Capítulo 21

El poli mantuvo encañonada a Xena, que estaba tan tranquila rascándose la papada contra el reposabrazos de Junior.

– ¿Qué se le ofrece, agente?

– Documentación.

Le tendí mi carné. El agente lo miró, arrugando la nariz, y luego desvió la linterna hacia Junior.

– ¿Cuántos años tienes?

– Catorce.

La linterna me cegó otra vez.

– ¿Sabe que este chaval es menor de edad?

– ¿Eh? Oiga, se equivoca. Soy su Gran Hermano.

– Sí, claro. Y supongo que tendrá alguna documentación que lo acredite.

Imaginé la cara que pondría Preston.

– Pues no. El papel firmado está en Hope House, el centro donde vive este chico.

– Número de teléfono, por favor.

Miré a Junior, y éste dijo un número de carrerilla. El poli volvió a su coche patrulla. Entre los gruñidos satisfechos de Xena y las risitas de Junior, audibles pese a que tenía la boca tapada con la mano, traté de formular un plan de acción.

No tuve tiempo. El poli ya estaba de vuelta.

– No contesta nadie -dijo. Apuntando con la pistola a la princesa guerrera, preguntó-: ¿Es suyo el perro, señor?

– Sí -respondí.

– Salgan del coche y déjenlo dentro.

Miré hacia atrás. Un tipo corpulento me apuntaba con un arma a la cabeza, y Xena seguía tan campante dejando el coche perdido de babas.

– Menudo perro guardián.

Junior se encogió de hombros.

– Está entrenada para respetar a la autoridad.

– Mire -le dije al poli-, si me permite hacer una llamada…

– Ya he llamado yo. No responde nadie. Haga el favor de apearse del vehículo y ponga las manos sobre el techo.

– ¿Está de broma?

– Pues sí.

Obedecí. Una vez fuera del Highlander. Vi cómo la perra se instalaba cómodamente en el asiento de atrás.

– Baja, Xena -dije.


La celda de la comisaría de Rampart estaba asombrosamente limpia, pese al tufillo a vómito reinante. Me pusieron aparte de Junior, claro, no fuera que siguiese corrompiéndolo. Tras una eternidad, la cara de Caroline Raine apareció entre los barrotes. Nunca me había alegrado tanto de ver a alguien.

– No es usted buena compañía -dijo.

Me levanté del pegajoso banco de la celda.

– ¿Es sólo una suposición?


Dejamos a Junior en Hope House y luego Caroline me acompañó a recoger el Highlander. Hice salir a la perra, y Xena fue trotando hasta un arbusto, donde se agachó y echó una meada.

Apretando los labios, evidentemente divertida, Caroline preguntó:

– ¿Ése no es el perro de Junior?

– Es una princesa guerrera.

Silbé para que Xena regresara al coche.

Caroline se estremeció.

– La otra noche hubo un asesinato aquí -dijo.

– Ya. Y me lo cargaron a mí. Alguien se tomó muchas molestias, pero esta vez yo tenía una coartada.

Asintió ligeramente con la cabeza; no era una mujer que se dejara impresionar.

– ¿Qué coartada?

– Me grabé con una videocámara mientras dormía.

– Es usted un hombre de hábitos extraños.

– Si quiere que se lo explique, tendrá que dejar que la invite a cenar.

Se rio, un tanto incómoda.

– ¿Es una cita?

– Es un modo de darle las gracias.

Pareció aliviada.

– Hay buenos sitios donde escoger en esta zona -dijo-. ¿Le parece bien Pepe's House?

– Perfecto.

Caroline estaba tomando una cerveza y yo un ginger-ale. Restos de hamburguesa y patatas fritas al queso adornaban nuestra mesa. Unos cuantos clientes en la barra, una mesa de billar sin jugadores, los Rolling Stones recordándonos desde la máquina de discos que no siempre puedes conseguir lo que quieres. Habíamos recorrido en caravana unos cuantos kilómetros hasta una zona menos deteriorada. Xena estaba dormitando tranquilamente en el asiento trasero del Culpablemóvil, vigilando con sus instintos de asesina sanguinaria.

Caroline había hecho gala de una insistente curiosidad a lo largo de la cena. Mantenía todo el tiempo el contacto visual -quizá por hábito de terapeuta-, pero eso no me incomodó tanto como me habría temido. Sorteé sucesivas e incisivas preguntas sobre mi juicio, mis hipótesis, mi actual investigación y el colofón de Junior y yo en el trullo.

– Es un chaval muy listo -dije.

– Lo abandonaron de bebé en la calle; todavía llevaba el cordón umbilical. Es un presidiario de por vida, y gracias a eso ha aprendido unos cuantos trucos. -Bebió otro sorbo de su Corona-. Le cae usted muy bien. Tal vez debería verle. Bueno, quiero decir después de su cita con los tribunales de mañana.

– Quizá no me vendría mal hacer algo por otra persona -dije.

– Yo no me fío de nada que no tenga un motivo egoísta. Hágale de Gran Hermano si quiere, pero por usted mismo.

Su rostro se había endurecido. Lo estudié tratando de descifrar sus cambios de humor, algo que había perfeccionado durante mi relación con Genevieve. Me costaba no mirar las cicatrices. Sus líneas eran limpias, si bien melladas, de donde deduje que habían sido producidas por una navaja o cuchillo, probablemente resultado de una agresión. Me di cuenta de que corría el riesgo de encontrar la cara de Caroline fascinante por sí misma. Aparte de los daños, su piel era tersa, bien cuidada con cremas. Habría apostado a que antes se sentía orgullosa de su piel; tal vez era lo bastante astuta como para seguir valorando su atractivo. Pese a ser delgada, tenía curvas que marcaban sus músculos, una variación entre lo duro y lo blando que parecía encajar muy bien con su personalidad. Era unos años mayor que yo, cerca de los cuarenta, pero sus manos de palmas arrugadas eran la única parte que denotaba su edad. Parecían unas manos suaves e indulgentes, más frágiles que el resto de su cuerpo.

Miré alrededor, más que nada por no seguir examinándola.

En el solitario televisor apareció Johnny Ordean en una reposición de su papel habitual, el del inspector Aiden O'Shannon. Un judío de Brooklyn haciendo de poli irlandés de Chicago en el plato de exteriores de la Fox. Bienvenidos a Hollywood.

Con Johnny manteníamos una de esas amistades materialistas; yo fingía revolotear alrededor de su llama, y él me tenía en la agenda de su teléfono móvil por si yo, accidentalmente, escribía alguna otra cosa que sus agentes pudieran contratar.

El inspector O'Shannon estaba rodilla en tierra junto a un cadáver magullado, comiendo -ojo al dato- un perrito caliente mientras sostenía un casquillo de bala con un sujetapapeles doblado. En el subtitulado para sordos -con apropiada falta dehumor- se leía: «Lleve esto enseguida al forense; el casquillo, no mi perrito caliente».

Caroline vio lo que estaba mirando.

– ¿Ese tipo no es el que hacía de Derek Chainer en esa mierda de película?

– ¿Ha leído mis libros? -pregunté, casi emocionado.

– Naturalmente. ¿Por qué cree que seguí el juicio por la tele?

– ¿Curiosidad perversa?

– Claro, por eso le leo, también. -Al sonreír, las cicatrices se le pusieron rectas y las muescas de los labios se alinearon. Los desperfectos no desaparecían, por supuesto, pero quedaban muy mitigados. Sin duda la habían herido mientras fruncía el entrecejo, o mientras lloraba o gritaba, y una sonrisa de algún modo simulaba esos estados lo suficiente para resucitar las líneas originales de la navaja-. Se mantuvo muy al margen durante el proceso. No hizo el papel de foca amaestrada. Seguro que no le resultó fácil.

– Fue una experiencia enriquecedora de principio a fin.

– ¿Por qué no participó más activamente?

– Puedo oler las auras.

– ¿En serio?

– De hecho, ahora mismo estoy percibiendo algo. Y su aura huele un poco a… -me incliné sobre la mesa y olfateé su encantadora cabeza- a perro mojado.

– ¿A perro mojado? -repitió. Ya no sonreía.

– Sí. Un pequinés, quizá.

Me dio un golpe en el hombro.

– Creí que le caía bien por mi sentido del humor.

– No me cae bien. Pero si así fuera, sería por su infamia.

– Eso pasará. El tiempo cura todas las heridas.

– No es verdad -dijo. Se miró las puntas del pelo.

– Ajá.

– ¿Qué?

– Enfrascada en hábitos privados. Si es cierto lo que dice Men's Health, eso significa que ha perdido interés por la conversación.

– ¿Men’s Health?

– Sí. Pido disculpas.

– Pese a las teorías seudocientíficas dominantes, eso no significa que haya perdido interés. Significa que me siento incómoda.

– Porque…

– Ahora trabajo. No salgo a cenar con desconocidos.

Unas carcajadas cerca de la mesa de billar llamaron nuestra atención. En una de las mesas del bar, un musculitos con piercings en las orejas le dio un codazo a su espectacular amiga. Rubia, ojos azules, todo un escaparate de genes exuberantes. Parecían muy jóvenes, probablemente habían entrado con carnés de identidad falsos.

– Lo que daría por tener un vídeo de cuando iba a la universidad -dijo Caroline-. El pasado siempre parece fascinante, cuando lo has dejado atrás. Pero aquí estamos, metidos en el muy poco fascinante presente. -Miró cómo se besaba la pareja-. ¿Se acuerda de esa edad? Todo cuanto uno sentía era por primera vez, todo era nuevo. Como si la emoción fuese un descubrimiento propio. -Su tono era claramente nostálgico-. Uno no puede arder así toda la vida porque se consumiría por completo, pero eso no quita que se eche de menos la llama una vez se apaga.

El tipo se puso de pie. En su camiseta se leía esta leyenda: «No va a chuparse sola».

– Los jóvenes y el romanticismo -dije.

Caroline rio y el tipo se detuvo un momento y nos fulminó debidamente con la mirada.

– Vale -dije-, te pones esa camiseta y pretendes que la gente no te mire, ¿eh?

El tipo, con cara de mala leche, se dirigió hacia el teléfono público dando golpecitos a un paquete de cigarrillos. Vino la camarera y yo intenté pagar la cuenta, pero Caroline insistió, quizá con demasiada firmeza, en que pagásemos a medias.

Cuando nos trajeron el cambio, Caroline dijo:

– Cuando empecé en Hope House nos dimos cuenta de que no sintonizábamos con ciertos chicos porque no comprendíamos algunas de sus reacciones; teníamos que cambiar de chip. Puse en práctica visitas domiciliarias por parte de los monitores. Quería ver de dónde salían esos chicos. Nos sirvió para saber cómo tratarlos en otros contextos. -Se terminó la cerveza; yo no sabía bien adónde quería ir a parar-. Usted conocía a Genevieve, pero todo lo que conoce de Kasey Broach es la foto de su cadáver. Si quiere averiguar dónde encaja ella, tiene que ver dónde vivía, conocer a su familia.

– ¿Y qué les digo? ¿«Soy sospechoso del homicidio de su hija y me gustaría hacerles unas preguntas»?

Se encogió de hombros.

– Se supone que usted es creativo. -Desvió los ojos hacia la mesa de billar-. ¿Una partida?

– ¿Me va a timar?

Otra vez la hermosa sonrisa.

– No, no juego tan bien.

Dos minutos y medio más tarde, Caroline se inclinaba para golpear la bola quince, la penúltima de las suyas. A mí me quedaban seis y muy poca dignidad de jugador. Entretanto había descubierto que ella tenía un variado repertorio de risas: la espectacular para el triunfo, la comedida cuando se sentía segura, la condescendiente para el disimulo.

– ¿Se dejará, no se dejará? Ay, no sé… -dijo. Y de un tacazo impresionante hizo pasar la bola quince entre la uno y la cinco-. Al bote con ella -sentenció, mandándola a la tronera de un certero golpe que yo sólo había visto en las películas de Paul Newman.

Rodeó la mesa mientras entizaba su taco. El listo de la camiseta estaba todavía hablando por teléfono, pero la silla de su chica impedía a Caroline situarse bien.

– ¿Te importaría hacerme sitio para esta tacada? -pidió Caroline.

– Nosotros estábamos aquí primero -dijo la chica-. Y ya me he movido una vez. No pienso ponerme a bailar alrededor de la mesa.

– ¿Tanto te molesta apartarte diez centímetros a tu izquierda?

La chica esbozó una sonrisa falsa en su cara irrazonablemente bonita.

– Le encantan los deportes acuáticos, largos paseos por la playa, los gatitos. Detesta las tías pelmazas con la cara hecha un mapa.

La cara de Caroline se ruborizó por entero, menos las cicatrices: un marcado contraste. Dejó el taco a un lado y me dijo: «Vamos». Avanzó unos pasos hacia la puerta y me miró con gesto intransigente.

Yo estaba al lado de la chica. Encima de la mesa, junto a su vodka con hielo, había tiras de fotos en las que aparecía ella en poses de tía buena. Alguien, ella o su acompañante, había marcado algunas con lápiz rojo, quizá pensando en un primer plano.

– Te conozco bien -dije sin alzar la voz-. Te han tocado en suerte unos buenos genes y piensas que eso constituye tu contribución al mundo. En el fondo no quieres convertirte en actriz, eres muy perezosa, quieres que te miren y con eso pagar el alquiler. Conseguiste meterte en un anuncio de colutorio y en una campaña de prensa para TJ Maxx, y tu agente opina que eres la próxima bomba. Dentro de unos años te darás cuenta de que para ti no hay estrellato y de que tus únicas opciones son hacer de amiga irónica de la protagonista o de esposa en una telecomedia. Otra excusa para seguir sin hacer nada durante diez años más. Mientras transcurre ese tiempo, quizá te convendría reflexionar sobre qué te da derecho a ser cruel y presumida, aparte de unos pómulos altos y los elogios que recibes de piropeadores a sueldo.

No vi a su amigo hasta que el puño apareció por mi flanco derecho. Me aparté rápidamente y el golpe me rozó la mandíbula, y entonces oí un golpe sordo y un taburete que caía. Tambaleándome, vi cómo Caroline inmovilizaba al musculitos en el suelo, retorciéndole un brazo mientras con el zapato le presionaba la jeta contra la moqueta raída. La chica estaba con la boca abierta y una mano sobre sus dientes perfectos. Había palidecido notablemente. A lo mejor era buena actriz, después de todo.

Caroline me miró.

– ¿Nos vamos?

Asentí con la cabeza, y ella soltó al tipo. Esta vez no me rezagué. Una vez fuera, nos detuvimos entre nuestros coches. Xena estaba aposentada al volante del mío, meneando su trocito de rabo.

– Eres un escritor de segunda con una boquita de primera -dijo Caroline.

Busqué alguna réplica ingeniosa -o una réplica sin más-, pero tenía bloqueo de escritor y encima me dolía la mandíbula. Me la toqué con cuidado.

Caroline suspiró.

– ¿Cómo estás?

– Avergonzado.

– No; me refiero a tu mandíbula.

– También está avergonzada, la pobre.

– Ya. -Se cruzó de brazos-. ¿Qué lecciones habría que extraer de todo esto?

– ¿Nunca juegues con una chica que llama Charlie a su taco de billar?

– Primera: he aquí una chica que sabe cuidarse sola. Segunda: no empieces una pelea que no eres capaz de terminar.

Pasaron varios coches haciendo sonar el claxon. Por la puerta de la cocina del local escapaban humos condensados.

– Nadie te había concedido el privilegio de cabrearte ahí dentro -añadió Caroline.

– Me preguntabas qué saqué del juicio. Bien, supongo que tolero menos que antes la malicia ajena.

– Sí, sé de qué va eso. Yo antes iba por ahí como una defensora de pleitos perdidos sintonizando con todas las fragilidades humanas. La chica obesa que asiente demasiado con la cabeza cuando la gente habla, deseosa de mostrarse considerada. La anciana que espera el autobús con el bolso metido en una bolsa de plástico, por si llueve. La inmigrante de mediana edad que atiende pedidos en un McDonald's. Y entonces me di cuenta de que iba de Teresa de Calcuta y pensé que valía la pena reservar para mí misma una parte de esa solidaridad.

Me acordé de cuando la había oído lamentarse en su oficina: «Claro que pasa. Debería haber previsto que necesitaba tener más personal disponible, y ahora por mi culpa puede acabar en el correccional».

Caroline pareció leerme el pensamiento.

– Y no es que se me dé muy bien, pero he descubierto una cosa.

– ¿Cuál?

– No puedes pasar por la vida (la cual es una jodida y frágil empresa) sin sufrir daños. Ni pensarlo. A menos que seas totalmente insensible o tengas la cabeza enterrada en la arena. Todo el mundo está jodido, lo que pasa es que algunos lo llevamos con gracia. Y cuando no quieres ver eso en ti mismo, lo ves en los demás.

Subió a su coche, puso la marcha atrás y luego bajó la ventanilla.

– Eso es lo que tú no entiendes en esas noveluchas que escribes. Todo el mundo es bueno y todo el mundo es malo, según lo dispuesto que estés a fijarte bien.

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