XXVII. Sobre el castillo y la bienvenida del rey


El día, una cosa lastimosa y lenta, llegó a su fin casi agradecido, y la noche ocupó su lugar. El ánimo de David estaba por los suelos, y la espalda y las piernas le dolían por pasar tantas horas a caballo. A pesar de todo, había conseguido ajustar los estribos de modo que sus pies se apoyasen cómodamente, y había aprendido a tirar de las riendas viendo a Roland, así que ya se sentía más cómodo con Scylla que nunca antes, incluso aunque la yegua fuese demasiado grande para él. La nieve había menguado hasta quedar reducida a unos cuantos copos y pronto dejaría de caer del todo. La tierra parecía disfrutar del silencio y el blanco, porque sabía que la nevada la había embellecido.

Llegaron a una curva en el camino, y, delante de ellos, una suave luz amarilla iluminaba el horizonte, por lo que el niño supo que estaban cerca del castillo del rey. De repente, notó que se llenaba de energía y animó a Scylla a acelerar la marcha, aunque los dos estaban cansados y hambrientos. La yegua empezó a trotar, como si ya pudiese oler el heno, el agua fresca y una cuadra calentita donde descansar, pero, con la misma rapidez que se había animado, David la frenó y escuchó con atención. Había oído algo, como el sonido del viento, salvo que la noche estaba en calma. Scylla parecía sentirlo también, porque relinchó y pateó el suelo. David le dio unas palmadas en el flanco, intentando tranquilizarla, aunque él también se había puesto tenso.

– Chisss, Scylla -susurró.

El ruido surgió de nuevo, más claro: era el aullido de un lobo. No había forma de saber lo cerca que estaba, porque la nieve amortiguaba todos los ruidos, pero sonaba lo bastante cerca para escucharlo, y eso era demasiado cerca para el gusto de David. Notó movimiento en el bosque, a su derecha, y sacó la espada, imaginándose dientes blancos, lenguas rosas y mandíbulas cortantes. En vez de eso, apareció el Hombre Torcido, con una espada esbelta y curva en la mano. David apuntó con su espada a la figura que se aproximaba y la observó, con la punta fija en el cuello del Hombre Torcido.

– Baja la espada -le dijo el ser-, no tienes nada que temer de mí. -Pero David la mantuvo justo donde estaba, y le alegró comprobar que no le temblaba el brazo. El Hombre Torcido, por el contrario, no parecía sorprendido-. Muy bien, como desees. Los lobos se acercan. No sé cuánto tiempo podré retenerlos, pero será suficiente para que llegues al castillo. Quédate en el camino y no te dejes tentar por los atajos.

Se oyeron más aullidos, más cerca.

– ¿Por qué me ayudas? -le preguntó David.

– Te estoy ayudando desde el principio -respondió el Hombre Torcido-, pero tú eras demasiado testarudo para entenderlo. Te he vigilado en tu marcha y te he salvado la vida, todo para que pudieras llegar al castillo. Ahora, ve con el rey, que te está esperando. ¡Vete!

Tras decir aquello, el Hombre Torcido se alejó de David, rodeando el borde del bosque, cortando el aire con la espada, porque, al parecer, en su mente ya había empezado a matar lobos. David lo observó hasta perderlo de vista y después, sin más alternativa que hacer lo que le decía, instó a Scylla a seguir hacia la luz. El Hombre Torcido lo observó marchar desde el hueco en la base de un viejo roble. Había sido mucho más difícil de lo que esperaba, pero el chico pronto estaría donde tenía que estar, y el Hombre Torcido se encontraría un paso más cerca de su recompensa.

– Chocolate, molinillo, corre, Georgie, que te pillo -cantó, humedeciéndose los labios-. Corre, Georgie, que te pillo. -Soltó una risilla y se tapó la boca para ahogar el ruido. No estaba solo, notaba una respiración agitada cerca y vio una nube de aliento formándose en la oscuridad. El Hombre Torcido se hizo una bola, con el cuchillo extendido, y se enterró a medias en la nieve.

Cuando el lobo explorador pasó, la criatura lo rebanó del cuello al rabo, y sus entrañas humearon en el helado aire nocturno.


El camino se retorcía y giraba, estrechándose conforme David se acercaba a su destino. A ambos lados se elevaron escarpadas paredes de roca, creando un cañón en el que los cascos de Scylla despertaban ecos, ya que la nieve no había caído allí con tanta intensidad, gracias a la protección de las paredes. Después, David salió del cañón y se encontró delante de un valle con un río que lo cruzaba. Junto a su orilla, aproximadamente a un kilómetro y medio de distancia, había un gran castillo con muros altos y gruesos, y muchas torres y edificios. En las ventanas se veían luces, y había hogueras encendidas en las almenas. David veía soldados de guardia, y, mientras observaba, subieron el rastrillo y un grupo de doce jinetes salió al exterior. Cruzaron el puente levadizo y se volvieron hacia David, cabalgando a gran velocidad. Todavía temeroso de los lobos, el niño se acercó con la yegua. En cuanto lo vieron, los jinetes espolearon sus caballos hasta alcanzarlo y rodearlo, los hombres de atrás mirando hacia el cañón con las lanzas a punto, por si surgía alguna amenaza de allí.

– Te estábamos esperando -anunció uno de los hombres. Era mayor que los demás y llevaba las cicatrices de viejas batallas en la cara. Unos rizos de color castaño grisáceo le salían del yelmo, y vestía una coraza de plata salpicada de bronce bajo la capa oscura-. Tenemos que ponerte a salvo en las cámaras del rey. Adelante.

David cabalgó con ellos, rodeado por todas partes de jinetes armados, así que se sentía tanto protegido como prisionero. Llegaron al puente levadizo sin incidentes y entraron en el castillo, bajando el rastrillo al instante una vez estuvieron dentro. Los criados ayudaron a David a desmontar, lo abrigaron con una capa de piel negra y suave y le dieron una bebida caliente y dulce en una copa de plata para calentarlo. Uno de ellos se llevó a Scylla por las riendas, y el niño estaba a punto de detenerlo cuando el líder de los jinetes intervino.

– Cuidarán bien de tu yegua, y estará en una cuadra cerca de donde duermas. Soy Duncan, capitán de la guardia del rey. No tengas miedo, estás a salvo con nosotros, eres un importante invitado del rey.

Le pidió a David que lo siguiera, y David lo hizo, quedándose detrás de él cuando salieron del patio exterior, y se adentraron en el castillo. Había más gente allí que en todo el camino recorrido, y todos lo miraban con interés. Las sirvientas se detenían y susurraban entre ellas con las bocas tapadas. Los ancianos se inclinaban ligeramente al verlo pasar, y los niños lo miraban con algo similar al respeto.

– Han oído hablar mucho sobre ti -comentó Duncan.

– ¿Cómo? -preguntó David.

Pero Duncan sólo le dijo que el rey tenía sus métodos.

Recorrieron pasillos de piedra, pasaron por delante de ardientes antorchas y cámaras lujosamente decoradas. Los cortesanos reemplazaron a los criados, hombres serios con oro al cuello y papeles en las manos que miraban a David con una mezcla de expresiones: felicidad, preocupación, suspicacia, incluso miedo. Finalmente, Duncan y David llegaron hasta unas grandes puertas talladas con imágenes de dragones y palomas. Había soldados haciendo guardia, uno a cada lado, ambos armados con grandes picas. Cuando David y Duncan se acercaron, los soldados les abrieron las puertas, dejando al descubierto una gran sala llena de pilares de mármol, con el suelo vestido de alfombras bellamente tejidas. De las paredes colgaban tapices, lo que daba calidez a la habitación; los tapices ilustraban batallas, bodas, funerales y coronaciones. En aquel cuarto había más cortesanos y más soldados, estos últimos formando dos líneas entre las cuales pasaron David y Duncan, hasta encontrarse al pie de un trono elevado sobre tres escalones de piedra. En el trono se sentaba un hombre muy anciano que llevaba una corona de oro con incrustaciones de piedras rojas, pero parecía pesarle mucho, y tenía la piel roja y desollada en el punto donde el metal le tocaba la frente. Mantenía los ojos entrecerrados y le costaba respirar.

Duncan hincó una rodilla y agachó la cabeza, tirando de la pierna de David para darle a entender que debía hacer lo mismo. Obviamente, David nunca había comparecido ante un rey y no estaba seguro de cómo comportarse, así que siguió el ejemplo de Duncan, escudriñando al anciano a través del flequillo.

– Majestad -anunció Duncan-, el niño está aquí.

El rey se agitó y abrió un poco los ojos.

– Acércate -le dijo a David. David no sabía si tenía que ponerse de pie o quedarse de rodillas y arrastrarse por el suelo. No quería ofender a nadie, ni meterse en problemas-. Puedes levantarte -añadió el rey-. Ven, deja que te vea.

David se levantó y se acercó a la tarima. El rey le hacía señas con un dedo arrugado, y el niño subió los escalones hasta estar frente al anciano. El monarca se inclinó hacia delante con gran esfuerzo y cogió el hombro de David, dando la impresión de que todo su cuerpo se apoyaba en él. Apenas pesaba, y el niño recordó los cascarones vacíos de los caballeros en la Fortaleza de Espinas.

– Has hecho un largo viaje -comentó el rey-. Pocos hombres podrían haber logrado lo mismo que tú.

David no sabía que responder, porque decir gracias no parecía adecuado y, en cualquier caso, tampoco se sentía muy orgulloso. Roland y el Leñador estaban muertos, y los cadáveres de dos ladrones yacían en algún punto del camino, escondidos en la nieve. Se preguntó si el rey lo sabría, porque parecía saber mucho para ser alguien que, en teoría, estaba perdiendo el control de su reino.

Al final, el niño decidió responder:

– Me alegro de estar aquí, Majestad. -Se imaginó al fantasma de Roland, impresionado por aquel despliegue de diplomacia. El rey sonrió y asintió, como si no estar contento en su compañía fuese algo imposible-. Majestad -siguió diciendo David-, me dijeron que podíais ayudarme a volver a casa. Me dijeron que tenéis un libro, y que en él…

– Todo a su debido tiempo -lo interrumpió el rey, levantando una mano arrugada cuyo dorso era un caos de venas moradas y manchas marrones-. Todo a su debido tiempo. Ahora debes comer y descansar. Por la mañana hablaremos de nuevo. Duncan te enseñará tus aposentos, no estarás lejos de aquí.

Tras decir aquello, la primera audiencia de David con el rey tocó a su fin. El niño se apartó del alto trono caminando hacia atrás, porque pensó que darle la espalda al rey podría considerarse de mala educación. Duncan asintió con expresión aprobadora, se levantó y se inclinó ante el rey; después acompañó a David hasta una puertecita que había a la derecha del trono, y, desde allí, unas escaleras les condujeron a una galería que daba a la cámara, y Duncan le enseñó a David su habitación, que estaba en aquel corredor. El cuarto era enorme, con una cama muy grande en un extremo, una mesa y seis sillas en el centro, una chimenea en el otro extremo, y tres ventanitas con vistas al río y al camino que llevaba hasta el castillo. En la cama había una muda de ropa y en la mesa vio comida: pollo caliente con patatas, tres tipos de verduras y fruta fresca de postre. También había una jarra de agua y algo que olía como vino caliente en un tarro de piedra. Delante de la chimenea habían colocado una gran bañera con una sartén llena de carbones ardientes bajo ella, para calentar el agua.

– Come lo que quieras y duerme -le dijo Duncan-. Vendré a por ti por la mañana. Si necesitas algo, toca la campana que tienes junto a la cama. La puerta no estará cerrada con llave, pero, por favor, no salgas de la habitación, porque no conoces el castillo y no nos gustaría que te perdieses.

Duncan le hizo una reverencia y se fue. El niño se quitó los zapatos, se comió casi todo el pollo y la fruta, y probó el vino caliente, pero no le gustó mucho. En un pequeño armario encontró un banco de madera con un agujero redondo en el centro, a modo de retrete. Olía fatal, incluso con los ramos de flores y hierbas que habían colgado de la pared, así que David hizo lo que tenía que hacer todo lo deprisa que pudo, aguantando la respiración, salió corriendo y cerró la puerta con fuerza antes de volver a tomar aliento. Se quitó la ropa y la espada y se metió en la bañera; después se vistió con un rígido camisón de algodón, y, antes de tumbarse en la cama, se acercó a la puerta y la abrió sin hacer ruido. La sala del trono de abajo no tenía guardias, y el rey ya no estaba. Sin embargo, había un guardia paseando por la galería, de espaldas a David, y el niño pudo ver otro guardia en el extremo opuesto. Los gruesos muros bloqueaban el sonido, así que era como si los guardias y él fuesen las únicas personas vivas dentro del castillo. David cerró la puerta y cayó en la cama, exhausto. Se quedó profundamente dormido en pocos segundos.


David se despertó de golpe y, durante unos momentos, no supo dónde estaba. Se creía de nuevo en su cama, y miró a su alrededor en busca de sus libros y juegos, pero no estaban por ninguna parte. Entonces lo recordó todo rápidamente, se sentó y vio que habían echado más madera a la chimenea mientras dormía. Los restos de la cena y los platos que había usado también habían desaparecido, incluso la bañera y la sartén, y todo sin que él se despertara.

David no tenía ni idea de la hora, pero suponía que todavía era de noche. Le daba la sensación de que el castillo seguía dormido y, cuando miró por la ventana, vio una luna pálida coronada de volutas de nube. Algo le había despertado. Estaba soñando con su casa y, en su sueño, había oído voces que no encajaban; al principio había intentado incorporarlas, igual que a veces los timbrazos de su despertador se convertían en un teléfono en su imaginación si estaba muy cansado y profundamente dormido. En aquel momento, sentado en su cama blandita, rodeado de almohadas, oyó con claridad el murmullo de dos hombres hablando y supo con certeza que habían pronunciado su nombre. Apartó las mantas de la cama y se acercó con sigilo a la puerta, donde intentó escuchar por la cerradura, pero las voces estaban demasiado ahogadas para entenderlas bien, así que abrió haciendo el menor ruido posible y miró afuera.

Ya no estaban los guardias que patrullaban la galería, y las voces provenían de la sala del trono. Manteniéndose al amparo de las sombras, David se escondió detrás de una gran urna de plata llena de helechos y miró a los dos hombres que hablaban abajo. Uno de ellos era el rey, pero no estaba sentado en el trono, sino en los escalones de piedra, vestido con una bata morada encima de un camisón blanco y dorado. Tenía la coronilla calva y moteada, y unos largos mechones de pelo blanco le colgaban sobre las orejas y el cuello de la bata. El monarca temblaba de frío en la gran sala.

El Hombre Torcido estaba sentado en el trono del rey, con las piernas cruzadas y los dedos de las manos unidos delante de él, formando una punta. No parecía contento con algo que había dicho el rey, porque escupió, asqueado, en el suelo de piedra. David oyó el siseo y el crepitar del escupitajo al caer.

– No podemos forzarlo -decía el Hombre Torcido-. Unas cuantas horas no te matarán.

– Al parecer, no me va a matar nada -respondió el rey-. Me prometiste acabar con esto. Necesito descansar, dormir, quiero tumbarme en mi cripta y convertirme en polvo. Me prometiste que por fin podría morir.

– Él cree que el libro le ayudará -repuso el Hombre Torcido-. Cuando descubra que no tiene valor, atenderá a la razón, y así los dos obtendremos nuestra recompensa.

El rey cambió de postura, y David vio que tenía un libro en el regazo; estaba encuadernado en cuero marrón, y parecía muy viejo y destrozado. El monarca acarició con cariño la cubierta, y su rostro se convirtió en la viva imagen de la tristeza.

– Tiene valor para mí -dijo.

– Entonces, puedes llevártelo contigo a la tumba -contestó el Hombre Torcido-, porque no le servirá a nadie más. Hasta entonces, déjalo donde su presencia pueda tentarlo.

El rey se levantó con gran dificultad y se tambaleó escaleras abajo, después se acercó a un hueco en la pared y colocó cuidadosamente el libro en un cojín dorado. David no lo había visto antes porque, durante su reunión con el rey, el hueco había estado tapado con unas cortinas.

– No te preocupes, Majestad -dijo el Hombre Torcido, con la voz cargada de sarcasmo-, nuestro provechoso trato está a punto de concluir.

– No ha sido provechoso -respondió el rey, con el ceño fruncido-, ni para mí, ni para la persona que tomaste para garantizarlo.

El Hombre Torcido saltó del trono y, de un solo bote, aterrizó a escasos centímetros del rey, pero el anciano no se acobardó ni intentó alejarse.

– No hiciste nada que no desearas hacer -repuso el Hombre Torcido-. Te di lo qué querías y te dejé claro lo que esperaba a cambio.

– Era un niño -protestó el rey-, estaba enfadado, no entendía el daño que estaba causando.

– ¿Y crees que eso te disculpa? De niño sólo veías las cosas en blanco y negro, bueno o malo, lo que te daba placer y lo que te producía dolor. Ahora lo ves en distintos tonos de gris. Ni siquiera puedes cuidar de tu reino, porque no estás dispuesto a decidir lo que está bien y lo que está mal, ni siquiera deseas reconocer que puedes distinguir lo uno de lo otro. Sabías lo que estabas haciendo el día que cerramos el trato. El arrepentimiento te nubla la memoria, y ahora quieres culparme por tus debilidades. Cuida tu lengua, viejo, o tendré que recordarte el poder que todavía ejerzo sobre ti.

– ¿Qué me puedes hacer que no me hayas hecho ya? -preguntó el rey-. Sólo me queda la muerte, y tú sigues negándomela.

– Recuerda y recuérdalo bien-contestó el Hombre Torcido, acercándose tanto al rey que sus narices se tocaron-: hay muertes fáciles y muertes difíciles. Puedo conseguir que tu fallecimiento sea tan pacífico como una siesta a media tarde, o tan doloroso y largo como tu cuerpo marchito y tus huesos frágiles puedan soportar. No lo olvides nunca.

El hombrecillo se volvió y caminó hasta la pared que estaba detrás del trono. Un tapiz con la imagen de una caza de unicornios se movió brevemente a la luz de las antorchas, y, después, el rey se quedó solo en la sala del trono. El anciano se acercó al hueco, abrió de nuevo el libro y contempló durante un rato lo que revelaban sus hojas; después lo cerró de nuevo y se fue por una puerta que quedaba debajo de la galería. David se quedó solo; esperó a que regresaran los guardias, pero no lo hicieron. Al cabo de cinco minutos, viendo que todo seguía tranquilo, bajó las escaleras que llevaban a la sala del trono y recorrió en silencio el cuarto hasta llegar al libro.

Así que aquél era el libro del que habían hablado el Leñador y Roland, El libro de las cosas perdidas. Pero el Hombre Torcido había afirmado que no tenía valor, aunque el rey parecía tenerle más aprecio que a su corona. «Quizás el Hombre Torcido esté equivocado -pensó David-. Quizá no entienda lo que contienen sus páginas.»

David cogió el libro y lo abrió.


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