Ricitos de Oro

«-Esperad -los interrumpió David-. Ricitos de Oro huyó de la casa de los osos y nunca volvió por allí. -Dejó de hablar, porque los enanos lo miraban como si fuese un poco lerdo-. Estooo, ¿no?»

De El libro de las cosas perdidas, capítulo XIII


Sobre Ricitos de Oro


Los enanos se refieren a este cuento en su conversación con David, y al niño le queda bastante claro que Ricitos de Oro acabó mal, como corresponde a una ladrona aficionada que comete el error de quedarse dormida en una casa llena de osos. Aunque es poco más que un toque de humor negro, sí que ilustra la ingenuidad de David en esta etapa de la historia. Los osos son mimosos, los enanitos no asesinan, y Blancanieves es bonita y alegre…, probablemente.


Orígenes


Esta historia se publicó por primera vez en 1837, en forma de cuento en prosa titulado «Los tres osos», escrito por el poeta Robert Southey (1774-1843) en su antología The Doctor. Ricitos de Oro no aparece todavía, y la sustituye una anciana bajita. Las versiones posteriores cambian a la anciana por una niña llamada Cabellos de Plata, y Ricitos de Oro hizo su primera aparición en el volumen Old Nursery Stories and Rhymes (1904). Puede que Southey basara su historia en una fuente anterior, posiblemente parte de la tradición oral, pero ahora está tan enraizada en la imaginación popular que la participación de Southey ha quedado casi olvidada.


Los tres osos

Robert Southey


«Un cuento que puede satisfacer las mentes de los hombres ilustrados y los grandes filósofos.» Gascoyne.


Éranse una vez tres osos que vivían juntos en su casita del bosque. Uno de ellos era un osito pequeñito, otro un oso mediano y otro un gran oso enorme. Cada uno tenía su cuenco para las gachas: un cuenco pequeño para el osito pequeñito, un cuenco mediano para el oso mediano y un cuenco grande para el gran oso enorme. Y cada uno tenía una silla para sentarse: una silla pequeña para el osito pequeñito, una silla mediana para el oso mediano y una silla grande para el gran oso enorme. Y cada uno tenía también una cama para dormir: una cama pequeña para el osito pequeñito, una silla mediana para el oso mediano y una silla grande para el gran oso enorme.

Un día, después de preparar las gachas para el desayuno y servirlas en los cuencos, se adentraron en el bosque mientras se enfriaban, para no comérselas demasiado pronto y quemarse los hocicos. Mientras caminaban, una anciana bajita entró en la casa. No podía ser una mujer buena y honrada, porque primero miró por la ventana, después por el ojo de la cerradura y, finalmente, al ver que no había nadie en la casa, abrió la puerta. Como los osos eran osos buenos que no le habían hecho daño a nadie, no tenían el pestillo echado, porque no creían que nadie quisiera hacerles daño. Así que la anciana bajita abrió la puerta y entró; ¡cómo se alegró al ver las gachas en la mesa! De haber sido una buena mujer, habría esperado a que regresaran los osos, y ellos, quizá, la habrían invitado a desayunar; porque eran osos buenos, puede que un poco brutos, como suelen serlo los osos, pero, en todo caso, muy cordiales y hospitalarios. Pero la anciana era una mujer mala e imprudente, y empezó a comerse las gachas.

Primero probó las gachas del gran oso enorme, pero estaban demasiado calientes para ella, y se quejó al respecto. Después probó las gachas del oso mediano, pero estaban demasiado frías para ella, y también se quejó al respecto. Finalmente, probó las gachas del osito pequeñito; como no estaban ni demasiado calientes, ni demasiado frías, sino en su punto justo, le gustaron tanto que se las comió todas. Pero la maleducada anciana también se quejó al respecto, porque, como el cuenco era pequeñito, se quedó con hambre. A continuación, la anciana bajita se sentó en la silla del gran oso enorme, pero era demasiado dura para ella. Después se sentó en la silla del oso mediano, pero era demasiado blanda para ella. Finalmente, se sentó en la silla del osito pequeñito, que no era demasiado dura, ni demasiado blanda, sino en su punto justo. Así que allí se sentó, hasta que el asiento de la silla se rompió, y la anciana cayó al suelo con un ruido sordo. Y la malvada anciana también se quejó al respecto.

Entonces, la anciana bajita subió las escaleras que llevaban al dormitorio donde dormían los tres osos. Primero se tumbó en la cama del gran oso enorme, pero tenía la cabecera demasiado alta para ella. Después se tumbó en la cama del oso mediano, pero tenía los pies demasiado altos para ella. Finalmente, se tumbó en la cama del osito pequeñito y, como no era ni demasiado alta en la cabecera, ni demasiado alta en los pies, sino en su punto justo, se cubrió con la manta y se quedó cómodamente dormida.

Los tres osos, pensando que ya se habrían enfriado lo suficiente las gachas, volvieron a casa para desayunar. La anciana bajita había dejado la cuchara del gran oso enorme dentro del cuenco.

– ¡Alguien ha probado mis gachas! -exclamó el gran oso enorme, con su voz potente, ronca y fuerte.

Cuando el oso mediano miró su cuenco, vio que la cuchara también estaba dentro. Eran cucharas de madera; de haber sido de plata, la anciana maleducada se las habría guardado en el bolsillo.

– ¡Alguien ha probado mis gachas! -exclamó el oso mediano, con su voz mediana.

Entonces, el osito pequeñito miró su cuenco, y allí dentro estaba la cuchara, pero no quedaban gachas.

– ¡Alguien ha probado mis gachas y se las ha comido todas! -exclamó el osito pequeñito con su vocecita pequeñita.

Al darse cuenta los tres osos de que alguien había entrado en su casa y se había comido el desayuno del osito pequeñito, empezaron a buscar al culpable. Así, descubrieron que la anciana bajita no había colocado en su sitio el cojín duro al levantarse de la silla del gran oso enorme.

– ¡Alguien se ha sentado en mi silla! -exclamó el gran oso enorme, con su voz potente, ronca y fuerte.

Y la anciana bajita había aplastado el cojín blando de la silla del oso mediano.

– ¡Alguien se ha sentado en mi silla! -exclamó el oso mediano, con su voz mediana.

Y ya sabéis lo que la anciana bajita había hecho con la tercera silla.

– ¡Alguien se ha sentado en mi silla y me la ha roto! -exclamó el osito pequeñito con su vocecita pequeñita.

Entonces, los tres osos consideraron necesario seguir buscando, así que subieron al piso de arriba y entraron en el dormitorio. La anciana bajita había dejado mal puesta la almohada de la cama del gran oso enorme.

– ¡Alguien ha estado en mi cama! -exclamó el gran oso enorme, con su voz potente, ronca y fuerte.

Y la anciana bajita había colocado mal el cabecero de la cama del oso mediano.

– ¡Alguien ha estado en mi cama! -exclamó el oso mediano, con su voz mediana.

Y, cuando el osito pequeñito llegó a su cama, el cabecero estaba en su sitio, la almohada estaba en su sitio sobre el cabecero, y, sobre la almohada, estaba la fea y sucia cabeza de la anciana bajita…, que no estaba en su sitio, porque no tenía que estar allí.

– ¡Alguien ha estado en mi cama, y aquí sigue! -exclamó el osito pequeñito con su vocecita pequeñita.


La anciana bajita había oído en sueños la voz potente, ronca y fuerte del gran oso enorme, pero estaba tan dormida que para ella no era más que el rugido del viento o el retumbar del trueno. Y también había oído la voz mediana del oso mediano, pero fue como si oyese a alguien hablar en sueños. Sin embargo, cuando oyó la vocecita pequeñita del osito pequeñito, era tan aguda que la despertó de inmediato. Se sentó de un salto, y, al ver a los tres osos junto a la cama, se cayó por el otro lado y corrió hacia la ventana.

La ventana estaba abierta, porque los osos, como eran osos buenos y limpios, siempre abrían la ventana del dormitorio cuando se levantaban por las mañanas. Así que la anciana bajita saltó; si al caer se rompió el cuello, o si corrió hasta el bosque y allí se perdió, o si encontró el camino para salir del bosque y se la llevaron los guardias a la cárcel por vagabundear, no os lo puedo decir. Pero los tres osos no volvieron a verla jamás.


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