XXXIII. Sobre todo lo que se perdió y todo lo que se encontro


En los días siguientes, el padre de David hablaba a menudo de lo cerca que había estado de perder a su hijo, de cómo no encontraron ni rastro de él cuando cayó el avión, de cómo estaban convencidos de que había muerto abrasado en el incendio; y, cuando no encontraron sus restos, de cómo habían temido que se tratase de un secuestro; también hablaba de cómo habían registrado la casa, los jardines y el bosque, y después los campos más lejanos, ayudados por amigos, la policía e incluso desconocidos que sentían pena por su dolor; sobre cómo habían regresado a su dormitorio, con la esperanza de encontrar alguna pista sobre el lugar donde se encontraba; sobre cómo por fin habían encontrado un escondite detrás del muro del jardín hundido, y allí estaba él, tumbado en la tierra, después de haberse arrastrado a través de una grieta en la piedra, para después quedarse atrapado detrás de los escombros.

Los médicos decían que había sufrido otro de sus ataques, quizás a consecuencia del trauma del accidente, y que eso lo había dejado en coma. David llevaba varios días profundamente dormido, hasta la mañana en que se había despertado y había pronunciado el nombre de Rose. Aunque algunos aspectos de su desaparición resultaban inexplicables (qué hacía en el jardín y cómo se había hecho algunas de las cicatrices que mostraba), estaban muy contentos de tenerlo de vuelta, y nadie le habló nunca de culpas o enfados. Sólo mucho después, cuando estaba fuera de peligro en su dormitorio de casa, Rose y su padre, solos en su cama por la noche, comentaban lo mucho que aquel incidente había cambiado a David, que se había vuelto más tranquilo y más atento, más cariñoso con Rose y más comprensivo con las dificultades de aquella mujer que intentaba encontrar un hueco en las vidas de dos hombres, David y su padre; que también respondía con mayor rapidez ante ruidos repentinos y posibles peligros, pero que, además, protegía a los que eran más débiles que él, sobre todo a Georgie, su hermanastro.

Los años pasaron, y David se convirtió demasiado lentamente, pero también demasiado deprisa, en un hombre: demasiado lentamente para él, aunque demasiado deprisa para su padre y Rose. Georgie también creció, y la relación entre David y él fue tan estrecha como la de cualquier otro par de hermanos, incluso después de que Rose y su padre se separasen, como a veces hacen los adultos. Tuvieron un divorcio amistoso, y ninguno de ellos volvió a casarse después. David fue a la universidad, y su padre encontró una casita junto a un arroyo, donde podría pescar cuando se jubilase. Rose y Georgie vivieron juntos en la gran casa, y David los visitaba siempre que podía, ya fuera solo o con su padre. Si tenía tiempo, se metía en su antiguo dormitorio e intentaba escuchar los susurros de las charlas de los libros, pero nunca lo logró. Si hacía un día agradable, bajaba hasta los restos del jardín hundido, que habían reparado un poco después del accidente, aunque seguía sin ser lo que era, y contemplaba en silencio las grietas de los muros; nunca intentó entrar de nuevo, y tampoco lo hizo nadie más.

Pero, conforme pasaba el tiempo, David descubrió que, al menos en una cosa, el Hombre Torcido había dicho la verdad: su vida estuvo llena de grandes penas y grandes alegrías, de sufrimiento y remordimientos, aunque también de triunfos y satisfacciones. David tenía treinta y dos años cuando perdió a su padre, al que le había fallado el corazón cuando estaba sentado junto al arroyo con una caña de pescar entre las manos y el sol iluminándole la cara de tal modo que, cuando lo encontró un transeúnte varias horas después, su piel seguía caliente. Georgie asistió al funeral con su uniforme del ejército, ya que había comenzado otra guerra en el este, y Georgie estaba deseando cumplir con su deber. Viajó a una tierra lejana y allí murió junto con otros jóvenes cuyos sueños de honor y gloria acabaron en un campo de batalla lleno de lodo. Enviaron sus restos a casa y lo enterraron en el cementerio de una iglesia, bajo una pequeña losa con su nombre, las fechas de su nacimiento y su muerte, y las palabras: «Amado hijo y hermano».

David se casó con una mujer de pelo oscuro y ojos verdes llamada Alyson. Planearon formar una familia juntos, y por fin llegó el día del nacimiento del bebé, pero David sentía miedo por ambos, porque no podía olvidar las palabras del Hombre Torcido: «Aquellos que más quieras, ya sean amantes o hijos, caerán, y tu amor no podrá salvarlos».

El parto se complicó; el hijo, al que llamaron George en honor a su tío, no logró sobrevivir, y, al darle la vida, Alyson perdió la suya, de modo que la profecía del Hombre Torcido se hizo realidad. David no volvió a casarse y no tuvo más hijos, pero se convirtió en escritor y publicó una novela. La llamó El libro de las cosas perdidas, y el libro que ahora tienes en tus manos es el libro que él escribió. Y cuando los niños le preguntan si es todo cierto, él les responde que sí, que lo es, o, al menos, que es tan cierto como puede serlo cualquier cosa en este mundo, porque así es como lo recuerda.

Y, en cierto modo, todos se convirtieron en sus hijos.

Cuando Rose se hizo mayor y se volvió más débil, David cuidó de ella. Cuando Rose murió, le dejó la casa a su hijastro, y él pudo haberla vendido, porque, en aquel momento, valía mucho dinero, pero no lo hizo, sino que se fue a vivir allí y montó su despachito abajo. En la casa vivió contento durante muchos años, y siempre le abría la puerta a los niños que llamaban a ella (a veces con sus padres, a veces solos), porque la casa era muy famosa, y muchos niños y niñas deseaban verla. Si se portaban muy bien, él los llevaba hasta el jardín hundido, aunque hacía tiempo que había reparado las grietas de la piedra, porque no quería que los niños se metiesen dentro y tuviesen problemas. Así que les hablaba sobre cuentos y libros, les explicaba que las historias querían que alguien las contase y los libros que alguien los leyese, y les decía que todo lo que necesitaban saber sobre la vida y la tierra que había visitado, o sobre cualquier otra tierra o reino que pudieran imaginar, estaba en los libros.

Y algunos de los niños lo entendían, y otros no.


Con el tiempo, David se fue debilitando y poniendo enfermo. Ya no podía escribir, porque la memoria y la vista le fallaban, y ni siquiera podía pasear mucho rato para acompañar a los niños, como antes había hecho (y eso también se lo había dicho el Hombre Torcido, con tanta certeza como si David hubiese mirado en los ojos de espejo de la dama de las mazmorras). No había nada que los médicos pudieran hacer por él, salvo intentar calmarle un poco el dolor. Contrató a una enfermera para que cuidase de él, y sus amigos iban a visitarlo a menudo. Conforme se acercaba el final, pidió que le preparasen una cama en la gran biblioteca del piso de abajo, y todas las noches dormía rodeado de los libros que había amado de niño y de mayor. También le pidió en secreto a su jardinero que realizase una sencilla tarea para él y que no se lo contase a nadie, y el jardinero hizo lo que le había pedido, porque quería muchísimo al anciano.

Y, en las horas más oscuras de la noche, David se quedaba tumbado en la cama y escuchaba. Los libros habían empezado a susurrar de nuevo, aunque él no los temía; hablaban en voz baja, ofreciéndole palabras de consuelo y cariño. A veces le contaban las historias que siempre había amado, pero ahora la suya era una de ellas.

Una noche, cuando notó que le costaba respirar y que la luz de sus ojos empezaba a apagarse al fin, David se levantó de la cama de la biblioteca y se acercó lentamente a la puerta, deteniéndose tan sólo para recoger un libro por el camino. Era un viejo álbum con cubierta de cuero, y en él había fotografías, cartas, tarjetas, bagatelas, dibujos, poemas, mechones de pelo y un par de anillos de boda, reliquias todas ellas de los largos años vividos, aunque, aquella vez, los recuerdos eran suyos. El susurro de los libros se hizo más fuerte, y las voces de los tomos entonaron un gran coro de alegría, porque una historia estaba llegando a su fin y una nueva historia pronto nacería. El anciano les acarició los lomos a modo de despedida al salir de la habitación, salió de la casa por última vez y atravesó la hierba húmeda del verano en dirección al jardín hundido.

El jardinero había abierto un agujero en una esquina, un agujero lo bastante grande para que entrase un hombre adulto. David se puso a cuatro patas, aunque con grandes dificultades, y se arrastró por aquel espacio hasta encontrarse en la cavidad detrás de los ladrillos. Allí se sentó en la oscuridad y esperó. Al principio no pasó nada y tuvo que esforzarse por mantener los ojos abiertos, pero, al cabo de un tiempo, vio cómo una luz crecía y notó una fresca brisa en la cara. Olió a corteza de árbol, hierba fresca y flores en primavera; un agujero se abrió ante él, lo atravesó y se encontró en el corazón de un gran bosque. La tierra había cambiado para siempre. Ya no había bestias con forma de hombres, ni pesadillas a medio imaginar esperando la oportunidad de atrapar a los incautos. Ya no había miedo, ni penumbra eterna. Incluso las flores aniñadas habían desaparecido, porque la sangre de los niños ya no se derramaba en los lugares oscuros, y sus almas por fin descansaban. El sol se estaba poniendo, pero era una imagen preciosa que iluminaba el cielo en tonos morados, rojos y naranjas, llevando al día a su pacífico fin.

Había un hombre delante de David, alguien que tenía un hacha en una mano, y, en la otra, una guirnalda de flores recogidas mientras paseaba por el bosque y atadas con largas briznas de hierba.

– He vuelto -dijo David, y el Leñador sonrió.

– La mayoría de la gente vuelve al final -contestó, y David se dio cuenta de lo mucho que se parecía el Leñador a su padre, y se preguntó por qué no lo habría notado antes-. Ven conmigo, te estábamos esperando.

David se vio reflejado en los ojos del Leñador, y allí no era viejo, sino joven de nuevo, porque un hombre es siempre un niño para su padre, da igual los años que tenga o el tiempo que hayan pasado sin verse.

David siguió al Leñador por los senderos del bosque, a través de claros y arroyos, hasta que llegaron a una casita de cuya chimenea salía una perezosa nube de humo. En el campito cercano había un caballo que mordisqueaba alegremente la hierba; al acercarse David, el animal levantó la cabeza y relinchó de placer, sacudiendo la crin y trotando por el campo para ir a recibirlo. David se acercó a la valla y acercó su cabeza a la de Scylla, que cerró los ojos cuando él la besó en la frente y después lo siguió a la casa, empujándolo de vez en cuando con suaves golpecitos de cabeza, como si deseara recordarle que seguía allí.

Entonces se abrió la puerta de la casa, y de ella salió una mujer de pelo oscuro y ojos verdes. En sus brazos llevaba un bebé varón, apenas recién nacido, que se agarraba a su blusa mientras ella caminaba, porque, en aquel lugar, una vida no es más que un instante, y cada hombre sueña su propio Cielo.

En la oscuridad, David cerró los ojos, y todo lo que se perdió se encontró de nuevo.


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