Mientras volvía a casa medio aletargado, intenté procesar las ramificaciones de lo que acababa de descubrir. Si mi sueño era correcto, como parecían indicar el aspersor y el platillo, entonces había llegado solo a casa de Genevieve. Eso no me favorecía nada, pero la pregunta aún era la misma: ¿por qué había ido allí esa noche? ¿Vi cómo otra persona asesinaba a Genevieve y eso provocó que mi tumor explotara? La vieja frustración volvía a aflorar a la superficie. ¿Por qué todos -polis, fiscales y abogados- se empeñaban en dudar única y exclusivamente de mi cordura? ¿No nos habíamos colado todos en la trama a posteriori?
Yo había examinado a conciencia el dossier que Homicidios había entregado durante la presentación de pruebas, pero ni las notas de la investigación ni los informes periciales apuntaban a otra cosa, a ninguno de los puntos muertos o pistas omitidas que componen el deslabazado perímetro de cualquier reconstrucción de un crimen. Era una versión demasiado pulcra, una investigación que ya había sacado sus conclusiones desde el principio. Yo también lo había hecho, aunque mi razonamiento tenía la ventaja de carecer de pruebas y ser más inverosímil: la sierra (más que la navaja) de Occam.
Un atisbo de esperanza me sacó momentáneamente de mi extenuación. Si había recuperado un recuerdo de la noche en que Genevieve murió, quizá podría recuperar algunos más. Lo cual significaba que la verdad estaba al alcance de mi mano, por muy horrible que pareciera estar perfilándose.
Sonó el móvil. Angustiado, conecté el auricular preguntándome quién podía ser a esas horas.
Oí la voz de Donnie.
– ¿Dónde te habías metido? Llevamos horas intentando localizarte. Al final, Terry ha conseguido tu número de móvil.
– Estoy bien -dije-. He ido a dar una vuelta en coche.
– La primera noche en casa a veces resulta dura.
Me miré las manos, agarradas al volante.
– Pues no se me ocurre por qué.
Donnie captó la ironía y rio.
– ¿Necesitas compañía? Terry y yo podríamos pasar a verte.
– Gracias, pero creo que me las arreglaré.
– Bueno, si necesitas alguna cosa…
– Pues… -La idea surgió de pronto, inesperadamente, pese a que estaba allí agazapada desde hacía rato-. He estado pensando si podría echar un vistazo a los archivos del caso.
– Ganamos el juicio, Andrew. Ya no tienes que preocuparte más por eso. -Una pausa-. ¿Estás escribiendo una novela?
– No; sólo trato de entender lo que pasó.
– ¿Por qué no te tomas la noche libre? Hasta Katherine Harriman está por ahí de copas. Uno de nuestros pasantes acaba de verla en Promenade llorando con un martini en la mano.
– Katherine Harriman no llora, y menos aún en público.
– Y tú tampoco deberías. Al menos esta noche. Mira, Terry y yo hemos visto muchos casos parecidos con clientes a los que habían absuelto. Le dan vueltas al asunto como quien se pasa la lengua una y otra vez por un diente flojo, buscando… no sé muy bien el qué, quizá la verdadera absolución. Pero no la encuentran. Permíteme un consejo: déjalo correr. Vuelve a tu vida de antes.
Llegué al cruce. A la derecha hacia mi casa, a la izquierda hacia la autovía. Giré a la izquierda.
– Me gustaría ver esas carpetas, Donnie. Oí cómo resoplaba.
– Vale, Andrew, son tuyas. No vamos a quedarnos lo que no nos pertenece. Sólo necesitaremos un día o dos para hacer fotocopias.
– Gracias.
– ¿Alguna cosa más?
– Sí -dije-. ¿En qué bar dices que han visto a Katherine Harriman?
Astutamente situado a media manzana de la muy transitada Third Street Promenade, en Santa Mónica, Voda cuenta con más de cien marcas de vodka y el único caviar que vale la pena. Con sus porteros vestidos de negro y sus mesas reservadas, es un local que se quiere exclusivo, pero sus propietarios no ponen mala cara a franquear la entrada a turistas cuando los bien tapizados bancos no acaban de llenarse. A espaldas del gorila, que dudó un poco, reconociéndome pero sin ubicarme, había botellas de importación sobresaliendo de la pared en estantes de obra, y una aglomeración de gente guapa, disponible también para el consumo. Velas, proteas hawaianas y cascadas artificiales completaban la mezcla dándole un aire de gulag tropical.
Harriman estaba junto a la barra lacada en negro, con sus esbeltas piernas cruzadas, toqueteando una cebollita empalada sobre el borde de su Gibson martini. No levantó siquiera una ceja cuando vio que me acercaba.
Me instalé en el taburete giratorio contiguo al suyo y pedí un vodka Brilliant con hielo, que primero olisqueé y luego dejé sobre el posavasos. Harriman hizo caso omiso como si hubiera invertido media vida en perfeccionar el método de pasar de los hombres, así que permanecimos allí sentados viendo cómo el agua de la cascada resbalaba por las losas mientras yo trataba de decidirme.
– Yo sabía lo de mi tumor. -Las palabras, pronunciadas al fin, resonaron en mi cabeza-. Mi seguro de enfermedad había caducado. Estaba pendiente de colocar otro guión que me permitiera acogerme al seguro de la asociación de escritores. Venía padeciendo migrañas desde hacía seis meses, y un día perdí el conocimiento brevemente. Acudí a una clínica privada para que, si las pruebas daban positivo, eso no constara como dolencia preexistente. Por eso no salía nada en ninguna de las historias clínicas que usted citó durante el juicio.
Me callé que si yo no había hecho nada al respecto no fue sólo por el dinero, aunque el dinero tuvo mucho que ver. No había hecho nada porque tenía un libro que entregar y una gira en perspectiva, y además acababa de iniciar una relación. Si una operación quirúrgica es optativa, ¿cuándo tomas la firme decisión de dejar que un equipo de personas se ponga a hurgar en tu cerebro? ¿Cómo eliges el día? ¿Y si no te despiertas? Peor aún, ¿y si ellos la pifian y luego te despiertas?
Visité a un neurólogo pocos días después de desmayarme encima de la lavadora. Después de darme el desagradable diagnóstico, me instó a someterme a una intervención quirúrgica, pero yo le dije -amparado por el secreto profesional- que estaba dispuesto a correr el riesgo y esperar. El juicio me había proporcionado tiempo de sobra para rememorar la respuesta del neurólogo. «¿Está dispuesto a poner en peligro las vidas de la familia del monovolumen contra el que chocará cuando se desmaye usted al volante de su coche?»
Mientras Harriman liberaba la cebollita con sus dientes y empezaba a masticar, me pregunté si se dignaría a darme una respuesta. Finalmenle dijo:
– ¿Cuánto iba a costarle la operación?
– Sesenta y dos de los grandes.
– ¿Y a cuánto ascendió el anticipo de los abogados?
– A dos y medio.
Soltó una risita -le salió de dentro- y tardé un momento en comprender que se reía de nosotros dos.
– Bueno -dijo-, estoy segura de que ahora recibirá muchas ofertas para escribir guiones.
– Sí, pensé que sería una buena estrategia profesional…
– Hay algo tremendamente ingenuo en usted. Tremendamente serio, por lo demás. -Hizo una mueca y le indicó al barman que le pusiera otra copa. No era la segunda.
– ¿Y eso?
– Lo que acaba de confirmar no es una bomba de efecto retardado como cree. Ya lo habíamos pensado, como es natural; estuvimos investigando un poco.
– ¿Y por qué no me lo preguntó en el juicio?
– Porque no teníamos la plena certeza, y aunque hubiéramos estado en lo cierto, usted nos habría mentido.
– ¿Por qué supone eso?
– Un tipo honesto no va de tapadillo ai médico para defraudar a la aseguradora.
– De acuerdo, pero yo no habría mentido estando bajo juramento.
– Bien, comprenderá usted que por puro escepticismo renunciara a basar mis argumentos en su integridad ética. -Bebió un largo sorbo-. Un fiscal no puede acusar a un testigo de estar mintiendo. Esto no es el recreo del parvulario. Visto el tipo de libros que escribe, debería usted saberlo. Yo tendría que presentar pruebas o un testigo que refutara. Y sus abogados no me proporcionaron un blanco. A propósito, los encuentro carísimos. Pero bueno, qué digo. Ustedes ganaron el juicio, más o menos. -Me dedicó una amplia sonrisa de felicitación-. Claro que, si su conciencia de tipo honesto se hubiera despertado, pongamos por caso, ayer… quién sabe si usted y yo estaríamos aquí sentados. -Dio un golpecito al borde de su copa con una uña bien pintada-. ¿Por qué hoy, Danner? ¿Y por qué me buscaba a mí? ¿Necesita que alguien le perdone?
Por su tono, no me cupo duda de cuál sería su postura al respecto.
– No.
– Entonces, ¿qué pretende? Le han absuelto.
– El veredicto es lo de menos.
– Y que lo diga -convino conmigo-. «Inocente en virtud de demencia transitoria» no es lo mismo, ni mucho menos, que «Yo no la maté».
– Pero así están las cosas. Usted no me condenó. Quizá debería haberlo hecho.
– Bueno, estoy segura de que cualquier autor de novela negra de segunda que se respete a sí mismo sabe que no pueden juzgarte dos veces por el mismo delito.
– Es que… -Mis manos se morían de ganas de agarrar el vodka, pero las mantuve quietas-. Recordé algo. Un detalle de la noche en que murió Genevieve. Lo comprobé, y era así.
– A ver si adivino: y eso lo exonera.
– No -dije-. Todo lo contrario. Recordé que había ido allí en coche. Solo.
Harriman se llevó los dedos a la boca entreabierta, fingiendo sorpresa.
– Creo que puedo ayudar a esclarecer lo que sucedió aquella noche -continué-. Todavía quiero saber si le clavé ese cuchillo a Genevieve. Y usted puede ayudarme a averiguarlo.
Rio.
– ¿Sabe por qué me ocupé de su caso, Danner? La presión del mercado. Si usted fuera un don nadie, le habrían puesto una multa de tráfico y ni siquiera habría tenido que pasar por un juicio. Pero como resulta que, por alguna razón que desconozco, esta ciudad decidió convertirlo en un acusado famoso, tuvimos que hacer algo con nuestro historial de procesos a gente famosa, que, como puede que haya usted comprobado, es bastante menos que espectacular.
– Así que sólo le importa conseguir condenas, ¿no? ¿De vez en cuando no le gustaría saber la verdad de los hechos?
– ¿La verdad? ¿La verdad, dice? Cuando eres abogado procesal, hay una cosa que enseguida aprendes. Se supone que estás interrogando a testigos potenciales, pero tú sabes que sólo es un ensayo. Una vez que el testigo te ha contado la versión de la historia que le has empujado a contar, haces que te la cuente una y otra vez. Y al final, esa historia que has moldeado con ayuda de los testigos se convierte en la verdad. Y si no andas con ojo o eres demasiado precavido, la verdad incluirá detalles que al principio no estaban ahí. Y eso es lo que le pasará a usted, sólo que peor. Puede que quiera contarse a sí mismo la historia de lo sucedido la noche del veintitrés de septiembre, repetírsela mil veces, pero esa historia fue interpretada antes de que usted supuestamente despertara. Nunca se puede llegar a la verdad. -Apuró su copa-. ¿Y sabe por qué? Los hechos son material en bruto, no el producto final. Y si va en busca de la verdad, tarde o temprano acabará mordiéndose la cola. Haría mejor en buscar la absolución. -Un rápido gesto con la mano-. Pero no aquí.
Dejé un billete de veinte en la barra y bajé del taburete.
– Gracias por su tiempo.
Harriman no se molestó en mirarme.
– Le pasaré la factura.
Era más de la una cuando volví de mala gana a mi casa. Deseaba tener alguna otra cosa que hacer, algún sitio adonde ir. Al entrar en la oscura cocina, me chocó no querer estar a solas conmigo mismo. Durante aquellas frías noches en prisión, había imaginado muchas cosas, pero no que el hecho de que me declararan inocente sólo por motivos de salud mental iba a dejarme con la sensación de preferir estar muerto que vivir en mi propia piel. Y, encima, tenía que aguantar otras muchas cosas. El neurólogo me lo había advertido, pero yo elegí correr el riesgo, por mí mismo, por esa familia del monovolumen, por Genevieve. El precio de mi egoísmo me repugnaba.
Limpié la sangre de la moqueta lo mejor que pude y lavé el cuchillo de deshuesar. Luego subí arriba y me acosté. Las 2.13. Cuatro horas más y amanecería. Y luego, ¿que? ¿Qué iba a hacer con mi vida?
Contemplé el techo, pendiente de los ruidos de la casa, intenté dormir, pero me despertaba a cada momento, bruscamente, preocupado por lo que pudiera pasar. O quizá preocupado por lo que yo podía llegar a hacer.
Poco después de las tres fui por una videocámara digital al despacho y por un trípode al garaje y los coloqué en un rincón de mi cuarto, mirando a la cama. Pulsé el rec y volví a acostarme. Ahora, si me convertía en el Increíble Hulk, al menos tendría una prueba fehaciente. O si el Cortapies entraba en la casa y me rebanaba el otro dedo meñique. Tal vez debería llevar siempre chanclos. Tal vez debería irme a vivir a otra parte. Tal vez debería invitar a Katherine Harriman a cenar fuera.
Me quedé mirando el objetivo que me observaba.
¿Dónde esconderse cuando te das miedo a ti mismo?