El bosque pasó junto a ellos convertido en un borrón de gris, marrón y deslucido verde invernal. Las espinas desgarraban la chaqueta del Leñador y los pantalones del pijama de David y, en más de una ocasión, el niño tuvo que agacharse para no cortarse la cara con los altos arbustos. Los aullidos habían cesado, pero el Leñador no había reducido la marcha ni por un instante. Tampoco hablaba, así que David también guardó silencio, aunque estaba asustado. Intentó mirar atrás una sola vez, pero el esfuerzo había estado a punto de hacerle perder el equilibrio, así que no volvió a probar.
Todavía estaban en lo más profundo del bosque cuando el Leñador se detuvo a escuchar algo. El niño iba a preguntarle qué pasaba, pero lo pensó mejor y se quedó callado, intentando oír lo que había hecho que el Leñador se parase. Sintió un cosquilleo en el cuello, se le puso el vello de punta y estuvo seguro de que los observaban. Entonces oyó un débil movimiento de hojas a su derecha y el ruido de ramas rotas a la izquierda; algo se movió detrás de ellos, como si unas presencias escondidas entre la maleza se acercaran con todo el sigilo que les era posible.
– Agárrate bien -le dijo el Leñador-. Ya casi hemos llegado.
Salió corriendo hacia su derecha, dejando el terreno más despejado para meterse por una espesura de helechos, y, al instante, el bosque estalló en ruido detrás de ellos y la persecución continuó en serio. David se cortó la mano, que sangró sobre el suelo, y un gran agujero se le abrió en el pijama, desde la rodilla al tobillo. Perdió una zapatilla, y el aire nocturno le congeló los dedos desnudos. Las manos le dolían del frío y el esfuerzo de agarrarse con fuerza al Leñador, pero no lo soltó. Pasaron a través de otra zona de arbustos y se encontraron en un tosco sendero que bajaba sinuoso por una pendiente hasta llegar a una especie de jardín. David miró atrás, y le pareció ver dos orbes pálidos brillando a la luz de la luna y un tupido pelaje gris.
– No mires atrás -le advirtió el Leñador-. Hagas lo que hagas, no mires atrás.
El chico miró de nuevo hacia delante; estaba aterrado y sentía mucho haber seguido la voz de su madre hasta aquel lugar. No era más que un niño en pijama, con una sola zapatilla y una vieja bata azul bajo la chaqueta de un desconocido, y tendría que haber estado en su dormitorio.
Los árboles empezaron a escasear, y David y el Leñador salieron a un terreno bien cuidado, sembrado de filas de verduras. Ante ellos estaba la casita de campo más extraña que David había visto, rodeada por una valla baja de madera. La morada estaba construida con troncos sacados del bosque, con una puerta en el centro, una ventana a cada lado y un tejado inclinado con una chimenea de madera en un extremo, pero allí acababan las similitudes con una casa normal. La silueta que recortaba en el cielo nocturno era la de un erizo, puesto que estaba cubierta de estacas de madera y metal, palos y barras de hierro en punta introducidos entre o a través de los troncos. Conforme se acercaban, el niño empezó a distinguir trozos de cristal y piedras afiladas en las paredes e incluso en el tejado, de modo que el lugar relucía bajo la luz de la luna como si estuviese salpicado de diamantes. Las ventanas tenían grandes barrotes, y había enormes clavos que atravesaban la puerta desde el interior, así que caerse encima con fuerza habría significado un empalamiento inmediato. Aquello no era una casita: era una fortaleza.
Cruzaron la valla y se acercaban a la seguridad de la casa cuando una forma salió de la parte de atrás y avanzó hacia ellos. Se asemejaba a un lobo grande, pero llevaba una recargada camisa blanca y dorada en la parte superior y unos calzones de color rojo intenso en la inferior. Y entonces, mientras David lo observaba, se levantó sobre las patas traseras y se puso de pie como un hombre, dejando claro que era algo más que un animal, porque las orejas tenían una forma más o menos humana, aunque con mechones de pelo en las puntas, y el hocico era más corto que el de un lobo. Había dejado los colmillos al descubierto y gruñía a modo de advertencia, pero era en sus ojos donde más se notaba la lucha entre el lobo y el hombre: no eran los ojos de un animal, porque reflejaban astucia, pero también conciencia de sí mismo, y estaban llenos de hambre y deseo.
Otras criaturas similares surgieron del bosque, algunas con ropa, sobre todo chaquetas hechas jirones y pantalones rotos, y se levantaron sobre las patas traseras, aunque había otros muchos que parecían ser lobos normales. Eran más pequeños y permanecían a cuatro patas, con aspecto salvaje e inconsciente, pero los que más miedo le daban a David eran los que tenían ciertos rasgos humanos.
El Leñador dejó al niño en el suelo.
– No te separes de mí. Si pasa algo, corre hacia la casa.
Le dio una palmadita en la parte inferior de la espalda, David sintió que algo le caía en el bolsillo de la chaqueta. Con la mayor discreción, metió la mano en el bolsillo y fingió que sólo buscaba protegerse del frío; dentro notó la forma de una gran llave de hierro. Cerró la mano en torno a ella y la sujetó como si su vida dependiese de ello, lo que, empezaba a comprender, era muy posible.
El lobo hombre que estaba junto a la casa miró a David fijamente, y aquellos ojos eran tan aterradores que el niño tuvo que mirar al suelo, a la nuca del Leñador, a cualquier parte salvo a aquella cara que le resultaba tan familiar como extraña. El lobo hombre tocó una de las estacas de las paredes con una de sus largas uñas, como si comprobase su potencia destructiva, y después habló con una voz profunda y baja que, aunque llena de saliva y gruñidos, David pudo entender sin problema.
– Veo que has estado ocupado fortificando tu guarida, Leñador -dijo.
– El bosque está cambiando. Hay criaturas extrañas. -Movió el hacha en las manos para cogerla mejor. El lobo hombre no dio señales de haber notado la amenaza implícita, sino que gruñó su conformidad, como si el Leñador y él fuesen vecinos cuyos caminos se hubiesen cruzado inesperadamente mientras paseaban por el bosque.
– Toda la tierra está cambiando -comentó el lobo hombre-. El viejo rey ya no puede controlar su reino.
– No soy lo bastante sabio para juzgar esos asuntos -repuso el Leñador-. No conozco al rey, y él no me pregunta cómo debe llevar su reino.
– Quizá debiera -respondió el lobo hombre, casi sonriente, aunque no se trataba de un gesto amistoso-. Al fin y al cabo, tú tratas este bosque como si fuese tu reino. No deberías olvidar que hay otros dispuestos a arrebatarte tu derecho a gobernarlos.
– Trato a todas las criaturas de este lugar con el respeto que se merecen, pero el orden natural es que el hombre gobierne sobre todo.
– Entonces quizás haya llegado el momento de establecer un orden nuevo -contestó el lobo hombre.
– ¿Y qué orden sería ése? -preguntó el Leñador. David notó un tono burlón-. ¿Un orden de lobos, de depredadores? El hecho de que andes sobre dos patas no te convierte en hombre, y el hecho de que lleves oro en las orejas no te convierte en rey.
– Pueden existir muchos reinos y muchos reyes -contestó el lobo hombre.
– Tú no reinarás aquí. Si lo intentas, te mataré a ti y a todos tus hermanos.
El lobo hombre abrió las mandíbulas y gruñó. David se estremeció, pero el Leñador no se movió ni un centímetro.
– Parece que ya has empezado. ¿Ha sido obra tuya lo que he visto en el bosque? -preguntó el lobo hombre, casi a la ligera.
– Es mi bosque, de modo que hay obras mías por todas partes.
– Me refiero al cadáver del pobre Ferdinand, mi explorador. Parece haber perdido la cabeza.
– ¿Así se llamaba? No se lo pude preguntar, estaba demasiado concentrado en desgarrarme la garganta para que pudiésemos charlar tranquilamente.
– Tenía hambre -repuso el lobo hombre, humedeciéndose los labios-. Todos tenemos hambre.
Su mirada pasó del Leñador a David, como había hecho durante gran parte de la conversación, pero, aquella vez, sus ojos se detuvieron un poco más en el niño.
– Sus apetitos ya no le molestarán más -comentó el Leñador-. Lo he aliviado de esa carga.
Pero Ferdinand estaba olvidado, porque la atención del lobo hombre se centraba por completo en David.
– ¿Y qué has encontrado en tus viajes? -preguntó el lobo hombre-. Parece que has descubierto una criatura extraña, toda para ti, carne nueva del bosque. -Un largo hilillo de saliva le cayó del hocico mientras hablaba. El Leñador colocó una mano protectora en el hombro de David para ponerlo más cerca de él, sin dejar de sujetar bien el hacha con la mano derecha.
– Es el hijo de mi hermano; ha venido a vivir conmigo.
– ¡Mientes! -gruñó el lobo, poniéndose a cuatro patas; se le erizó el pelo del lomo y olisqueó el aire-. No tienes hermano, ni familia. Vives solo en este lugar y siempre lo has hecho. Este niño no es de nuestra tierra y trae con él nuevos olores. Es… diferente.
– Es mío, y yo soy su guardián.
– Hemos visto un incendio en el bosque. Algo extraño se quemaba, ¿vino con él?
– No sé nada al respecto.
– Si no lo sabes, quizá lo sepa el chico y pueda explicarnos de dónde ha venido esto.
El lobo hombre hizo un gesto a uno de sus compañeros, y una figura oscura voló por el aire y aterrizó cerca de David.
Era la cabeza del artillero alemán, convertida en una bola negro ceniza y rojo abrasado. El casco de vuelo se había fundido sobre el cráneo, y, de nuevo, David le vio los dientes todavía expuestos en una mueca mortal.
– No había mucho que comer -explicó el artillero-. Sabía a ceniza y a agrio.
– El hombre no come al hombre -replicó el Leñador, asqueado-. Has demostrado tu verdadera naturaleza con tus acciones.
– No puedes mantener al chico a salvo. -El lobo hombre se agachó, con las patas delanteras a ras del suelo-. Otros sabrán de su existencia. Dánoslo, y nosotros le ofreceremos la protección de la manada.
Pero los ojos del lobo hombre desmentían sus palabras, ya que todo en el animal hablaba de hambre y anhelo. Las costillas le sobresalían del pelaje gris, visible bajo el blanco de la camisa, y tenía las extremidades muy delgadas. Los otros que lo acompañaban también estaban hambrientos. Se acercaban cada vez más a David y al Leñador, incapaces de resistir la promesa de comida.
De repente, algo se movió a la derecha, y uno de los lobos de orden inferior, vencido por el apetito, saltó. El Leñador se giró con el hacha levantada, y se oyó un solo aullido agudo antes de que el lobo cayese muerto al suelo, con la cabeza prácticamente separada del cuerpo. La manada dejó escapar un aullido, y los lobos se retorcieron y dieron vueltas, nerviosos y angustiados. El lobo hombre miró al animal caído y se volvió hacia el Leñador mostrándole todos los afilados dientes, con los pelos del cuello erizados. David creyó que se iba a lanzar sobre ellos, y que el resto de la manada lo seguiría y los harían pedazos, pero la mitad de la criatura que mostraba algunos rasgos humanos pareció superar a la mitad animal, de modo que logró controlar su rabia.
Se volvió a poner de nuevo a dos patas y sacudió la cabeza.
– Les advertí que se mantuviesen a distancia, pero se mueren de hambre -dijo-. Hay nuevos enemigos y nuevos depredadores que compiten con nosotros por la comida. Sin embargo, éste no era como nosotros, Leñador. No somos animales. Los otros no pueden controlar sus instintos.
El Leñador y David retrocedían hacia la casa, intentando acercarse a la promesa de seguridad que les ofrecía.
– No te engañes, bestia -replicó el Leñador-, no existe un «nosotros», ya que tengo más en común con las hojas de los árboles y con la tierra del suelo que contigo y los de tu especie.
Algunos de los lobos ya habían avanzado y empezaban a alimentarse de su camarada caído, pero no los que llevaban ropa, que, aunque miraban con anhelo el cadáver, intentaban mantener una fachada de contención, como su líder. Sin embargo, no era un control muy profundo, porque el niño notaba que se les ensanchaban las fosas nasales al oler la sangre, y estaba seguro de que, si el Leñador no estuviese allí para protegerlo, los lobos hombre ya lo habrían hecho pedazos. Los lobos inferiores eran caníbales, se contentaban con comerse a los suyos, pero los apetitos de los que parecían hombres eran mucho peores que los del resto.
El lobo hombre meditó la respuesta del Leñador. Oculto detrás del cuerpo del Leñador, David ya había sacado la llave del bolsillo y se preparaba para meterla en la cerradura.
– Si no hay ningún vínculo entre nosotros -comentó el animal, pensativo-, mi conciencia está tranquila. -Miró hacia la manada reunida y aulló-. Ha llegado el momento de alimentarse -gruñó.
El niño metió la llave en el agujero y empezó a girarla justo cuando el lobo hombre se ponía a cuatro patas, tensaba el cuerpo y se preparaba para saltar.
De repente, un aullido de advertencia surgió de uno de los lobos que se encontraban al borde del bosque. El animal se volvió para enfrentarse a una amenaza invisible y llamó la atención del resto de la manada, de modo que incluso su líder se distrajo durante unos segundos cruciales. David se arriesgó a mirar y vio una forma que se movía sobre el tronco de un árbol, enrollándose como una serpiente. El lobo retrocedió dejando escapar suaves gemidos, pero, mientras estaba despistado, un zarcillo de hiedra verde bajó de una rama baja y se le enrolló en el cuello, apretándole con fuerza la piel y tirando de él hasta levantarlo en el aire, donde las patas del animal se movieron en vano al empezar a ahogarse.
Entonces todo el bosque pareció cobrar vida en un remolino de hilos verdes retorcidos, de tentáculos que se enrollaban en patas, hocicos y cuellos, levantando a los lobos y a los lobos hombre en el aire, o atrapándolos en el suelo, apretándolos cada vez más fuerte hasta que cesaba toda resistencia. Los lobos empezaron a contraatacar de inmediato, saltando y gruñendo, pero no tenían nada que hacer frente a un enemigo como aquél, y, los que podían, iniciaron la retirada. David notó que la llave hacía girar el cierre, mientras el líder de la manada agitaba la cabeza de un lado a otro, dividido entre su deseo de comer y su necesidad de sobrevivir. Los zarcillos de hiedra se movían hacia él, arrastrándose por la tierra húmeda del huerto. Tenía que escoger rápidamente entre luchar y huir, y, con un último gruñido de furia dirigido al Leñador y a David, el lobo hombre salió corriendo hacia el sur, justo cuando el Leñador empujaba al niño a través del umbral hacia la seguridad de la casa, cerrando la puerta detrás de ellos, y dejando fuera los sonidos de los aullidos y la muerte que llegaban del borde del bosque.