David y Scylla siguieron el camino hacia el este. David tenía la vista clavada al frente, pero era como si no viese nada de lo que tenía delante. La cabeza de Scylla colgaba más que antes, como si ella también llorase la muerte de su dueño a su manera digna y delicada. La nieve salpicaba el eterno crepúsculo, y los carámbanos colgaban como lágrimas heladas de los arbustos y los árboles.
Roland estaba muerto, igual que la madre de David; había sido una estupidez pensar lo contrario. En aquel momento, mientras la yegua avanzaba por aquel mundo frío y oscuro, David reconoció, quizá por primera vez, que siempre había sabido que su madre estaba muerta, aunque había querido creer que no. Era como las rutinas que había utilizado cuando ella estaba enferma, con la esperanza de que la mantuviesen con vida, a pesar de que no eran más que falsas esperanzas, sueños sin fundamento, insustanciales como la voz que había seguido hasta aquel lugar. No podía cambiar el mundo que había dejado, y el mundo en el que se encontraba, el que lo tentaba con la posibilidad de que todo fuese distinto, había frustrado sus expectativas. Había llegado el momento de volver a casa. Si el rey no podía ayudarlo, quizá tuviese que hacer un trato con el Hombre Torcido: sólo tenía que decirle el nombre de Georgie en voz alta.
Pero ¿no le había dicho el Hombre Torcido que todo podía volver a ser como antes? Era mentira. Su madre estaba muerta, y el mundo del que ella formaba parte había desaparecido para siempre. Aunque volviese, sería un lugar en el que ella sólo era un recuerdo. Su hogar estaba en una casa compartida con Rose y Georgie, y tendría que conformarse con eso, tanto por su bien como por el de ellos. Si la promesa del Hombre Torcido no podía sostenerse, ¿cuántas otras podría romper?
Era como le había advertido Roland: «No te contará todo lo que pretende y esconderá más de lo que te revele».
Un trato con el Hombre Torcido estaría lleno de posibles trampas y peligros. David tendría que aferrarse a la esperanza de que el rey pudiese y estuviese dispuesto a ayudarle, evitándole un nuevo encuentro con el tramposo, pero lo que había oído hasta el momento sobre el rey lo hacía vacilar. Roland no lo tenía en mucha estima, e incluso el Leñador había reconocido que el rey ya no controlaba el reino como antes. En aquel momento, con la amenaza de Leroi y su ejército de lobos, quizás el monarca no soportase la prueba, le quitasen el reino a la fuerza y muriese entre los dientes del loup. Con el peso de aquel conocimiento sobre los hombros, ¿tendría tiempo para los problemas de un chico perdido en el mundo?
¿Y qué pasaba con el libro, El libro de las cosas perdidas ¿Qué podían contener sus páginas que ayudase a David a regresar a casa? ¿Un mapa para llegar a otro árbol hueco, quizás? ¿O un hechizo capaz de hacerlo volver? Pero si el libro tenía propiedades mágicas, ¿por qué no lo usaba el rey para proteger su reino? David esperaba que el soberano no fuese como el Gran Oz, nada más que humo, espejos y buenas intenciones, pero sin ningún poder real que lo respaldase.
Tan perdido estaba el niño en sus pensamientos y tanto se había acostumbrado al camino vacío, que no vio a los hombres hasta tenerlos casi encima. Había dos, vestidos con harapos y con las caras tapadas con bufandas, de manera que sólo se les veían los ojos. Uno llevaba una espada corta, y el otro un arco con una flecha preparada en la cuerda, lista para disparar. Salieron de la maleza, apartando las pieles blancas con las que se camuflaban, y se colocaron delante de David, con las armas a punto.
– ¡Alto! -gritó el hombre de la espada, y David detuvo a Scylla a pocos metros de donde estaban.
El del arco miró de soslayo a lo largo de su flecha y después relajó la cuerda y bajó el arma.
– Bah, no es más que un niño -dijo. Su voz era ronca y amenazadora. Se bajó la bufanda, dejando al aire una boca desfigurada por una cicatriz vertical que le atravesaba los labios. Su compañero se quitó la capucha, y David vio que le habían cortado casi toda la nariz; sólo quedaba una masa de cartílago cicatrizado con dos agujeros en el centro.
– Niño o no, ése es un buen caballo -afirmó-. No puede tener un animal semejante, seguro que lo ha robado, así que no es pecado quitarle algo que, para empezar, no era suyo. -Intentó coger las riendas de Scylla, pero David hizo que la yegua retrocediera un paso.
– No lo he robado -repuso el chico, en voz baja.
– ¿Qué? -preguntó el ladrón-. ¿Qué has dicho, chico? Será mejor que no nos des coba, si quieres vivir lo suficiente para lamentar el día que nos conociste. -Blandió la espada delante de David. Era un arma tosca y primitiva, y David vio las marcas de la piedra de afilar en la hoja. Scylla relinchó y se alejó más de la amenaza.
– He dicho que no lo he robado -repitió David-, y no va a ir a ninguna parte con vosotros. Ahora, alejaos.
– Vaya, será…
El de la espada cogió de nuevo las riendas de Scylla pero, esta vez, David hizo que levantase las patas delanteras, y la instó a avanzar y a bajar sobre el ladrón. Uno de los cascos golpeó al hombre en la frente, y se oyó un ruido hueco a roto cuando el hombre cayó muerto al suelo. Su compañero bandido estaba tan perplejo que no supo reaccionar lo bastante deprisa. Todavía intentaba levantar el arco cuando David espoleó a Scylla, con la espada desenvainada y extendida. Atacó al arquero, y la punta de la espada lo alcanzó en el cuello, cortando los harapos y rebanando la carne de abajo. El bandido se tambaleó y se le cayó el arco. Se llevó la mano al cuello e intentó hablar, pero sólo surgió un ruido húmedo, como un borboteo. La sangre le corría entre los dedos y se derramaba sobre la nieve, y la parte delantera de su ropa ya estaba empapada de rojo cuando cayó de rodillas junto a su compañero muerto, cortándose el flujo de sangre conforme el corazón le dejaba de latir.
David hizo que Scylla se volviese para ponerla de cara al hombre moribundo.
– ¡Os lo advertí! -gritó el niño. Estaba llorando, llorando por Roland, por su madre y su padre, incluso por Georgie y Rose, por todas las cosas que había perdido, tanto las que sabía nombrar como las que sólo podía sentir-. Os dije que me dejaseis en paz, pero no habéis querido. Mirad lo que habéis conseguido. ¡Idiotas! ¡Hombres estúpidos!
El arquero abrió y cerró la boca, y sus labios formaron unas palabras, pero no pudo emitir ningún sonido. Tenía la mirada fija en el chico. David vio cómo entrecerraba los ojos, como si no acabase de entender lo que se decía ni lo que le pasaba, arrodillado en la nieve, con su propia sangre encharcándose a su alrededor.
Después, lentamente, abrió mucho los ojos y su expresión quedó en calma, como si la muerte le diese una explicación.
David bajó del lomo de Scylla y le miró las patas para comprobar que no se había hecho daño durante el enfrentamiento. No parecía estar herida. Había sangre en la espada de David, y se le ocurrió limpiarla en la ropa harapienta de uno de los hombres muertos, pero no quería tocar los cadáveres. Tampoco quería limpiarla en su propia ropa, porque entonces llevaría su sangre encima, así que abrió la bolsa, sacó un trozo de muselina vieja con la que Fletcher había envuelto un poco de queso y la utilizó para librarse de la sangre. Después tiró el trapo ensangrentado en la nieve, antes de echar a patadas los cadáveres en la zanja paralela al camino. Estaba demasiado cansado para intentar esconderlos mejor. De repente, sintió un gruñido en el estómago, notó un sabor agrio en la boca y la piel se le cubrió de sudor. Se apartó de los cuerpos y vomitó detrás de una roca, sufriendo una arcada tras otra hasta que sólo pudo escupir gas apestoso.
Había matado a dos hombres. No había querido hacerlo, en realidad, pero estaban muertos por su culpa. Los loups y los lobos que habían perdido la vida en el cañón, incluso lo que le había hecho a la cazadora en su casita y a la hechicera en su torre, no le habían afectado tanto. Había provocado la muerte de otros, cierto, pero había matado a uno de aquellos dos desgarrándole la carne con la punta de una espada. Los cascos de Scylla se habían encargado del otro, pero David estaba en la silla cuando pasó y la había urgido a hacerlo. Ni siquiera había tenido que pensarlo, le había salido de forma natural, y era esa capacidad para causar daño lo que lo asustaba más que nada en el mundo.
Se lavó la boca con nieve, volvió a montar en Scylla y la animó a continuar, dejando atrás su acto, aunque no el recuerdo del mismo. Mientras cabalgaba, unos gordos copos de nieve empezaron a caer, posándose sobre su ropa, y sobre la cabeza y el lomo de Scylla. No había viento. La nieve caía lentamente, en línea recta, añadiendo otra capa a los montículos, y tapando caminos, árboles, arbustos y cadáveres, todos, tanto vivos como muertos, ocultos bajo su velo. Los cadáveres de los ladrones pronto quedaron cubiertos de blanco y allí habrían permanecido, sin que nadie los llorase ni descubriese hasta la llegada de la primavera, de no haber captado su rastro un hocico húmedo, que enseguida los destapó. El lobo emitió un largo aullido, y el bosque cobró vida con el descenso de la manada, que arrancó carne y masticó huesos, mientras que los débiles tenían que conformarse con luchar por las sobras que los más fuertes y veloces dejaban tras llenarse el estómago. Pero había demasiados para alimentarse con una comida tan parca. La manada había crecido tanto que ya contaba con varios miles de miembros: lobos blancos del lejano norte, que se camuflaban en el paisaje invernal con tanta perfección que sólo la oscuridad de sus ojos y el rojo de sus mandíbulas los traicionaba; lobos negros del este, los que las ancianas decían que eran espíritus de brujas y demonios en forma de animales; lobos grises de los bosques del oeste, grandes y más lentos que los demás, que se mantenían juntos y no confiaban en nadie; y, finalmente, los loups, que se vestían como hombres, anhelaban como lobos y querían gobernar como reyes. Guardaban las distancias con el resto de la manada, vigilando el borde del bosque, mientras sus hermanos primitivos lanzaban dentelladas y luchaban por las entrañas de los bandidos muertos. Una hembra se les acercó desde el camino. En la boca llevaba un trozo de muselina marcada con sangre seca. El sabor de la sangre le hacía la boca agua, y tenía que emplear toda su voluntad para no masticar la tela y tragársela mientras caminaba. La soltó a los pies de su líder y dio un paso atrás, obediente. Leroi levantó el trapo, se lo llevó a la nariz y lo olió. El hedor de la sangre de los hombres muertos era fuerte e intenso, pero también detectaba el olor del niño debajo.
Leroi había olido por última vez al niño en el patio de la fortaleza, conducido hasta allí por sus exploradores. Los lobos se habían negado a subir por las escaleras de la torre, inquietos por lo que intuían que moraba dentro, pero Leroi había ascendido, más para demostrar su valor ante sus seguidores que por un genuino deseo de descubrir lo que había arriba. Una vez desaparecidos sus encantamientos, la torre no era más que un cascarón vacío en el corazón de una vieja fortaleza. Sólo quedaba de su antiguo ser una cámara de piedra en lo más alto, llena de restos de hombres muertos y de un puñado de polvo que antes era algo menos que humano. En su centro se encontraba el pedestal de piedra con los cadáveres de Roland y Raphael tumbados encima. Leroi reconoció el olor de Roland, y supo que el protector del chico estaba muerto. Había sentido la tentación de destrozar los cuerpos de los dos caballeros, de profanar su lugar de descanso, pero sabía que eso era lo que haría un animal, y él ya no lo era. Dejó los cadáveres donde estaban, y, aunque nunca lo reconocería delante de sus lugartenientes, se alegró de poder salir de la cámara y la torre. Allí había cosas que no comprendía y le hacían sentirse incómodo.
En aquellos instantes tenía el trapo entre las garras, y el chico a quien cazaba empezaba a despertarle una ligera admiración. «Qué deprisa has crecido -pensó Leroi-. Hace poco eras un niño asustado, y ahora triunfas donde caballeros armados no han podido. Tomas las vidas de unos hombres y limpias tu espada, listo para la siguiente matanza. Es casi una pena que debas morir.»
Leroi era más hombre que lobo con cada día que pasaba, o eso se decía. Todavía tenía el cuerpo cubierto de resistente vello, unas orejas puntiagudas y dientes afilados, pero el hocico ya no era más que un bultito alrededor de la boca, y los huesos de la cara se reconfiguraban para hacerlo parecer más humano y menos lupino. Rara vez caminaba a cuatro patas, excepto cuando era necesario ir más deprisa o cuando la emoción de detectar el rastro del chico lo abrumaba momentáneamente. Era una de las ventajas de tener a tantos seres a sus órdenes: aunque el olor del caballo era fuerte, mucho más fuerte que el del chico o el hombre, las nevadas hacían que lo perdieran con frecuencia, pero, al utilizar tantos exploradores, pronto volvían a encontrarlo. Lo habían seguido hasta la aldea, y Leroi había sentido la tentación de atacar con toda la fuerza de su manada, pero habían encontrado las huellas del caballo y el hombre dirigiéndose al este, así que sabían que ya no estaban con los aldeanos. Algunos de los loups seguían aconsejando un ataque al pueblo, porque la manada tenía hambre, pero Leroi sabía que perderían un tiempo muy valioso. Además, le venía bien que la manada tuviese hambre, porque el hambre aumentaría su ferocidad cuando atacasen el castillo del rey. Recordaba al hombre que se había puesto en pie detrás de las defensas de la aldea, desafiándolo mientras los demás se escondían. Leroi había admirado el gesto, igual que admiraba otros muchos aspectos de la naturaleza del hombre; era una de las razones por las que se encontraba tan cómodo con su transformación, aunque eso no evitaría que regresase al pueblo para que el hombre sufriese un castigo ejemplar por haber intentado desafiarlo.
La manada había perdido terreno cuando el chico y el hombre dejaron el camino, porque Leroi había supuesto que seguirían directamente hacia el castillo del rey, así que habían malgastado medio día antes de darse cuenta de su error. David había tenido mucha suerte de que la manada lo perdiese al salir de la Fortaleza de Espinas, porque a los lobos les había dado miedo el bosque, inquietos por las criaturas escondidas que vivían en los árboles, de modo que habían decidido esquivar sus profundidades al acercarse a la fortaleza. Cuando Leroi estuvo seguro de que no quedaba nadie vivo dentro, envió a una docena de exploradores a seguir a David a través del bosque, mientras la manada principal se dirigía al este, al castillo del rey, utilizando una ruta más larga pero más segura. Cuando la manada se reunió con los exploradores, sólo quedaban tres vivos. Siete habían muerto a manos de las criaturas que vivían dentro de los árboles, y los otros dos (lo que interesó mucho a Leroi) aparecieron con las gargantas rebanadas y los hocicos cortados.
– El torcido está protegiendo al chico -gruñó uno de los lugartenientes en los que Leroi más confiaba cuando oyó las noticias. Él también se estaba haciendo más humano, aunque su transformación era más lenta y menos pronunciada.
– Cree que ha encontrado al nuevo rey -contestó Leroi-, pero aquí estamos nosotros para poner fin al reinado de los humanos. El chico nunca reclamará el trono.
Ladró una orden, y sus loups empezaron a reunir a la manada, gruñendo y mordiendo a los que no respondían lo bastante deprisa. Su tiempo se acercaba. El castillo estaba a menos de un día de marcha, y, una vez llegasen, habría carne de sobra para todos, y el reinado sangriento del nuevo rey Leroi daría comienzo.
Puede que Leroi se estuviese convirtiendo en algo más que un animal y menos que un humano, pero dentro de él, en lo más profundo, siempre sería un lobo.
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