Capítulo 43

Con el máximo sigilo, fui acercándome entre los setos vecinos. La puerta del garaje estaba bajada y pude oír en el interior el ruido de un trozo de cinta aislante arrancado del rollo. Acompasé la respiración y me icé hasta la ventana lateral del garaje, metiéndome entre unos olorosos enebros. Una polvorienta persiana protegía el cristal, pero allí donde habían pellizcado las rígidas lamas para bajarlas, pude ver algo del interior en penumbra.

La cintura y las piernas de Lloyd sobresalían de la trasera de la furgoneta. A sus pies una lona protectora hecha un guiñapo. Lo vi emerger con el rollo de cinta entre los dientes y una navaja en la mano. Al parecer, estaba en la fase final del trabajo.

Me aparté, mirando a intervalos por encima del hombro. Lloyd había dejado la puerta de la cocina sin cerrar, y me colé. Platos sucios, restos de comida y recipientes vacíos tapizaban las encimeras que yo había dejado limpias unos días atrás; un burrito a medio comer descansaba encima de la goma que protegía el triturador: Lloyd haciendo lo posible por seguir adelante.

Empuñando la llave con firmeza, enfilé el oscuro pasillo y la franja de luz que se filtraba bajo la puerta del dormitorio. Entre el nervioso tictac del reloj de la cocina y el más suntuoso y rotundo del reloj de pie en la sala de estar, distinguí el susurro del equipo médico. Avancé escoltado por las fotos de Lloyd y Janice. La del día de la boda, los dos radiantes y abrazados como buenos novios; el parachoques de su Gremlin arrastrando papel higiénico y latas, la palabra «¡Felicidades!» escrita en la ventanilla trasera; junto a la piscina en Hawai, periódicos abiertos sobre las tumbonas, combinados con rodaja de fruta en el borde del vaso. Fui consciente de mis pasos en el entarimado ligeramente alabeado, del aire que me quemaba el pecho, de la tira de luz filtrada cada vez más cerca. Janice ya tenía algunas canas cuando los fotografiaron delante de El Capitán en Yosemite. Sonrisas joviales iluminaban sus rostros, sentados a una mesa de hierro forjado en una plaza de Venecia. En la mayor parte de las instantáneas se miraban el uno al otro, no a la cámara, como si no pudieran evitarlo, como si guardaran un secreto que no querían compartir con el resto del solitario mundo.

Llegué al dormitorio y cogí el abultado tirador de anticuario; el rumor monótono del equipamiento médico ahogó el sonido de los relojes y también mis pensamientos. Por manida tradición novelística, no pude evitar acordarme de otro día y otra puerta, temeroso de franquearla.

Antes de que el valor me abandonara, entré en la habitación.

La cama estaba de través en el amplio espacio, incongruentemente elevada sobre un somier con barandillas metálicas alrededor. La habían ladeado hacia la ventana para que Janice pudiera ver el trecho de árboles en pendiente. El cuarto olía a comida rancia, a sábana impregnada de sudor y a restos de excrementos no debidamente limpiados de las cuñas y la ropa. La suma de antiséptico, monitores varios y goteros como brotes electrónicos me devolvió a la habitación donde hacía cuatro meses yo había despertado para descubrir sangre de Genevieve debajo de mis uñas.

Janice tenía un aspecto blando y carnoso, la calvicie hacía que su cabeza pareciese insólitamente redonda. No tenía pestañas ni cejas y sus ojos se veían pronunciados y ardientes en las cuencas hundidas. Su albornoz, abierto a la altura del pecho, dejaba ver aristas de hueso sobre sus senos. Tenía los labios húmedos y las mejillas fofas como las de un bebé. Una bolsa encarnada, con un poco de espuma en la parte superior, colgaba de un poste metálico, y supuse que era la transfusión de médula ósea. Jeringas, frascos de pastillas y ampollas saturaban una de las bandejas metálicas arrimadas a la pared. Desde las etiquetas, nombres poderosos destacaban en caracteres farmacéuticos: CYTOXIN, BUSULFAN, CYCLOSPORIN. A la derecha, por una puerta cerrada, se colaba una corriente de aire.

Janice levantó un brazo fatigado del que colgaba piel fofa, un gesto como para ahuyentarme, y su boca se abrió repetidas veces, lentamente, como si formara palabras. Su voz era exangüe y sus labios estaban rígidos por el esfuerzo, tapando sus dientes de modo que la boca parecía un tembloroso agujero negro, una parodia de grito. Era impensable fingir que no la había visto. Me aproximé con el debido respeto hacia quien está en su lecho de muerte. Para mi horror, caí en la cuenta de que intentaba pronunciar el nombre de su marido. De pronto, fui consciente de la pesada llave que sostenía en la mano y me horroricé.

– No -dije en voz baja-. No voy a hacerte ningún daño.

Con voz áspera, seca y casi inaudible, dijo:

– Haz… que… pare.

La dejé allí, esforzándose. La puerta del fondo daba a un pequeño pasillo que llevaba a otra puerta, parcialmente entornada. Atento a cualquier crujido que pudiera anunciar la presencia de Lloyd, avancé con piernas temblorosas y la habitación en penumbra quedó ante mi vista. Se trataba de un apartamento independiente, un dormitorio pequeño con su cocina y su lavabo. Como un solar expropiado, estaba todo cubierto de plástico y tela. Las ventanas y una puerta de corredera de cristal que daba al patio trasero estaban tapadas con sábanas verdes. Supuse que Janice desconocía sus idas y venidas por la entrada posterior, aunque era evidente que sabía que algo no andaba bien. Un plástico de pintor, meticulosamente colocado en el suelo, se movió bajo mis zapatos y me hizo sentir como si estuviera pisando hielo. Una máquina de impactante diseño, grande como un calentador viejo, ronroneó. Sería algún tipo de procesador, supuse al ver las etiquetas y los cuadrantes. Estaba en marcha. Sobre la encimera de fórmica, envases de guantes de uso médico, jeringas gruesas, rollos de cuerda blanca, bolsas costrosas de transfusión. Y sobre una bandeja metálica flotante, un cuchillo de deshuesar Shun, los caracteres japoneses destacados en negro contra el acero inoxidable. Y allí, yaciendo en un catre, casi como si fuera otro objeto inanimado, una chica.

Sus ojos estaban apaciblemente cerrados, y Lloyd, tan sensible él, le había apoyado la cabeza en una almohada. Observé cómo el hombro libre subía y bajaba al ritmo de su respiración. Tenía la piel de la cadera izquierda acribillada con marcas de una jeringuilla de grueso calibre, la que habían utilizado para extraerle médula del hueso pélvico. Pero eran menos señales, y más juntas, de lo que cabía imaginar; Lloyd debía de haber reutilizado las mismas perforaciones deslizando la piel para tocar una parte nueva de hueso.

Allí estaba la chica, consumida e inconsciente, a la espera del cuchillo de deshuesar. Me imaginé que a Lloyd, suministrador de Xanax, no le gustaba esa parte del trabajo y la había demorado hasta después de acondicionar la furgoneta para el traslado del cuerpo. No podía dejarla con vida, del mismo modo que no había podido liberar a Kasey Broach después de extraerle lo que su esposa necesitaba. La irritación en la piel y el tratamiento médico resultante habrían revelado que alguien les había extraído médula ósea, y a partir de eso no habría sido difícil verificar los pacientes en lista de espera y llegar a Janice. Abandonar un cadáver también hacía harto improbable que el robo de médula fuera descubierto. Yo había sabido por el propio Lloyd que en una autopsia los forenses suelen extraer y pesar órganos, examinar heridas visibles y sacar muestras de secreciones y tejido. No tendrían por qué buscar perforaciones en el hueso bajo un círculo de piel cuidadosamente pinchada. Y, por supuesto, por allí no habría un paciente quejándose de un dolor concreto.

Detrás de la máquina, devuelto a un tarro de pyrex y abandonado en el suelo como un zapato, estaba mi tumor cerebral. Había encontrado al asesino antes que yo. Me costó unos instantes apartar la vista del amasijo de células que Lloyd había robado durante su campaña Luz de gas, induciéndome a pensar que yo mismo había destruido el ganglioglioma. Probablemente tenía planeado dejarlo en el lugar del delito, cosa que aumentaría mi confusión y mi calidad de sospechoso número uno.

Me acerqué a la chica. ¿Sissy Ballantine? Dejé la llave encima del fino colchón e hice ademán de levantarla. Sus párpados se abrieron pesadamente.

– Detrás de usted -murmuró.

Giré en redondo y casi tropecé con el extremo de un tubo de uso médico.

Lloyd estaba en el umbral.

– Maldita sea -dijo con tristeza-. Maldita sea, Drew.

Di medio paso a mi derecha con la esperanza de que Lloyd no viera el desmontador. Si no le daba pie, la cosa no tenía por qué ponerse violenta, ¿o sí? La bandeja flotante presionó mi zona lumbar. Sissy murmuró algo más y luego enmudeció.

– No puedo dejarla morir, Drew -dijo Lloyd-. No puedo. Menos aún cuando estoy en situación de hacer algo por ella.

Mi voz sonó áspera:

– Pero ¿por qué… por qué me elegiste a mí?

Lloyd bajó la mirada a mis zapatos.

– Durante los últimos años he consultado diariamente ese registro de trasplantes. Un día y otro día… Y miraba a esas dos mujeres cuya médula se correspondía con la de Janice. Una se había borrado de la lista, y la otra tenía ya la médula comprometida. No había nada que hacer. De día procesaba cuerpos, de noche veía morir a mi mujer. -Apoyó una mano en la puerta medio abierta, balanceándola ligeramente-. Pero una noche recibí una llamada urgente. Y allí estaba Genevieve, tendida en su dormitorio. Me quedé de piedra. Los sanitarios me dijeron que la policía te había detenido, que habías tenido un ataque epiléptico, que estabas en el quirófano. Volví a donde estaba Genevieve, me fijé en aquella zona despejada en su cadera. Y entonces se me ocurrió cómo hacerlo.

– Entonces, ¿tú no la mataste?

– No, claro que no la maté. -Apretó los labios en una sonrisa compungida-. No me servía de nada. Ni a Janice. Pero ya ves, fue una inspiración. Y tú, mientras tanto, asustado y paranoico. Viéndotelas con unos inspectores que te acusaban del crimen. Lo único que tenía que hacer era añadir unos rasguños a la cadera de la próxima víctima. E ir soltándote cuerda a ti. Fuiste tú quien me proporcionó la siguiente vuelta de tuerca, y luego otra más. Un tipo que trabajaba en Home Depot. Ciento cincuenta y tres propietarios de camionetas Volvo marrón donde elegir candidato. Tu imaginación da para mucho, ¿entiendes? -Absorto en sus pensamientos, metió en la habitación con la punta del pie el tubo que pasaba por detrás de él. Luego me miró a la cara-. Para que esto funcionara, necesitaba un Drew. Y tú eras el Drew perfecto.

Aturdido por el peso de la verdad y el soporífero zumbido del filtro, me centré en sus palabras. Me resultó extrañamente difícil.

– Te ayudé a escribir todos esos libros -dijo Lloyd-. Así que supuse que tú podrías ayudarme a escribir éste.

– Sé que tenía una deuda contigo -dije-. Pero ¿tan grande era?

Nos miramos. Había inclinado su peso hacia delante y no podía ver sus manos, lo que me puso nervioso. Pasé las mías a la espalda y agarré la bandeja metálica. La llave estaba lejos de mi alcance, sobre la cama.

– Bueno -dije.

– Bueno. -Frunció el ceño y su boca se contrajo un poco, como a punto de hacer pucheros, pero sus facciones recuperaron enseguida la serenidad-. ¿Y qué vamos a hacer ahora?

– Pedir una ambulancia para Sissy. Y para Janice. Unos polis a los que probablemente conocemos vendrán por ti. Iremos con ellos y lo explicaremos todo.

– No. -Meneó la cabeza-. Te diré cómo irá la cosa. Yo te mataré. Y luego mataré a Sissy. Y después le inyectaré su médula a Janice.

Noté un calor repentino en mi cicatriz, y enseguida un escozor insoportable. Mis dedos rozaron el mango del cuchillo de deshuesar que tenía a mi espalda.

– ¿Cómo piensas hacer todo eso? -pregunté.

Lloyd se inclinó y alcanzó algo que había detrás de la puerta.

Me sobrevino un mareo. Percibí no un olor sino un cambio en la consistencia del aire. Perdí momentáneamente el equilibrio, pero lo recuperé. Cuando levanté la mirada, una máscara antigás me estaba mirando desde el umbral, sus filtros cilindricos como mandíbulas de insecto. Ahora la puerta estaba abierta del todo, y eso me permito ver el bote que Lloyd había estado escondiendo. Su mano descansaba sobre la válvula que tenía en la parte superior. En la otra mano sostenía una mascarilla de plástico con la forma de la nariz y la boca, y el tubo conectado a la cánula. Miré medio mareado el extremo de tubo que tenía a mis pies, reparando sólo ahora en el leve siseo que había sonado todo el rato, y que el zumbido del filtro había hecho casi inaudible.

Lloyd arrancó la válvula, desvió el gas hacia la mascarilla, y se abalanzó contra mí. Tanteé en busca del cuchillo y lo frené con el otro brazo, pero él consiguió plantarme la máscara en la cara. Inhalé gas puro y al punto las rodillas me fallaron. Al sacudir los brazos golpeé la bandeja, y caí en medio de un estrépito metálico.

Mi mano buscó el cuchillo entre los pliegues del plástico de pintor, y finalmente tocó el frío mango. En el momento en que Lloyd se me venía encima y me apretaba de nuevo la máscara contra la cara, adelanté el cuchillo y presioné su abdomen hasta que finalmente rompió la tensión epidérmica con un ruido sordo y se hundió. Lloyd cayó sobre mí, su máscara antigás fuera de sitio, cubriendo ahora sus rizos. Al agitar las piernas, volqué el bote de pyrex: un tintineo de cristal roto seguido del hedor a formol típico de la clase de Ciencias. Lloyd lloraba sobrecogido; la cara, una máscara de dolor. Mis dos manos, que aferraban el mango del cuchillo, estaban atrapadas bajo el peso moribundo. Sus dedos se hincaron en mis mejillas, tratando de mantener la mascarilla pegada a mi boca y mi nariz.

Farfulló algo y luego se desplomó, babeando sangre en mi pecho.

Caucho quemándose.

El olor acre inunda mi cabeza, impregna mis cavidades nasales, envuelve mi cerebro. No puedo sacármelo de dentro.

Voy en coche. El reloj del salpicadero marca la 1.21.

Aparece la casa de Genevieve. Doy un volantazo y me subo al bordillo, rompiendo un aspersor en el margen del césped decorativo.

El ruido de la puerta del coche al abrirse, corro hacia la casa, noto caliente la musculatura de los muslos. Mi carne está pegajosa, vibra con un terror desconocido. Llego al porche. Dentro suena música.

Agarro el tiesto, me resbala, el platillo se agrieta. Lo intento de nuevo, cojo la llave de latón que hay debajo. Mis manos tratan de abrir el cerrojo. Se me cae la llave y rebota en el suelo, pero no se cuela por los resquicios.

Mi cabeza enturbiada por el hedor, introduzco la llave, giro y empujo. Al entrar tambaleándome, golpeo la mesita. El pisapapeles de Murano se desliza como un disco de hockey sobre hielo y se hace añicos, segmentos de millefiori repicando en el suelo de mármol.

Cuerdas etéreas, metales atronadores, el penetrante aullido de una soprano.

«Perché tu possa andar… di là dal mare…»

Subo la escalera como flotando, mis pies apenas tocan la moqueta.

Genevieve yace boca abajo con las piernas recogidas, como si hubiera estado arrodillada.

Muerta.

La sangre ha empapado la moqueta blanca a su alrededor. La ventana está abierta y su bata de seda crema, que ha dejado al descubierto un pálido hombro, ondea con el viento.

Algo se afloja en mi pecho y lanzo un grito, corriendo hacia ella. La agarro suavemente por los hombros y trato de darle la vuelta. Uno de sus brazos se balancea tieso, con el codo doblado, y me golpea la cara.

El crescendo implacable de la música.

«Amore, addio! Addio! Piccolo amor!»

La tengo reclinada en mis brazos, el índice de una mano delicada señalando como el Adán de Miguel Ángel, pero le falta la pareja. El cuchillo está hundido hasta el mango. Sollozando, frenético, agarro la punta de acero inoxidable con ambas manos y estiro. Genevieve cae de mi regazo.

La negrura invadió mi sueño-recuerdo, poco a poco, hasta borrar del todo mi visión.

Entre la bruma del Sevoflurane, me pareció oír sirenas.

Загрузка...