David y Rose tuvieron su peor pelea al día siguiente, aunque llevaba cociéndose mucho tiempo. Rose le daba el pecho a Georgie, lo que significaba que tenía que levantarse de noche para ocuparse de él. Pero, incluso después de comer, Georgie se agitaba y lloraba, así que el padre de David poco podía hacer para ayudarla, ni siquiera cuando estaba en casa. A veces, todo aquello provocaba discusiones entre Rose y él; solían empezar por algo pequeño, como un plato que a su padre se le había olvidado quitar o el haber ensuciado de tierra el suelo de la cocina con sus zapatos, y rápidamente se convertía en una competición de gritos que acababa con Rose hecha un mar de lágrimas, y Georgie imitando los llantos de su madre.
A David le daba la impresión de que su padre parecía más viejo y cansado que antes, y se preocupaba por él. Le echaba de menos. Aquella mañana, la mañana de la gran pelea, David se apoyó en la puerta del cuarto de baño y lo observó afeitarse.
– Trabajas mucho -le dijo.
– Supongo que sí.
– Siempre pareces cansado.
– Estoy cansado de que Rose y tú no os llevéis bien.
– Lo siento -respondió David.
– Mmm.
Terminó de afeitarse, se limpió la espuma de la cara con agua del lavabo y se secó con una toalla rosa.
– Es que ya no te veo casi nada -le dijo David-, eso es todo. Te echo de menos.
– Lo sé -contestó su padre, sonriente, dándole una palmadita cariñosa en la oreja-. Pero todos tenemos que hacer sacrificios, y ahí afuera hay muchos hombres y mujeres que hacen sacrificios mucho mayores que los nuestros. Ponen sus vidas en peligro, y yo tengo el deber de hacer todo lo posible por ayudarlos. Es importante que averigüemos lo que planean los alemanes y lo que sospechan de nuestra gente. Ése es mi trabajo, y no olvides que tenemos suerte de estar aquí; en Londres lo están pasando mucho peor.
Los alemanes habían lanzado un fuerte ataque sobre Londres el día anterior. En cierto momento, según el padre de David, habían tenido mil aviones batallando sobre la isla de Sheppey. El chico se preguntó qué aspecto tendría Londres en aquellos momentos. ¿Estaría lleno de edificios abrasados, con las calles convertidas en escombros? ¿Quedarían palomas en Trafalgar Square? Suponía que sí, porque las palomas no eran lo bastante listas para irse a otra parte. Quizá su padre tuviera razón y fuese una suerte estar lejos, pero parte de él pensó de nuevo que tenía que resultar emocionante vivir en Londres aquellos días. Aterrador algunas veces, pero emocionante.
– Al final terminará, y entonces podremos volver todos a nuestras vidas normales -dijo su padre.
– ¿Cuándo?
– No lo sé, llevará un tiempo -respondió él, preocupado.
– ¿Meses?
– Creo que más.
– ¿Estamos ganando, papá?
– Estamos resistiendo, David, y, por el momento, es lo mejor que podemos hacer.
David dejó a su padre para que pudiese vestirse. Tomaron el desayuno todos juntos antes de que se fuera, pero Rose y él no se dijeron gran cosa. David sabía que habían estado discutiendo otra vez, así que, cuando su padre se fue a trabajar, decidió alejarse de Rose incluso más de lo normal. Se fue un rato a su cuarto y jugó con sus soldaditos; después se tumbó a la sombra en la parte de atrás de la casa a leer.
Allí lo encontró Rose. Aunque tenía el libro abierto sobre el pecho, la atención del chico estaba en otra parte: miraba hacia el otro extremo del patio, al jardín hundido, con los ojos clavados en el agujero de la pared, como si esperase ver algún movimiento.
– Vaya, aquí estás -le dijo Rose.
David la miró, pero, como el sol le daba en los ojos, tuvo que entornarlos.
– ¿Qué quieres? -preguntó.
No había pretendido que sonase como sonó, de forma irrespetuosa y maleducada, porque no lo estaba siendo… O, al menos, no más de lo habitual. Supuso que podría haber preguntado: «¿Qué puedo hacer por ti?» o incluso haber empezado la respuesta con un «sí» o un «claro», o sólo «hola», pero, cuando cayó en la cuenta, ya era demasiado tarde.
Rose tenía marcas rojas debajo de los ojos, la cara pálida, y daba la impresión de tener más arrugas en la frente y en el rostro que antes. También había engordado, pero David suponía que tenía algo que ver con el bebé. Se lo había preguntado a su padre, pero su padre le había dicho que nunca jamás se lo comentase a Rose, pasara lo que pasase. Se lo había advertido en tono muy serio y, de hecho, había utilizado las palabras «si en algo valoras tu vida» para enfatizar lo importante que era que se guardase aquellas opiniones para él.
En aquellos momentos, Rose, más gorda, más pálida y más cansada, estaba junto a David, y el chico, incluso con el sol cegándolo, notaba que se ponía furiosa.
– ¡Cómo te atreves a hablarme así! -exclamó-. Te pasas el día sentado, con la cabeza metida en tus libros, y no contribuyes en absoluto a la vida en esta casa. Ni siquiera puedes hablar como una persona civilizada. ¿Quién te crees que eres?
David estaba a punto de disculparse, pero no lo hizo. Lo que Rose decía no era justo, porque se había ofrecido a ayudar, pero ella casi siempre lo rechazaba, sobre todo porque siempre parecía cogerla cuando Georgie estaba de mal humor o cuando Rose estaba muy ocupada con otra cosa. El señor Briggs se encargaba del jardín, y David siempre intentaba ayudarlo barriendo y rastrillando, pero aquello era fuera de la casa, donde ella no podía ver lo que hacía. La señora Briggs se encargaba de la limpieza y de casi todas las comidas, pero, cuando David intentaba echarle una mano, ella lo expulsaba de la habitación, afirmando que no era más que otro estorbo. Sencillamente, le había parecido que lo mejor era no molestar a nadie siempre que pudiera, y, en cualquier caso, eran los últimos días de las vacaciones de verano. El colegio del pueblo había retrasado la apertura un par de días porque les faltaban profesores, pero su padre estaba seguro de que David ocuparía su pupitre nuevo a principios de la semana siguiente, como muy tarde. Desde entonces hasta que acabase el trimestre, estaría en el colegio por la mañana y haría los deberes por la tarde. Su día de trabajo sería casi tan largo como el de su padre, ¿por qué no podía tomárselo con calma mientras tenía ocasión? Su enfado empezaba a equipararse con el de Rose. Se levantó y se dio cuenta de que ya era casi tan alto como ella. Su boca escupió las palabras antes de darse cuenta de que las decía, convertidas en una mezcla de medias verdades e insultos, junto con toda la rabia que había reprimido desde el nacimiento de Georgie.
– No, ¿quién te crees tú que eres? No eres mi madre y no me puedes hablar así. Yo no quería venir a vivir aquí, quería quedarme con mi padre. Nos iba muy bien a los dos solos hasta que llegaste tú. Ahora también está Georgie, y crees que yo no soy más que alguien que se interpone en tu camino. Bueno, pues tú estás en mi camino, y también en el de mi padre. Él todavía quiere a mi madre, igual que yo. Todavía piensa en mi madre, y nunca te va a querer a ti tanto como a ella, nunca. Da igual lo que digas o hagas, porque todavía la quiere a ella. Todavía… la quiere… a ella.
Rose le pegó, le dio con fuerza en la mejilla con la palma de la mano. No fue una gran bofetada, porque frenó el golpe en cuanto se dio cuenta de lo que hacía, pero el impacto bastó para hacer que David se tambaleara. Le escocía la mejilla y los ojos le lloraban. Se quedó boquiabierto de la impresión, y después pasó junto a Rose y corrió hacia su cuarto. No miró atrás, ni siquiera cuando ella lo llamó diciendo que lo sentía. Cerró la puerta con llave detrás de él y se negó a abrirla cuando ella llamó. Al cabo de un rato, Rose se fue y no regresó.
David se quedó en su dormitorio hasta que su padre llegó a casa. Lo oyó hablar con Rose en el vestíbulo, levantando la voz cada vez más, así que el chico sabía lo que le esperaba.
La fuerza de los puños de su padre al llamar a la puerta estuvo a punto de hacerla saltar de sus goznes.
– David, abre ahora mismo.
David hizo lo que le pedía, girando la llave en la cerradura y dando un paso atrás a toda prisa. La cara de su padre estaba prácticamente morada de la furia. Levantó una mano, como si pretendiese pegarle, pero pareció pensárselo mejor, tragó saliva, respiró hondo y sacudió la cabeza. Cuando habló de nuevo, su voz era curiosamente tranquila, lo que preocupó a David todavía más que el anterior arranque de rabia.
– No tienes derecho a hablarle así a Rose -le dijo-. Le mostrarás respeto, como me lo muestras a mí. Las cosas han sido duras para todos, pero eso no es excusa para tu comportamiento de hoy. Todavía no he decidido qué voy a hacer contigo, ni cómo te voy a castigar. Si no fuese demasiado tarde, te mandaría directo a un internado, y entonces te darías cuenta de lo afortunado que eres por estar aquí.
– Pero Rose me pe… -intentó defenderse el chico.
– No quiero oírlo -lo interrumpió su padre, levantando la mano-. Si abres otra vez la boca, lo lamentarás. Por ahora, te quedarás en tu cuarto. No saldrás a la calle mañana, no leerás y no jugarás con tus juguetes. Tu puerta permanecerá abierta, y, como te pille leyendo o jugando, te juro que te pego con el cinturón. Te quedarás sentado en la cama pensando en lo que has dicho y en cómo se lo vas a compensar a Rose cuando te deje volver a relacionarte con personas civilizadas. Me decepcionas, David. Te eduqué para que te comportases mejor; los dos lo hicimos: tu madre y yo.
Tras decir aquello, se fue, y David se dejó caer en la cama. No quería llorar, pero no pudo evitarlo. No era justo, se había equivocado hablándole así a Rose, pero ella también se había equivocado al pegarle. Mientras lloraba, se dio cuenta de los murmullos de los libros en los estantes. Se había acostumbrado tanto a ellos que ya casi no los oía, como el piar de los pájaros o el viento entre los árboles, pero, en aquel momento, era cada vez más fuerte. Olió a quemado, como cerillas encendiéndose y cables de tranvía echando chispas. Apretó los dientes al notar el primer espasmo, pero no había nadie para verlo. Una gran fisura se abrió en su cuarto, rompiendo el tejido de su mundo, y, a través de ella, pudo ver otra esfera distinta; había un castillo, con banderolas agitándose en las almenas y soldados marchando en columna a través de las puertas. De repente, el castillo desapareció y otro ocupó su lugar, uno rodeado de árboles caídos. Estaba más oscuro que el primero, con una silueta difusa y dominado por una sola torre de gran tamaño que apuntaba al cielo como si fuese un dedo. La ventana más alta estaba iluminada, y David sintió una presencia dentro que le resultaba desconocida y familiar, todo a la vez. Lo llamaba con la voz de su madre, diciendo:
– David, no estoy muerta. Ven a salvarme.
David no sabía cuánto tiempo llevaba inconsciente, o si el sueño se había apoderado de él en algún momento, pero su cuarto estaba a oscuras cuando abrió los ojos. Notaba un sabor desagradable en la boca, y se dio cuenta de que había vomitado sobre la almohada. Quería ir a ver a su padre para contarle lo del ataque, pero estaba seguro de que encontraría poca compasión. No se oía nada en la casa, así que supuso que todos estaban en la cama. La paciente luna brillaba sobre las filas de libros, pero éstos se habían callado de nuevo, salvo por algún ronquido ocasional que surgía de los volúmenes más pesados y aburridos. En un estante alto había una abandonada historia de la compañía británica del carbón que resultaba especialmente cargante y que tenía la desagradable costumbre de roncar muy fuerte y después toser con estruendo, momento en el que unas nubecitas de polvo negro parecían surgir de sus páginas. David la oyó toser en aquel mismo instante, pero sabía que algunos de los libros antiguos estaban algo despiertos, los que contenían los cuentos de hadas extraños y oscuros que tanto le gustaban; notaba que esperaban a que pasase algo, aunque no sabía qué podía ser.
El chico estaba seguro de que había soñado algo, aunque no conseguía recordar la esencia del sueño. Pero tenía una cosa muy clara: el sueño no había sido agradable, porque le quedaba una sensación de malestar y un cosquilleo en la palma de la mano derecha, como si se la hubiese restregado con hiedra venenosa. Tenía la misma sensación en un lado de la cara y no podía librarse de la idea de que algo desagradable le había tocado mientras estaba inconsciente.
Todavía tenía la ropa puesta, así que salió de la cama, se desnudó a oscuras y se puso un pijama limpio. Regresó a la cama y luchó con la almohada, dando vueltas en busca de una posición cómoda en la que dormirse, pero no lo lograba. Allí tumbado, con los ojos cerrados, se dio cuenta de que la ventana estaba abierta, y eso no le gustaba, porque ya era lo bastante duro espantar a los insectos cuando estaba cerrada, y lo último que deseaba era que la urraca regresara mientras dormía.
David salió de la cama y se acercó con precaución a la ventana. Algo se movió bajo su pie descalzo, y él lo levantó, alarmado: era un zarcillo de hiedra. Estaba por toda la pared del cuarto, y sus dedos verdes se extendían sobre el armario, la alfombra y la cómoda. Había hablado con el señor Briggs sobre el tema, y el jardinero le había prometido coger una escalera y podar la hiedra de la pared de fuera, pero, hasta el momento, no había sucedido. A David no le gustaba tocar la hiedra, porque, por la forma en que se adueñaba de su cuarto, parecía casi viva.
Encontró las zapatillas y se las puso antes de caminar sobre la planta hacia la ventana. Al hacerlo, oyó una voz de mujer que decía su nombre.
– David.
– ¿Mamá? -preguntó, vacilante.
– Sí, David, soy yo. Escúchame, no tengas miedo. -Pero David lo tenía-. Por favor -dijo la voz-, necesito tu ayuda. Estoy atrapada aquí, en este lugar extraño, y no sé qué hacer. Por favor, ven, David. Si me quieres, cruza al otro lado.
– Mamá -respondió él-, estoy asustado.
– David -habló de nuevo la voz, aunque en tono más débil-, quieren alejarme. No dejes que me alejen de ti. ¡Por favor! Sígueme, llévame a casa. Sígueme por el jardín.
Al oír aquello, David superó su miedo, cogió la bata y corrió tan deprisa y silenciosamente como pudo escaleras abajo, hasta el patio. Se detuvo en la oscuridad y vio que había algo en el cielo nocturno, un ruido grave, irregular y tartamudeante que venía de muy alto. David levantó la mirada y vio que algo brillaba débilmente, como un meteoro que caía…, pero era un avión. Siguió mirando la luz hasta llegar a los escalones que daban al jardín hundido, bajándolos lo más deprisa que pudo. No quería detenerse, porque, si lo hacía, podría pensar en lo que estaba haciendo y, si empezaba a pensar en ello, podría asustarse demasiado para hacerlo. Sintió la hierba crujir bajo sus pies mientras corría hacia el agujero de la pared y la luz del cielo se volvía más brillante. El avión lanzaba llamas rojas, y el ruido del chisporroteo de sus motores desgarraba la noche. David se detuvo y lo observó descender: caía a toda velocidad, arrojando fragmentos en llamas en su bajada, y era demasiado grande para ser un caza, así que tenía que ser un bombardero. Creyó distinguir la silueta de las alas a la luz del fuego y oír el desesperado golpeteo de los motores restantes en su caída a tierra. Se hizo cada vez más grande, hasta que, finalmente, pareció llenar el cielo, empequeñeciendo su casa e iluminando la noche con un fuego rojo y anaranjado. Iba directo al jardín hundido, y las llamas lamían la cruz alemana dibujada en el fuselaje, como si algo en las alturas estuviese decidido a impedir que el niño cruzase de un mundo al otro.
Habían tomado la decisión por él, no podía vacilar. Se obligó a meterse en la oscuridad del hueco de la pared justo cuando el mundo que había dejado atrás se convertía en un infierno.