XXIX. Sobre el reino oculto del HombreTorcido y los tesoros que en él guardaba


La guarida del Hombre Torcido era mucho mayor y más profunda de lo que David había imaginado. Se extendía mucho más allá del castillo, y había cuartos que contenían cosas mucho más aterradoras que una colección de instrumentos de tortura oxidados o el fantasma de una chica muerta atrapado en un bote. Aquél era el corazón del mundo del Hombre Torcido, el lugar donde nacían y morían todas las cosas. Él estaba allí cuando los primeros hombres aparecieron en el mundo, ya que cobró vida junto a ellos. En cierto modo, ellos le dieron una existencia y un propósito, y, a cambio, él les entregó historias que contar, porque el Hombre Torcido recordaba todos los cuentos. Incluso tenía una historia sobre él, aunque había cambiado los detalles de forma crucial antes de contarla. En su historia, era el nombre del Hombre Torcido el que debía adivinarse, pero se trataba de uno de sus chistes privados: en realidad, el Hombre Torcido no tenía nombre. Los demás podían llamarlo como quisieran, pero era una criatura tan antigua que las formas en que los hombres lo llamaban no tenían ningún significado para él: Tramposo, el Hombre Torcido, Rumple…

Oh, pero ¿cómo era aquel nombre? Da igual, da igual…

Sólo los nombres de los niños le importaban, porque había algo de cierto en la historia que el Hombre Torcido contaba sobre él: los nombres tenían un poder, si se sabía cómo usarlos, y el Hombre Torcido había aprendido muy bien cómo hacerlo; una de las enormes habitaciones de su guarida daba fe de ello: estaba llena por completo de pequeñas calaveras, cada una con el nombre de un niño perdido, porque el Hombre Torcido había hecho muchos tratos por aquellas vidas. Podía recordar las caras y las voces de todos ellos, y, a veces, evocaba su recuerdo, de modo que el cuarto se llenaba de sombras, un coro de niños y niñas perdidos que lloraban pidiendo ver a sus madres y a sus padres, una reunión de los olvidados y los traicionados.

El Hombre Torcido tenía multitud de tesoros, reliquias de historias contadas e historias por contar. En una larga cripta había guardado una colección de ataúdes de cristal grueso, y en cada ataúd yacía un cadáver flotando en un líquido amarillento, para que no se pudriese. Venid, mirad esto. Observad con atención esta caja, con tanta atención que vuestros alientos creen una nubecilla de humedad en el cristal, y así podréis ver los ojos lechosos del hombre gordo y calvo que hay dentro. Es como si estuviese respirando, aunque no ha inhalado ni exhalado desde hace mucho tiempo. ¿Veis que tiene la piel abierta y quemada? ¿Veis que la boca, el cuello, la barriga y el pecho están hinchados y dilatados? ¿Queréis conocer su historia? Porque se trata de uno de los cuentos favoritos del Hombre Torcido. Es un cuento muy desagradable, desagradable de verdad…

Pues bien, el gordo se llamaba Manius y era un hombre muy codicioso. Poseía tantas tierras que un pájaro podía salir volando de su primer campo y volar durante un día y una noche enteros sin alcanzar los límites de la propiedad de Manius. Cobraba unas rentas muy altas a los que trabajaban sus campos y vivían en sus aldeas, incluso pisar sus terrenos significaba pagar algo, y, de este modo, logró hacerse muy rico, pero nunca tenía suficiente y siempre buscaba la forma de aumentar su riqueza. De haber podido cobrar a las abejas por libar polen de una flor, o a los árboles por echar raíces en su tierra, lo habría hecho.

Un día, mientras Manius paseaba por el más grande de sus huertos, vio que el suelo se movía, y de allí salió el Hombre Torcido, que estaba muy ocupado extendiendo su red de túneles bajo la tierra. Manius lo desafió, porque vio que, a pesar de que su ropa estaba sucia, tenía botones y ribetes de oro, y en la daga que llevaba a la cintura relucían diamantes y rubíes.

– Esta tierra es mía -dijo-. Todo lo que hay por encima y por debajo me pertenece, así que debes pagarme por el derecho a pasar bajo ella.

– Eso parece justo -respondió el Hombre Torcido, acariciándose la barbilla con aire pensativo-. Te pagaré un precio razonable.

– He pedido que me preparen un banquete para esta noche -explicó Manius, sonriente-. Pesaremos toda la comida que haya en la mesa antes de empezar a comer y, después, toda la que quede cuando termine. Me pagarás en oro el peso de todo lo que me haya comido.

– Una barriga llena de oro -repitió el Hombre Torcido-. De acuerdo, vendré a verte esta noche y te daré todo el oro que puedas comer.

Se dieron la mano y se separaron. Aquella noche, el Hombre Torcido se sentó a ver cómo Manius comía sin parar. Se tragó dos pavos enteros y un jamón, un cuenco tras otro de patatas y verduras, ollas enteras de sopa, grandes platos de frutas, pasteles y crema, y vasos y más vasos de los mejores vinos. El Hombre Torcido lo había pesado todo con cuidado antes de empezar la comida, y también pesó los restos que quedaron al final. Había muchísimos kilos de diferencia, oro de sobra para comprar mil campos.

Manius eructó; estaba muy cansado, tan cansado que apenas podía mantener los ojos abiertos.

– Bueno, ¿dónde está mi oro? -preguntó, pero empezaba a ver borroso al Hombre Torcido, y la habitación le daba vueltas; antes de oír la respuesta que esperaba, se quedó dormido.

Cuando se despertó, estaba encadenado a una silla en una mazmorra oscura. Tenía la boca abierta con un torno de metal, y había un caldero humeante suspendido sobre su cabeza.

El Hombre Torcido apareció a su lado.

– Soy un hombre de palabra -dijo-. Prepárate para recibir todo el oro que puedas comer.

El caldero se volcó, y el oro fundido cayó sobre la boca de Manius, escaldándole la carne y quemándole los huesos. El dolor era inimaginable, pero el hacendado no murió, no de inmediato, porque el Hombre Torcido sabía cómo retrasar la muerte para que sus torturas durasen más. Echaba un poco de oro, dejaba que se enfriase y echaba un poco más, y de este modo continuó hasta que llenó a Manius con tanto oro que le burbujeaba detrás de los dientes. Para entonces, Manius estaba bien muerto, claro, porque ni siquiera el Hombre Torcido podía mantenerlo vivo indefinidamente. Al final, Manius ocupó su lugar en la habitación llena de ataúdes de cristal, y el Hombre Torcido iba a verlo de vez en cuando, para reírse al recordar su trampa más espléndida.

Había muchas historias como aquélla en la guarida del Hombre Torcido: mil habitaciones y mil historias en cada una de las habitaciones. En una cámara guardaba una colección de arañas telepáticas, muy viejas, muy sabias y realmente grandes, cada una de las cuales medía más de metro veinte de ancho, con unos colmillos tan letales que una sola gota de su veneno, bien colocada, había matado en una ocasión a toda una aldea. El Hombre Torcido las usaba para cazar a los que se perdían por sus túneles, y, cuando encontraban a los intrusos, las arañas los envolvían en su seda y se los llevaban de vuelta a su sala, que estaba cubierta de telarañas, para que muriesen lentamente mientras ellas se alimentaban drenándolos gota a gota.

En uno de los vestidores había una mujer sentada de cara a una pared vacía, peinándose sin parar sus cabellos largos y plateados. A veces, el Hombre Torcido llevaba a quienes le habían hecho enfadar ante la mujer, y, cuando ella se volvía para mirarlos, ellos se veían reflejados en sus ojos, porque los ojos de la dama estaban hechos de espejo. En aquellos ojos eran testigos del momento de su muerte, así que averiguaban exactamente cuándo y cómo iba a suceder. Quizá penséis que no es algo tan terrible, pero os equivocáis: los seres humanos no estamos preparados para saber el momento ni la naturaleza de nuestra muerte, puesto que todos albergamos en secreto la esperanza de ser inmortales. Los que tuvieron acceso a esta información descubrieron que no podían dormir, ni comer, ni disfrutar de ninguno de los placeres que la vida les ofrecía, porque lo que habían visto los atormentaba. Sus vidas se convirtieron en una especie de muerte viviente, sin alegría, y sólo les quedó el miedo y la tristeza; tanto es así que, cuando por fin les llegó la hora, se sintieron casi agradecidos.

En un dormitorio había un hombre y una mujer desnudos, y el Hombre Torcido llevaba a los niños a verlos (no a los especiales, los que le daban la vida, sino a los otros, los que había robado de las aldeas o los que se salían del camino y se perdían en el bosque), y el hombre y la mujer les susurraban cosas en la oscuridad de la cámara, contándoles lo que los niños no deben saber, historias oscuras de lo que los adultos hacían juntos en lo más profundo de la noche, mientras sus hijos dormían. Así los niños morían por dentro, obligados a hacerse mayores antes de estar listos; les robaban, la inocencia, y sus mentes se derrumbaban bajo el peso de aquellas ideas venenosas. Algunos se convertían en hombres y mujeres malvados, y, de este modo, extendían la corrupción.

Un cuartito muy iluminado estaba decorado con tan sólo un espejo sencillo, sin adornos. El Hombre Torcido robaba a los maridos o a las esposas de sus camas, dejando al cónyuge dormido, y obligaba a los cautivos a sentarse delante del espejo. El espejo entonces revelaba todos los secretos desagradables que les habían escondido sus esposos: todos los pecados que habían cometido y todos los pecados que querían cometer; todas las traiciones que llevaban en la conciencia y todas las traiciones que todavía podían perpetrar. Después dejaba a los cautivos de nuevo en sus camas, y éstos, al despertar, no recordaban la cámara, ni el espejo, ni el secuestro, pero sí el conocimiento de que la persona a la que amaban y que, en teoría, los amaba a ellos, no era como creían, y así sus vidas quedaban destruidas por la sospecha y el temor a ser engañados.

Había una sala llena de estanques de lo que parecía ser agua, y cada estanque mostraba una parte diferente del reino, así que el Hombre Torcido sabía casi todo lo que ocurría en la tierra más allá del castillo. Al meterse en un estanque, la criatura podía materializarse en el lugar que se reflejaba en sus aguas. El aire temblaba y brillaba, y, de repente, aparecía un brazo, una pierna, y, por fin, la cara y la espalda arqueada del Hombre Torcido, transportado al instante del subsuelo del castillo a una habitación o un campo lejanos. La tortura favorita del Hombre Torcido consistía en coger a un hombre o una mujer, preferiblemente con mucha familia, y colgarlo de una cadena en la sala de los estanques. Entonces, mientras la persona miraba, él perseguía y asesinaba a los miembros de su familia ante sus ojos, uno a uno. Después de cada asesinato, regresaba a la sala y escuchaba las súplicas del cautivo, pero, por muy alto que gritara, llorara y suplicara piedad, él no perdonaba ni una vida. Finalmente, cuando todos estaban muertos, cogía al desconsolado hombre o a la desconsolada mujer y se lo llevaba a su mazmorra más remota y oscura, dejando que allí se volvieran locos de soledad y pena.

Males pequeños y grandes, todos eran mantequilla para el pan del Hombre Torcido. A través de su red de túneles y su sala de estanques, sabía más sobre aquel mundo que nadie, y esa sabiduría le daba el poder necesario para dirigir el reino en secreto. Mientras tanto, también frecuentaba las sombras de otro mundo, el nuestro, y convertía en reyes y reinas a niños y niñas, obligándolos a obedecerle después de destrozar sus almas y forzarles a traicionar a los niños a quienes debían proteger. Si alguno amenazaba con rebelarse, él le prometía que, algún día, lo dejaría libre junto con el niño que había sacrificado en su trato, afirmando que podía devolverles la vida a las frágiles figuras de los tarros (porque muchos, como Jonathan Tulvey, pronto se daban cuenta del error que suponía tratar con el Hombre Torcido).

Pero había cosas que el Hombre Torcido no podía controlar: al llevar a los niños a su mundo, había cambiado el reino. Los niños llevaban con ellos sus miedos, sus sueños y sus pesadillas, y aquella tierra los hacía reales. Así se habían creado los loups, porque eran el mayor miedo de Jonathan: desde su más tierna infancia había oído historias de lobos y animales que caminaban y hablaban como hombres. Cuando el Hombre Torcido lo transportó por fin al reino, aquel miedo lo siguió, y los lobos empezaron a transformarse. Eran los únicos que no temían al Hombre Torcido, como si parte del odio secreto de Jonathan por aquel ser hubiese tomado forma en ellos, y su número no dejaba de aumentar. En aquel momento eran el mayor peligro para el reino, aunque era un peligro que el Hombre Torcido esperaba poder utilizar en su provecho.

El niño llamado David era distinto a los otros que aquel ser había tentado: había ayudado a destruir a la Bestia y a la mujer que moraba en la Fortaleza de Espinas. David no se daba cuenta, pero, en cierto modo, aquellas criaturas eran una representación de ciertos aspectos de sus miedos, y él mismo les había dado vida. Lo que sorprendía al Hombre Torcido era la forma en que el chico se había enfrentado a ellos. Su rabia y su pena le habían permitido hacer lo que hombres de mayor edad no habían logrado. El niño era fuerte, lo bastante fuerte para conquistar sus miedos, y, además, empezaba a dominar sus odios y sus celos. Si lograba controlarlo, un chico como él sería un gran rey.

Pero el Hombre Torcido se quedaba sin tiempo, necesitaba chuparle la vida a otro niño. Si se comía el corazón de Georgie, la esperanza de vida del bebé sería suya. Si Georgie estaba destinado a vivir cien años, el Hombre Torcido viviría ese tiempo, y el espíritu de Georgie permanecería mientras tanto atrapado en uno de los tarros. Sólo faltaba que David dijese el nombre de su hermanastro en voz alta, que se dejase llevar por su odio y, de ese modo, los condenase a ambos.

Al Hombre Torcido le quedaba menos de un día de vida en el reloj de arena. Necesitaba que David traicionase a Georgie antes de la medianoche. En aquellos instantes, sentado en su cámara de los estanques, vio unas formas aparecer en las colinas que rodeaban el castillo, y, por primera vez en muchas décadas, sintió miedo de verdad, incluso mientras le daba los últimos retoques a su último plan desesperado.

Porque los lobos se reunían y pronto caerían sobre el castillo.


Mientras el Hombre Torcido estaba distraído con el ejército que se acercaba, David, con Anna dentro de su tarro, regresaba a la sala del trono por el laberinto de túneles. Cuando se acercaban a la puerta escondida detrás del tapiz, el niño oyó hombres que gritaban órdenes, pies que corrían, y armas y armaduras que tintineaban. Se preguntó si la razón de toda aquella actividad sería su desaparición, así que intentó inventarse una excusa para explicar su ausencia. Echó un vistazo desde detrás del tapiz y vio que Duncan estaba cerca, enviando a algunos hombres a las almenas y diciéndoles a otros que se asegurasen de que todas las entradas estaban protegidas. Mientras el capitán estaba de espaldas, David salió del túnel y corrió todo lo deprisa que pudo hasta las escaleras que daban a la galería. Si alguien lo vio, no le prestó atención, y entonces supo que él no era la razón de todo aquel jaleo. Una vez de vuelta en el dormitorio, cerró la puerta y sacó de la bolsa el tarro que contenía el fantasma de Anna. Su luz parecía haberse apagado un poco en el corto viaje desde la guarida del Hombre Torcido, y la niña estaba tirada en la base del cristal, más pálida que antes.

– ¿Qué te pasa? -le preguntó David.

Anna levantó la mano derecha, y David vio que estaba casi transparente.

– Me siento débil -respondió Anna- y estoy cambiando, me parece que soy menos visible.

David no sabía qué decir para consolarla. Intentó encontrar un lugar para esconderla y al final se decidió por el rincón oscuro de un enorme armario en el que sólo encontró los caparazones vacíos de unos insectos muertos, atrapados en una antigua tela de araña. Pero Anna lo detuvo cuando estaba a punto de dejar el tarro en aquel escondite.

– No -le dijo-, por favor, ahí no. Llevo sola en la oscuridad muchos años, y no creo que pase mucho tiempo más en este mundo. Ponme en el alféizar de la ventana, para que pueda mirar afuera, y ver los árboles y la gente. No haré ruido, y a nadie se le ocurrirá buscarme ahí.

Así que David abrió una de las ventanas y vio que fuera había un pequeño balcón de hierro forjado. Estaba oxidado en algunas zonas y se movía cuando lo tocaba, pero serviría para soportar el peso del tarro. Lo colocó con precaución en una esquina, y Anna se acercó a la pared de cristal y se apoyó en ella. Por primera vez desde que se habían encontrado, sonrió.

– Oh -dijo-, es maravilloso. Mira el río, y los árboles que hay detrás, y toda esa gente. Gracias, David, esto es todo lo que quería ver.

Pero David ya no la escuchaba, porque, mientras la chica hablaba, unos aullidos surgieron de las colinas, y vio unas formas negras, blancas y grises que se movían por el suelo, miles de ellas. Los lobos avanzaban con disciplina y decisión, casi como si fueran las divisiones de un ejército preparándose para la batalla. En el punto más alto, mirando hacia el castillo, David distinguió a unas figuras vestidas que se erguían sobre las patas traseras, mientras otros lobos iban y venían llevando mensajes entre los loups y los animales de la primera línea.

– ¿Qué está pasando? -preguntó Anna.

– Los lobos han llegado -respondió David-. Quieren matar al rey y quedarse con el reino.

– ¿Matar a Jonathan? -exclamó Anna, y David notó tanto horror en su voz que apartó la mirada de los lobos y centró su atención en la pequeña forma medio apagada de la niña.

– ¿Por qué te preocupas tanto por él, después de todo lo que te ha hecho? -le preguntó-. Te traicionó y dejó que el Hombre Torcido se alimentase de ti, después dejó que te pudrieras dentro de un bote, en una mazmorra. ¿Cómo es que no lo odias?

Anna sacudió la cabeza y, durante un momento, pareció mucho mayor que antes. Puede que tuviese forma de niña, pero llevaba existiendo mucho más tiempo de lo que sugería su apariencia, y, en aquel lugar oscuro, había adquirido sabiduría, tolerancia y perdón.

– Es mi hermano -afirmó-. Lo quiero, da igual lo que me haya hecho. Era joven, estaba enfadado y fue un idiota por hacer el trato, pero sé que, si pudiera volver atrás en el tiempo y deshacer todo lo que hizo, lo haría. No quiero que le hagan daño. ¿Y qué pasará con toda esa gente de abajo si los lobos tienen éxito y gobiernan sobre los hombres? Destrozarán a todos los que vivan dentro del castillo, y las pocas cosas buenas que quedan aquí dejarán de existir.

Mientras la escuchaba, David se preguntó de nuevo cómo era posible que Jonathan hubiese traicionado a aquella niña.

Tenía que haber estado muy enfadado y triste, y el enfado y la tristeza lo habían consumido.

El niño observó cómo se reunían los lobos, todos con el mismo propósito: tomar el castillo y matar al rey y a todos los que estuviesen con él. Pero los muros eran gruesos y robustos, y las puertas estaban bien cerradas. Había guardias en los agujeros apestosos que utilizaban para sacar los deshechos del castillo, y hombres armados en todos los tejados y ventanas. Los lobos los superaban en número, pero estaban fuera, y David no veía cómo iban a poder entrar. Si la situación se mantenía, por mucho que aullaran los lobos y por mucho que los loups enviaran mensajes, no importaría: el castillo seguiría siendo inexpugnable.


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