ESTOY VIENDO
Me levanté bruscamente, el aire quemándome la garganta. Un movimiento en el escaparate captó mi atención. Entre los cuerpos de plástico en poses diversas, y con su cara lasciva a pocos centímetros del cristal, estaba Morton Frankel.