XVI. Sobre los tres cirujanos


Cabalgaron durante lo que a David le pareció una hora o quizá más. El cazador no habló, y el niño se sentía mareado por la postura sobre el caballo y le dolía la cabeza. El olor de la sangre de la chica ciervo era muy fuerte, y, conforme avanzaban, el contacto de la piel de la muchacha contra la suya se hizo cada vez más frío.

Por fin llegaron a una larga casa de piedra en el bosque, sencilla y sin adornos, con ventanas estrechas y tejado alto. A un lado había un gran establo, y allí fue donde el cazador ató al caballo. También había otros animales: en una de las casillas había una cierva que masticaba paja y parpadeó al ver a los recién llegados; había gallinas en un corral de alambre, y conejos en conejeras; cerca de ellos, un zorro arañaba los barrotes de su jaula, dividida su atención entre el cazador y las sabrosas presas que estaban fuera de su alcance.

El cazador desmontó y soltó la cabeza de la chica ciervo de la silla. Con la otra mano se echó a David al hombro y lo llevó a la casa. La cabeza de la chica ciervo sonó a blando al darse contra la puerta cuando el cazador abrió el pestillo, y entonces entraron, y el cazador tiró a David al suelo de piedra.

Aterrizó de espaldas, mareado y asustado, mientras las lámparas se encendían una a una, y así, por fin, pudo ver la guarnida del cazador.

Las paredes estaban cubiertas de cabezas, cada una montada sobre una tabla de madera y fijada a la piedra. Muchas de ellas eran de animales (ciervos, lobos, incluso un loup que parecía haber recibido el sitio de honor en el centro de la exposición de una de las paredes), pero las demás eran humanas. Algunas eran de jóvenes y tres de hombres muy ancianos, pero la mayoría parecían ser de niños, tanto chicos como chicas, a los que les habían cambiado los ojos por bolas de cristal que lanzaban destellos a la luz de las lámparas. Había una chimenea en un extremo de la habitación, y una cama individual de madera junto a ella. Pegados a otra pared vio un escritorio pequeño y una silla. David volvió la cabeza y vio carne seca colgada de ganchos en el otro extremo del cuarto, aunque no pudo distinguir si era de animales o de personas.

Pero lo que dominaba toda la habitación eran dos grandes mesas de roble, tan enormes que tenían que haberse montado dentro de la casa, pieza a pieza. Estaban manchadas de sangre, y, desde donde estaba, David podía ver que tenían cadenas, grilletes y correas de cuero. Al lado de las mesas había un estante con cuchillos, cuchillas e instrumentos quirúrgicos, todos viejos, pero afilados y limpios. Sobre las mesas se veían unas estructuras muy ornamentadas, de las que colgaba una colección de tubos de metal y cristal, la mitad de ellos tan finos como agujas y los otros tan gruesos como el brazo de David.

También había estantes con botellas de todos los tamaños y formas, algunas llenas de líquido transparente, mientras que el resto se usaba para almacenar partes del cuerpo. Una botella estaba casi hasta arriba de globos oculares. Al niño le parecieron vivos, como si, al arrancarlos de sus cuencas, no se les hubiera desprovisto de la capacidad de ver. Otro contenía la mano de una mujer, con un anillo de casada y laca roja desprendiéndose lentamente de las uñas. En un tercero había medio cerebro, con sus mecanismos internos expuestos y marcados con alfileres de colores.

Y había cosas peores, sí, mucho peores…

Oyó pasos que se acercaban. El cazador estaba sobre él, con la cabeza descubierta y sin la bufanda, de modo que pudo verle la cara: era la cara de una mujer. Su piel era rubicunda y sin afeites, la boca delgada y seria; tenía el pelo recogido en un moño suelto sobre la cabeza, y el color del cabello era negro, blanco y plata, como la piel de un tejón. Mientras David la observaba, la mujer se soltó el pelo, que cayó como una avalancha sobre sus hombros y espalda. Se arrodilló y cogió la cara del niño con la mano derecha, moviéndole la cabeza adelante y atrás para examinarle el cráneo. Después le soltó la cara, y le palpó el cuello y los músculos de brazos y piernas.

– Me servirás -concluyó, más para sí que para David, y lo dejó tumbado en el suelo, mientras ella trabajaba en la cabeza de la chica ciervo. No volvió a dirigirle la palabra hasta que terminó su trabajo, muchas horas después. Entonces levantó al chico y lo colocó en una silla baja para enseñarle los frutos de su labor.

La cazadora había montado la cabeza de la chica ciervo en un trozo de madera oscura, le había lavado el pelo y lo había extendido sobre el bloque, sujetándolo allí con pegamento; le había quitado los ojos y los había reemplazado por óvalos de cristal verde y negro; le había cubierto la piel con una sustancia cerosa para conservarla, y la cabeza hizo un ruido hueco cuando la mujer la golpeó suavemente con los nudillos.

– Es bonita, ¿verdad? -le preguntó la cazadora.

David sacudió la cabeza, pero no dijo nada. Aquella chica había tenido un nombre, tenía una madre y un padre, quizás hermanos y hermanas. Había jugado, había amado y había recibido amor a cambio. Podría haber crecido y haber tenido hijos propios…, pero ya todo estaba perdido.

– ¿No estás de acuerdo? -le preguntó la cazadora-. Quizá sientas pena por ella, pero piensa una cosa: en los años venideros se habría vuelto vieja y fea; los hombres la habrían usado; le habrían salido niños del cuerpo; se le habrían podrido los dientes, la piel se le habría arrugado, y su pelo sería blanco y ralo. Ahora siempre será una niña y siempre será bella. -La cazadora se inclinó sobre David y le tocó la mejilla, sonriendo por primera vez-. Y, dentro de poco, tú también.

David apartó la cara.

– ¿Quién eres? -le preguntó a la mujer-. ¿Por qué haces esto?

– Soy una cazadora -se limitó a responder ella-. Una cazadora debe cazar.

– Pero era una niña -protestó David-, una niña con el cuerpo de un animal, pero una niña al fin y al cabo. La oí hablar, estaba asustada. Y tú la mataste.

– Sí -respondió la cazadora en voz baja, acariciando el pelo de la chica ciervo-. Duró más de lo que yo esperaba, era más astuta de lo que creía. Quizás un cuerpo de zorro habría sido más apropiado, pero ya es demasiado tarde.

– ¿Tú le hiciste eso? -exclamó David, con voz ahogada. Aunque estaba asustado, el asco que sentía por lo que la cazadora había hecho impregnaba todas sus palabras. La mujer se sorprendió por el odio de su voz y sintió la necesidad de ofrecer alguna justificación para sus actos.

– Un cazador siempre busca nuevas presas -dijo-. Me cansé de cazar animales, y los humanos no son entretenidos, porque sus mentes son rápidas, pero sus cuerpos resultan débiles. Entonces se me ocurrió que sería maravilloso combinar el cuerpo de un animal con la inteligencia de un humano. ¡Qué gran prueba para mis habilidades! Pero era difícil, muy difícil, crear estos híbridos: tanto los animales como los humanos se morían antes de poder juntarlos. No podía hacer que dejaran de sangrar durante el tiempo suficiente para hacer posible la unión. Los cerebros morían, los corazones se paraban, y todo mi duro trabajo se quedaba en nada, gota a gota.

«Entonces tuve buena suerte: me encontré con tres cirujanos que viajaban por el bosque, así que los capturé y los traje aquí. Me dijeron que habían creado un ungüento que podía volver a unir una mano cortada a su correspondiente muñeca, o una pierna a su torso. Les obligué a enseñarme lo que podían hacer: le corté el brazo a uno de ellos, y los otros lo repararon, como habían dicho. Después corté a otro por la mitad, y sus amigos lo dejaron entero de nuevo. Finalmente le corté la cabeza al tercero, y los otros se la fijaron otra vez al cuerpo.

»Y así se convirtieron en las primeras de mis presas nuevas -dijo, señalando las cabezas de los tres ancianos de la pared-, después de haberme enseñado cómo hacer el ungüento yo misma. Ahora cada presa es distinta, porque cada niño aporta algo de sí mismo al animal con el que lo fusiono.

– Pero ¿por qué niños? -le preguntó David.

– Porque los adultos se desesperan -respondió la cazadora-, mientras que los niños se adaptan a sus nuevos cuerpos y a sus nuevas vidas, porque ¿qué niño no ha soñado con ser un animal? Y lo cierto es que prefiero cazar niños. Son más divertidos y quedan mejor como trofeos en la pared, porque son preciosos. -La cazadora dio un paso atrás y miró a David con atención, como si empezase a darse cuenta de la naturaleza de sus preguntas-. ¿Cómo te llamas y de dónde vienes? -le preguntó-. No eres de estas tierras, lo sé por tu olor y tu forma de hablar.

– Me llamo David, vengo de otro lugar.

– ¿Qué lugar?

– Inglaterra.

– In-gla-te-rra -repitió la cazadora-. ¿Y cómo has llegado aquí?

– Había un camino entre mi tierra y ésta. Pasé a través de él, pero ahora no puedo regresar.

– Qué triste -repuso la mujer-. ¿Y hay muchos niños en In-gla-te-rra? -David no contestó, pero la cazadora le cogió la cara y le clavó las uñas en la piel-. ¡Responde!

– Sí -confesó él, a regañadientes.

– Quizá te obligue a enseñarme el camino -dijo ella, soltándolo-. Aquí quedan muy pocos niños, y ya no vagan por los bosques como antes. Ésta -dijo, señalando la cabeza de la chica ciervo- ha sido la última, y la he estado guardando como oro en paño. Pero ahora te tengo a ti… Bien, ¿debería usarte como a ella o debería obligarte a que me lleves a In-gla-te-rra?

Se apartó de David y pensó durante un rato.

– Soy paciente -dijo al fin-. Conozco esta tierra y ya me he enfrentado antes a sus cambios. Los niños volverán. Pronto llegará el invierno, y tengo suficiente comida para mí. Tú serás mi última presa antes de que caigan las nieves. Te convertiré en zorro, porque creo que eres aún más inteligente que mi cervatilla. ¿Quién sabe? Quizás escapes y sigas viviendo en algún lugar apartado del bosque, aunque todavía no lo ha conseguido nadie. Siempre hay esperanza, querido David, siempre. Ahora, duerme, porque empezaremos mañana.

Tras aquellas palabras, le limpió la cara a David con un trapo y le dio un suave beso en los labios. Después lo llevó a la gran mesa y lo encadenó allí, por si intentaba escaparse durante la noche, para después apagar todas las lámparas. La cazadora se desvistió a la luz del fuego de la chimenea, se tumbó desnuda en su cama de madera y se durmió.

Pero David no se durmió, sino que pensó en la situación en la que se encontraba. Recordó sus cuentos y le vino a la memoria la imagen del Leñador hablándole de la casa de chocolate. De todas las historias se podía aprender algo. Poco a poco, empezó a idear su plan.


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