«En aquel momento, el espejo de la pared de su derecha brilló y se volvió transparente, y, a través del cristal, Alexander vio la forma de una mujer. Estaba vestida de negro y se sentaba en un gran trono, aunque el resto del cuarto estaba vacío. Se tapaba la cara con un velo y tenía las manos enfundadas en guantes.
»-¿Acaso no puedo ver la cara de la persona que me ha salvado la vida? -preguntó Alexander.
»-No deseo permitirlo -contestó la Dama.»
De El libro de las cosas perdidas, capítulo XX
Sobre La Bella y la Bestia
Hacer que Roland le contase esta historia a David fue una adición relativamente tardía a El libro de las cosas perdidas, y se trata de un cuento que se refiere más a la búsqueda de Roland que a la de David. Creo que, en ella, el caballero encuentra una forma de poner en palabras el miedo que siente por lo que le espera en la Fortaleza de Espinas, pero (y debemos recordar que también este cuento es producto de la imaginación de David y está influido por sus emociones) la amenaza vuelve a ser femenina, aunque, en este momento, las respuestas de David a su situación empiezan a ser más complejas.
Aunque en esta historia existe el mal, es una maldad que no surge del personaje femenino. Es el personaje masculino el que comete la falta: es culpable de arrogancia y vanidad, y se le castiga por sus pecados.
Orígenes
La historia de la Bella y la Bestia tiene su origen en el cuento de Apuleyo, «Cupido y Psique», dentro de El asno de oro (que data del año 2). La historia cobró importancia en el siglo xv, cuando se publicó en latín y se dio a conocer por Europa, para después ser traducida a otros idiomas y representarse en público, de modo que cada cultura aportó algunos de sus propios rasgos distintivos al cuento; por este motivo, toda una familia de cuentos nacieron de la historia original. La versión considerada canónica la escribió Jeanne-Marie Leprince de Beaumont en 1757 para su revista Magasin des enfants (o Almacén de los niños, como se la conoce en castellano), aunque Basile, Perrault y Straparola tienen versiones anteriores. En 1740, Madame de Villeneuve publicó una novela, Les Contes marins, ou la jeune Américaine, que contenía una versión de La Bella y la Bestia, reproducida a continuación.
La historia, haciendo referencia a la original de Apuleyo, se puede entender como un cuento sobre la represión de la sexualidad femenina o, quizá, de la masculina, teniendo en cuenta la transformación de bestia a hombre atractivo que se produce en las versiones más moralistas del cuento, aunque también puede entenderse como un reconocimiento de la realidad del sexo en la relación amorosa, la literal «bestia de dos espaldas». Robert Graves lo veía como una «alegoría filosófica de la progresión del alma racional hacia el amor intelectual», mientras que, en tiempos medievales, podría haber encontrado sus almas gemelas en las historias sobre el amor fraternal, sobre todo las que eran partidarias de que una mujer tolerase a un hombre feo que pudiera mantenerla.
En relación con este cuento, merece la pena examinar, como en muchos otros de los cuentos mencionados en este apartado, dos excelentes obras de Marina Warner: No Go the Bogeyman (1998) y From the Beast to the Blonde: On Fairy Tales and Their Tellers (1994).
La Bella y la Bestia
Jeanne-Marie LePrince de Beaumont
Érase una vez un comerciante muy rico que tenía seis hijos, tres chicos y tres chicas; como era un hombre sensato, no reparó en gastos para su educación y les proporcionó todo tipo de maestros. Sus hijas eran extraordinariamente bellas, sobre todo la más joven. Cuando era pequeña, todos la admiraban y la llamaban «la niña bella»; de este modo, cuando creció, siguieron llamándola Bella, lo que hacía que sus hermanas se sintieran muy celosas. La más joven, además de ser más guapa, también era mejor en todo lo demás. Las dos mayores eran muy orgullosas, porque eran ricas; se daban unos aires ridículos, no visitaban a las hijas de los otros comerciantes y sólo querían rodearse de personas importantes. Todos los días iban a fiestas, bailes, obras, conciertos y demás, y se reían de su hermana pequeña, porque ella se pasaba gran parte del tiempo leyendo buenos libros.
Como era sabido que poseían una gran fortuna, varios comerciantes eminentes se acercaron a ellas; pero las dos mayores decían que no se casarían nunca, a no ser que se encontrasen con un duque o un conde, como mínimo. Bella daba las gracias con mucha educación a quienes la cortejaban y les decía que era demasiado joven para casarse, que prefería quedarse con su padre algunos años más.
De repente, el comerciante perdió toda su fortuna, salvo una casita de campo a gran distancia de la ciudad, y, con lágrimas en los ojos, les dijo a sus hijos que tenían que mudarse a la casita y ganarse la vida trabajando. Las dos mayores respondieron que no se irían de la ciudad, porque tenían varios amantes que las acogerían gustosos, aunque no tuviesen dinero; pero las damas se equivocaban, porque sus amantes las desairaron y abandonaron a su suerte. Como eran tan orgullosas, nadie las quería, y todos decían que no eran dignas de lástima, que se merecían aquella humillación, que fueran a darse aires de grandeza mientras ordeñaban vacas y se ocupaban de la leche. Pero también añadían que estaban muy preocupados por Bella, porque era una criatura encantadora y dulce, que siempre era amable con los pobres y tenía un comportamiento afable y complaciente. Muchos caballeros se habrían casado con ella, aunque no tuviese ni un penique, pero ella les contestaba que no podía dejar a su pobre padre en su infortunio, que estaba decidida a irse con él al campo para consolarlo y cuidarlo. En un principio, la pobre Bella se lamentaba amargamente por la pérdida de su fortuna; «pero -se dijo-, por mucho que llore, no voy a solucionar nada, así que debo contentarme con lo que tengo».
Cuando llegaron a su casita del campo, el comerciante y sus tres hijos varones se dedicaron a la agricultura y la cría de animales, y Bella se levantaba a las cuatro de la mañana, se apresuraba a limpiar la casa y preparar la cena para la familia.
Al principio le resultaba muy difícil, porque no estaba acostumbrada a trabajar como una criada, pero, en menos de dos meses, se puso más fuerte y sana que nunca. Después de hacer su trabajo, leía, tocaba el clavicordio o cantaba mientras hilaba.
Por otro lado, sus dos hermanas no sabían qué hacer con su tiempo: se levantaban a las diez y se dedicaban a deambular por la casa todo el día, lamentándose por la pérdida de su bonita ropa y sus elegantes amistades.
– Mira a nuestra hermana pequeña -se decían la una a la otra-, qué criatura más estúpida y mezquina, satisfecha con una situación tan triste.
El buen comerciante tenía una opinión bien distinta; era muy consciente de que Bella eclipsaba a sus hermanas, tanto en físico como en mente, y admiraba su humildad y diligencia, pero, sobre todo, su humildad y su paciencia, porque sus hermanas no sólo le dejaban todo el trabajo de la casa, sino que también la insultaban siempre que podían.
La familia llevaba viviendo un año en aquel retiro, cuando el comerciante recibió una carta informándolo de que acababa de llegar un barco a puerto, y que parte de su cargamento le pertenecía. Aquella noticia les encantó a las dos hijas mayores, que de inmediato se permitieron albergar esperanzas de volver a la ciudad, porque estaban bastante hartas de vivir en el campo; y, cuando vieron que el padre se disponía a marcharse, le suplicaron que les comprase vestidos, sombreros y todo tipo de chucherías nuevas; pero Bella no le pidió nada, porque pensó para sí que todo el dinero que recibiese su padre apenas bastaría para comprar lo que querían las otras dos muchachas.
– ¿Qué quieres tú, Bella? -le preguntó su padre.
– Como has sido tan amable de pensar en mí -respondió ella-, te agradecería que me trajeses una rosa, porque aquí no crece ninguna, son una rareza.
A Bella no le importaban las rosas, pero quiso pedir algo, por no dejar en mal lugar la conducta de sus hermanas, que habrían dicho que su única razón para no pedir nada era llamar la atención.
El buen hombre salió de viaje, pero, cuando llegó al puerto, recurrieron a la justicia para quitarle la mercancía, y, después de muchos problemas y sinsabores, volvió a casa tan pobre como antes.
Estaba a unos cincuenta kilómetros de su casa, pensando en lo mucho que deseaba volver a ver a sus hijos, cuando, al atravesar un gran bosque, se perdió. Llovía y nevaba sin parar; además, el viento soplaba con tanta fuerza que lo tiró dos veces del caballo, y, como se hacía de noche, empezó a temer morirse de hambre y frío o devorado por los lobos, a los que oía aullar a su alrededor. Entonces, de repente, al mirar a través de un largo sendero bordeado de árboles, vio una luz a lo lejos y, después de avanzar un poco, comprobó que salía de un lugar iluminado de arriba abajo. El comerciante dio las gracias a Dios por aquel feliz descubrimiento y se apresuró a acercarse, pero se sorprendió sobremanera de no encontrar a nadie en los patios exteriores. Su caballo lo seguía y, al ver un establo abierto, entró; viendo que había heno y avena, el pobre animal, que estaba casi famélico, empezó a comer con ganas. El comerciante lo ató al comedero y caminó hacia la casa, donde no vio a nadie, pero, al entrar en un gran salón, encontró una chimenea encendida y una mesa llena de manjares, dispuesta para una sola persona. Como estaba empapado por la lluvia y la nieve, se acercó al fuego para secarse.
«Espero que el dueño de la casa o sus sirvientes me disculpen tantas libertades -se dijo-; supongo que no tardarán en aparecer.»
Esperó durante bastante tiempo, hasta que dieron las once. Como no llegaba nadie, y él tenía tanta hambre que no podía aguantarse más, cogió un pollo y se lo comió en dos bocados, sin dejar de temblar. Después se bebió unos cuantos vasos de vino, y, sintiéndose más valiente, salió del salón y atravesó varios aposentos lujosos con magníficos muebles, hasta llegar a una cámara con una cama excelente, y, como estaba muy cansado y era pasada la media noche, concluyó que lo mejor era cerrar la puerta e irse a dormir.
Eran ya las diez de la mañana siguiente cuando el comerciante se despertó y, cuando iba a levantarse, comprobó sorprendido que había una muda de ropa nueva junto a la suya, que estaba bastante estropeada; «sin duda -pensó-, este palacio pertenece a un hada que ha descubierto mi angustia». Miró por la ventana, pero, en vez de nieve, vio las pérgolas más deliciosas, repletas de las flores más bellas que había visto. Entonces regresó al salón, donde había cenado la noche anterior, y se encontró con una taza de chocolate recién hecho.
– Gracias, señora hada -dijo en voz alta-, por ser tan amable de prepararme el desayuno; le estoy muy agradecido por todos sus favores.
El buen hombre se bebió el chocolate y fue en busca de su caballo, pero, al pasar por una pérgola cubierta de rosas, recordó la petición de Bella, así que cortó una rama con muchas flores; de inmediato oyó un gran ruido y vio a una Bestia temible que corría hacia él; el hombre estuvo a punto de desmayarse.
– Eres un desagradecido -exclamó la Bestia, con voz terrible-. Te he salvado la vida recibiéndote en mi castillo, y, a cambio, me robas mis rosas, a las que valoro más que nada en el universo, así que morirás por ello; te doy un cuarto de hora para prepararte y rezar tus plegarias.
– Mi señor -respondió el comerciante, cayendo de rodillas y levantando las manos-, le suplico perdón, porque no era mi intención ofenderlo, sólo quería recoger una rosa para una de mis hijas, que me pidió que se la llevase.
– No me llamo «mi señor» -replicó el monstruo-, sino Bestia, y a mí no me gustan los cumplidos, en absoluto. Prefiero que la gente me diga lo que piensa, así que no creas que me vas a conmover con tus palabras aduladoras. Pero dices que tienes hijas. Te perdonaré con la condición de que una de ellas venga por propia voluntad y sufra por ti. No me digas más, pero sigue tu camino y júrame que, si tu hija se niega a morir en tu lugar, regresarás dentro de tres meses.
El comerciante no tenía intención de sacrificar a sus hijas ante aquel horrible monstruo, pero pensó que, al obtener aquel respiro, podría verlas una vez más, así que le prometió que regresaría, y la Bestia le dijo que podía irse cuando quisiera.
– Pero -añadió- no te irás con las manos vacías; vuelve a la habitación en la que has dormido y verás un gran baúl; llénalo con lo que más se te antoje, y yo te lo enviaré a casa. -Tras decir esto, Bestia se retiró.
– Bueno -se dijo el buen hombre-, si debo morir, al menos tendré la satisfacción de dejarles algo a mis pobres hijos.
Regresó a la cámara, encontró muchas monedas de oro y con ellas llenó el gran baúl que la Bestia había mencionado, lo cerró, y después sacó su caballo del establo y abandonó aquel lugar con tanta pena como alegría había conocido al encontrarlo. El caballo decidió tomar uno de los caminos del bosque, y, en pocas horas, el hombre estaba en casa.
Sus hijos salieron a recibirlo, pero, en vez de aceptar sus abrazos con felicidad, los miró y, con la rama entre las manos, rompió a llorar.
– Toma, Bella -le dijo-, coge estas rosas, pero no te imaginas lo mucho que le han costado a tu desgraciado padre -y después les relató su triste aventura. De inmediato, las dos hijas mayores empezaron a protestar, diciéndole todo tipo de cosas horribles a Bella, que no lloró nada.
– Mira qué orgullosa es la pequeña miserable -le dijeron-, que no quiso pedir ropa elegante, como nosotras; no señor, la señorita quería ser diferente, y eso le ha costado la vida a nuestro pobre padre, pero ella no es capaz ni de derramar una lágrima.
– ¿Por qué iba a hacerlo? -respondió Bella-. Sería inútil, porque mi padre no sufrirá por mi causa. Como el monstruo aceptará a una de sus hijas, yo me entregaré a su furia, y me alegra pensar que mi muerte servirá para salvar la vida de mi padre, como prueba de mi amor por él.
– No, hermana -repusieron los tres hermanos varones-, eso no sucederá, porque iremos a buscar al monstruo y lo mataremos o pereceremos en el intento.
– Ni siquiera lo penséis, queridos hijos -intervino el comerciante-. El poder de Bestia es tan grande que no albergo ninguna esperanza de que pudierais derrotarlo. Me enternece la amable y generosa oferta de Bella, pero no puedo aceptarla. Soy viejo y no me queda mucho de vida, así que sólo perderé unos cuantos años; sólo lo siento por vosotros, mis queridos niños.
– No hay discusión, padre -contestó Bella-, no irás al palacio sin mí, no puedes evitar que te siga.
Por mucho que decían, no podían convencerla; Bella insistía en que iría al elegante palacio, y sus hermanas estaban encantadas, porque sus cualidades virtuosas y amables las tenían llenas de celos y envidia.
El comerciante estaba tan triste por la idea de perder a su hija que se le había olvidado el baúl lleno de oro, pero, por la noche, cuando se retiró a descansar, nada más cerrar la puerta de la alcoba, descubrió con asombro que el baúl estaba junto a su cama; sin embargo, decidió no contarles a sus hijos que se había hecho rico, porque entonces habrían querido regresar a la ciudad, y él no quería irse del campo; pero le confió el secreto a Bella, que le dijo que dos caballeros habían acudido durante su ausencia y habían cortejado a sus hermanas; ella le suplicó a su padre que consintiera a los matrimonios y les diera sus fortunas, porque era tan buena que las quería y les perdonaba de corazón todo el mal que le habían hecho. Aquellas criaturas malvadas se restregaron los ojos con cebolla para fingir las lágrimas cuando se separaron de su hermana, pero sus hermanos varones estaban realmente preocupados. Bella era la única que no lloró al marcharse, porque no quería que se sintieran más incómodos.
El caballo tomó el camino que llevaba al palacio, y, al anochecer, vieron que estaba iluminado como la primera vez. El animal fue solo hasta el establo, y el buen hombre y su hija entraron en el gran salón, donde encontraron una mesa con abundante comida y preparada para dos personas. El comerciante estaba demasiado triste para comer, pero Bella, decidida a parecer alegre, se sentó en la mesa y le sirvió.
«Seguro que Bestia pretende engordarme antes de comerme -pensó la muchacha-, y por eso nos ofrece este festín.»
Después de cenar oyeron un gran ruido, y el comerciante, bañado en lágrimas, le dijo adiós a su hija, porque pensaba que Bestia se acercaba. Bella se encogió de miedo ante su horrible forma, pero reunió todo el valor que tenía y, cuando el monstruo le preguntó si venía por propia voluntad, respondió, temblando:
– S-s-sí.
– Eres muy buena, y te estoy muy agradecido; hombre honrado, puedes partir por la mañana, pero no se te ocurra volver.
– Adiós, Bella, adiós Bestia -respondió el hombre, y el monstruo se retiró de inmediato-. Oh, hija -dijo el comerciante, abrazándola-, estoy muerto de miedo, créeme, será mejor que te vayas y me dejes aquí.
– No, padre -respondió Bella, en tono decidido-, te irás mañana por la mañana y dejarás que la providencia dicte mi destino.
Se fueron a la cama, pensando en que no serían capaces de cerrar los ojos en toda la noche, pero, en cuanto se tumbaron, se quedaron dormidos, y Bella soñó que una hermosa dama se le acercaba y le decía:
– Estoy satisfecha con tu buena voluntad, Bella. La generosidad de entregar tu vida para salvar la de tu padre no quedará sin recompensa.
Bella se despertó y le contó el sueño a su padre, y, aunque sirvió para consolarlo un poco, no pudo evitar llorar amargamente cuando abandonó a su querida hija.
En cuanto se fue su padre, Bella se sentó en el gran salón y por fin rompió en lágrimas; pero, como era una dama con gran determinación, se encomendó a Dios y decidió no estar preocupada durante el poco tiempo que le quedase de vida, porque estaba segura de que Bestia se la comería viva aquella noche.
Sin embargo, pensó que bien podría pasear hasta entonces y visitar aquel precioso castillo, que no podía evitar admirar; era un lugar deliciosamente agradable, y a ella le sorprendió ver que, en una puerta, habían escrito: «Estancias de Bella». Abrió la puerta al instante y se quedó deslumbrada con la magnificencia que reinaba en las habitaciones; pero lo que más le llamó la atención fue una enorme biblioteca, un clavicordio y varios libros de música.
«Bueno -se dijo-, veo que no quieren que me aburra por falta de entretenimiento durante el tiempo que me queda. -Y después reflexionó-: Aunque permaneciese aquí un día entero, no serían necesarios tantos preparativos.»
Aquella reflexión le hizo sentir un valor renovado, así que abrió la biblioteca, cogió un libro y leyó estas palabras, en letras doradas:
Bienvenida, Bella, nada temas,
de este lugar, tú eres la reina,
di qué quieres y di qué deseas
y lo obtendrás sin más problemas.
– Ay -exclamó ella, con un suspiro-, lo que más deseo es ver a mi pobre padre y saber qué está haciendo.
Nada más decir aquellas palabras, posó la mirada en un espejo, y, con gran asombro, vio su casa y a su padre llegar con semblante abatido. Sus hermanas corrieron a recibirlo y, a pesar de sus esfuerzos por parecer apenadas, su alegría por haberse librado de Bella era visible en cada uno de sus rasgos. Al cabo de un momento, todo desapareció, y con ello el temor de la muchacha ante las intenciones de Bestia.
A mediodía encontró la comida preparada y, mientras se encontraba a la mesa, la entretuvieron con un excelente concierto de música, aunque no pudo ver a nadie. Pero, por la noche, cuando iba a sentarse para tomar la cena, oyó el ruido de Bestia al acercarse y no pudo evitar sentir un miedo lamentable.
– Bella -le dijo el monstruo-, ¿me das permiso para verte cenar?
– Haz como desees -respondió ella, temblorosa.
– No -contestó Bestia-, tú eres la única señora aquí; si mi presencia te incomoda, sólo tienes que decírmelo, y me retiraré de inmediato. Pero, dime, ¿no crees que soy muy feo?
– Es cierto -respondió Bella-, porque no puedo mentir, pero creo que tienes buen carácter.
– Lo tengo -respondió el monstruo-, pero, aparte de mi fealdad, no tengo más que ofrecer; sé bien que soy una pobre criatura fea y estúpida.
– No hay nada que indique lo que dices -contestó Bella-, porque los tontos no podrían decir eso, ni tendrían un concepto tan humilde de su propio conocimiento.
– Come pues, Bella -repuso el monstruo-, y procura divertirte en tu palacio, porque todo lo que ves es tuyo, y me sentiría muy mal si no fueses feliz.
– Eres muy atento -respondió Bella-. Estoy muy contenta con tu amabilidad y, cuando pienso en ello, apenas recuerdo tu aspecto.
– Sí, sí -dijo la Bestia-, mi corazón es bueno, pero sigo siendo un monstruo.
– En la humanidad hay muchos que se merecen ese nombre más que tú -afirmó Bella-, y yo te prefiero a ti, tal como eres, antes que a aquellos que, aunque tengan forma humana, esconden un corazón traicionero, corrupto y desagradecido.
– Si tuviera buen juicio sabría hacerte un cumplido para darte las gracias -respondió Bestia-, pero soy tan torpe que sólo puedo decir que te lo agradezco mucho.
Bella comió una cena abundante y se libró casi por completo del miedo que le producía el monstruo; pero estuvo a punto de desmayarse cuando él le dijo:
– Bella, ¿querrías ser mi esposa?
Ella tardó un tiempo en atreverse a responder, porque temía enfadarlo si lo rechazaba, pero, al fin, respondió, temblando:
– No.
El pobre monstruo suspiró y siseó de una forma tan aterradora que el eco rebotó por todo el palacio. Pero Bella se repuso pronto de su miedo, porque Bestia dijo, con voz quejumbrosa:
– Entonces, adiós, Bella.
Después salió de la habitación, y sólo volvió la vista para mirarla, de vez en cuando, mientras se alejaba. Cuando Bella se quedó sola, sintió una gran compasión por la pobre Bestia.
– Ay -exclamó-, es una gran desgracia que alguien tan bueno sea tan feo.
Bella pasó tres meses muy felices en el palacio. Bestia la visitaba todas las noches y hablaba con ella durante la cena, de manera muy racional, con sentido común, pero nunca con lo que el mundo conoce por ingenio; y Bella descubría cada día alguna cualidad valiosa en el monstruo y, al verlo tan a menudo, se acostumbró a su deformidad de tal modo que, en vez de temer sus visitas, llegó a esperar con regocijo que diesen las nueve, porque Bestia siempre llegaba a esa hora. Sólo había una cosa que preocupaba a Bella, y era que, todas las noches, antes de irse a la cama, el monstruo le preguntaba si quería ser su esposa. Un día, ella le dijo:
– Bestia, haces que me sienta incómoda; ojalá pudiera aceptar tu propuesta, pero soy demasiado sincera para hacerte creer que sucederá algún día; siempre te tendré en gran estima como amigo, espero que puedas contentarte con eso.
– Debo hacerlo -respondió Bestia-, porque, ¡ay!, conozco bien mi infortunio, pero te amo con ternura. Sin embargo, debería sentirme contento por tenerte aquí; prométeme que no me dejarás nunca.
Bella se ruborizó ante sus palabras; había visto en el espejo que su padre se había puesto enfermo por haberla perdido, y deseaba volver a verlo.
– Podría prometer no dejarte nunca -respondió-, pero deseo tanto ver a mi padre que me moriré de preocupación si me lo impides.
– Antes moriría yo mismo que procurarte dolor -dijo el monstruo-. Te enviaré a ver a tu padre y te quedarás con él, y la pobre Bestia morirá de pena.
– No -respondió ella, llorando-, te aprecio demasiado para causarte la muerte. Te prometo que volveré dentro de una semana. Me has mostrado que mis hermanas se han casado y que mis hermanos se han ido al ejército; deja que me quede una semana con mi padre, porque está solo.
– Estarás allí mañana por la mañana -le aseguró Bestia-, pero recuerda tu promesa. Sólo tienes que dejar tu anillo sobre una mesa antes de irte a dormir cuando desees volver. Adiós, Bella.
Bestia suspiró, como solía hacer al darle las buenas noches, y Bella se fue a la cama muy triste al verlo tan afligido. Cuando se despertó por la mañana, se encontró en casa de su padre y, después de tocar una campanita que había junto a la cama, vio que la doncella acudía y, en cuanto la descubrió, chilló, y el buen hombre corrió escaleras arriba y estuvo a punto de morirse de alegría cuando vio de nuevo a su querida hija. La abrazó con fuerza durante un cuarto de hora. En cuanto la emoción se lo permitió, Bella pensó en levantarse, pero temió no tener ropa que ponerse; entonces, la doncella le dijo que acababa de encontrar en la habitación de al lado un enorme baúl lleno de vestidos, cubiertos de oro y diamantes. Bella le dio las gracias a Bestia por cuidar tan bien de ella y cogió uno de los vestidos más sencillos; tenía la intención de regalarles los demás a sus hermanas. En cuanto lo dijo, el baúl desapareció. Su padre le contó que Bestia insistía en que se los quedase para ella, y, al instante, baúl y vestidos aparecieron de nuevo.
Bella se vistió y, mientras tanto, mandaron llamar a sus hermanas, que se apresuraron a volver a la casa con sus maridos. Las dos estaban muy descontentas; la mayor se había casado con un caballero muy guapo, pero tan pagado de sí mismo que sólo se ocupaba de él y descuidaba a su esposa; la segunda se había casado con un hombre ingenioso, pero sólo utilizaba su don para atormentar y acosar a los demás, sobre todo a su esposa. Las hermanas de Bella enfermaron de envidia al verla vestida como una princesa, más bella que nunca, y el cariñoso comportamiento de su hermana no sirvió para calmar sus celos, que estuvieron a punto de reventar cuando les dijo lo feliz que era. Bajaron al jardín para llorar tranquilas, y le dijo la una a la otra:
– ¿Qué tiene esa niña para ser mejor que nosotras, para ser más feliz?
– Hermana -respondió la mayor-, se me acaba de ocurrir algo: si conseguimos que se quede aquí más de una semana, quizás ese monstruo idiota se enfade tanto por su falta de palabra que decida devorarla.
– Buena idea, hermana -contestó la otra-, así que debemos ser todo lo amables con ella que podamos.
Después de tomar aquella decisión, subieron a la casa y se portaron con tanto afecto con su hermana que la pobre Bella lloró de alegría. Al cabo de una semana, lloraron y se tiraron del cabello, y parecían tan tristes de verla marchar que Bella prometió quedarse otra semana.
Mientras tanto, Bella no podía evitar pensar en la preocupación que le haría sentir a la pobre Bestia, porque amaba sinceramente a aquella criatura y deseaba volver a verla. La décima noche en casa de su padre, soñó que estaba en el jardín del palacio y que veía a Bestia tendido en el césped, a punto de morir, y, con voz débil, le reprochaba su ingratitud. Bella se despertó de repente y rompió a llorar.
– ¡Qué malvada soy-exclamó-, comportarme con tanta crueldad con Bestia, que se ha esforzado tanto por agradarme en todo! ¿Acaso es culpa suya ser tan feo y tener tan poco juicio? Es amable y bueno, y eso basta. ¿Por qué me negué a casarme con él? Sería más feliz con el monstruo que mis hermanas con sus maridos; no es el ingenio, ni la belleza del marido lo que hace feliz a una mujer, sino la virtud, el carácter dulce y la buena voluntad, y Bestia tiene todas esas valiosas cualidades. Es cierto, no siento la ternura del amor por él, pero sí gratitud, estima y amistad; no lo haré desgraciado: si fuese tan desagradecida, nunca me lo perdonaría.
Después de decir aquello, Bella se levantó, puso su anillo sobre la mesa y se volvió a tumbar; apenas tocó la almohada, se quedó dormida, y, cuando se levantó a la mañana siguiente, se alegró mucho de estar de nuevo en el palacio de Bestia.
Se puso uno de sus mejores trajes para agradarlo y esperó hasta la noche con gran impaciencia. Sin embargo, cuando por fin llegó la hora deseada y el reloj dio las nueve, Bestia no apareció. Bella temió entonces haber sido la causante de su muerte, y corrió llorando y retorciéndose las manos por todo el palacio, desesperada; después de buscar en todas partes, recordó su sueño y salió al jardín, donde había soñado verlo. Allí encontró a la pobre Bestia, tirada en el suelo, sin sentido, y, tal como imaginaba, muerta. Se tiró sobre él sin miedo alguno y, al descubrir que todavía le latía el corazón, recogió un poco de agua del canal y se la echó en la cabeza. Bestia abrió los ojos y le dijo a Bella:
– Olvidaste tu promesa, y me apenó tanto perderte que decidí morir de hambre; pero, como me hace tan feliz volver a verte, muero satisfecho.
– No, querida Bestia, no debes morir. Vive para ser mi marido, porque, en este momento, te doy mi mano y te juro ser sólo tuya. ¡Ay! Creía sentir sólo amistad, pero la pena que ahora siento me convence de que no puedo vivir sin ti.
En cuanto Bella pronunció aquellas palabras, el palacio se iluminó por completo, y fuegos artificiales, instrumentos de música y todo lo demás pareció celebrar el feliz evento. Pero nada podía captar su atención, porque se volvió de nuevo hacia su querida Bestia, temblando de miedo por él. Sin embargo, ¡qué sorpresa! La Bestia había desaparecido, y, en su lugar, a sus pies, se encontraba uno de los príncipes más encantadores que hubiese visto. El príncipe le dio las gracias por poner fin al encantamiento que lo hacía parecer un monstruo, y, aunque el príncipe era merecedor de todas sus atenciones, la joven no pudo evitar preguntarle dónde estaba Bestia.
– Lo ves a tus pies -respondió él-. Un hada malvada me había condenado a conservar esa forma hasta que una bella virgen aceptara casarse conmigo. El hada también me obligó a ocultar este hecho. En todo el mundo, sólo tú podías ser lo bastante generosa para poder ganarte con mi amable naturaleza, y, al ofrecerte mi corona, nunca podré saldar la deuda que tengo contigo.
Bella, agradablemente sorprendida, le ofreció al encantador príncipe la mano para que se levantase; juntos fueron al castillo, y Bella se alegró mucho al ver que su padre y toda su familia estaban en el gran salón, llevados hasta allí por la bella dama que se le había aparecido en sueños.
– Bella -le dijo la dama-, ven y recibe la recompensa por tus juiciosas elecciones; has preferido la virtud antes que el ingenio o la belleza, y te mereces encontrar a una persona que reúna todas esas cualidades. Serás una gran reina. Espero que el trono no afecte a tu moralidad, ni te haga olvidar quién eres. En cuanto a vosotras, señoritas -le dijo el hada a las dos hermanas de Bella-, sé lo que albergáis en vuestros corazones y toda la malicia que contienen. Os convertiréis en dos estatuas, pero, a pesar de la transformación, conservaréis vuestro raciocinio. Estaréis delante de la entrada al palacio de vuestra hermana, y vuestro castigo consistirá en ser testigos de su felicidad; y no podréis recuperar vuestras antiguas formas hasta que reconozcáis vuestros fallos, aunque mucho me temo que seréis estatuas para siempre. El orgullo, la ira, la gula y la holgazanería a veces se superan, pero la transformación de una mente envidiosa y mezquina es casi un milagro.
De repente, el hada agitó su varita y, en un instante, todos los ocupantes del salón fueron transportados a los dominios del príncipe. Sus súbditos lo recibieron con alborozo, él se casó con Bella, los dos vivieron juntos muchos años, y su felicidad, como se fundaba en la virtud, fue completa.
La Bella y la Bestia
Madame de Villeneuve
Erase una vez, en un país muy lejano, un comerciante que había tenido tanta suerte en todos sus negocios que se había hecho muy rico. Sin embargo, como tenía seis hijos y seis hijas, descubrió que su dinero no bastaba para permitirles tener todo lo que se les antojaba, como era su costumbre.
Un día les ocurrió una desgracia inesperada: su casa se incendió y ardió rápidamente hasta los cimientos, con todos los maravillosos muebles, libros, cuadros, oro, plata y bienes que contenía; y aquello no fue más que el principio de sus dificultades. Su padre, que hasta el momento había prosperado en todo, de repente perdió en el mar todos los barcos que poseía, ya fuese por piratas, accidentes o incendios. Después oyó que sus empleados en países lejanos, en quienes confiaba plenamente, habían demostrado no serle fieles; y, de este modo, pasó de ser muy rico a caer en la mayor de las miserias.
Lo único que le quedaba era una casita en un lugar desierto a más de quinientos kilómetros de la ciudad en la que había vivido hasta el momento, así que tuvo que mudarse allí con sus hijos, que estaban desesperados ante la idea de llevar una vida tan diferente. De hecho, las hijas tenían la esperanza de que sus amigos, numerosos cuando eran ricas, insistieran en alojarlas en sus casas al ver que ya no poseían ninguna. Pero pronto descubrieron que estaban solas, que sus antiguos amigos incluso atribuían sus infortunios a sus pasadas extravagancias, y que no tenían intención de prestarles ayuda. Así que no les quedó más remedio que mudarse a la casita, que estaba en medio de un bosque oscuro y parecía el lugar más sombrío que pudiera encontrarse sobre la faz de la tierra.
Como eran demasiado pobres para tener criados, las muchachas tenían que ocuparse del trabajo duro, como las campesinas, mientras los hijos varones, por su parte, cultivaban los campos para ganarse la vida. Con ropas vulgares y viviendo de la forma más sencilla, las muchachas se quejaban sin cesar por haber perdido los lujos y diversiones de su antigua vida; sólo la más joven intentó seguir siendo valiente y alegre. Se había entristecido tanto como los demás cuando su padre sufrió aquella desgracia, pero recuperó rápidamente su alegría natural y se puso a trabajar para sacar lo mejor de la situación, divertir a su padre y a sus hermanos lo mejor que podía, e intentar persuadir a sus hermanas para que se unieran a sus bailes y canciones. Pero las hermanas no querían hacer nada parecido, y, como la joven no estaba tan triste como ellas, decidieron que aquella vida miserable era lo más apropiado para ella. En realidad, la hermana menor era más guapa y lista que las otras; de hecho, era tan encantadora que siempre la llamaban Bella. Al cabo de dos años, cuando todos empezaban a acostumbrarse a su nueva vida, pasó algo que perturbó su tranquilidad: su padre recibió la noticia de que uno de sus barcos, que él creía perdido, había llegado a puerto con un gran cargamento. Todos sus hijos e hijas pensaron de inmediato que se acababa su pobreza y quisieron volver directamente a la ciudad; pero su padre, que era más prudente, les suplicó que esperasen un poco, y, aunque era tiempo de cosecha y era necesario en el campo, decidió ir él solo primero, para hacer averiguaciones. Sólo la hija menor dudaba que volviesen a ser tan ricos como antes, o, al menos, lo bastante ricos para vivir cómodamente en una ciudad en la que encontrasen de nuevo diversiones y amigos alegres. Así que todos le pidieron a su padre que les comprase joyas y vestidos que costaban una fortuna, y sólo Bella, segura de que aquello no era posible, no pidió nada. Su padre, al notar su silencio, le preguntó:
– ¿Y qué te traigo a ti, Bella?
– Lo único que me gustaría es verte volver a casa sano y salvo -respondió ella.
Pero aquello enojó a sus hermanas, que creían que la muchacha las culpaba por haber pedido tantas cosas caras. Su padre, sin embargo, estaba contento, pero, como pensaba que a su edad debía tener regalos bonitos, le rogó que escogiese algo.
– Bueno, querido padre -dijo ella-, como insistes, te suplico que me traigas una rosa. No he visto ninguna desde que llegamos aquí, y adoro esas flores.
Así que el comerciante partió y llegó a la ciudad lo antes que pudo, pero allí descubrió que sus antiguos compañeros, dándolo por muerto, se habían dividido entre ellos los bienes del barco; después de seis meses de problemas y gastos, se encontró tan pobre como al principio, ya que sólo había logrado recuperar lo suficiente para sufragar el coste del viaje de vuelta. Para empeorarlo todo, se vio obligado a dejar la ciudad con un tiempo terrible, así que, cuando estaba ya a pocos kilómetros de su casa, el frío y el cansancio lo dejaron exhausto. Aunque sabía que tardaría algunas horas en volver atravesando el bosque, estaba tan ansioso por terminar el viaje que decidió hacerlo; pero la noche lo alcanzó en el camino, y la gruesa capa de nieve y la fría escarcha hacían que al caballo le resultarse imposible seguir avanzando. No había ni una casa a la vista; el único refugio que pudo encontrar fue el tronco hueco de un árbol, y allí se acurrucó toda la noche, una noche que se le hizo interminable. A pesar del cansancio, el aullido de los lobos lo mantuvo despierto, e incluso cuando el sol salió al fin, no estaba mucho mejor que antes, porque la nieve había cubierto todos los caminos y él no sabía cuál tomar.
Por fin descubrió una especie de sendero y, aunque al principio era tan accidentado y resbaladizo que se cayó más de una vez, al final se hizo más fácil y lo condujo hasta una avenida de árboles que terminaba en un espléndido castillo. Al comerciante le pareció muy extraño que no hubiese caído nieve en la avenida, que estaba compuesta sólo de naranjos, cubiertos de flores y frutos. Cuando llegó al primer patio del castillo, vio ante él unos escalones de ágata, los subió y pasó a través de varias habitaciones lujosamente amuebladas. El agradable calor del aire lo revivió, y el hombre empezó a sentir hambre; pero parecía no haber nadie en aquel enorme y espléndido palacio a quien poder pedirle algo de comer. Un profundo silencio reinaba en el ambiente, y, por fin, cansado de vagar por habitaciones y galerías vacías, se detuvo en una habitación más pequeña que las demás, donde ardía un fuego en la chimenea, junto a la cual habían colocado un sofá. Pensando que debían de haberlo preparado para un invitado, se sentó a esperar a que dicha persona llegase, y pronto se quedó dormido.
Cuando el hambre lo despertó, al cabo de varias horas, seguía solo, pero, en una mesita cercana, habían dispuesto una buena cena. Como llevaba veinticuatro horas sin comer, no perdió tiempo en dar buena cuenta de la comida, con la esperanza de tener la oportunidad de darle las gracias a su considerado anfitrión, fuera quien fuese. Pero no apareció nadie, y, después de otro largo sueño del que se despertó completamente recuperado, seguía sin haber ni rastro de persona alguna, aunque habían preparado una comida compuesta de delicados pasteles y frutas en la mesita que tenía junto al codo.
Como era una persona apocada, el silencio empezó a darle miedo y decidió volver a registrar las habitaciones, pero no tuvo éxito. No había ni un criado a la vista, ¡ningún signo de vida en todo el palacio! Empezó a preguntarse qué debía hacer; se entretuvo fingiendo que todos los tesoros que veía eran suyos y pensando cómo los dividiría entre sus hijos. Después bajó al jardín y, aunque era invierno por todas partes, allí brillaba el sol, los pájaros cantaban, las flores crecían, y el aire era suave y dulce. El comerciante, extasiado con lo que veía y oía, se dijo: «Todo esto debe de ser para mí. Iré ahora mismo a por mis hijos y los traeré para que compartan estas delicias».
A pesar del frío y el hambre que sentía al llegar al castillo, se había detenido a llevar el caballo a la cuadra y alimentarlo, así que tomó el sendero que llevaba a la cuadra para ensillar el caballo y volver a casa. El sendero tenía setos con rosas a cada lado, y el comerciante pensó que nunca había visto ni olido unas flores tan exquisitas. Entonces recordó la promesa que le había hecho a Bella, se detuvo y, nada más recoger una de las rosas para llevársela, lo sorprendió un extraño ruido a sus espaldas. Al volverse, vio a una temible Bestia que parecía muy enfadada y triste, y que le dijo con una voz terrible:
– ¿Quién te dijo que podías cortar mis rosas? ¿Es que no te bastaba con que te permitiese entrar en mi palacio y fuese amable contigo? ¡Así me demuestras tu gratitud, robándome las flores! Pero tu insolencia no quedará impune.
El comerciante, aterrado por aquellas palabras furiosas, soltó la funesta rosa y, cayendo de rodillas, suplicó:
– Perdóneme, noble señor. Le agradezco sinceramente su hospitalidad, que ha sido tan magnífica que no me imaginaba que se pudiese sentir ofendido por algo tan pequeño como cogerle una rosa.
Pero la ira de la Bestia no se apaciguó con aquel discurso.
– Tienes las excusas y los halagos bien aprendidos -exclamó-, pero eso no te salvará de la muerte que te mereces.
«¡Ay! -pensó el comerciante-. ¡Si mi hija supiera el daño que me ha causado su rosa!»
Y, desesperado, empezó a contarle a la Bestia todas sus desgracias y la razón de su viaje, sin olvidar mencionar la petición de Bella.
– Ni con toda la fortuna de un rey podría haber comprado lo que mis otras hijas pedían -dijo-, pero pensé que, al menos, podía llevarle a Bella su rosa. Le suplico que me perdone, porque ya ve que no pretendía causar ningún perjuicio.
La Bestia lo pensó durante un momento y después dijo, en un tono menos furioso:
– Te perdonaré con una condición: que me des a una de tus hijas.
– ¡Ah! -gritó el comerciante-. Si fuese tan cruel como para salvar mi vida a costa de la de una de mis hijas, ¿qué excusa podría poner para traerla hasta aquí?
– No sería necesaria ninguna excusa -respondió la Bestia-. Si ella viene, tendrá que hacerlo por su propia voluntad. No la aceptaré de otra manera. Averigua si una de ellas es lo bastante valiente y te ama lo suficiente para venir y salvarte la vida. Pareces un hombre honrado, así que te permitiré volver a casa y te daré un mes para ver si alguna de tus hijas desea volver contigo y quedarse aquí, para que tú seas libre. Si ninguna está dispuesta, debes volver solo después de despedirte de ellas para siempre, porque entonces me pertenecerás. Y no creas que puedes esconderte de mí, porque, si no cumples tu promesa, ¡iré a buscarte! -afirmó la Bestia, en tono sombrío.
El comerciante aceptó la propuesta, aunque en realidad no creía poder convencer a alguna de sus hijas para ir con la Bestia. Prometió regresar en el momento acordado, y entonces, deseando escapar de la presencia de la criatura, pidió permiso para irse de inmediato, pero ella le respondió que no podría hacerlo hasta el día siguiente.
– Entonces encontrarás un caballo preparado para ti -añadió-. Ahora ve a cenar y espera mis órdenes.
El pobre comerciante, más muerto que vivo, regresó a su cuarto, en cuya mesita, junto al fuego, lo esperaba una cena deliciosa. Pero estaba demasiado aterrado para comer, así que sólo probó algunos platos para que la Bestia no se enojara por haber desobedecido sus órdenes. Cuando terminó, oyó un gran ruido en la habitación contigua, y supo que era la Bestia, que se acercaba. Como no podía evitar la visita, su única alternativa era parecer lo menos asustado posible; así que, cuando la Bestia apareció y le preguntó con brusquedad si había cenado bien, el comerciante respondió humildemente que sí, gracias a la amabilidad de su anfitrión. Entonces la Bestia le advirtió que recordara su acuerdo y que preparara a su hija para que supiera bien lo que le esperaba.
– Mañana no te levantes hasta que veas el sol y oigas una campana dorada -añadió-. Entonces encontrarás el desayuno esperándote aquí, y el caballo que te conducirá a casa estará listo en el patio. También te traerá de vuelta cuando vengas con tu hija, dentro de un mes. Adiós. ¡Llévale una rosa a Bella y recuerda tu promesa!
El comerciante se alegró sobremanera cuando la Bestia se alejó y, aunque la tristeza no lo dejó dormir, se quedó tumbado hasta la salida del sol. Después de desayunar apresuradamente, salió a recoger la rosa de Bella, montó en el caballo, y éste lo llevó con tanta rapidez que, en un instante, perdió de vista el palacio y, todavía envuelto en oscuros pensamientos, llegó a la puerta de su casa.
Sus hijos e hijas, que estaban preocupados por su larga ausencia, corrieron a recibirlo, deseosos de conocer el resultado de su viaje. Al verlo montado en un esplendido caballo y abrigado con un manto lujoso, supusieron que todo había ido bien. Su padre, al principio, les ocultó la verdad, aunque, al darle la rosa a Bella, dijo con tristeza:
– Aquí está lo que me pediste; no te imaginas lo mucho que me ha costado.
Pero aquello suscitó tanta curiosidad que tuvo que contarles sus aventuras de principio a fin, y, al oírlas, todos quedaron muy tristes. Las muchachas lamentaron en voz alta sus esperanzas perdidas, y los hijos afirmaron que su padre no debía regresar a aquel horrible castillo, y empezaron a hacer planes para matar a la Bestia si la criatura aparecía para llevárselo. Pero él les recordó que había prometido volver. Entonces, las muchachas se enfadaron mucho con Bella y dijeron que era todo por su culpa, que, de haber pedido algo más sensato, aquello nunca habría sucedido. Después se quejaron amargamente de tener que sufrir por su estupidez.
La pobre Bella, muy angustiada, les dijo:
– Es cierto, yo he traído esta desgracia, pero os aseguro que lo hice con inocencia. ¿Quién habría pensado que pedir una rosa en pleno verano causaría tanta desdicha? Pero, como soy la culpable del daño, es justo que yo sufra por ello. Por tanto, volveré con mi padre para mantener su promesa.
Al principio, nadie deseaba aceptar aquel arreglo, y su padre y hermanos, que la querían mucho, declararon que de ningún modo conseguiría que la dejasen marchar; pero Bella se mantuvo firme. Conforme se acercaba el momento de la partida, repartió sus pocas posesiones entre sus hermanas y se despidió de todo lo que amaba, hasta que, cuando llegó el fatídico día, reunió valor y animó a su padre mientras subían al caballo que los llevaría al castillo. El animal parecía volar más que cabalgar, pero con tanta suavidad que Bella no sintió miedo; de hecho, habría disfrutado del viaje, de no ser por el temor de lo que pudiera sucederle cuando terminase. Su padre seguía intentando convencerla de que volviese a casa, pero en vano. Mientras hablaban, la noche cayó, y entonces, para su gran sorpresa, unas maravillosas luces de colores empezaron a brillar por todas partes, y unos espléndidos fuegos artificiales estallaron delante de ellos; todo el bosque quedó iluminado, e incluso sintieron un calorcillo agradable, aunque antes el frío había sido intenso. Aquello continuó hasta que llegaron a la avenida de los naranjos, donde había estatuas con antorchas, y, cuando se acercaron más al palacio, vieron que estaba iluminado de arriba abajo, y que sonaba una suave melodía en el patio.
– La Bestia debe de tener mucha hambre si se alegra tanto de que llegue su presa -dijo Bella, intentando reírse.
Pero, a pesar de su inquietud, no pudo evitar admirar las cosas maravillosas que veía.
El caballo se detuvo delante de los escalones que llevaban a la terraza, y, cuando desmontaron, su padre la llevó a la pequeña habitación en la que él había estado antes, donde encontraron un magnífico fuego en la chimenea y la mesa elegantemente preparada con una cena deliciosa.
El comerciante sabía que la comida era para ellos, y Bella, que estaba menos asustada después de recorrer tantas habitaciones sin ver a la Bestia, estaba más que dispuesta a dar cuenta de ella, porque el largo viaje le había dado mucha hambre. Sin embargo, apenas habían terminado de comer cuando oyeron el ruido de las pisadas de la Bestia al acercarse, y Bella se abrazó aterrada a su padre; su terror creció cuando comprobó lo asustado que estaba él, pero, cuando la Bestia apareció, aunque la joven tembló de pies a cabeza al verlo, hizo un gran esfuerzo por ocultar su horror y lo saludó con respeto.
Resultaba evidente que a la Bestia le agradó su saludo y, después de mirarla, aunque no parecía enfadado, dijo con un tono que habría despertado temor en el más pintado:
– Buenas noches, anciano. Buenas noches, Bella.
El comerciante estaba demasiado aterrado para responder, pero Bella respondió con dulzura:
– Buenas noches, Bestia.
– ¿Has venido por propia voluntad? -le preguntó la Bestia-. ¿Estás dispuesta a quedarte aquí cuando se vaya tu padre?
Bella respondió con valentía que estaba más que preparada para quedarse.
– Me alegra oírlo -respondió la Bestia-. Como has venido por tu propia voluntad, puedes quedarte. En cuanto a ti, anciano -añadió, dirigiéndose al comerciante-, mañana, cuando salga el sol, volverás a casa. Cuando suene la campana, levántate deprisa, desayuna y encontrarás el mismo caballo esperándote; pero recuerda que no puedes volver a ver mi palacio. -Después, volviéndose hacia Bella, continuó-: Lleva a tu padre a la habitación contigua y ayúdale a escoger todo lo que creas que les gustaría tener a tus hermanos y hermanas. Encontrarás dos baúles de viaje; llénalos hasta donde puedas. Es justo que les envíes algo muy preciado para que se acuerden de ti. -Entonces se volvió para irse, diciendo-: Adiós, Bella; adiós, anciano.
Y, aunque Bella empezaba a sentirse consternada por la marcha de su padre, le dio miedo desobedecer las órdenes de la Bestia, así que fueron a la habitación contigua, que tenía estanterías y armarios por todas partes. Se sorprendieron al ver las riquezas que contenía: había vestidos espléndidos, adecuados para una reina, con todos los ornamentos que debían llevarse con ellos; y, cuando Bella abrió los armarios, se quedó deslumbrada por las preciosas joyas que cubrían todos los estantes. Después de escoger una gran cantidad de regalos, los dividió entre sus hermanas (porque había formado una pila de maravillosos vestidos para cada una de ellas) y abrió el último baúl, que estaba lleno de oro.
– Padre -dijo Bella-, creo que, como este oro te será útil, será mejor que saquemos de nuevo lo demás y llenemos los baúles con él.
Y eso hicieron; pero, cuanto más metían, más espacio parecía haber dentro, así que, finalmente, metieron todas las joyas y vestidos que habían sacado, y Bella pudo añadir todas las joyas que pudo cargar; entonces comprobaron que los baúles no estaban llenos del todo, ¡pero que pesaban tanto que ni un elefante podría con ellos!
– La Bestia se burla de nosotros -exclamó el comerciante-, debe de estar fingiendo que nos da todas estas cosas, pues sabe que nunca podré llevármelas.
– Esperemos a ver -respondió Bella-. No puedo creer que intente engañarnos. Sólo podemos cerrar los baúles y dejarlos listos.
Hicieron lo que la joven decía y regresaron a la pequeña habitación, donde, para su asombro, encontraron el desayuno listo. El comerciante comió con gran apetito, porque la generosidad de la Bestia lo había hecho creer que quizá pudiera volver pronto a ver a Bella. Pero ella estaba segura de que su padre la dejaba para siempre, así que se puso muy triste cuando sonó la campana por segunda vez, advirtiéndolos de que había llegado el momento de separarse. Bajaron al patio, donde dos caballos los esperaban, uno cargado con los dos baúles y otro para que el comerciante montase en él. Movían las patas, impacientes por empezar el viaje, y el hombre se vio obligado a despedirse de Bella; en cuanto estuvo montado, se alejó a tanta velocidad que la joven lo perdió de vista en un instante. Entonces, Bella empezó a llorar y, muy triste, se dirigió de vuelta a su habitación. Pero pronto se dio cuenta de que tenía mucho sueño, y, como no tenía nada mejor que hacer, se tumbó y se quedó dormida al instante. Entonces soñó que caminaba por un arroyo bordeado de árboles, lamentándose de su triste destino, cuando un joven príncipe, más guapo que ninguno que hubiese visto antes y con una voz que le llegaba directa al corazón, se le acercaba y decía:
– ¡Ah, Bella! No eres tan desdichada como supones. Aquí se te recompensará por todo lo que has sufrido antes, se te concederán todos tus deseos. Sólo tienes que intentar encontrarme, sin importarte mi disfraz, porque te amo de todo corazón, y, al hacerme feliz, también encontrarás tu propia felicidad. Si tu honestidad es tan grande como tu belleza, tendremos todo lo que deseemos.
– Oh, príncipe, ¿cómo podría hacerte feliz? -le preguntó Bella.
– Sólo muéstrate agradecida -respondió- y no confíes demasiado en tus ojos. Y, sobre todo, no me abandones hasta haberme salvado de mi cruel desdicha.
Después de aquello, Bella creyó encontrarse en una habitación con una dama hermosa y elegante que le dijo:
– Querida Bella, intenta no lamentar lo que has dejado atrás, porque estás destinada a algo mejor. Lo único que tienes que hacer es no dejarte engañar por las apariencias.
A Bella le parecieron tan interesantes aquellas visiones qUe no tuvo prisa por despertarse, pero, al final, el reloj interrumpió su sueño llamándola suavemente por su nombre doce veces, así que se levantó y encontró su tocador repleto de todo lo que pudiera necesitar; una vez completado su aseo vio la comida preparada en la habitación contigua. Pero no se tarda mucho en comer cuando se está solo, así qUe pronto se sentó en la cómoda esquina de un sofá y empezó a pensar en el encantador príncipe que había visto en su sueño.
«Me dijo que podía hacerlo feliz -se dijo Bella-. Entonces parece que esta horrible Bestia lo mantiene prisionero. ¿Cómo puedo liberarlo? Me pregunto por qué el príncipe y la dama me han dicho que no me fíe de las apariencias. No lo entiendo, pero, al fin y al cabo, no era más que un sueño, así que, ¿por qué preocuparme por ello? Será mejor que vaya a buscar algo con lo que entretenerme.»
Así que se levantó y empezó a explorar algunas de las habitaciones del palacio.
La primera en la que entró estaba cubierta de espejos, y Bella se vio reflejada en todas partes y pensó que nunca había visto un lugar tan encantador. Después le llamó la atención un brazalete que estaba colgado de un candelabro y, al cogerlo la sorprendió mucho comprobar que tenía un retrato de su desconocido admirador, el mismo que había visto en sueños, Se puso el brazalete en el brazo con gran placer y entró en una galería de cuadros, donde pronto encontró el retrato del mismo bello príncipe, a tamaño real y tan bien pintado que, mientras lo examinaba, él pareció sonreírle con amabilidad. Cuando por fin consiguió apartarse del retrato, pasó por una habitación que contenía todos los instrumentos musicales del mundo, y allí se entretuvo un rato probando algunos de ellos y cantando hasta que se cansó. La siguiente habitación era una biblioteca, y vio todos los libros que había deseado leer, además de todos los que había leído, y le pareció que una sola vida no sería suficiente ni para empezar a leer todos los títulos, de tantos que había. Para entonces empezaba a anochecer, y las velas de cera, en sus candelabros de diamantes y rubíes, empezaban a encenderse solas en todas las habitaciones.
Bella encontró su cena servida justo a la hora en que prefería cenar, pero no vio a nadie, ni oyó nada, y, aunque su padre ya le había advertido que estaría sola, empezó a aburrirse.
De repente, oyó que la Bestia se acercaba y se preguntó, temblorosa, si pensaría comérsela.
Sin embargo, la criatura no parecía feroz y sólo dijo, con voz ronca:
– Buenas noches, Bella.
Así que ella respondió alegremente y consiguió ocultar su temor. Después la Bestia le preguntó cómo se había estado entreteniendo, y ella le habló de las habitaciones que había visto.
Después, la Bestia le preguntó si era feliz en el palacio, y Bella respondió que todo era tan bello que sería muy desagradecida si no fuese feliz. Estuvieron charlando una hora, y Bella empezó a pensar que la Bestia no era tan terrible como había supuesto en un principio. Entonces, la criatura se levantó para irse y le preguntó a la joven, con su voz ronca:
– ¿Me amas, Bella? ¿Quieres casarte conmigo?
– ¡Oh! ¿Qué debería responder? -exclamó Bella, porque temía enfadar a la Bestia si se negaba.
– Di sí o no sin miedo -respondió él.
– Oh, no, Bestia -repuso Bella al instante.
– Como no deseas casarte conmigo, buenas noches, Bella.
– Buenas noches, Bestia -contestó ella, contenta de saber que su rechazo no lo había provocado. Una vez se hubo ido su anfitrión, la joven se acostó pronto y soñó con el príncipe desconocido. Le pareció que se acercaba a ella y que le decía:
– ¡Ah, Bella! ¿Por qué eres tan cruel conmigo? Me temo que estoy destinado a ser infeliz durante muchos años más.
Entonces su sueño cambió, pero el príncipe encantador estaba en todos ellos; y, cuando se hizo de día, lo primero que quiso hacer la joven fue mirar el retrato y comprobar si realmente se parecía al príncipe de su sueño, y así era.
Aquella mañana decidió entretenerse en el jardín, porque el sol brillaba y el agua jugaba en las fuentes, pero descubrió asombrada que todo le resultaba familiar, y, al fin, llegó al arroyo en el que crecían los mirtos, donde había visto por primera vez al príncipe en su sueño, y eso le hizo pensar más que nunca en que debía de ser un prisionero de la Bestia.
Cuando se cansó, regresó al palacio y encontró otra habitación llena de materiales para cualquier tipo de labor: cintas para hacer lazos y sedas para hacer flores. Después vio un aviario lleno de pájaros exóticos que estaban tan amaestrados que volaron hacia Bella en cuanto la vieron, y se le posaron en los hombros y la cabeza.
– Qué criaturitas tan preciosas -dijo ella-. Ojalá vuestra jaula estuviese más cerca de mi habitación, porque así podría oíros cantar.
Nada más pronunciar aquellas palabras, abrió una puerta y descubrió, encantada, que daba a su propia habitación, aunque había creído que estaba justo al otro lado del palacio.
En otro cuarto había más pájaros, loros y cacatúas que podían hablar, y que saludaron a Bella por su nombre; de hecho, le parecieron tan entretenidos que se llevo un par de ellos a su dormitorio, y los pájaros le hablaron mientras cenaba; después, la Bestia le hizo su acostumbrada visita, le preguntó lo mismo que antes, le dio las buenas noches, se fue, y Bella se acostó para soñar con su misterioso príncipe. Los días pasaron rápidamente, entretenida con variadas diversiones, y, al cabo de un tiempo, Bella encontró otra cosa extraña en el palacio que le servía para distraerse cuando se cansaba de estar sola. Había una habitación en la que no había notado nada de particular; en ella sólo había un sillón muy cómodo debajo de cada ventana, y, la primera vez que miró por una de las ventanas, le había parecido que una cortina negra le tapaba la vista. Pero la segunda vez que entró en el cuarto, como estaba cansada, se sentó en uno de los sillones, y, entonces, la cortina se apartó y pudo contemplar una representación muy divertida; había bailes, luces de colores, música y vestidos bonitos, y todo era tan alegre que Bella quedó extasiada. Después de aquello, probó las otras siete ventanas, una tras otra, y en todas ellas había algún entretenimiento nuevo y sorprendente, así que Bella nunca pudo volver a sentirse sola. Todas las noches, después de cenar, la Bestia iba a verla y siempre, antes de darle las buenas noches, le preguntaba con su terrible voz:
– Bella, ¿quieres casarte conmigo?
Y a Bella, que creía entenderlo mejor, le parecía que cada vez que rechazaba su propuesta, la criatura se marchaba muy triste. Pero sus felices sueños del guapo príncipe la hacían olvidar a la pobre Bestia, y lo único que la inquietaba era aquella insistencia en que no debía fiarse de las apariencias, que se dejara llevar por el corazón y no por los ojos, y muchas otras cosas que le causaban perplejidad, porque, por mucho que reflexionaba sobre ellas, no les encontraba respuesta.
Y así continuó todo durante largo tiempo, hasta que al fin, aunque estaba contenta, Bella empezó a echar de menos a su padre y a sus hermanos; una noche, al verla muy triste, la Bestia le preguntó qué le pasaba. Bella ya no le tenía miedo, porque sabía que era un ser amable, a pesar de su aspecto feroz y su terrible voz, así que respondió que deseaba poder ver una vez más su hogar. Al oír aquello, la Bestia pareció muy afligida y exclamó, con tristeza:
– ¡Ah! Bella, ¿serías capaz de abandonar así a una pobre Bestia? ¿Qué más necesitas para ser feliz? ¿Deseas escapar porque me odias?
– No, querida Bestia -respondió Bella en voz baja-. No te odio, y lamentaría mucho no volver a verte, pero desearía ver a mi padre una vez más. Deja que pase con él dos meses, y te prometo volver y quedarme aquí durante el resto de mi vida.
La Bestia, que había estado suspirando con melancolía mientras ella hablaba, contestó:
– No puedo negarte nada que me pidas, aunque me cueste la vida. Llévate las cuatro cajas que encontrarás en la habitación contigua a la tuya y llénalas con todo lo que desees llevarte. Pero recuerda tu promesa y vuelve al cabo de dos meses, o puede que te arrepientas, porque, si no regresas a tiempo, encontrarás muerta a tu fiel Bestia. No necesitarás carruaje para volver, sólo tienes que decirles adiós a tus hermanos la noche anterior a tu partida y, cuando te acuestes, dale la vuelta a este anillo en tu dedo y di con firmeza: «Deseo volver a mi palacio y ver de nuevo a mi Bestia». Buenas noches, Bella. Nada temas, duerme bien y, en poco tiempo, verás de nuevo a tu padre.
En cuanto Bella se quedó sola, se apresuró a llenar las cajas con todas las cosas exóticas y valiosas que veía a su alrededor, y sólo cuando se cansó de hacerlo parecieron estar llenas.
Después se acostó, pero no pudo dormir, de lo alegre que se sentía. Cuando por fin lo hizo, empezó a soñar con su amado príncipe, pero se afligió al verlo tumbado sobre un banco de hierba, triste y cansado, apenas una sombra de sí mismo.
– ¿Qué te ocurre? -le preguntó.
– ¿Cómo puedes preguntármelo, mujer cruel? -respondió él, mirándola con reproche-. ¿Acaso no me abandonas, quizás a la muerte?
– ¡Ah! No temas -exclamó Bella-. Sólo me voy para asegurarle a mi padre que estoy a salvo y feliz. Le he prometido a la Bestia que regresaré, ¡y se morirá de pena si no mantengo mi palabra!
– ¿Y eso qué te ha de importar? -preguntó el príncipe-. Seguro que no te preocupa.
– Claro que sí, sería una desagradecida si no me preocupase por una Bestia tan amable -gritó Bella, indignada-. Me moriría con tal de ahorrarle cualquier pena. Te aseguro que no es culpa suya ser tan feo.
Justo entonces, un sonido extraño la despertó: alguien hablaba cerca de ella. Al abrir los ojos, vio que estaba en una habitación que no conocía, ni mucho menos tan espléndida como las otras del castillo de la Bestia. ¿Dónde podía estar? Se levantó, se vistió a toda prisa, y entonces vio que todas las cajas que había empaquetado la noche anterior estaban en el cuarto.
Mientras se preguntaba qué magia habría usado la Bestia para transportar las cajas y a ella misma hasta aquel lugar extraño, de repente oyó la voz de su padre y corrió a saludarlo con regocijo. Sus hermanos y hermanas la contemplaron con asombro, como si no esperasen volver a verla, y sus preguntas no tenían fin. Ella también tenía mucho que oír sobre lo sucedido en su ausencia y sobre el viaje de regreso de su padre, pero, cuando oyeron que sólo había vuelto con ellos para pasar una corta temporada y que después debía regresar al palacio de la Bestia para siempre, se lamentaron profundamente. Entonces Bella le preguntó a su padre cuál pensaba que era el significado de los extraños sueños que había tenido, y por qué el príncipe le suplicaba constantemente que no confiase en las apariencias. Después de mucha reflexión, su padre dijo:
– Tú misma me has dicho que la Bestia, aunque parezca aterradora, te ama, y que se merece tu amor y gratitud por su amabilidad y dulzura; creo que el príncipe quiere que comprendas que debes recompensar a esa criatura haciendo lo que te pide, a pesar de su fealdad.
A Bella no le quedó más remedio que aceptar que la explicación de su padre era muy probable; sin embargo, cuando pensaba en su querido príncipe, el que era tan guapo, no sentía deseo alguno de casarse con la Bestia. En cualquier caso, no tenía que decidir nada hasta que pasaran dos meses, así que podía divertirse con sus hermanas. Pero, aunque ya eran ricos, vivían de nuevo en la ciudad y tenían muchas amistades, Bella descubrió que nada la entretenía demasiado. A menudo pensaba en el palacio, donde era tan feliz, sobre todo porque, en casa, no había soñado ni una vez con el príncipe, y se sentía triste sin él.
Sus hermanas parecían haberse acostumbrado a estar sin ella, e incluso la veían como un estorbo, así que no lamentaban el fin de aquella estancia de dos meses; pero su padre y sus hermanos le suplicaron que se quedase, y parecían tan afligidos al pensar en su marcha que ella no tuvo valor para decirles adiós. Todos los días, cuando se levantaba por la mañana, se decía que lo haría aquella noche, pero, cuando la noche llegaba, volvía a posponerlo; hasta que, un día, tuvo un horrible sueño que la ayudó a decidirse. Soñó que estaba caminando por un encantador sendero de los jardines del palacio, cuando oyó unos gruñidos que parecían provenir de unos arbustos que ocultaban la entrada a una cueva, así que corrió hacia ellos para ver qué pasaba, y allí se encontró a la Bestia tirada sobre un costado, con aspecto de estar a punto de morir. La criatura le reprochó débilmente ser la causa de su angustia, y, en aquel mismo instante, apareció una dama majestuosa y le dijo a Bella:
– Ah, Bella, estás justo a tiempo de salvarle la vida. ¡Ya ves lo que ocurre cuando no se cumple una promesa! Si te hubieses retrasado un día más, lo habrías encontrado muerto.
A Bella le dio tanto miedo el sueño que, a la mañana siguiente, anunció su intención de marcharse de inmediato; aquella misma noche, dijo adiós a su padre y a todos sus hermanos, y, en cuanto estuvo en la cama, le dio la vuelta al anillo y dijo con firmeza, como le había dicho la criatura:
– Deseo volver a mi palacio y ver de nuevo a mi Bestia.
Entonces se quedó dormida al instante, y sólo se despertó cuando oyó que el reloj decía doce veces, con su voz musical:
– Bella, Bella.
Así supo que había vuelto al palacio. Todo estaba igual que antes, y sus pájaros se alegraron de verla, pero a Bella le pareció el día más largo de su vida, porque estaba deseando ver de nuevo a la Bestia, y las horas que quedaban para la cena se le hicieron interminables.
Sin embargo, cuando llegó la cena y la Bestia no apareció, se asustó de verdad; después de escuchar y esperar durante largo rato, salió corriendo al jardín para buscarlo. La pobre Bella corrió por todos los senderos y avenidas, llamándolo en vano, porque nadie respondía y no encontraba ni rastro de él, hasta que, finalmente, se detuvo a descansar un minuto y vio que estaba frente al sendero sombreado que había visto en su sueño. Corrió por él y, efectivamente, allí estaba la cueva, y, en ella, yacía la Bestia… dormida, según creyó Bella. Contenta de haberlo encontrado, corrió hacia él y le acarició la cabeza, pero, horrorizada, comprobó que no se movía, ni abría los ojos.
– ¡Oh, está muerto, y es culpa mía! -exclamó Bella, llorando amargamente.
Pero entonces lo miró de nuevo y le pareció notar que aún respiraba, así que corrió a recoger agua de la fuente más cercana, le salpicó la cara con ella y comprobó, encantada, que empezaba a revivir.
– ¡Ay, Bestia, me has asustado! -lloró la joven-. No sabía lo mucho que te quería hasta este preciso instante, cuando he temido haber llegado demasiado tarde para salvarte.
– ¿De verdad puedes amar a una criatura tan fea como yo? -preguntó la Bestia débilmente-. ¡Ah, Bella, llegas justo a tiempo! Me moría porque pensaba que habías olvidado tu promesa. Pero ve a descansar, que te veré más tarde.
Bella, que casi esperaba que estuviese enfadado con ella, se tranquilizó con la amabilidad de su voz y regresó al palacio, donde la cena la esperaba, y después apareció la Bestia, como siempre, y hablaron sobre el tiempo que la joven había pasado con su padre, y la criatura le preguntó si se había divertido y si todos se habían alegrado de verla.
Bella respondió con educación y disfrutó contándole todo lo sucedido. Cuando por fin llegó el momento de separarse, la Bestia le preguntó, como había hecho tantas otras veces:
– Bella, ¿quieres casarte conmigo?
– Sí, querida Bestia -respondió ella, en voz baja.
En cuanto lo dijo, una llamarada de luz surgió al otro lado de las ventanas del palacio, volaron los fuegos artificiales, sonaron petardos y, por toda la avenida de los naranjos, en letras compuestas por mil luciérnagas, se podía leer: «Larga vida al príncipe y a su esposa».
Cuando se volvió hacia la Bestia para preguntarle qué quería decir aquello, Bella descubrió que la criatura había desaparecido y que, en su lugar, ¡se encontraba su amado príncipe! En aquel mismo instante oyeron las ruedas de un carruaje en la terraza, y dos damas entraron en la habitación. Bella reconoció a una de ellas, pues era la majestuosa dama que había visto en sueños; la otra era también tan elegante y regia que la joven no supo a quién saludar primero.
Pero la que ya conocía le dijo a su acompañante.
– Bueno, mi reina, ésta es Bella, la que ha tenido el valor de rescatar a vuestro hijo de su terrible encantamiento. Se aman, y sólo falta vuestro consentimiento para que se casen y su felicidad sea completa.
– Doy mi consentimiento de todo corazón -exclamó la reina-. Encantadora muchacha, nunca podré agradecerte lo suficiente que hayas devuelto a mi hijo a su verdadera forma.
Entonces abrazó a Bella y al príncipe, que había estado saludando al hada y recibiendo sus felicitaciones.
– Ahora -le dijo el hada a Bella-, supongo que te gustaría invitar a todos tus hermanos y hermanas a tu boda.
Así se hizo; el matrimonio se celebró al día siguiente con el mayor de los lujos, y Bella y el príncipe vivieron felices para siempre.
Lang, Andrew, 1844-1912,
Blue Fairy Book
Electronic Text Center,
Biblioteca de la Universidad de Virginia
.