David estaba en un camino blanco elevado, pavimentado con gravilla y piedras. No era recto, sino que serpenteaba para rodear los obstáculos que salían a su encuentro: un arroyo por aquí, un afloramiento rocoso por allá. A cada lado había una zanja, y allí empezaba una zona de maleza y hierba que llevaba hasta el inicio de los árboles. Los árboles eran más pequeños y más dispersos que en el bosque del que acababa de salir, y podía ver las siluetas de unas pequeñas colinas rocosas que se elevaban tras ellos. De repente, se sintió muy cansado. Una vez terminada la persecución, se había quedado sin energía y sólo quería dormir, pero temía hacerlo en campo abierto o demasiado cerca del abismo. Necesitaba un refugio. Los lobos no le perdonarían lo que había pasado en los puentes y encontrarían otra forma de cruzar, para después buscar de nuevo su rastro. Levantó la cabeza instintivamente para mirar al cielo, pero no vio pájaros que lo siguieran desde las alturas, no había cuervos traidores deseando revelarles a los cazadores dónde se encontraba.
Para recuperar la energía, se comió un trocito del pan que llevaba en la bolsa y bebió agua. Se sintió mejor durante un momento, pero ver la bolsa y la comida cuidadosamente empaquetada le recordó al Leñador. Los ojos se le volvieron llenar de lágrimas, pero se negó a permitirse el lujo de llorar. Se puso en pie, se echó la bolsa al hombro… y estuvo a punto de tropezarse con un enano que acababa de subir al camino desde la zanja de la izquierda.
– Mira por dónde vas -protestó el enano. Apenas medía un metro de alto y llevaba una túnica azul, pantalones negros botas negras que le llegaban hasta las rodillas. En la cabeza lucía un largo sombrero azul, de cuyo extremo colgaba un cascabel que ya no hacía ningún ruido. Tenía la cara y las manos mugrientas, un pico al hombro, la nariz muy roja y una barba blanca cortita. La barba parecía tener restos de comida pegados.
– Lo siento -se disculpó David.
– Más te vale.
– No te he visto.
– Oh, ¿y qué se supone que significa eso? -preguntó el enano, agitando el pico con actitud amenazadora-. ¿Eres de los que discriminan a las personas de otra talla? ¿Estás diciendo que soy bajo?
– Bueno, es que eres bajo -contestó David-, aunque eso no tiene nada de malo -añadió a toda prisa-. Yo también soy bajo, comparado con alguna gente.
Pero el enano ya no estaba escuchándolo, sino que había empezado a llamar a gritos a una columna de figuras achaparradas que se dirigía al camino.
– ¡Aquí, camaradas! -exclamaba-. El tipo este dice que soy bajo.
– ¡Qué desfachatez! -gritó una voz.
– Contenlo mientras llegamos, camarada -añadió otro, que después pareció pensárselo mejor-. Espera, ¿es muy grande?
– No demasiado -respondió el enano, examinando a David-. Enano y medio, enano y dos tercios, como mucho.
– De acuerdo, vamos a por él -le respondió el otro.
De repente, David se vio rodeado por un grupo de hombres bajitos y enfadados que murmuraban sobre «derechos» y «libertades», y que afirmaban que ya estaban hartos de aquel tipo de cosas. Todos estaban sucios, y llevaban sombreros con cascabeles rotos. Uno de ellos dio una patada a David en la espinilla.
– ¡Ay! -gritó David-. Me has hecho daño.
– Ahora sabes cómo se sienten nuestros… eh… sentimientos -contestó el primer enano.
Una manita mugrienta tiró de la bolsa de David, otra intentó robarle la espada, y una tercera parecía divertirse dándole empujoncitos.
– ¡Ya vale! -gritó David-. ¡Parad!
Movió la bolsa como un loco y le alegró ver que lograba golpear a un par de enanos, que cayeron a la zanja y rodaron teatralmente durante un rato.
– ¿Por qué has hecho eso? -le preguntó el primer enano, bastante escandalizado.
– Me estabais dando patadas.
– No es verdad.
– Sí que lo es. Y alguien intentó robarme la bolsa.
– No es verdad.
– Oh, esto es ridículo -exclamó David-. Sí es verdad, y tú lo sabes.
– Bueno, vale -respondió el enano, después de agachar la cabeza y darle una patada al camino, levantando una nubecilla de polvo blanco-. Quizá sea verdad. Lo siento.
– No pasa nada -respondió David.
Se agachó y ayudó a los enanos a sacar a sus dos compañeros de la zanja. Nadie estaba herido, y, de hecho, una vez terminado todo, los enanos parecían haber disfrutado bastante de todo el asunto.
– Me recuerda a la Gran Lucha, eso es -dijo uno-. ¿Verdad, camarada?
– Cierto, camarada -contestó otro-. Los trabajadores deben resistirse a la opresión siempre que puedan.
– Bueno, en realidad no os estaba oprimiendo -repuso David.
– Pero podrías haberlo hecho, de haber querido -contestó el primer enano-, ¿verdad? -preguntó mirando a David con una expresión que resultaba conmovedora. David se dio cuenta de que al enano le habría gustado mucho, pero mucho, que alguien hubiese intentado oprimirle sin éxito.
– Bueno, si tú lo dices -respondió el niño, sólo por hacerlo feliz.
– ¡Hurra! -gritó el enano-. Hemos resistido ante la amenaza de la opresión. ¡Nunca podrán encadenar a los trabajadores!
– ¡Hurra! -gritaron los otros enanos al unísono-. No tenemos nada que perder, salvo nuestras cadenas.
– Pero no tenéis cadenas -comentó David.
– Son cadenas metafóricas -le explicó el primer enano, asintiendo con la cabeza, como si acabase de decir algo muy profundo.
– Vaaale -contestó David. No estaba muy seguro de lo que era una cadena metafórica. De hecho, no estaba muy seguro de entender lo que decían los enanos, pero eran siete, lo que parecía muy apropiado.
¿Tenéis nombres? -les preguntó.
– ¿Nombres? -repitió el primer enano-. ¿Nombres? Claro que tenemos nombres. Yo -empezó, con una tosecilla vanidosa- soy el Camarada Hermano Número Uno. Estos son los Camaradas Hermanos Números Dos, Tres, Cuatro, Cinco y Ocho.
– ¿Qué le pasó a Siete? -preguntó David, a lo que siguió un silencio embarazoso.
– No hablamos del Antiguo Camarada Hermano Número Siete -respondió por fin el Camarada Hermano Número Uno-. Ha sido expulsado oficialmente de los registros del Partido.
– Se fue a trabajar con su madre -le explicó el Camarada Hermano Número Tres, servicial.
– ¡Un capitalista! -exclamó con asco el Hermano Número Uno.
– Un panadero -lo corrigió el Hermano Número Tres-. Ahora no se nos permite hablar con él -le susurró a David al oído, poniéndose de puntillas-. Tampoco podemos comernos los bollos que hace su madre, ni siquiera los del día anterior, que vende a mitad de precio.
– Te he oído -dijo el Hermano Número Uno-. Podemos hacer nuestros propios bollos -añadió, malhumorado-. No necesitamos los bollos de un traidor de clase.
– No, no podemos hacerlos -replicó el Hermano Número Tres-. Siempre están duros, y entonces ella se queja.
De repente, el relativo buen humor de los enanos desapareció, recogieron sus herramientas y se prepararon para marcharse.
– Tenemos que irnos -dijo el Hermano Número Uno-. Ha sido un placer conocerte, camarada. Porque eres un camarada, ¿verdad?
– Supongo que sí. -David no estaba seguro, pero no quería meterse en otra pelea con los enanos-. ¿Puedo seguir comiendo bollos si soy un camarada?
– Siempre que no los haya horneado el Antiguo Camarada Hermano Número Siete…
– O su madre -añadió el Hermano Número Tres en tono sarcástico.
– … puedes comer lo que quieras -concluyó el Hermano Número Uno, levantando un dedo de advertencia al Hermano Número Tres.
Los enanos empezaron a marchar de vuelta por la zanja del otro lado del camino, siguiendo un tosco sendero que se introducía en los árboles.
– Perdonad -dijo David-. Supongo que no sería posible pasar la noche con vosotros, ¿verdad? Estoy perdido y muy cansado.
El Camarada Hermano Número Uno se detuvo.
– A ella no le va a gustar -intervino el Hermano Número Cuatro.
– Pero bueno -repuso el Hermano Número Dos-, siempre se queja de que no tiene a nadie con quien hablar. Puede que ver una cara nueva le ponga de buen humor.
– De buen humor -repitió con nostalgia el Hermano Número Uno, como si fuese un maravilloso sabor de helado que hacía mucho, mucho tiempo que no probaba-. Tienes razón, camarada -le dijo a David-. Ven con nosotros, te enseñaremos el camino.
David estaba tan contento que podría haber brincado de alegría.
Mientras caminaban, David aprendió más cosas sobre los enanos. Al menos, creía estar aprendiendo más sobre ellos, aunque no entendía todo lo que decían. Hablaban mucho sobre que «los medios de producción deben ser propiedad de los trabajadores» y sobre «los principios del Segundo Congreso del Tercer Comité», pero no del Tercer Congreso del Segundo Comité, en el que, al parecer, habían acabado peleándose por quién tenía que lavar las tazas.
David también tenía una ligera idea de quién podía ser la mujer de la que hablaban, aunque creyó que lo más educado era preguntar, por si acaso.
– ¿Vive una dama con vosotros? -le preguntó al Hermano Número Uno.
El murmullo de las conversaciones de los otros enanos se cortó en seco.
– Sí, por desgracia -respondió el Hermano Número Uno.
– ¿Con los siete? -continuó David. No sabía bien por qué, pero le resultaba un poco extraño que una mujer viviese con siete hombrecillos.
– Camas separadas -contestó el enano-. Nada raro.
– Cielos, no -repuso David. Intentó imaginarse a qué cosas raras se estaba refiriendo el enano, pero después decidió que era mejor no pensar en ello-. Bueno, ¿no se llamará Blancanieves, por casualidad?
El Camarada Hermano Número Uno se paró de golpe, lo que provocó un pequeño accidente con los camaradas que venían detrás.
– No será amiga tuya, ¿verdad? -le preguntó, suspicaz.
– Oh, no, en absoluto -respondió el niño-. No la he conocido en persona, pero sí es posible que haya oído hablar de ella, eso es todo.
– Ah -dijo el enano, al parecer satisfecho por la respuesta, y siguió caminando-. Todos han oído hablar de ella «Oh, Blancanieves, la que vive con los enanitos y les está dejando sin hogar de tanto comer. Ni siquiera supieron matarla en condiciones». Oh, sí, todos conocen a Blancanieves.
– Eeeh, ¿matarla? -preguntó David.
– Manzana envenenada -respondió el enano-. No fue muy bien, calculamos mal la dosis.
– Creía que la había envenenado su malvada madrastra -repuso David.
– ¿Es que no lees los periódicos? Resultó que la malvada madrastra tenía una coartada.
– Teníamos que haberlo comprobado primero -intervino el Hermano Número Cinco-. Al parecer, estaba envenenando a otra persona en aquel momento. Una posibilidad entre un millón, la verdad. Fue cuestión de mala suerte.
– ¿Me estáis diciendo que intentasteis matar a Blancanieves? -consiguió preguntar David, al cabo de un momento.
– Sólo queríamos que se durmiese un rato -contestó el Hermano Número Dos.
– Un rato muy largo -añadió el Número Tres.
– Pero ¿por qué? -insistió David.
– Ahora lo verás -dijo el Hermano Número Uno-. En cualquier caso, le dimos la manzana: ñam-ñan, siestecita, lloriqueos, «pobre Blancanieves, cuánto la vamos a echar de menos, pero la vida sigue». La colocamos sobre una losa, la rodeamos de flores y conejitos llorando, ya sabes, todos los accesorios, y entonces llega un maldito príncipe y la besa. ¡Ni siquiera tenemos un príncipe por aquí! Simplemente apareció de la nada en un maldito caballo blanco y, antes de que nos diésemos cuenta, se bajó y cayó sobre Blancanieves como un perrillo por la madriguera de un conejo. No sé qué creía estar haciendo, yendo por ahí besando a mujeres desconocidas que, curiosamente, estaban dormidas en ese momento.
– Pervertido -comentó el Hermano Número Tres-. Tendrían que encerrarlo.
– En cualquier caso, se bajó del caballo blanco como un enorme paño de cocina perfumado, metiéndose en lo que no le importaba, y, antes de poder decir ni pío, ella se despierta y,… ¡oooh!…, ni te imaginas lo enfadada que estaba. El príncipe se llevó una buena bronca, y eso fue después de que le diera un buen puñetazo por «tomarse libertades». Después de cinco minutos de escuchar aquello, en vez de casarse con ella, el príncipe subió de nuevo a su caballo y salió corriendo hacia la puesta de sol. No hemos vuelto a verlo. Le echamos la culpa a la malvada madrastra por todo el asunto de la manzana, pero, bueno, si hemos aprendido una lección de esto, tal como fueron las cosas, es que hay que asegurarse de que la persona a la que acuses injustamente de un crimen esté disponible en esos momentos. Hubo un juicio, conseguimos la libertad provisional por el atenuante de provocación y por la falta de pruebas, y nos dijeron que, si algo llegaba a pasarle a Blancanieves, aunque fuese partirse una uña, acabaríamos mal. -El Camarada Hermano Número Uno hizo el gesto de ahogarse con una soga al cuello, por si David no había entendido lo de «acabar mal».
– Oh -respondió el chico-, pero ése no es el cuento que yo había oído.
– ¡Cuento! -resopló el enano-. Y ahora empezarás a hablar del «felices para siempre». ¿Acaso parecemos felices? No hay final feliz para nosotros, más bien seremos «desgraciados para siempre».
– Tendríamos que habérsela dejado a los osos -comentó el Hermano Número Cinco, abatido.
– Los osos sí que saben cómo matar a alguien, sí.
– Ricitos de Oro -añadió el Hermano Número Uno asintiendo con la cabeza en señal de aprobación-. Un clásico, sencillamente un clásico.
– Oh, era una chica horrible -añadió el Hermano Número Cinco-. La verdad es que no se les puede culpar por eso.
– Esperad -los interrumpió David-. Ricitos de Oro huyó de la casa de los osos y nunca volvió por allí. -Dejó de hablar, porque los enanos lo miraban como si fuese un poco lerdo-. Estooo, ¿no?
– Probó sus gachas -contestó el Hermano Número Uno, dándose golpecitos en la aleta de la nariz, como si estuviese contándole un gran secreto a David-. No podía parar. Al final, los osos se cansaron de ella, y, bueno, eso fue todo. «Volvió corriendo al bosque y nunca regresó a la casa de los osos.» ¡Menudo cuento!
– ¿Quieres decir que… la mataron? -le preguntó David.
– Se la comieron -respondió el Hermano Número Uno-. Con gachas. Eso es lo que quiere decir «huyó y nunca se la volvió a ver» en este lugar. Quiere decir que te han comido.
– Bueno, ¿y qué pasa con «felices para siempre»? -preguntó el niño, vacilando un poco-. ¿Qué quiere decir eso?
– Que te han comido deprisa -respondió el Hermano Número Uno.
Y tras decir aquello, por fin llegaron a la casa de los enanitos.
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