Aquella noche me puse a ver anuncios por televisión. Solamente anuncios. No estaba para melodramas largos. Y vi lo que cabía esperar; detergentes en guerra abierta contra la suciedad, amas de casa hechas polvo tratando de ordenar armarios, hongos de dibujos animados bailando la conga entre los dedos de los pies.
El móvil vibró en mi bolsillo.
– ¿Qué haces? -preguntó Preston.
– Aquí tumbado, sin ganas de nada. Lamentándome de un mundo injusto.
– Estoy por la zona. ¿Me paso?
– ¿Y si digo que no?
– Dentro de diez minutos estoy ahí.
Al cabo de tres cuartos de hora, sonó el timbre.
– ¡Tienes llave! -le chillé.
Preston entró en el salón y vio el panorama.
– Cortinas echadas. Platos por fregar. Toda la ropa hecha un lío. ¿Qué tal si reescribimos esta escena?
Preston es mejor amigo de lo que parece. Fue el segundo en venir a verme a la cárcel, después de Chic, e incluso amenazó al guardián novato con exigir que ampliaran las horas de visita. Aunque no era fumador, había encendido un cigarro detrás del plexiglás, supuse que para estar acorde con el ambiente. Luego, tratando de contener la tos, había exhalado el humo lejos de su flequillo, diciendo como si tal cosa: «No hay postales de la cárcel, ¿verdad?».
A sus cuarenta y pocos años, Preston tiene unos intensos ojos azules y una mandíbula cuadrada que se desencaja de los costados cuando trata de convencerte de algo, cosa que sucede a menudo. Ha editado todos mis libros, los cinco, y jamás me ha pedido ninguna opinión sobre asunto alguno, ya fuese trivial o de vida o muerte. Exasperantemente decidido, inusitadamente pragmático, exageradamente implicado, Preston parece vivir en su propia piel los libros que publica. Adora lo fantástico, pero sus facciones mostraban una emoción aún mayor por estar ahora en la verdadera vida real.
Continuó examinándome con la cabeza ladeada.
– ¿Cómo te sientes fuera de la trena? -Parecía haberse metamorfoseado en un cómplice con mucha calle y un vocabulario ad hoc.
– Con un pie aquí y el otro no sé dónde -respondí-. Mi horóscopo dice que es porque Júpiter está en mi décima casa.
– Vaya, eso es malo, sí -dijo, pensativo-. Una vez, de chavales, tuvimos una comadreja en el excusado.
Preston se crió en Charlottesville, en una familia muy convencional, y esporádicamente deja escapar algún que otro detalle pueblerino. Poseer apartamentos en Manhattan y West Hollywood a cuenta de tu salario de editor no cuadra con alusiones a excusados y comadrejas, pero si le quitaras a Preston todo su amaneramiento, no quedaría nadie con quien discutir.
Miró en derredor, cruzándose de brazos, impotente ante el follón que reinaba en mi casa.
– Me figuro que haces lo que puedes, dadas las circunstancias -concedió.
– Mis sufrimientos me han ennoblecido.
Apretó los labios y me miró como si eso pudiera no ser verdad.
– Gracias por ocuparte de mi correspondencia -le dije-. Por no hablar de la refinanciación de mi hipoteca.
Hizo un gesto desechando el agradecimiento, y luego miró la tirita que yo llevaba en el pie.
– ¿Qué te ha pasado?
– Me corté con un cuchillo de deshuesar.
– Oh, claro. ¿Y por qué?
– Porque estoy loco.
– ¿Me lo vas a contar?
Fingió paciencia mientras le relataba lo sucedido la noche anterior. Cuando hube terminado, dijo:
– Prepararé un poco de té. -Se metió en la cocina y desde allí gritó-: ¿Tienes limón?
– Mira en el frigorífico.
Volvió a los pocos minutos con un vaso de hielo y la botella de Havana Club que él había escamoteado a raíz de un supuesto viaje de investigación a Cuba y que me había regalado, supuestamente también, como presente de contrabando. Preston la tenía escondida en mi cocina para que otros invitados no tuvieran acceso a ella. Sentado en el largo brazo de mi sofá en L, bebió un sorbo de ron. Me fijé, con cierto mosqueo, que no se había ofrecido a traerme nada.
– ¿No deberías estar en Nueva York? -pregunté.
– He alargado mi permiso oficial. -Una sonrisa astuta-. Estaré trabajando aquí unos meses, de modo que puedo echarte una mano. -Juntó sus dedos de buena manicura-. Mira, Drew, no voy a mentirte. No sé si la mataste o no, pero una cosa sí sé: si estuviese en tu lugar y tuviera una duda razonable respecto a mi culpabilidad, no me quedaría aquí sentado.
– ¿Qué harías tú?
– Investigar.
– Consigúeme informes del forense, un análisis de sangre completo, y un vídeo de la zona.
– No te pases de listo, Drew. No estás en condiciones de permitírtelo. Puede que hayas salido en libertad, pero la gente te considera un asesino. Estás cortado por ese patrón, y, a diferencia de O. J., no puedes dedicarte a jugar al golf y vivir de tu cuantioso plan de jubilación. Si aceptas la sentencia, vale. Procura no empezar a beber otra vez. Pero si no aceptas la sentencia, tienes que librarte de ese tumor, indagar en lo que sucedió y rehabilitarte. -Masticó un cubito de hielo-. La novela en que deberías estar ocupado es la que estás protagonizando.
Bebió otro sorbo, haciendo sonar los cubitos dentro del vaso. Incapaz de administrar su propia vida, Preston se dedicaba a microadministrar la mía. ¿Conseguiría acabar conmigo en una celda de aislamiento? Me retrepé en la butaca y contemplé el techo blanco.
– Harriman -prosiguió- supo retratarte como el asesino del caso, pero esta tontería de la locura podría no ser la versión real de los hechos. Y si no lo es, entonces tienes que averiguar tu historia. La verdadera. -Sus ojos brillaron, excitado ante las posibilidades-. Quizá no lo hiciste tú. Quizás alguien se coló en tu casa. Quizás existe una trama como en Luz de gas para acabar con tu sano juicio. Nunca leemos los libros sobre las novecientas noventa y nueve veces en que algo sucede como se esperaba; leemos los que hablan de la vez que salió mal. O que salió de manera extraña o extraordinaria. Y en este caso -añadió señalándome- son muchas las probabilidades de que se trate de algo así. -Se quedó mirándome, pero antes de que pudiera responder continuó-: Se trata de tu vida, Drew. ¿Qué has hecho para explorar todo esto desde que volviste a casa?
– Miré por todas partes, comprobé mis mensajes de correo electrónico y busqué en mi PalmPilot para ver si podía encajar alguna pieza, hablé con…
– Oh, vaya, estoy impresionado. ¿Te has dedicado también a torturarte de lo lindo, a regodearte en la melancolía? ¿Has tocado el saxo a oscuras?
La cara me ardía.
– He procurado torturarme lo menos posible, pero sí, algo de eso ha habido. Oscuridad moderada, pero nada de melancólicos instrumentos de viento.
– ¿Qué has hecho hoy?
– Abrir el correo. Y he comido ñames.
– ¿Ñames?
– En casa de Chic.
Levantó las manos al cielo como si eso lo explicara todo.
– ¿Tú quieres hacer progresos o quieres estar de mala leche?
Lo pensé un momento.
– Quiero estar de mala leche.
– ¿Qué haría Dirk Chincleft en tu lugar?
Preston tiene varios apodos poco agradables para mi personaje Derek Chainer. Es lo bueno de los editores. Su ingenio.
– Dirk Chincleft es inspector de Homicidios -respondí-. Tiene influencias. Yo no tengo ninguna, a nivel oficial.
– ¡Venga ya! Te has atascado en el primer acto y no estás manejando la narración. Me decepcionas. O dominas tú la trama, o la trama te domina a ti.
– Esto no es una jodida novela.
Se inclinó e hincó un dedo en el suelo.
– La vida entera es una jodida novela. Y tú estás dejando que ésta languidezca. Necesitas que algo derribe la puerta, que entre a saco en la trama, que impacte en tu historia. Que te haga reaccionar. Actuar. Pero en el caso probable de que eso no ocurra, necesitas descubrir qué sucedió esa noche. Si es que no te da miedo. -Me fulminó con la mirada, quizá presintiendo que acababa de tocar un punto sensible-. La misión del escritor, más que ninguna otra, es no tener miedo de las posibilidades.
– Pero yo lo tengo.
No había caído en ello hasta que lo dije en voz alta. Me daba miedo lo que pudiera descubrir, y ese temor me tenía paralizado.
Habíamos derivado hacia los sentimientos del escritor, un territorio incómodo para Preston. Dejó de mirarme y recogió las correas de su bolsa, perdido el impulso del momento anterior. Se puso en pie y se sacudió el pantalón.
– No quiero parecer el típico y odioso angelino, pero tengo Bikram yoga.
– ¿Yoga con los Teleñecos?
– En habitación caliente. A cuarenta grados. -Maestro de la última palabra, Preston se detuvo en el umbral de la sala de estar. Por una vez su expresión parecía sincera-. Dirk Chincleft no se quedaría ahí tumbado -sentenció.
La puerta se cerró suavemente tras él, y el pestillo encajó con un clic de autosatisfacción.
Nunca había imaginado que la libertad podía constreñir de esta manera. Si me hubieran condenado, habría tenido al menos el beneficio de siniestras historias carcelarias, mis estoicas últimas palabras una vez atado a la silla eléctrica. Preston llevaba razón en una cosa: me encontraba en un callejón sin salida narrativo. Contemplé mis alternativas. Ninguna me pareció agradable, de modo que subí arriba acuciado a cada paso por lo que Preston me había dicho. ¿Adónde va uno -en la vida real- cuando el caso está cerrado, y el tribunal, la poli, la prensa, el público en general (e incluso tú) creen que eres el asesino? No hay sitio adonde ir, qué coño.
Bueno, con un poco de suerte, te vas a la cama. Que es lo que me disponía a hacer finalmente.
Entré en mi cuarto y me quedé de piedra.
El tumor había desaparecido. Salvo la radio despertador y la lamparita de noche, la mesilla estaba vacía. El bote de cristal no estaba, y no había ni una sola gota de formol derramada.
Sentí una descarga eléctrica por todo el cuerpo.
La última vez que recordaba haberlo visto había sido justo después de haber salido a fumar un puro a la terraza. ¿Acaso lo había escondido o tirado durante mi trance de cortarme el pie? El pánico se me concentró en la garganta, no podía respirar. Me atusé el pelo, palpando el surco de la cicatriz con la mano izquierda.
Retiré la colcha y miré debajo de la cama. En los cajones de la mesita de noche había las cosas de costumbre. Luego registré los armarios del cuarto de baño, tirando frascos y cajas de medicamentos. Pasé a mi despacho, abriendo y cerrando cajones con furia, hurgando en la papelera. Lo siguiente fue el cuarto de invitados en la planta baja, luego la sala de estar. Fui a la cocina, y entonces capté un brillo en el fregadero.
Un pedazo de cristal grueso.
Me acerqué. La tapa de rosca que ya conocía, una colección de añicos. Ni rastro del ganglioglioma.
Hoy sólo había estado en la cocina para coger la lata de almendras. ¿Había echado un vistazo al fregadero? Probablemente no. ¿Y anoche, después de estar siguiendo mi propio rastro de sangre? ¿Había mirado entonces? De cerca no.
Recogí los cristales y los puse en la encimera. Después de estudiar un momento la boca de goma del triturador de basura, me remangué la sudadera y metí suavemente la mano. Vigilando el interruptor de la luz que podía poner en marcha las aspas, hurgué allí dentro, temeroso del tacto que pudiera tener mi tumor. ¿Resbaladizo y firme? ¿Húmedo, quizás? Añicos de cristal me pincharon los dedos. Exploré a fondo el triturador pero estaba vacío. ¿Lo había puesto en marcha la víspera, haciendo desaparecer para siempre el tumor? ¿O bien el intruso se lo había llevado para sumirme aún más en el estado de paranoia que me asolaba sin remedio?
Saqué de su estuche de madera un Warre's de veinte años, dejando en su lugar los restos del bote roto. Luego cumplí con el ritual y vertí todo el contenido de la botella de oporto por las fauces del triturador, al que tal vez había ido a parar mi tumor cerebral.
Exhausto y perplejo, volví al piso de arriba, me metí en la cama y, finalmente, me quedé dormido.
A las cuatro en punto de la madrugada, mi casa explosionó.