La primera página que se encontró David al abrir el libro estaba decorada con el dibujo infantil de una casa grande: había árboles, un jardín y grandes ventanas; un sol sonriente iluminaba el cielo, y las figuras de palitos de un hombre, una mujer y un niño se cogían de la mano junto a la puerta principal. David pasó a la página siguiente y encontró la entrada partida de un espectáculo en un teatro de Londres. Debajo, la mano de un niño había escrito: «¡Mi primera obra!». En la página de al lado había una postal de un muelle marino; la cartulina, muy vieja, parecía más marrón y negro que blanco y negro. Entre las hojas también vio flores secas, un mechón de pelo de perro («Lucky, un buen perro»), fotos, dibujos, un trozo de vestido de mujer y una cadena rota, bañada para parecer de oro, pero con la base metálica visible debajo. Había una página de otro libro, en la que se veía cómo un caballero mataba a un dragón, y un poema sobre un gato y un ratón, escrito con letra de niño. El poema no era muy bueno, pero, al menos, rimaba.
David no lo entendía; todas aquellas cosas pertenecían a su mundo, no a aquel lugar. Eran recuerdos y souvenirs de una vida similar a la suya. Siguió leyendo y llegó a una serie de entradas de diario, la mayoría muy cortas, describiendo días en el colegio, excursiones a la costa e incluso el descubrimiento de una araña especialmente grande y peluda en una telaraña del jardín. El tono de las entradas cambió al avanzar, y las historias eran cada vez más largas y detalladas, pero también más amargas y furiosas. Hablaban de la llegada a su familia de una niña pequeña, una hermana en potencia, y de la ira de un niño por la atención prestada a la hija nueva. Había resentimiento y nostalgia por un tiempo en el que «éramos mi mamá, mi papá y yo». David sintió cierta afinidad, aunque el chico le resultaba un poco desagradable. Su enfado con la niña y con sus padres por haberla llevado a su mundo era tan intenso que rayaba en el odio puro.
«Haría cualquier cosa por librarme de ella -decía una entrada-. Regalaría todos mis juguetes, mis libros y mis ahorros, barrería los suelos todos los días durante el resto de mi vida. ¡¡¡Vendería mi alma con tal de que se fuera!!!»
Pero la entrada final era la más corta de todas; decía simplemente: «Lo he decidido, lo voy a hacer».
En la última página habían pegado la fotografía de una familia, con los cuatro miembros de pie junto a un jarrón de flores en un estudio fotográfico. Había un padre calvo y una madre guapa con un vestido blanco decorado con encaje. A sus pies había un niño vestido de marinero, que miraba a la cámara con el ceño fruncido, como si el fotógrafo le acabase de decir algo desagradable; junto a él, David distinguió el borde de un vestido y un par de zapatitos negros, pero habían rascado el resto de la imagen de la chica.
El chico regresó a la primera página del libro y vio lo que ponía en ella. Decía:
«Jonathan Tulvey. Su libro.»
David cerró el libro de golpe y se alejó a toda prisa de él. Jonathan Tulvey: el tío abuelo de Rose, el que había desaparecido junto con su hermanita adoptada y nadie había vuelto a ver. Aquél era el libro de Jonathan, una reliquia de su vida. Recordó al rey anciano y el cariño con el que había tocado el libro.
«El libro tiene valor para mí.»
Jonathan era el rey, había hecho un trato con el Hombre Torcido, y, a cambio, se había convertido en el regente de aquella tierra. Quizás hubiera atravesado el mismo portal que David, pero ¿cuál era el acuerdo? ¿Y qué le había pasado a la niña? Fuera cual fuese el trato que había hecho con el hombrecillo, al final le había supuesto un alto coste; que el anciano suplicase morir era la prueba.
David oyó un ruido en la parte de arriba, así que se encogió contra la pared, justo a tiempo de esconderse del guardia que apareció en la galería para ocupar de nuevo su posición, una vez vacía la sala. El niño no tenía forma de regresar a la habitación sin ser visto; miró a su alrededor e intentó encontrar la forma de salir. Podía utilizar la puerta por la que se había ido el rey, pero seguro que se encontraba con más guardias. También estaba el tapiz que colgaba detrás del trono. De algún modo, el Hombre Torcido había salido por allí, y David no creía que hubiese guardias por aquella parte. Además, sentía curiosidad: por primera vez, le parecía saber más de lo que el Hombre Torcido o el rey creían. Había llegado el momento de utilizar esos conocimientos.
Se acercó con sigilo al tapiz y lo apartó de la pared; detrás había una puerta. David bajó el tirador, y la puerta se abrió sin hacer ruido. Al otro lado había un pasadizo de techos bajos iluminado con unas velas colocadas en unos huecos de la pared de piedra. El techo del pasadizo era tan bajo que el niño casi lo rozó con el pelo al entrar. Cerró la puerta detrás de él y siguió el pasadizo, que bajaba cada vez más, introduciéndose en los lugares fríos y oscuros que yacían bajo el castillo. Pasó por mazmorras en desuso, algunas cubiertas de huesos, y por una cámara llena de instrumentos de dolor y tortura: rejillas en las que se estiraban a los prisioneros hasta que gritaban; una empulguera para romper huesos; pinchos, lanzas y hojas para cortar la carne; y, en un rincón apartado, una doncella de hierro que tenía la misma forma que los ataúdes de momias que David había visto en los museos, pero con clavos en el interior de la tapa, de manera que cualquiera que se metiese dentro se enfrentaría a una muerte muy dolorosa. El niño sintió náuseas, así que atravesó la cámara lo más deprisa que pudo.
Por fin llegó a una habitación enorme, dominada por un gran reloj de arena. Cada mitad del reloj era tan alta como una casa, pero la parte de arriba estaba casi vacía. La madera y el cristal con los que se había fabricado el reloj parecían muy viejos. A alguien o a algo se le estaba agotando el tiempo, ya casi no le quedaba nada.
Al lado de la habitación del reloj había una pequeña cámara amueblada con una cama individual, un colchón manchado y una vieja manta encima. En la pared opuesta a la cama había una colección de armas con filo, dagas, espadas y cuchillos, todos ellos dispuestos en orden descendente, según su longitud. En otra pared había un estante lleno de tarros de cristal de distintos tamaños y formas. Uno de ellos parecía brillar débilmente.
David arrugó la nariz, porque notaba un olor asqueroso cerca de él; al volverse para encontrar el origen, estuvo a punto de darse con una guirnalda de hocicos de lobo, colgada de una cuerda del techo; había veinte o treinta trofeos, algunos todavía húmedos de sangre.
– ¿Quién eres? -preguntó una voz, y el corazón del niño estuvo a punto de pararse del susto. Intentó averiguar de dónde provenía el sonido, pero allí no había nadie-. ¿Sabe él que estás aquí? -preguntó de nuevo la voz, una voz de niña.
– No puedo verte -repuso David.
– Pero yo a ti sí.
– ¿Dónde estás?
– Estoy aquí, en el estante. -David siguió la voz hasta el estante de tarros, y allí, en un tarro verde cerca del borde, vio a una niña diminuta. Tenía el cabello largo y rubio, y los ojos azules; la niña brillaba con una luz pálida y llevaba un camisón blanco muy sencillo. En el camisón, a la altura del pecho izquierdo, se veía un agujero con una gran mancha de color chocolate alrededor-. No deberías estar aquí -dijo la niñita-. Si te encuentra, te hará daño, como me lo hizo a mí.
– ¿Qué te hizo? -le preguntó David, pero la niña sacudió la cabeza y apretó mucho los labios, como si intentase no llorar-. ¿Cómo te llamas? -le preguntó David, intentando cambiar de tema.
– Me llamo Anna -respondió la niña.
«Anna.»
– Yo soy David. ¿Cómo puedo sacarte de ahí?
– No puedes -respondió ella-. Verás, estoy muerta. -David se acercó un poco más al tarro y vio que las manitas de la niña tocaban el cristal, pero no dejaban huellas en él. Tenía la cara blanca, los labios morados y unos círculos oscuros le rodeaban los ojos. Pudo ver mejor el agujero de su vestido, y le pareció que las manchas que lo rodeaban podían ser sangre seca.
– ¿Cuánto tiempo llevas aquí? -le preguntó.
– He perdido la cuenta de los años -respondió ella-. Era muy joven cuando llegué. Había otro niño pequeño en la habitación entonces. A veces sueño con él. Era como yo soy ahora, pero estaba muy débil y se desvaneció cuando entré en la habitación; no volví a verlo. Pero yo estoy cada vez más débil y tengo miedo. Me asusta pensar que acabaré como él. Desapareceré, y nadie sabrá nunca lo que me pasó. -La niña empezó a llorar, pero no derramaba lágrimas, porque los muertos ya no pueden llorar ni sangrar. David puso su meñique en el tarro, justo donde la niña tenía puestas las manos en el interior, de modo que sólo el cristal los separaba.
– ¿Sabe alguien más que estás aquí? -preguntó David.
– Mi hermano me visita a veces -respondió ella, asintiendo-, pero ahora está muy viejo. Bueno, lo llamo hermano, pero nunca lo fue en realidad, aunque yo quería que lo fuese. Me dice que lo siente, y yo le creo. Me parece que está arrepentido. -De repente, todo cobró sentido para David de una forma horrible.
– Jonathan te trajo aquí y te entregó al Hombre Torcido -dijo-. Ése es el trato que hizo. -Se sentó en la cama fría e incómoda-. Te tenía celos -siguió, hablando en voz más baja, tanto con la chica como consigo mismo-, y el Hombre Torcido le ofreció una forma de librarse de ti. Jonathan se convirtió en rey, y la monarca que lo precedió, la vieja reina, pudo morir al fin. Quizá, muchos años antes, ella había hecho un trato similar con el Hombre Torcido, y el niño que viste en el tarro cuando llegaste sería su hermano, su primo o algún vecino que la molestaba tanto que soñaba con deshacerse de él.
«Y el Hombre Torcido oyó sus sueños, porque siempre estaba por allí. Su territorio era la tierra de la imaginación, el mundo donde empiezan las historias, y las historias siempre están buscando la forma de ser contadas, de cobrar vida a través de libros y lecturas. Así era como cruzaban de su mundo al nuestro, pero con ellas llegó el Hombre Torcido, que merodeaba de un lugar a otro en busca de sus propias historias, cazando niños con malos sueños, niños celosos, enfadados y orgullosos, y los convertía en reyes y reinas, maldiciéndolos con una especie de poder, aunque el poder real siempre estaba en manos del Hombre Torcido. A cambio, ellos traicionaban a los objetos de sus celos y él se los llevaba a su guarida bajo el castillo…»
David se levantó y volvió junto a la niña del tarro.
– Sé que es difícil para ti, pero debes decirme qué te pasó cuando llegaste aquí. Es muy importante, inténtalo, por favor.
– No -susurró Anna, arrugando la cara y sacudiendo la cabeza-. Duele. No quiero recordarlo.
– Debes hacerlo -insistió David, y su voz cobró nueva tuerza. Sonaba más profunda, como si el hombre que algún día sería se asomase brevemente antes de tiempo-. Si queremos que no vuelva a suceder, tienes que decirme qué te hizo. Anna sacudía la cabeza y temblaba. Tenía los labios tan apretados que parecían delgados como papel, y los puños diminutos tan cerrados que los huesos amenazaban con atravesarle la piel. Al final dejó escapar un gemido de tristeza, rabia y dolor pasado, y las palabras brotaron.
– Entramos por el jardín hundido -empezó-. Jonathan siempre se había portado mal conmigo; sólo me hablaba para burlarse de mí, me daba pellizcos y me tiraba del pelo; me llevaba al bosque e intentaba que me perdiese, hasta que yo empezaba a llorar y él tenía que volver a por mí, para evitar que sus padres me oyesen. Me dijo que, si alguna vez les decía algo, me vendería a un desconocido. Me dijo que, de todos modos, ellos no me iban a creer, porque él era su hijo de verdad y yo no, yo sólo era una niña pequeña que les había dado lástima y, si desaparecía, no estarían tristes durante mucho tiempo.
»Pero a veces podía ser dulce y amable, como si olvidase que tenía que odiarme, y entonces el Jonathan de verdad salía a la superficie. Quizá por eso lo seguí al jardín aquella noche, porque había sido muy bueno conmigo durante todo el día: me había comprado dulces con su dinero y había compartido conmigo su pudín de manzana cuando el mío se me cayó al suelo. Me despertó por la noche y me dijo que tenía algo que enseñarme, algo especial y secreto. Todos estaban dormidos, así que bajamos sin hacer ruido hasta el jardín hundido, cogidos de la mano. Me enseñó un hueco. Yo tenía miedo y no quería entrar, pero Jonathan me dijo que, si lo hacía, vería una tierra extraña, un lugar fabuloso. El se metió, y yo le seguí. Al principio no veía nada, sólo había oscuridad y arañas, pero después vi árboles y flores, y olí a manzanos y pinos. Jonathan estaba de pie en un claro, bailando en círculos, riéndose y pidiéndome que me uniese a él.
»Así que lo hice. -Se quedó en silencio durante un momento, y David esperó a que siguiese hablando-. Había un hombre esperando: el Hombre Torcido. Estaba sentado en una roca, me miró, se relamió y habló con David. "Dímelo", le pidió. "Se llama Anna", respondió Jonathan. "Anna -dijo el Hombre Torcido, como si probase mi nombre para ver si le gustaba el sabor-. Bienvenida, Anna."
»Entonces saltó de la roca, me rodeó con sus brazos y empezó a dar vueltas y más vueltas, como había hecho Jonathan, pero los giros eran tan violentos que abrió un agujero en el suelo y me arrastró con él al interior, a través de raíces y tierra, pasando junto a gusanos y escarabajos, hasta llegar a los túneles que recorren el interior de este mundo. Me llevó durante kilómetros y kilómetros, aunque yo no paraba de llorar, hasta que llegamos por fin a estas habitaciones. Y entonces… -La chica dejó de hablar.
– ¿Y entonces? -insistió David.
– Se comió mi corazón -susurró Anna. David se puso pálido, estaba tan asqueado que temió desmayarse-. Metió la mano dentro de mi pecho, rajándome con las uñas, tiró de él y se lo comió delante de mí. Y me dolió, me dolió mucho, me dolió tanto que dejé mi cuerpo para huir del dolor. Pude verme morir en el suelo, empecé a elevarme, y vi luces y voces. Entonces el cristal me rodeó y quedé atrapada en este bote, sobre el estante, donde he estado desde entonces. Cuando volví a ver a Jonathan, él llevaba una corona en la cabeza y se hacía llamar rey, pero no parecía feliz, sino asustado y triste, y así ha estado desde entonces. En cuanto a mí, nunca duermo, porque no me canso; nunca como, porque no tengo hambre; nunca bebo, porque no tengo sed. Simplemente estoy aquí, sin forma de saber cuántos días o años han pasado, excepto cuando Jonathan viene a verme y compruebo el paso del tiempo en su cara. Sin embargo, el otro sí viene a menudo. También parece más viejo y está enfermo; conforme me desvanezco, él se debilita. Lo oigo hablar en sueños y sé que busca a otro, a alguien para ocupar el lugar de Jonathan y a alguien para ocupar mi lugar.
David vio de nuevo el reloj de arena de la otra habitación, con la parte de arriba casi vacía. ¿Contaba los días, las horas, los minutos que faltaban para que la vida del Hombre Torcido llegase a su fin? Si podía hacerse con otro niño, ¿le daría la vuelta al reloj y empezaría a contar su vida de nuevo? ¿Cuántas veces le habría dado la vuelta a aquel reloj? Había muchos tarros en el estante, la mayoría llenos de polvo y moho. ¿Habría contenido cada uno de ellos el espíritu de un niño perdido?
Un trato: quien le daba el nombre de un niño, también se condenaba. Se convertía en un rey sin poder, arrepentido para siempre por haber traicionado a alguien más pequeño y débil, a un hermano, una hermana o un amigo al que debería haber protegido, alguien que confiaba en que lo defendería, alguien que lo admiraba, y que, a cambio, habría estado allí para apoyarlo en los años venideros, cuando el niño se convirtiese en adulto. Pero, una vez cerrado el trato, no había vuelta atrás, porque ¿quién podría volver a su antigua vida sabiendo que había hecho una cosa tan horrible?
– Te vienes conmigo -dijo David-. No voy a dejarte aquí sola ni un minuto más.
Cogió el tarro del estante. Tenía un corcho para cerrarlo, pero David no consiguió soltarlo, por mucho que lo intentó. Se le puso la cara roja del esfuerzo, pero no hubo manera, así que miró a su alrededor y encontró un saco viejo en un rincón.
– Te voy a meter aquí -le dijo a Anna-, por si alguien nos ve.
– No pasa nada -respondió ella-. No tengo miedo.
David metió el tarro con cuidado en el saco y se echó el saco al hombro. Cuando iba a salir, algo que había en una esquina le llamó la atención: era su pijama, su bata y una sola de sus zapatillas, la ropa que había tirado el Leñador antes de iniciar el viaje hacia el castillo del rey. Parecía haber pasado mucho tiempo, pero allí estaban los recuerdos de la vida que había dejado atrás. Como no le gustaba pensar que se quedaban en la guarida del Hombre Torcido, los recogió, se acercó al umbral y prestó atención a los ruidos. No se oía nada. El niño respiró profundamente para calmarse y empezó a correr.
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