I. Sobre todo lo que se encontró y todo lo que se perdió


Érase una vez, porque así es como deberían empezar todas las historias, un niño que perdió a su madre.

En realidad, llevaba ya mucho tiempo perdiéndola, puesto que la enfermedad que la estaba matando era un enemigo sigiloso y cobarde que se la comía por dentro, que consumía lentamente su luz interior, de modo que perdía el brillo de los ojos con cada día que pasaba y tenía la piel cada vez más pálida.

A medida que la enfermedad se la iba robando poco apoco, el miedo del niño a perderla del todo crecía en consonancia. Quería que se quedara. No tenía hermanos ni hermanas y, aunque amaba a su padre, sería justo reconocer que amaba más a su madre y no soportaba la idea de vivir sin ella.

El niño, que se llamaba David, hizo todo lo que pudo por mantenerla viva. Rezó. Intentó ser bueno, para que ella no tuviera que ser castigada por los errores que cometía él. Caminaba de puntillas por la casa procurando no hacer ruido, y bajaba la voz cuando jugaba a la guerra con sus soldaditos de plomo. Se inventó una rutina e intentó ceñirse a ella todo lo posible, porque, en parte, creía que el destino de su madre estaba unido a las acciones que él realizaba. Siempre se levantaba de la cama poniendo primero el pie izquierdo en el suelo y después el derecho. Siempre contaba hasta veinte cuando se cepillaba los dientes y siempre paraba al terminar la cuenta. Siempre tocaba los grifos del cuarto de baño y los pomos de las puertas un número concreto de veces: los números impares eran malos, pero los pares estaban bien; dos, cuatro y ocho eran los mejores, aunque no le gustaba el seis, porque el seis era dos veces tres, tres era la segunda parte de trece, y trece era un número realmente malo.

Si se golpeaba la cabeza contra algo, lo hacía de nuevo para que el número de veces fuera par, y, a veces, lo hacía una y otra vez, porque su cabeza parecía rebotar en la pared y arruinarle la cuenta o el pelo rozaba la superficie cuando no debía, hasta que la cabeza le dolía del esfuerzo, y se sentía mareado y enfermo. Durante todo un año, en la peor época de la enfermedad de su madre, lo primero que hacía por la mañana era llevar ciertos objetos del dormitorio a la cocina, y lo último que hacía por la noche era devolverlos al dormitorio: se trataba de un pequeño ejemplar de los cuentos escogidos de Grimm y un tebeo Magnet manoseado. El libro tenía que estar perfectamente colocado en el centro del tebeo, y los bordes de ambos debían estar alineados en la esquina de la alfombra de su dormitorio por la noche, o en el asiento de su silla favorita de la cocina por la mañana. De esta forma, David contribuía a la supervivencia de su madre.

Todos los días después del colegio se sentaba junto a ella en la cama y, si la mujer se sentía con fuerzas, hablaban un rato. Sin embargo, otras veces se limitaba a verla dormir mientras contaba cada fatigoso resuello de la enferma y deseaba que se quedase con él. A menudo se llevaba un libro, y su madre, si estaba despierta y no le dolía mucho la cabeza, le pedía que se lo leyera en voz alta. Ella tenía sus propios libros, novelas de amor y misterio, y gordos tomos de tapas negras con letras diminutas, pero prefería que él le leyese historias mucho más antiguas: mitos, leyendas y cuentos de hadas, relatos de castillos, hazañas y peligrosos animales parlantes. A David no le parecía mal porque, aunque a sus doce años ya no era tan crío, seguía teniéndoles cariño a aquellos cuentos, y el hecho de que a su madre le gustase oírselos leer no hacía más que aumentar su amor por ellos.

Antes de caer enferma, la madre de David solía decirle que las historias estaban vivas, aunque no de la misma forma que las personas, ni siquiera como los perros o los gatos. Las personas estaban vivas independientemente de que les hicieras caso o no, mientras que los perros preferían llamarte la atención si decidían que no les prestabas la suficiente. Por otro lado, a los gatos se les daba muy bien fingir que las personas no existían cuando eso les convenía, pero aquello era otro tema muy distinto.

Sin embargo, las historias eran diferentes: cobraban vida al contarlas. Sin una voz humana que las leyera en voz alta o un par de ojos bien abiertos que las siguieran a la luz de una linterna bajo la manta, no tenían una existencia real en nuestro mundo. Eran como semillas en el pico de un pájaro, esperando caer en la tierra, o como las notas de una canción escrita en una partitura, deseando que un instrumento las convirtiese en música. Yacían dormidas, a la espera de una oportunidad para despertarse. Cuando una persona empezaba a leerlas, podían empezar a cambiar, podían echar raíces en la imaginación y transformar al lector. La madre de David le susurraba al oído que las historias querían que alguien las leyese, que lo necesitaban, porque era lo que las hacía salir de su mundo para entrar en el nuestro: querían que les diésemos vida.

Éstas eran las cosas que la madre de David le contaba antes de que la enfermedad se hiciese con ella. A menudo tenía un libro en la mano mientras hablaba, y acariciaba con cariño la cubierta, como acariciaba a veces el rostro de David o el de su padre cuando uno de ellos hacía o decía algo que le hacía recordar lo mucho que lo quería. El sonido de la voz de su madre era como una canción para David, una que revelaba constantemente nuevas improvisaciones o sutilezas previamente ocultas. Conforme crecía y la música ganaba importancia en su vida (aunque nunca tanta como los libros), empezó a pensar que la voz de su madre era menos como una canción y más como una especie de sinfonía, capaz de infinitas variaciones sobre los mismos temas y melodías, que cambiaban según su humor y su capricho.

Con el paso de los años, la lectura se convirtió en una experiencia más solitaria para David, hasta que la enfermedad de su madre los devolvió a ambos a su primera infancia, pero con los papeles invertidos. Sin embargo, antes de ponerse enferma, el niño a menudo entraba en la habitación en la que ella leía, la saludaba con una sonrisa siempre correspondida y se sentaba cerca para sumergirse en su propio libro, de modo que, aunque ambos estaban perdidos en mundos distintos, los dos compartían el mismo espacio y tiempo. Al mirarla mientras leía, David sabía si la historia que contaba el libro estaba viviendo dentro de su madre, y recordaba de nuevo todo lo que ella le había contado sobre las historias y los cuentos, sobre el poder que tenían sobre nosotros, y que nosotros, de igual modo, teníamos sobre ellos.

David nunca olvidaría el día en que murió su madre. Estaba en el colegio, aprendiendo (o no aprendiendo) cómo analizar un poema, con la mente llena de dáctilos y pentámetros que, más que versos, parecían nombres de extraños dinosaurios que habitaran una tierra prehistórica. El director abrió la puerta de la clase y se acercó al maestro de inglés, el señor Benjamín (o el Big Ben, como lo llamaban sus pupilos, tanto porque su tamaño era semejante al del famoso reloj, como porque tenía la costumbre de sacarse del chaleco su reloj de bolsillo y anunciar con voz lúgubre y profunda el lento paso del tiempo a sus indisciplinados alumnos). Le susurró algo al oído, y el señor Benjamín asintió con solemnidad. Cuando se volvió para mirar a la clase, sus ojos encontraron a David, y le habló con más dulzura de lo habitual: dijo su nombre, que tenía permiso para abandonar la clase y que recogiese sus cosas y acompañase al director. En aquel preciso instante, David supo lo que había pasado. Lo supo antes de que el director lo llevase a la consulta de la enfermera del colegio; lo supo antes de que apareciese la enfermera con una taza de té en la mano para el chico; lo supo antes de que el director se pusiera delante de él, todavía con aspecto severo, pero intentando a todas luces ser amable con el afligido niño; lo supo antes de llevarse la taza a los labios, antes de que dijesen las palabras temidas y antes de que el té le quemase la boca, recordándole que seguía vivo y que había perdido a su madre para siempre.

Ni siquiera las interminables rutinas habían bastado para mantenerla viva. Más tarde se preguntaría si habría hecho mal alguna, si, de algún modo, había contado mal aquella mañana, o si podría haber añadido otra acción que cambiase las cosas. Ya no importaba, porque su madre se había ido. David pensó que tendría que haberse quedado en casa. Siempre se preocupaba por ella cuando estaba en el colegio, porque, si estaba lejos de ella, no tenía control sobre su existencia. Las rutinas no funcionaban en el colegio; era difícil realizarlas, porque allí tenían sus propias reglas y costumbres. David había intentando usarlas como sustituías, pero no eran lo mismo, y su madre había pagado el precio. Fue sólo entonces cuando David, avergonzado por su fracaso, empezó a llorar.


Los días siguientes se perdieron en una bruma de vecinos y familiares, de hombres altos y extraños que le alborotaban el pelo y le daban un chelín, y de mujeres grandes vestidas de negro que se llevaban a David al pecho mientras lloraban, saturando sus sentidos con el olor a perfume y naftalina. Él se quedaba apabullado en una esquina del salón hasta altas horas de la noche, mientras los adultos intercambiaban historias sobre una madre que él no había conocido, una criatura extraña con una historia completamente separada de la suya: una niña que no lloró cuando se murió su hermana mayor, porque se negaba a creer que alguien que significaba tanto para ella pudiera desaparecer para siempre y no volver; una chica que huyó de casa un día porque su padre, en un arranque de impaciencia por alguna tontería que había hecho la hija, le dijo que la iba a vender a los gitanos; una bella mujer con un vestido rojo intenso, seducida por el padre de David delante de las narices de otro hombre; una preciosidad de blanco el día de su boda, que se pinchó el pulgar con la espina de una rosa y dejó la gota de sangre en el traje para que todos la vieran.

Cuando por fin se quedó dormido, David soñó que formaba parte de aquellas historias, que participaba en todas las etapas de la vida de su madre. Ya no era un niño oyendo relatos de otros tiempos, sino que era testigo de todos ellos.


David vio a su madre por última vez en la sala de la funeraria, antes de que cerraran el ataúd. Parecía diferente, pero también la misma; tenía el aspecto de antes, el de la madre que había existido antes de la enfermedad. Llevaba maquillaje, como los domingos para ir a misa, o cuando ella y el padre de David salían a cenar o al cine. Le habían puesto su vestido azul favorito y le habían cruzado las manos sobre el estómago, con un rosario entre los dedos, pero le habían quitado los anillos; tenía los labios muy pálidos. David se acercó y le tocó los dedos de la mano: estaban fríos y húmedos.

Su padre apareció junto a él; eran los únicos que quedaban en la sala, todos los demás habían salido. Un coche esperaba en la entrada para llevar a David y a su padre a la iglesia. Era un coche negro y grande, y el hombre que lo conducía llevaba una gorra con visera y nunca sonreía.

– Puedes darle un beso de despedida, hijo -le dijo su padre, y David lo miró. El hombre tenía los ojos húmedos y enrojecidos; había llorado el primer día, cuando David regresó del colegio, y él lo sostuvo entre sus brazos y le prometió que todo saldría bien, pero no había vuelto a llorar desde entonces. David vio cómo una gran lágrima surgía y se deslizaba lentamente, casi avergonzada, por la mejilla de su padre. Se volvió de nuevo hacia su madre, se inclinó sobre el ataúd y la besó en la cara. Olía a productos químicos y a otra cosa más, algo en lo que David no quería pensar; notó el mismo sabor en los labios de su madre.

– Adiós, mamá -susurró. Le picaban los ojos y quería decir algo, pero no sabía el qué.

Su padre le puso una mano en el hombro, se inclinó también sobre ella y le dio un dulce beso en la boca. Apretó la cara contra la de su mujer y le susurró algo que David no pudo oír. Después la dejaron, y cuando apareció de nuevo el ataúd, llevado por el encargado de la funeraria y sus ayudantes, estaba cerrado, y lo único que indicaba que la madre de David iba dentro era la plaquita de metal de la tapa, en la que ponía su nombre y las fechas de su nacimiento y muerte.

La dejaron sola en la iglesia aquella noche, aunque, de haber podido, David se habría quedado con ella. Se preguntó si se sentiría sola, si sabría dónde estaba, si ya estaría en el cielo o si eso no ocurría hasta que el cura decía las últimas palabras y el ataúd se enterraba en el suelo. No le gustaba imaginársela sola allí dentro, atrapada en madera, latón y clavos, pero no podía decírselo a su padre, porque no lo entendería, y, en cualquier caso, decírselo no iba a cambiar nada. No podía quedarse solo en la iglesia, así que se fue a su habitación e intentó imaginar cómo estaría pasándolo ella. Corrió las cortinas de la ventana, cerró la puerta para que estuviese lo más oscuro posible y se metió debajo de la cama.

La cama era baja, y el espacio que quedaba resultaba muy estrecho. Ocupaba una esquina del dormitorio, así que David se arrastró por el suelo hasta que tocó la pared con la mano izquierda; después cerró los ojos con fuerza y se quedó muy quieto. Al cabo de un rato, intentó levantar la cabeza, pero se dio un buen golpe contra los listones que soportaban el colchón; los empujó, pero estaban sujetos con clavos; intentó levantar la cama con las manos, pero pesaba demasiado. Olía a polvo y a su orinal, así que empezó a toser y le lagrimearon los ojos. Decidió salir de allí abajo, pero había sido más fácil arrastrarse hasta donde estaba que impulsarse para salir. Estornudó y se hizo daño al golpearse la cabeza con la parte de abajo de la cama. Entonces empezó a asustarse, agitó los pies desnudos para encontrar apoyo en el suelo de madera, levantó una mano y usó los listones para darse impulso, hasta que estuvo lo bastante cerca del borde de la cama para salir. Se puso de pie, se apoyó en la pared y empezó a respirar profundamente. Así era la muerte: estar atrapado en un lugar pequeño con un gran peso inmovilizándote durante toda la eternidad.


Enterraron a su madre una mañana de enero. La tierra estaba dura, y todos los asistentes llevaban guantes y abrigos. El ataúd parecía demasiado corto cuando lo bajaron al agujero, aunque su madre siempre le había parecido alta cuando estaba viva. La muerte la había empequeñecido.


En las semanas siguientes, David intentó perderse en los libros, porque los recuerdos de su madre estaban inextricablemente unidos a ellos y a la lectura. A él le correspondió heredar los que se consideraban «apropiados» para su edad, así que se encontró intentando leer novelas que no comprendía y poemas que no rimaban del todo. A veces le preguntaba a su padre sobre ellos, pero el padre de David no parecía muy interesado en libros. Siempre había dedicado el tiempo que pasaba en casa a esconder la cabeza tras el periódico, dejando escapar pequeñas columnas de humo de pipa sobre las páginas, como si fueran señales enviadas por los indios. Estaba obsesionado con las idas y venidas del mundo moderno, sobre todo desde que los ejércitos de Hitler avanzaban por Europa y la amenaza de sufrir ataques en su propio país era cada vez más real. La madre de David comentó una vez que, años atrás, su padre solía leer muchos libros, pero que había perdido la costumbre de sumergirse en las historias. Los había cambiado por los periódicos, con aquellas largas columnas de letras impresas, cuidadosamente colocadas a mano para crear algo que perdería su relevancia casi en cuanto apareciese en los quioscos, puesto que las noticias que contenían ya estaban viejas y moribundas cuando se leían, rápidamente sobrepasadas por los acontecimientos del mundo.

La madre de David decía que las historias de los libros odiaban a las de los periódicos. Las historias de los periódicos eran como peces recién pescados, merecedores de atención siempre que permaneciesen frescos, lo que no ocurría durante mucho tiempo. Eran como los golfillos que pregonaban las ediciones de la noche, gritones e insistentes, mientras que las historias, las de verdad, las historias inventadas, eran como bibliotecarios severos y serviciales en una biblioteca bien surtida. Las historias de los periódicos eran tan insustanciales como el humo, tan longevas como las libélulas; no echaban raíces, sino que eran como las semillas que se arrastran por el suelo, robando la luz del sol a los cuentos más dignos. La mente del padre de David estaba siempre ocupada por voces agudas y competitivas que se silenciaban en cuanto les concedía su atención, sólo para ser sustituidas por el clamor de otras. Todo eso solía susurrarle su madre con una sonrisa, mientras su padre fruncía el ceño y mordía la pipa, consciente de que estaban hablando de él, pero en absoluto dispuesto a darles el placer de saber que lo estaban irritando.

Por tanto, David fue el encargado de salvaguardar los libros de su madre, y los añadió a los que le habían comprado a él. Estos últimos eran cuentos de caballeros y soldados, de dragones y bestias marinas, cuentos populares y cuentos de hadas, porque aquéllas eran las historias que a su madre le gustaban de pequeña, y que él, a su vez, le había leído cuando la enfermedad fue haciéndose con ella, reduciéndole la voz a un suspiro y la respiración al rasguño de una lija vieja sobre madera podrida, hasta que, por fin, el esfuerzo había sido demasiado para ella y dejó de respirar. Después de su muerte, el niño intentó evitar aquellas viejas historias porque estaban demasiado ligadas a su madre para poder disfrutar de ellas, pero no se dejaban rechazar tan fácilmente y empezaron a llamarlo. Parecían reconocer en él, o eso creía el niño, algo curioso y fértil. David las oyó hablar: primero en voz bajita, pero después en voz más alta y autoritaria.

Estas historias eran muy antiguas, tanto como los seres humanos, y habían sobrevivido gracias a su enorme poder. Se trataba de cuentos cuyos ecos permanecían en la cabeza mucho después de que los libros que los contenían fuesen desechados. Eran tanto una forma de escapar de la realidad como una realidad alternativa en sí mismos; eran tan viejos y extraños que habían encontrado un tipo de existencia independiente de las páginas que ocupaban. El mundo de los cuentos antiguos existía de forma paralela al nuestro, como la madre de David le había explicado una vez, pero, a veces, el muro que separaba ambos mundos se volvía tan delgado y quebradizo que los dos empezaban a mezclarse.

Fue entonces cuando empezaron los problemas.

Fue entonces cuando vinieron las cosas malas.

Fue entonces cuando el Hombre Torcido empezó a visitar a David.

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