IV. Sobre Jonathan Tulvey, Billy Golding y los hombres que moran junto a las vías del tren


El cuarto de David tenía un diseño curioso: el techo era bastante bajo y parecía construido de cualquier modo, bajando en sitios en los que no debería bajar y ofreciendo amplias oportunidades para que las arañas más aplicadas tejiesen sus redes. En su afán por explorar los rincones oscuros de las estanterías, David se había encontrado más de una vez con la cara y el pelo llenos de hilos de seda de araña, tras hacer que la residente de la red en cuestión saliese corriendo a ocultarse en una esquina, perdida en sus siniestras ansias de venganza arácnida. En una esquina había una caja de juguetes de madera, y un gran armario en la otra. Entre ellos estaba la cómoda, con un espejo encima. Habían pintado la habitación de un azul tan pálido que, cuando hacía sol, parecía formar parte del mundo exterior, sobre todo con la hiedra asomándose por la pared y los insectos que de vez en cuando alimentaban a las arañas.

La única ventanita daba al césped y al bosque. Si se ponía de pie en el asiento de la ventana, también se veía la aguja de una iglesia y los tejados de las casas del pueblo de al lado. Londres estaba al sur, pero igual podría haber estado en la Antártida, porque los árboles y el bosque ocultaban por completo la casa del mundo exterior. El asiento de la ventana era su lugar favorito para leer; los libros seguían susurrando y hablando entre ellos, pero él ya sabía cómo hacerlos callar con una sola palabra si estaba de buen humor, y, en cualquier caso, solían guardar silencio cuando estaba leyendo. Era como si se alegrasen cuando él consumía historias.

Volvía a ser verano, así que David tenía mucho tiempo para leer. Su padre había intentado animarlo a hacerse amigo de los niños que vivían por allí, de los cuales algunos eran evacuados de Londres, pero David no quería mezclarse con ellos, y ellos, a su vez, veían algo triste y distante en él que los mantenía alejados. Los libros ocuparon el lugar de los amigos. Los viejos libros de cuentos de hadas, en concreto, tan extraños y siniestros con sus adiciones manuscritas y sus nuevos dibujos, no habían hecho más que aumentar la fascinación que sentía David por aquellas historias. Todavía le recordaban a su madre, pero en un sentido positivo, y todo lo que le recordaba a su madre lo ayudaba a mantener a Rose y a su hijo, Georgie, a distancia. Cuando no estaba leyendo, el asiento de la ventana le ofrecía una vista perfecta de una de las curiosidades de la propiedad: el jardín hundido que estaba en el césped del patio, cerca de donde comenzaban los árboles.

Parecía una piscina vacía, con cuatro escalones de piedra que bajaban hasta un rectángulo de hierba, rodeado de un sendero de losetas. Aunque el señor Briggs, el jardinero que iba los jueves a cuidar de las plantas y ayudar en lo necesario, cortaba la hierba con regularidad, las partes de piedra del jardín hundido estaban descuidadas. Había grandes grietas en las paredes, y una esquina se había derrumbado por completo, dejando un hueco lo bastante grande para que David entrase, de haber querido hacerlo. David sólo había llegado a asomar la cabeza. El espacio que había al otro lado estaba oscuro y mohoso, lleno de todo tipo de cosas ocultas y escurridizas. El padre de David había sugerido que el jardín hundido podría ser un lugar adecuado para construir un refugio antiaéreo, si decidían que era necesario contar con uno, pero, por el momento, sólo había llegado a apilar sacos llenos de arena y láminas de chapa ondulada en la caseta del jardín, lo que molestaba mucho al señor Briggs, que tenía que esquivar todo aquello para llegar hasta sus herramientas. El jardín hundido se convirtió en el sitio privado de David fuera de la casa, sobre todo cuando quería alejarse de los susurros de los libros o de las intromisiones molestas, aunque bien intencionadas, de Rose.

David no se llevaba bien con Rose. Aunque siempre intentaba ser amable, como su padre le había pedido, no le gustaba aquella mujer y lamentaba que formase parte de su mundo. No era simplemente que hubiese ocupado o intentase ocupar el lugar de su madre, aunque eso ya era de por sí malo. Cuando trataba de preparar la comida que a él le gustaba para la cena, a pesar de los problemas con el racionamiento, David se irritaba. Rose quería caerle bien, y eso hacía que a él le gustase cada vez menos.

Pero David creía que su presencia también distraía a su padre del recuerdo de su madre, y que había empezado a olvidarla por culpa de lo ocupado que estaba con Rose y el nuevo bebé. El pequeño Georgie era un niño exigente que lloraba mucho y siempre parecía enfermo, hasta el punto de que el médico local era un visitante regular de la casa. Rose y su padre lo adoraban, aunque él les impedía dormir casi todas las noches, y los dejaba cansados y con los nervios de punta. El resultado era que David tenía que valerse por sí mismo, lo que hacía que se sintiese agradecido por la libertad que le ofrecía Georgie, y, a la vez, resentido por la falta de atención a sus necesidades. En cualquier caso, tenía más tiempo para leer, y eso no era malo.

Pero conforme crecía la fascinación del niño por los viejos libros, también lo hacía su deseo por descubrir más sobre su anterior propietario, porque estaba claro que habían pertenecido a alguien como él. Al menos tenía un nombre, Jonathan Tulvey, escrito dentro de las cubiertas de dos de los libros, y sentía curiosidad por aprender algo sobre aquella persona.

Por esa razón, un día David decidió tragarse su aversión por Rose y bajar a la cocina, donde ella estaba trabajando. La señora Briggs, el ama de llaves y esposa del jardinero, estaba visitando a su hermana en Eastbourne, así que Rose se hacía cargo de las labores del hogar. Desde el exterior llegaban los cloqueos de las gallinas en el corral. El niño había ayudado hacía un rato al señor Briggs a darles de comer, a examinar el huerto por si los conejos habían causado daños y a buscar agujeros en el corral por los que pudieran entrar los zorros. La semana antes, el señor Briggs había atrapado y matado a un zorro cerca de la casa, utilizando una trampa que lo había dejado prácticamente decapitado. David había dicho que le daba pena, y el señor Briggs le había regañado, explicando que un zorro podía matar a todas las gallinas si lo dejaban entrar en el corral, pero al niño seguía inquietándole la imagen del animal muerto, con la lengua entre los afilados dientes y la piel rasgada por los mordiscos que se había dado intentando soltarse.

David se sirvió un vaso de limonada Borwick's antes de sentarse a la cabecera de la mesa y preguntarle a Rose cómo estaba. Rose dejó de lavar los platos y se volvió para hablar con él, con el rostro reluciente de placer y sorpresa. El chico tenía pensado ser muy amable con la esperanza de obtener más información, pero Rose, poco acostumbrada a mantener cualquier tipo de conversación con él que no tratase sobre comida o la hora de acostarse, o que no consistiese en monosílabos malhumorados, abrazó de inmediato la oportunidad de construir un vínculo entre ellos, así que David no tuvo que emplear al máximo sus habilidades para la actuación. La mujer se secó las manos en un trapo de cocina y se sentó a su lado.

– Estoy bien, gracias. Un poco cansada, con lo de Georgie y todo eso, pero ya pasará. Ha sido una época un poco extraña. Estoy segura de que a ti te pasa lo mismo, después de encontrarnos los cuatro juntos así, tan de repente. Pero me alegro de que estés aquí. Está casa es demasiado grande para una sola persona, pero mis padres querían conservarla para la familia. Era… importante para ellos.

– ¿Por qué? -preguntó David. Intentó no parecer demasiado interesado, porque no quería que Rose se diese cuenta de que la única razón por la que hablaba con ella era descubrir más cosas sobre la casa y, sobre todo, sobre su cuarto y los libros que contenía.

– Bueno, esta casa lleva mucho tiempo en nuestra familia. Mis abuelos la construyeron y vivieron en ella con sus hijos. Esperaban que permaneciese en manos de la familia y que siempre hubiese niños viviendo en ella.

– ¿Eran suyos los libros de mi cuarto? -preguntó David.

– Algunos. Otros pertenecían a sus hijos: mi padre, su hermana y… -Hizo una pausa.

– ¿Jonathan? -sugirió David, y Rose asintió con expresión de tristeza.

– Sí, Jonathan. ¿Dónde has visto ese nombre?

– Estaba escrito en algunos de los libros, y me preguntaba quién sería.

– Era mi tío, el hermano mayor de mi padre, aunque nunca lo conocí. Tu cuarto era su cuarto, y muchos de los libros eran suyos. Lo siento si no te gustan. Me pareció que te iría bien ese dormitorio, porque, aunque sé que es un poquito oscuro, tiene muchas estanterías y libros. Debería haber sido más considerada.

– ¿Por qué? -le preguntó David, perplejo-. Me gusta, y también los libros.

– Oh, no es nada -repuso Rose, mirando hacia otro lado-. No importa.

– No, cuéntamelo, por favor.

– Jonathan desapareció -respondió Rose, ablandada-. Tenía exactamente catorce años. Fue hace mucho tiempo, y mis abuelos mantuvieron su cuarto como él lo había dejado, porque esperaban que volviese algún día, pero nunca lo hizo. Con él desapareció una niña pequeña que se llamaba Anna y era hija de uno de los amigos de mi abuelo. Su esposa y él habían muerto en un incendio, y mi abuelo se llevó a Anna a vivir con ellos. Anna tenía siete años. Mi abuelo pensó que a Jonathan le gustaría tener una hermana pequeña, y que a Anna le gustaría tener un hermano mayor para que cuidase de ella. En cualquier caso, supongo que se alejaron demasiado y, bueno, no lo sé, les pasó algo y nadie volvió a verlos. Fue una historia muy, muy triste. Los buscaron durante mucho tiempo, miraron en el bosque y en el río, y preguntaron por ellos en todos los pueblos cercanos. Incluso fueron a Londres y colocaron carteles con su cara y descripción donde pudieron, pero nadie les dijo que los hubiese visto.

»Con el tiempo, mis abuelos tuvieron dos hijos más, mi padre y su hermana, Katherine, pero nunca olvidaron a Jonathan, y nunca perdieron la esperanza de que Anna y él volviesen a casa. Mi abuelo, sobre todo, nunca se recuperó de la pérdida. Parecía culparse por lo ocurrido. Supongo que pensó que tendría que haberlos protegido mejor; creo que murió joven por eso. Cuando mi abuela se estaba muriendo, le pidió a mi padre que no cambiase la habitación, que dejase los libros donde estaban por si Jonathan regresaba. Nunca perdió la esperanza. También se preocupaba por Anna, pero Jonathan era el hijo mayor, y no creo que pasara un día sin mirar por la ventana de su dormitorio con la esperanza de verlo acercarse por el sendero del jardín, más viejo, pero con alguna historia maravillosa que contarle sobre su desaparición.

»Mi padre hizo lo que le pedía: dejó los libros donde estaban, y después, cuando mis padres murieron, yo hice lo mismo. Siempre he querido tener mi propia familia, y supongo que creí que Jonathan amaba tanto sus libros que le habría gustado que apareciese por aquí otro niño o niña que supiese apreciarlos, en vez de dejar que se pudrieran sin leer. Ahora es tu cuarto, pero, si quieres que te demos otro, podemos hacerlo, porque hay mucho espacio.

– ¿Cómo era Jonathan? ¿Te contó tu abuelo algo sobre él?

– Bueno -dijo Rose, tras pensarlo un instante-, yo también sentía curiosidad, como tú, y le pregunté por él a mi abuelo. Supongo que lo estudié bastante bien. Mi abuelo decía que era un chico muy tranquilo, que le gustaba leer, como te imaginarás, igual que a ti. En cierto modo, es curioso: a él le encantaban los cuentos de hadas, pero también le daban miedo, aunque los que más miedo le daban eran los que más le gustaba leer. Le asustaban los lobos, recuerdo que mi abuelo me lo dijo una vez. Jonathan tenía pesadillas en las que los lobos lo perseguían, pero no eran lobos normales, porque salían de las historias que leía y podían hablar; los lobos de sus sueños eran listos y peligrosos. Las pesadillas eran tan malas que mí abuelo intentó quitarle los libros, pero Jonathan no quería estar sin ellos, así que mi abuelo siempre cedía y se los devolvía. Algunos de los libros eran muy viejos, ya eran viejos cuando mi tío los leía. Supongo que algunos serían valiosos si alguien no hubiese escrito en ellos hace tiempo. Había historias y dibujos que no eran de esos libros. Mi abuelo pensaba que quizá fueran del hombre que se los vendió, un librero de Londres. Era un hombre extraño porque, aunque vendía bastantes libros para niños, no le gustaban mucho los críos. Creo que sólo le gustaba asustarlos. -Rose estaba mirando por la ventana, perdida en los recuerdos de su abuelo y su tío desaparecido-. Mi abuelo volvió a la librería cuando Jonathan y Anna desaparecieron. Imagino que pensaría que por allí pasaban muchos padres para comprar libros, y que ellos o sus hijos podrían haber oído algo sobre la pareja desaparecida, pero, cuando llegó a la calle en cuestión, la librería no estaba. Tenía las puertas y ventanas tapadas con tablas. Ya nadie vivía ni trabajaba allí, y nadie pudo decirle qué le había pasado al hombrecillo que la dirigía. Quizá se había muerto, porque mi abuelo decía que era muy viejo; muy viejo y muy extraño.

El timbre de la puerta sonó, rompiendo el hechizo de armonía que se había apoderado de David y Rose. Era el cartero, y Rose fue a saludarlo. Cuando regresó, le preguntó a David si quería algo de comer, pero David respondió que no. Ya empezaba a enfadarse consigo mismo por haber bajado las defensas ante Rose, aunque hubiese aprendido algo gracias a ello. No quería que la mujer pensara que, de repente, todo estaba bien entre ellos, porque no era así, en absoluto. Así que la dejó sola en la cocina y se fue a su cuarto.

De camino a su habitación, le echó un vistazo a Georgie. El bebé estaba profundamente dormido en la cuna, con el gran respirador y el fuelle para insuflarle aire al lado. David intentó convencerse de que no era culpa del crío estar allí, que él no había elegido nacer, pero no consiguió preocuparse demasiado por el niño, y algo dentro de él se desgarraba cada vez que veía a su padre cogerlo en brazos. Era como un símbolo de todo lo que iba mal, de todo lo que había cambiado. Tras la muerte de su madre, todo se había reducido a él y su padre, y se habían unido más porque sólo se tenían el uno al otro. Pero ahora su padre también tenía a Rose y a un hijo nuevo, mientras que David, bueno, no tenía a nadie más: estaba solo.

Dejó al bebé y regresó a su buhardilla, donde pasó el resto de la tarde hojeando los libros de Jonathan Tulvey. Se sentó junto a la ventana y se le ocurrió que Jonathan también se había sentado allí, hacía mucho tiempo; había caminado por los mismos pasillos, había comido en la misma cocina, había jugado en el mismo salón y hasta había dormido en la misma cama que David. Quizás, en algún momento del pasado, todavía estaba haciendo todas aquellas cosas, y tanto David como Jonathan ocupaban el mismo lugar en el espacio, aunque en distintos puntos de la historia, de modo que Jonathan pasaba como un fantasma invisible a través del mundo de David, sin saber que compartía cama cada noche con un desconocido. La idea le hizo sentir escalofríos, pero también le gustó pensar en que dos chicos tan parecidos pudieran de algún modo compartir semejante conexión.

Se preguntó qué les habría pasado a Jonathan y a la pequeña Anna. Quizás hubiesen huido, aunque David era lo suficientemente mayor para entender que había una gran diferencia entre el tipo de huida que tenía lugar en los libros de cuentos y la realidad que le esperaba a un chico de catorce años con una niña de siete a rastras. Si algo los había hecho huir, no habrían tardado mucho en cansarse, sentir hambre y arrepentirse de lo que habían hecho. El padre de David le había dicho una vez que, si alguna vez se perdía, tenía que buscar a un policía o pedirle a un adulto que se lo buscara, pero que no debía acercarse a hombres solos. Siempre debía acercarse a una señora o a un señor y una señora que fuesen juntos, sobre todo si tenían niños con ellos. «Nunca se es demasiado precavido», solía decir su padre. ¿Era eso lo que les había pasado a Jonathan y Anna? ¿Habían elegido a la persona equivocada, a alguien que no quería ayudarlos a volver a casa, sino secuestrarlos, esconderlos en un lugar donde nadie los encontrase nunca? ¿Por qué iba a hacer algo así?

Tumbado en la cama, David supo que había una respuesta a aquella pregunta. Antes de que su madre se fuese al lugar que no era del todo un hospital, la había oído hablar con su padre de la muerte de un chico local llamado Billy Golding, que había desaparecido de camino a casa de la escuela. Billy Golding no iba al colegio de David y no era amigo suyo, pero David sabía qué aspecto tenía porque Billy era un gran jugador de fútbol que solía jugar partidos en el parque los sábados por la mañana. La gente decía que un hombre del Arsenal había hablado con el señor Golding para que Billy se uniese al club cuando fuese mayor, pero otros decían que el chico se lo había inventado y que no era cierto. Entonces Billy desapareció, y la policía fue al parque dos sábados seguidos para hablar con cualquiera que supiese algo sobre él. Hablaron con David y su padre, pero David no pudo ayudarlos, y, después del segundo sábado, la policía no volvió al parque.

Entonces, un par de días más tarde, David oyó en el colegio que habían encontrado el cadáver de Billy Golding junto a las vías del tren.

Aquella noche, cuando se preparaba para acostarse, oyó que sus padres hablaban en el dormitorio, y así supo que habían encontrado a Billy desnudo y que la policía había arrestado a un hombre que vivía con su madre en una casita muy limpia, no muy lejos de donde habían encontrado el cuerpo. Por la forma en que lo decían, David sabía que le había pasado algo muy malo antes de morir, algo que tenía que ver con el hombre de la casita limpia.

Aquella noche, la madre de David se había esforzado por salir de su dormitorio para darle un beso de buenas noches a David. Lo abrazó con fuerza y le advirtió que no se acercase a hombres desconocidos. Le dijo que siempre fuese directamente a casa al salir del colegio y que, si un desconocido se acercaba para ofrecerle caramelos o prometerle una paloma de mascota si se iba con él, tenía que seguir caminando lo más deprisa posible; y, si el hombre intentaba seguirlo, David tenía que acercarse a la primera casa que viera y contarles a sus habitantes lo que pasaba. Hiciera lo que hiciese, nunca, nunca debía irse con un desconocido, daba igual lo que le dijera, y David le juró a su madre que nunca lo haría. Se le ocurrió una pregunta cuando se lo estaba prometiendo, pero no se la hizo, porque ella ya parecía bastante preocupada, y David no quería inquietarla tanto que le prohibiese salir a jugar. Pero la pregunta no se le fue de la cabeza, ni siquiera después de apagar la luz y quedarse solo en la oscuridad de su cuarto. La pregunta era: ¿y si me obliga a ir con él?

En aquellos momentos, en otro dormitorio distinto, pensó en Jonathan Turvey y en Anna, y se preguntó si un hombre de una casita muy limpia, un hombre que vivía con su madre y llevaba caramelos en los bolsillos, los habría obligado a ir con él hasta las vías del tren.

Y allí, en la oscuridad, habría jugado con ellos, a su manera.


Por la noche, en la cena, su padre empezó a hablar de nuevo de la guerra. A David seguía sin parecerle que estuviesen en guerra, porque todas las batallas tenían lugar lejos, aunque a veces veían algo en los noticieros que ponían en el cine antes de las películas. Era todo mucho más aburrido de lo que David pensaba. La guerra sonaba como algo emocionante, pero, por el momento, no había sido así. Era cierto que los escuadrones de Spitfires y Hurricanes a menudo sobrevolaban la casa, y que siempre había combates aéreos sobre el Canal. Los bombarderos alemanes habían realizado vanas incursiones en las pistas aéreas del sur y también habían soltado bombas en la iglesia St. Giles de Cripplegate, en el East End; el señor Briggs lo consideraba un «comportamiento típicamente nazi», pero, más tarde, el padre de David explicó, de una manera mucho menos emotiva, que se trataba de un intento por destruir la refinería de petróleo de Thameshaven. Sin embargo, David se sentía alejado de todo aquello; no era como si pasase en el patio de atrás. En Londres, la gente se llevaba como recuerdo cosas de los aviones alemanes estrellados, aunque se suponía que nadie podía acercarse a ellos, y los pilotos nazis que saltaban en paracaídas proporcionaban un entretenimiento constante a los ciudadanos. En la casa de Rose, aunque apenas estaban a ochenta kilómetros de Londres, todo estaba muy tranquilo.

Su padre colocó el Daily Express doblado junto al plato. El periódico era más fino que antes, ya sólo ocupaba seis páginas, y el padre de David le explicó que era porque habían empezado a racionar el papel. Habían dejado de imprimir el Magnet en julio, lo que dejaba a David sin las aventuras de Billy Bunter, aunque seguía recibiendo otro tebeo, el Boy's Own, todos los meses; el niño siempre lo guardaba cuidadosamente junto con sus libros de modelos de aviones de los contendientes.

– ¿Tendrás que ir al frente? -le preguntó a su padre cuando terminaron la cena.

– No, no lo creo -contestó él-. Soy más útil donde estoy.

– Alto secreto.

– Sí, alto secreto -coincidió su padre, sonriente.

A David todavía le emocionaba pensar que su padre pudiera ser un espía o, al menos, que supiese algo sobre espías. Por el momento, era la única parte interesante de la guerra.

Aquella noche se tumbó en la cama y observó cómo la luz atravesaba la ventana, porque el cielo estaba claro y la luna brillaba con fuerza. Al cabo de un rato cerró los ojos, y soñó con lobos, niñas y un viejo rey en un castillo desmoronado, dormido en el trono. Las vías del tren rodeaban el castillo, y unas figuras se movían por la alta hierba que crecía junto a ellas. Había un niño, una niña y el Hombre Torcido, pero desaparecieron bajo la tierra, y David olió a gominolas y caramelos de menta, y oyó el llanto de una niña, antes de que su voz se perdiese en el estruendo de un tren que se aproximaba.

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