Aquella noche, David durmió en la cama del Leñador, que olía a bayas secas, agujas de pino y al aroma animal de los cueros y pieles de su dueño. El Leñador dormitó en una silla junto al fuego, con el hacha a mano y la cara escondida en las vacilantes sombras proyectadas por las llamas moribundas.
David tardó bastante en dormirse, aunque el Leñador le aseguró que la casita era segura. Había cubierto las rendijas de las ventanas, e incluso el tiro de la chimenea estaba atrancado por una plancha metálica con agujeritos para evitar que las criaturas del bosque entrasen por ella. El bosque estaba en silencio, pero no era un silencio de paz y tranquilidad, porque el Leñador le había contado a David que la zona cambiaba por la noche: cuando se desvanecía la penumbra, unas criaturas a medio formar que salían de la tierra la colonizaban, y casi todos los animales nocturnos estaban muertos o habían aprendido a protegerse como nunca de los depredadores.
El chico se debatía entre una extraña mezcla de sentimientos: estaba el miedo, claro, y un punzante remordimiento por haber sido tan tonto como para dejar la seguridad de su hogar y entrar en aquel nuevo mundo. Quería regresar a la vida que conocía, aunque fuese difícil, pero también quería ver un poco más de aquellas tierras, y todavía no había encontrado explicación para el sonido de la voz de su madre. ¿Era eso lo que les pasaba a los muertos? ¿Viajaban hasta aquella tierra, quizá de camino hacia otro lugar? ¿Estaba su madre atrapada allí? ¿Podría haberse cometido un error? Quizá no tendría que haber muerto, y estaba intentando quedarse en aquel lugar con la esperanza de que alguien la encontrarse y la llevase a casa con sus seres queridos. No, David todavía no podía regresar. El árbol estaba marcado, y encontraría el camino devuelta después de averiguar la verdad sobre su madre y el papel que aquel mundo representaba en su existencia.
Se preguntó si su padre habría notado ya su ausencia, y la idea hizo que le lagrimeasen los ojos. El impacto del avión alemán habría despertado a todo el mundo, y, seguramente, el ejército o la ARP habrían sellado el jardín. La ausencia de David se notaría rápidamente, y lo estarían buscando en aquellos mismos instantes. Sintió una especie de satisfacción al saber que, mediante su ausencia, había ganado importancia en la vida de su padre. Quizás así se preocupase más por él y menos por el trabajo, los códigos, Rose y Georgie.
Pero ¿y si no lo echaban de menos? ¿Y si la vida se les hiciese más fácil sin él? Su padre y Rose podían empezar una nueva familia sin que les molestasen los restos de la anterior, salvo quizás una vez al año, en el aniversario de su desaparición. Con el tiempo, incluso aquello se desvanecería, y entonces le olvidarían del todo, le recordarían sólo de pasada, igual que sólo habían recordado al tío de Rose, Jonathan Tulvey, cuando David había preguntado por él.
El niño intentó apartar aquellos pensamientos y cerrar los ojos. Por fin se quedó dormido y soñó con su padre, con Rose con su nuevo hermanastro, y con las cosas que salían de la tierra, esperando a que los miedos ajenos les diesen forma.
Y en los rincones oscuros de sus sueños, una sombra dio un brinco y lanzó su sombrero torcido al aire con alegría.
A David lo despertó el ruido que hacía el Leñador preparando el desayuno. Comieron pan blanco duro en la mesita junio a la pared de uno de los extremos de la casa y bebieron fuerte té sin leche en toscas tazas. En el exterior, un tenue rastro de luz iluminaba el cielo. El niño supuso que era muy temprano, tan temprano que el sol todavía no había salido, pero el Leñador le explicó que el sol llevaba mucho tiempo sin ser plenamente visible, y que aquélla era toda la luz de la que disfrutaban en el mundo. A David se le ocurrió que quizás hubiese viajado muy al norte, a un lugar donde la noche duraba meses y meses en invierno, pero, incluso en el norte ártico, los largos inviernos oscuros se compensaban con días de luz interminable en verano. No, no estaba en una tierra norteña, sino en Otra Parte.
Después de comer, David se lavó la cara y las manos en una palangana, e intentó lavarse los dientes con el dedo. Cuando terminó, llevó a cabo sus pequeños rituales de tocar y contar, y, al notar que la habitación se había quedado en silencio, se dio cuenta de que el Leñador lo observaba desde su silla.
– ¿Qué haces? -le preguntó al niño.
Era la primera vez que alguien le preguntaba eso, así que se quedó sin saber qué decir durante un momento, intentando ofrecer una excusa creíble para su comportamiento. Al final, decidió contestar la verdad.
– Son normas -respondió, simplemente-. Son mis rutinas, empecé a hacerlas para intentar proteger a mi madre. Creía que ayudarían.
– ¿Y lo hicieron?
– No -reconoció David, sacudiendo la cabeza-, creo que no. O quizá sí, pero no lo bastante. Supongo que te parecerán extrañas y que creerás que yo soy raro por hacerlas.
Le daba miedo mirar al Leñador a los ojos, temeroso de lo que pudiera ver en ellos. Clavó la vista en la palangana y vio su reflejo distorsionado en el agua.
Al cabo de un rato, el Leñador habló.
– Todos tenemos nuestras rutinas -dijo en voz baja-, pero deben tener un propósito y ofrecer un resultado visible que pueda reconfortarnos; si no, no sirven para nada. Sin eso, son como las interminables vueltas de un animal en su jaula: si no son una locura, al menos significan su preludio. -El Leñador se levantó y le enseñó el hacha a David-. Mira esto -dijo, apuntando a la hoja-. Todas las mañanas me aseguro de que el hacha esté limpia y afilada; examino la casa y compruebo que las ventanas y las puertas sigan siendo seguras; cuido del huerto, arranco las malas hierbas y riego si hace falta; paseo por el bosque y limpio los senderos que hay que mantener abiertos; si hay árboles deteriorados, hago lo que puedo por reparar el daño. Esas son mis rutinas, y me gusta hacerlas bien. -Puso una mano amable en el hombro de David y el niño vio comprensión en su rostro-. Las normas y las rutinas son buenas, pero deben ofrecerte satisfacción. ¿De verdad puedes decir que las tuyas te la ofrecen?
– No -respondió el niño, sacudiendo la cabeza-, pero me asusto cuando no las hago, me da miedo lo que pueda pasar.
– Entonces debes encontrar unas rutinas que te hagan sentir seguro después de terminarlas. Me dijiste que tienes un hermano nuevo: pues puedes cuidar de él cada mañana. Ayuda a tu padre y a tu madrastra. Cuida de las flores del jardín o de las macetas de la ventana. Busca a quienes sean más débiles que tú e intenta ayudarlos en lo que puedas. Convierte todo esto en las rutinas y normas que gobiernen tu vida.
David asintió, pero apartó el rostro para ocultar lo que podía leerse en él: quizás el hombre llevase razón, pero David no era capaz de hacer aquellas cosas por Georgie y Rose. Intentaría realizar otras tareas más sencillas, pero proteger a las personas que se habían entrometido en su vida era más de lo que podría soportar.
El Leñador cogió la ropa vieja de David (la bata destrozada, el pijama sucio y la zapatilla embarrada) y la metió en un basto saco, que se echó al hombro antes de abrir el cerrojo de la puerta.
– ¿Adonde vamos? -preguntó David.
– Vamos a devolverte a tu mundo -respondió el Leñador.
– Pero el agujero del árbol ha desaparecido.
– Entonces intentaremos que vuelva a aparecer.
– Pero no he encontrado a mi madre.
– Tu madre está muerta -repuso el Leñador, mirándolo con tristeza-. Tú mismo lo dijiste.
– ¡Pero la he oído! He oído su voz.
– Quizás, o quizá fuese algo parecido. No pretendo conocer todos los secretos de esta tierra, pero puedo decirte que es un lugar peligroso y que se hace más peligroso cada día que pasa. Debes regresar. El loup Leroi tenía razón en una cosa: no puedo protegerte. Apenas puedo protegerme a mí mismo. Ahora, ven: es un buen momento para viajar, porque los animales nocturnos están en lo más profundo de sus sueños, y los peores animales diurnos todavía no se han despertado.
Así que David, consciente de que tenía poco que decir al respecto, siguió al Leñador al interior del bosque. De vez en cuando, el hombre se detenía a escuchar, levantando la mano para que David se quedase en silencio y quieto.
– ¿Dónde están los loups y los lobos? -preguntó al fin David después de haber caminado durante aproximadamente una hora. Los únicos signos de vida que había visto eran pájaros e insectos.
– No muy lejos, me temo -contestó el Leñador-. Buscarán carroña para alimentarse en otras partes del bosque, donde hay menos riesgo de un ataque, y, a su debido tiempo, intentarán robarte de nuevo. Por eso debes irte de aquí antes de que regresen.
David tembló ante la idea de que Leroi y sus lobos cayesen sobre él, de que sus mandíbulas y garras le arrancasen la piel a tiras. Estaba empezando a comprender el coste que podía pagar por buscar allí a su madre, pero parecía que la decisión de volver a casa ya había sido tomada por él, al menos por el momento. Siempre podía regresar de nuevo, si lo deseaba. Al fin y al cabo, el jardín hundido seguía allí, suponiendo que el avión alemán no lo hubiese destruido por completo al estrellarse.
Llegaron al claro de enormes árboles por el que había entrado al mundo del Leñador. Al llegar, el hombre se detuvo tan de repente que David estuvo a punto de tragárselo. Asomó la cabeza con cuidado para ver lo que lo había hecho detenerse.
– Oh, no -dijo el niño con voz ahogada.
Todos los árboles que había a la vista estaban marcados con un cordel, y David tenía la impresión de que todos los cordeles estaban manchados con la misma sustancia apestosa que el Leñador había empleado para evitar que los animales los masticasen. No había forma de saber qué árbol era el que marcaba la entrada al mundo de David. Caminó un poco, intentando encontrar el agujero por el que había salido, pero todos los árboles eran parecidos, todas las cortezas eran lisas. Incluso los huecos y los nudos que los distinguían parecían haber sido rellenados o alterados, y el caminito que antes serpenteaba por el bosque había desaparecido por completo, de modo que el Leñador no tenía con qué orientarse. Los restos del bombardero alemán tampoco estaban por ninguna parte, y el surco que había abierto en la tierra estaba relleno. David pensó que tendría que haber sido el trabajo de muchas horas y muchas, muchas manos. ¿Cómo podía haberse hecho en una sola noche y sin dejar siquiera una huella en el suelo?
– ¿Quién puede haber hecho algo así? -preguntó.
– Un tramposo -contestó el Leñador-. Un hombre torcido con un sombrero torcido.
– Pero ¿por qué? -insistió David-. ¿Por qué no se llevó la cuerda que habías atado tú y ya está? ¿No habría sido más fácil?
– Sí -respondió el Leñador, después de pensarlo durante unos instantes-, pero no se habría divertido tanto, y la historia no sería tan buena.
– ¿La historia? -preguntó el niño-. ¿Qué quieres decir?
– Tú eres parte de una historia. A él le gusta crearlas, le gusta coleccionar cuentos que contar, y esto da para una historia muy buena.
– Pero ¿cómo voy a volver a casa? -le preguntó David. Una vez perdida la vía de regreso a su mundo, de repente estaba deseando volver, mientras que, cuando pensaba que el Leñador le obligaba a regresar contra su voluntad, David sólo quería quedarse en la nueva tierra y buscar a su madre. Era todo muy curioso.
– No quiere que vuelvas a casa -dijo el Leñador.
– Nunca le he hecho nada, ¿por qué intenta mantenerme aquí? ¿Por qué está siendo tan malo?
– No lo sé -respondió el Leñador, sacudiendo la cabeza.
– Entonces, ¿quién lo sabe? -David estaba tan frustrado que lo preguntó casi a gritos. Empezaba a desear encontrar a alguien que supiese un poco más que el Leñador. Aquel hombre estaba bien para decapitar lobos y dar consejos innecesarios, pero no parecía estar al día de lo que ocurría en el reino.
– El rey -contestó el hombre por fin-. Puede que el rey lo sepa.
– Pero me pareció haber entendido que el rey ya no controlaba las cosas, que nadie lo había visto en mucho tiempo.
– Eso no quiere decir que no sepa qué está pasando -repuso el Leñador-. Dicen que el rey tiene un libro, El libro de las cosas perdidas. Es su posesión más preciada, lo esconde en la sala del trono de su palacio y no permite que nadie lo mire, salvo él. He oído que contiene en sus páginas todos los conocimientos del rey, y que recurre a él para que lo guíe cuando se enfrenta a problemas o vacilaciones. Quizás en el libro haya una respuesta a la pregunta de cómo devolverte a tu casa.
David intentó leer la expresión del Leñador, porque, aunque no sabía por qué, le daba la impresión de que no le contaba toda la verdad acerca del rey. Antes de poder seguir preguntándole, el Leñador tiró el saco con la ropa vieja de David a unos arbustos y volvió por donde habían venido.
– Una cosa menos que llevar en nuestro viaje -explicó-. Nos queda un largo camino por delante.
Tras echar una última mirada cargada de nostalgia al bosque de árboles anónimos, David siguió al Leñador de vuelta a la casa.
Cuando se fueron y todo quedó en silencio, una figura surgió de debajo de las extendidas raíces de un árbol grande y antiguo. Tenía la espalda jorobada, los dedos doblados, y llevaba un sombrero torcido en la cabeza. Se movió rápidamente a través de la maleza hasta llegar a unos arbustos salpicados de bayas gordas cubiertas de escarcha, como si tuviesen azúcar, pero hizo caso omiso de la fruta para centrarse en el saco tosco y sucio que yacía entre las hojas. Metió la mano dentro, sacó la parte de arriba del pijama de David, se la llevó a la cara y respiró hondo.
– El chico perdido -susurró para sí- y el niño perdido que vendrá.
Y, dicho esto, cogió el saco, y se lo tragaron las sombras del bosque.