– Esto es una huella dactilar obtenida de una prueba encontrada en la escena del crimen de Kasey Broach. Pertenece a Richard Collins, un delincuente con delitos graves en su haber. En mi condición de ciudadano libre, voy a ir a su domicilio a hacerle unas preguntas. Creo que deberías acompañarme.
Cal se quedó mirándome desde el otro lado de la mosquitera, sin sacarse el cigarrillo de los labios. Llevaba una camiseta de tirantes que dejaba ver sus gruesos hombros con tatuajes de Calvin and Hobbes, probablemente una idea divertida en plena borrachera a los dieciocho años. La cinta adhesiva y el disquete, visibles a través de una bolsa de pruebas, causaron mucho más efecto que la bolsita para sobras de Spago en mi última visita a su casa.
Cal abrió la mosquitera empujándola con la palma de la mano.
– ¿Qué coño te pasa? ¿Te has vuelto loco?
– Eso dictaminó un jurado de mis iguales.
– Tú no tienes iguales, gilipollas. Habla.
Se lo expliqué todo, dejando fuera a Lloyd. Cal guardó silencio, lo cual indicaba interés (a no ser que se hubiera dormido con los ojos cerrados).
Su primera pregunta, por supuesto, fue:
– ¿Cómo obtuviste la huella?
– Simplemente reconocí los dibujitos. ¿Tú no?
Sonrió con una mueca, divertido por mi salida.
– ¿Seguro que no la dejaste tú, esa huella? Quiero decir en pleno trance inducido, ya me entiendes.
– Me han declarado oficialmente libre de tumor cerebral en un porcentaje del cien por cien.
– Libre de tumor pero no de imaginación hiperactiva.
– Esto no lo ha producido mi imaginación -dije, sacudiendo la bolsa por si no se había fijado en ella.
– Pero la cadena de custodia…
– A la mierda la cadena de custodia. Esto ha estado paseándose por allí toda la semana porque tus colegas no supieron encontrarlo. Ahora no se trata de encausar a nadie, sólo de hacer algunas preguntas. Y es a lo que voy.
Intentó cogerme la bolsa, pero la aparté.
– Dámela -dijo-. Lo investigaré.
– Mira, amigo, ayer tuviste la oportunidad de jugar a inspector de Robos y Homicidios, pero estabas demasiado ocupado quejándote de la violencia en los medios de comunicación. Ahora la investigación la llevo yo. Iré a ver al señor Collins, ninguna ley me lo impide. Si quieres acompañarme, creo que podría ser beneficioso para tu carrera.
– Has dicho que eres un ciudadano libre. Déjame recordarte que sólo hasta cierto punto. -Tendió la mano para que le entregara la bolsa, pero no le hice caso-. Mas terco que una mula, ¿eh, cabrón?
– ¿Conduces tú o conduzco yo?
Me miró fijamente al menos diez segundos. Eso es mucho para que alguien se te quede mirando, sobre todo cuando tú le sostienes la mirada. Apuesto a que Cal lamentó no llevar puestas sus gafas oscuras de tipo duro. Finalmente se apartó de la puerta, dejándola bascular en tácita invitación. En el sofá, a su espalda, acerté a ver las manoseadas páginas de mi manuscrito.
Dio media vuelta y dijo:
– Voy por mi placa. Eso impresionará al tal Collins.
Bautizada como autovía Ronald Reagan en 1994 por parlamentarios nostálgicos, la 118 atraviesa sin el menor glamour la zona norte del valle de San Fernando hasta Simi. Cal contempló desde su ventanilla las Granada Hills, entreveradas de centros comerciales y urbanizaciones. Habíamos parado junto a la gasolinera para que él escaneara de nuevo la huella. Al aparecer Richard Collins y su dirección de Northbridge en la pantalla del portátil, Cal me había mirado, diciendo con cara de palo: «Tienes buen ojo, Danner».
Contemplamos la vista, siempre uniforme y monótona. Apartados de la ciudad, lejos de los diseños prefabricados, aquellos barrios no tenían ni siquiera la gracia de los descampados urbanos, los Crenshaw y South Central y Compton, donde los billetes cambian de mano rápidamente y las balas crepitan y un Cadillac Escalade robado es la única nota alegre en el lúgubre entorno arquitectónico. Me pregunté si la gente de allí se resentiría de un entorno tan insípido. Sol todo el año, acceso inmediato a la playa y humedad en su justo punto les aseguran no llegar a sufrir siquiera.
Quizás era eso lo que había convertido a Richard Collins en asesino: una dirección en Corbin y Parthenia.
Al cabo de un rato comprendí que algo aparte del paisaje enturbiaba el humor de Cal.
– ¿A qué viene esa cara?
Hizo una pausa, imagino que reflexionando sobre si volvíamos a ser amigos o no.
– Me fastidia esta cita. El tío podría ser un personaje de tus libros si escribieras novelas de terror.
– ¿Tanto te fastidia?
– Cuando mi gata maulla así, quiere decir que tiene hambre. Cuando mi gata maulla asá, quiere decir que me quiere.
Reí, él no.
– Nada que ver con tu ex, ¿eh? -dije.
– Se ha vuelto a casar. Con un agente. Tiene cara de «dame un puñetazo» y se llama Jeremy. ¡Jeremy! -Cal meneó la cabeza.
Decidí no hacer más preguntas.
Dejamos la autovía y nos detuvimos frente a un bloque de pisos parecido a todos los que habíamos dejado atrás. Cal se apeó del coche, pero yo permanecí un rato dentro, dándome cuenta al fin de lo que se avecinaba. Íbamos a presentarnos en casa de un hombre que podía haber matado a dos mujeres… para luego incriminarme a mí. Me pregunté qué me detenía. La duda, como un cuchillo de fría hoja en la base de mi columna. ¿Y si descubríamos que Collins era el tipo que buscábamos pero que solo me había colgado un asesinato? ¿Y si las miradas de odio de los Bertrand en el juicio estaban justificadas?
Cal rodeó el coche y se inclinó hacia mi ventanilla.
– ¿Te vas a rajar ahora?
Negué con la cabeza.
– Pues quizá deberías. El año pasado nos presentamos en casa de un tipo que se cagó en las manos para que nadie quisiera esposarlo.
– ¿Cómo puede alguien llegar a ese extremo?
– Su papá le apagaba cigarrillos en la frente. Su mamá no le colmaba de cariño. Demasiado Black Sabbath antes de la pubertad. -Cal se enderezó-. A veces no hay ninguna razón concreta. A veces la gente está jodida y punto.
«Sí -pensé-, pero es más interesante si hay razones.»
Cal echó a andar hacia la escalera y tuve que apresurarme. Metió rápidamente la mano por dentro de su americana y soltó el cierre de la pistolera. Una de las ventanas del apartamento 11 B daba a la galería. Estaba abierta unos centímetros, pero la cortina estaba echada.
Cal se situó a un lado de la puerta y golpeó ésta con la base de su linterna.
– ¿Richard Collins? Policía de Los Ángeles. Abra, por favor.
Ruidos en el interior, quizás una silla al caer.
– Por favor, abra. Sólo queremos hacerle unas preguntas.
– ¿Qué coño queréis?
– Señor, haga el favor de abrir la puerta ahora mismo. -Pasos en el interior-. O utilizaremos gases lacrimógenos.
Me miró y negó con la cabeza para tranquilizarme.
En vista de que el tipo no abría, Cal fue a coger un extintor de incendios que había pasillo abajo y volvió. Tiró de la anilla y luego lanzó un chorro de dióxido de carbono por la abertura de la ventana. Oímos un alarido, y de inmediato Collins salió al pasillo con los brazos en alto.
Cal lo puso rápidamente contra la pared para cachearlo.
– Vamos dentro.
E1 piso olía a marihuana. Mientras Cal lo mantenía a raya, inspeccioné la sala comedor. Había una mesa arrimada al rincón junto a la pequeña cocina. Un tenedor sobresalía de un cazo con espaguetis recalentados. Había una silla volcada de lado, una camisa naranja chillón enredada en el respaldo.
– Yo no he hecho nada, tío. No me conviene una tercera condena.
– ¿Dónde estuviste la noche del veintidós de enero? -preguntó Cal.
Debo reconocer que la cara de sorpresa de Collins pareció genuina.
– Yo qué sé. ¿Cuándo dices?
En el fregadero, medio escondida, la típica bolsita de diez dólares de hierba. Cuando levanté la vista, Collins me estaba mirando con cara de pánico.
– Hace tres noches. El jueves -aclaró Cal.
– Estaba trabajando.
– ¿Entre las diez y media y las dos de la mañana?
Enderecé la silla, y con ella la camisa colgada del respaldo.
– Trabajando, tío. Habla con mi encargado, puedes comprobar que fiché. Soy reponedor y trabajo de noche.
– ¿Dónde?
Miré el logotipo cosido en la pechera de la camisa. Decir que sentí pesadumbre sería quedarme corto. Cal miró hacia donde yo estaba y vio el uniforme en el instante en que Collins respondía:
– En Home Depot.
Cal reprimió la risa, pero fue en vano: al momento estaba doblado con las manos en las rodillas, partiéndose de risa.
– Eh, un momento -dijo Collins-. ¿Qué pasa aquí?
Desde la cocina formulé una pregunta que, en retrospectiva, me parece estúpida.
– ¿Recuerdas haberle vendido cinta aislante a alguien?
– No trabajo en planta. Yo sólo descargo. ¿Cinta aislante? Pues claro. Cajas y más cajas. Si habláis con el encargado, no le digáis que tengo antecedentes. Mentí al solicitar el empleo. No podía rehacer mi vida teniendo un historial por drogas.
– Descuida -dijo Cal. Collins no dejaba de mirarme.
– Si me pillan por tercera vez, me joden bien jodido. Podrían caerme de veinticinco años a perpetua. Pago pensión alimenticia por un hijo. Aparte de las drogas, estoy limpio de todo.
Mi fervor investigador había convertido a Collins de pobre fumeta en asesino salvaje. Y al hacerlo había estado en un tris de joder su vida mucho más de lo que estaba la mía, pues Collins no tenía ningún tumor cerebral al que agarrarse. Fingiendo que me lavaba las manos, dejé que el agua empujara la bolsita de hierba triturador abajo.
– No te preocupes por eso -dije.
Cal no me dirigió la palabra cuando volvimos al coche. Antes de salir había contactado por teléfono con el encargado de Home Depot para confirmar que Collins había estado allí la noche del 22 de enero. Yo había encontrado una pista, pero tan cargada de condicionales que era casi inservible. Si el envoltorio pertenecía a la cinta aislante del asesino, entonces éste la había comprado en el Home Depot de Van Nuys. Si lo había hecho cerca de donde vivía, entonces era residente del Valle. Dos condicionales no harían avanzar mucho la causa del equipo de casa.
Subimos al coche. Esperé a que Cal aullara, pero lo único que hizo fue mirarme de soslayo y decir, con una sonrisita:
– Mejor dedícate a seguir escribiendo.
Lioyd me telefoneó al móvil mientras yo volvía en coche de casa de Cal.
– ¿Cómo ha ido?
Se lo expliqué.
– Vaya -dijo-. Siento añadir sal a la herida, pero han llegado las pruebas de ADN y de la lona encontrada en tu basura. El ADN es tuyo. No digo que eso destruya tu coartada, sólo quería informarte.
Le di las gracias y colgué. Volver a casa me hizo pensar de nuevo en los desperfectos de mi puerta y en la nota de Preston sobre el peligro que eso podía significar. Llamé a información y conseguí el número de una de las empresas de alarmas antirrobo que se anunciaban en postes metálicos clavados en los arriates del vecindario.
– Lo siento, amigo. No puedo mandarle a nadie hasta el martes, o quizás el miércoles.
– ¿No será que trabaja para la compañía telefónica?
– ¿Cómo dice?
– Nada. Olvídelo.
Le di mi dirección y quedamos en una hora. Luego llamé a Home Depot pensando que me debían una -o yo a ellos-, pulsé números según me dictaba la voz artificial y dejé un mensaje para el departamento de puertas que sin duda no me devolverían, pero me quedé con la sensación de haber actuado acorde con las notas de mi editor.
«Richard Collins. Reponedor de cinta aislante para uso eléctrico. Sigue así, muchacho.»
Decidí dedicar el resto del trayecto hasta mi casa en sentirme mal. Pero me pasé de la raya. Al llegar, estaba demasiado agotado para fumarme un cigarro en la terraza, de modo que me aposenté en la butaca de leer y reflexioné sobre mis errores. Al cabo de un rato, harto de mí mismo, puse la tele.
La humedad, baja; las noticias sobre terrorismo, abundantes. Un día más en Norteamérica. ¿Y qué estaban reponiendo en la TNT? Hunter Pray. Cómo no, allí estaba Johnny Ordean, con un cuello de clérigo que le sentaba mal y sosteniendo la cabeza chorreante de un cabronazo sobre un hediondo retrete. «Escúpelo o te bautizo otra vez.»
Santo Dios.
El ruido de la cisterna al vaciarse disparó mi dedo de zapear. Un huracán de nombre sugerente estaba arrasando la costa de Georgia. Los presentadores de informativos envalentonaban a los terroristas. Un cantante adolescente había estado involucrado en un topetazo en el cruce de Fairfax y Le Brea, y un equipo de informativos había acudido allí para registrar los desperfectos y las palabrotas pronunciadas.
Mientras yo me ocupaba de mis cosas, el mundo seguía en movimiento.
Pulsé el botón de off y me quedé sentado en la semioscuridad. No existe silencio más lastimero que el de una casa vacía cuando se apaga el televisor. Ahora que los medios de comunicación habían dejado de tratarme como un trapo sucio, me sentía abandonado.
Los cojines del respaldo del sofá, desparramados por Preston, me hicieron pensar de nuevo en Genevieve. Antes de ponernos a mirar una película o una representación de ópera, ella solía desmontar el maldito sofá y ordenarlo de nuevo a su antojo, lo cual solía implicar transformarlo en una poltrona de ante de imitación, elevándola a ella cual Cleopatra en la barcaza. Y desde su regio trono, me miró ahora con aquellos franceses ojos suyos, implorantes.
– Estoy en ello -dije-. Todo el mundo sufre sus reveses. Acuérdate de Waterloo.
Se desvaneció al sonar el teléfono móvil.
– ¿Quién es el mejor?
– ¿Barry Bonds? -aventuré.
– Chic Bales, hombre.
Le expliqué lo de Collins, el (inocente) fumeta a sueldo de Home Depot.
– No desesperes, Chicken Little. He conseguido un grafitero. Salimos a primera hora de la mañana.
Después de colgar me quedé mirando el sofá, pero Genevieve no reapareció. No la culpé. Yo era muy mala compañía, igual acababa metiéndole un cuchillo de deshuesar entre las costillas.
Subí a mi cuarto y dormí esporádicamente. A la una de la madrugada estaba totalmente despierto. La hora de Genevieve. Cada silbido del viento era una mosquitera rasgada, cada crujido de la casa un pie pisando con cautela. Fui encendiendo luces, cogí unos trozos de contrachapado que tenía en el garaje y los claveteé de través sobre las ventanas rotas de mi puerta principal.
Volví a mi habitación y me tumbé a oscuras, rodeado de sombras familiares.
«Tienes que aceptar lo que venga, y lo único que importa es que lo encares con valor y con lo mejor que tengas que ofrecer.»
Había cometido una estupidez. Eso no era una novedad. Había pasado la tarde estrujándome la sesera. Tampoco es que tuviera nada mejor que hacer. Había jugado una carta con Cal que podría haberme reservado para más adelante. Bueno, ¿y qué? Me quedaban más en la manga. El día de mañana (al cabo de unas horas) podía aportar un testigo en forma de artista del spray, otro cadáver, un tsunami que nos dejara a todos respirando con escafandra.
Yo estaba comprometido en esta historia: por Genevieve, por Kasey Broach, por mí mismo. Formaba parte de la trama. Tras la sangre, el sudor y las lágrimas vendría un final, favorable o no.
Por primera vez desde que había despertado en aquella cama de hospital, dormí profundamente.