Mort se apartó del cristal, volcando uno de los maniquíes, y saltó de la tarima directo hacia la puerta. Eché a correr.
Esquivando coches, crucé la calle entre bocinazos y me enredé con una moto. Mort estaba en la otra acera, pendiente de una brecha en el tráfico. Conseguí rescatar mi pantalón de la cadena de la moto y de los improperios del motorista y seguí corriendo. Un autobús estaba arrancando de una parada. Corrí hacia allá, aporreando la carrocería y chillando para que me abrieran. El vehículo se detuvo con un resoplido impaciente y las puertas de atrás bostezaron. Mort saltó por encima de la moto y siguió acercándose.
El autobús estaba repleto de oficinistas. Me abrí paso a empellones, tropezando con bolsas y rodillas, esperando oír cómo se cerraban las puertas, pero parecía que todo transcurría a cámara lenta. Sonaron cláxones, y el autobús se incorporó al carril lento.
Llegué a la parte delantera, donde el conductor se sumó a las protestas. Entre cinco o seis brazos colgados de correas, vi que las puertas de atrás empezaban a cerrarse por fin.
Un manaza se coló en la abertura, impidiendo que las gomas de ambos lados se tocaran.
Mientras Mort separaba las puertas de atrás, las de delante se abrieron.
Me agaché, descendí de espaldas los peldaños y salí despedido hacia el bordillo justo cuando el trasero de Mort se introducía en el vehículo. Las puertas se cerraron con un resuello neumático y el autobús arrancó.
Me puse de píe y me sacudí el polvo. El autobús pasaba lentamente por delante de mí y distinguí la cara de Mort borrosa tras un cristal sucio. Él me vio y se volvió hacia la parte de atrás, corcoveando como un perro en agua poco profunda. Apartó a la gente que estaba sentada en el asiento trasero como si fuera una cortina y se inclinó con gesto amenazador, empañando el cristal con su aliento.
Salí al carril ahora vacío y me lo quedé mirando mientras el autobús aceleraba.
Sus labios dibujaron esta frase: «Te estoy viendo».
– Y yo a ti -dije.
Mientras volvía al Highlander a paso rápido, el móvil empezó a vibrar.
– Estoy en la esquina de Daiy con Main -dijo Junior-. Gasolinera.
Sentí más alivio del que habría creído posible.
– ¿Cómo has conseguido mi número?
– La señorita Caroline.
– ¿Qué le has dicho?
– Que has dejado que me persiguiera una banda de negratas mientras tú te dedicabas a robar en el Volvo de un asesino. -Se rio-. Es broma, tío. Le he dicho que me había ido por allí a buscarme la vida.
Subí al coche y fui a recogerle. Junior había conseguido correr más de cuatro kilómetros. Lo encontré sentado en la tapia de piedra al lado de los lavabos, fumando un cigarrillo. Era novato en esto, pero ya conseguía sacar el humo con gesto interesante. Aparqué el coche y me acerqué andando. Pensé si decirle que había estado muy preocupado por él, pero habría sonado impostado.
– ¿Qué ha pasado? -preguntó.
Se lo expliqué.
– Vaya, Gran Hermano sabe moverse deprisa. -Levantó la mano para chocar esos cinco-. A pesar de su vejez.
– Tengo treinta y ocho.
– Por eso.
Intentó hace girar la cajetilla de Marlboro entre los dedos, un truco que a buen seguro había aprendido hacía poco.
– Cuando yo era un chaval, mi abuelo me pescó fumando y me obligó a terminarme todo el paquete -le aleccioné-. Hasta el último pitillo. Me mareé tanto que nunca volví a fumar.
– No me digas. ¿Alguna otra historia con moraleja que quieras contarme?
– No, pero ¿por qué no lo pruebas?
Se encogió de hombros.
– Vale.
Sacó otro cigarrillo y lo sostuvo en alto con gesto ceremonioso antes de encenderlo. Empezó a fumar a caladas rápidas, con fuerza suficiente para quemar varios milímetros de una sola. Cuando sólo le quedó la colilla, utilizó ésta para encender otro.
Después de fumarse un par de pitillos más, pregunté:
– ¿Cómo te sientes?
– Estupendamente.
Los tres siguientes pareció disfrutarlos aún más.
– ¿Y ahora? -dije.
– De fábula.
Hacia el noveno, ya dominaba la calada a la francesa. Cuando iba por el decimotercero empezó a hacer anillos de humo. Aplastó el demimoquinto en la pared, estiró los brazos y encendió otro.
Me subí a la tapia y me senté a su lado.
– ¿Puedo gorrearte uno? -dije.
Caroline me miró a los ojos como si estuviera tomándole las medidas a un contrincante en un combate de boxeo. Su dedo índice fue de su pecho al mío.
– Aquí no hay química -dijo.
– Es sólo una cena -repliqué.
Cruzó la alfombra raída y se sentó a su escritorio, como si se sintiera mejor con un objeto grande entre ambos.
Miré las fotos que había en la estantería de libros. Un grupo de chavales de todas las etnias puestos en fila como una cuidada foto para un folleto de Disney. Un equipo de monitores alrededor de una fogata, los chavales tumbados en primer plano o sobre el regazo de los adultos. En un lado del escritorio había una foto de ella riendo con el brazo sobre los hombros de un chico negro de poco más de diez años. Ella era más joven y su cara no estaba estropeada por las cicatrices. Irradiaba belleza. Señalé la foto.
– ¿Quién es?
Caroline dio un manotazo al marco y guardó la foto en un cajón.
– Me refería al chico -dije.
Se sonrojó. El cuello de su blusa se agitaba con el aire del ventilador de techo. Con callada dignidad volvió a abrir el cajón, sacó la fotografía y la colocó nuevamente sobre la mesa.
– Era J. C. Tuve muchos empleos antes de venir aquí.
Miré mi reloj.
– Esta mañana he llamado al administrador del piso de Kasey Broach. Si hay que hacer caso del contestador automático, el hombre sólo está disponible de seis a seis y media. Así que debería irme ya. Me encantaría que aceptaras mi invitación a cenar esta noche, pero tu parsimonia me resulta poco halagüeña, y yo me siento frágil.
Movió los labios, no fue del todo una sonrisa.
– No me invites a cenar por caridad -dijo mirándome fijo-. Sola estoy bien.
– Sí, eso parece: das la imagen del equilibrio perfecto. Igual que yo. Por eso creo que podríamos sernos útiles el uno al otro. -Fui hacia la puerta y me detuve-. ¿A las ocho?
Asintió ligeramente con la cabeza.
La monitora de las uñas comidas estaba en el pasillo, fingiendo que ordenaba la mesa del teléfono.
Levantó la vista al pasar yo y dijo:
– Si le haces daño, te patearé el culo.
– Si le hago daño -dije-, yo mismo te ayudaré.