«Éranse una vez dos niños, un chico y una chica…»
De El libro de las cosas perdidas, capítulo XI
Sobre Hansel y Gretel
Éste siempre ha sido uno de mis cuentos de hadas favoritos, así que es normal que encontrase un hueco en El libro de las cosas perdidas, pero, como cada una de las historias que aparecen, ya sea porque las cuente Roland o el Leñador, ya sea porque se haga referencia a ellas de forma explícita o indirecta en el texto, la seleccioné porque tiene una especial relevancia para David y las circunstancias en las que se encuentra.
En este caso, el punto obvio de referencia es el abandono y, en concreto, el miedo del niño a que sus padres lo abandonen. Recuerdo bien un día en que, de pequeño, regresé a casa de la escuela (no tendría más de siete años, y eso da una idea de lo mucho que han cambiado las cosas desde entonces, porque ahora pocos padres dejarían que un niño de siete años caminase veinte minutos solo para llegar a casa) y descubrí que la casa no estaba. Simplemente, la casa de la que había salido aquella mañana había desaparecido. En realidad, lo que había pasado (y perdónenme si eso me hace parecer un niño muy tonto) es que mis padres decidieron pintar el exterior de la casa, así que la puerta, las tejas y los canalones ya no eran del mismo color. Además, los pintores habían quitado el número de la casa para no manchar de pintura el metal. Yo conocía mi casa, sobre todo, por el color: era una casa roja, en una calle en la que todas las casas tenían una construcción idéntica, y sólo los colores las distinguían. La casa roja había desaparecido, y otra había ocupado su lugar. Durante unos minutos me quedé conmocionado, hasta que salió mi vecina de al lado, la señora Curran, y eso me confirmó que, aunque me habían abandonado, no me iba a quedar solo en el mundo. Fue ella quien me explicó lo sucedido, pero sigo recordando aquel día con claridad, así como la sensación de que uno de mis peores miedos se había hecho realidad, aunque fuese brevemente.
Por tanto, el abandono es uno de los temas. En El libro de las cosas perdidas, a David, en cierto modo, ya lo ha abandonado su madre, que ha muerto, y teme que su padre y la nueva compañera del mismo lo rechacen en favor del niño recién nacido. Hasta cierto punto, esto se ve reflejado en el cambio de los roles paternales en la versión que David ofrece del cuento: es el padre el que traiciona a los niños, no la madre. Pero hay otro mensaje para David, relacionado con la importancia de la independencia y el darse cuenta de que, llegado cierto momento, los niños tienen que abrirse paso solos en el mundo, ya sea a través de una independencia a la que se ven obligados por la pena o a través de una independencia ganada poco a poco con el paso a la madurez. Aquí es, principalmente, donde el cuento que aparece en El libro de las cosas perdidas se desvía de la historia original. En el cuento original, Hansel y Gretel triunfan aunando esfuerzos y habilidades; vencen a la bruja, y así sobreviven. Pero, en El libro de las cosas perdidas, Hansel es más débil y tiene más miedo que Gretel. Mientras ella entiende que tienen que ser autosuficientes para sobrevivir, su hermano no. Gretel crece y logra lo que la mayoría de los niños creen no poder conseguir nunca por sí solos: una existencia independiente de sus padres, en la que hacen frente y superan los retos que el mundo adulto les plantea. Hansel, por el contrario, no consigue madurar; incluso después de vencer a la bruja (una figura materna alternativa), sigue buscando a una sustituía, y así se condena.
Orígenes
Hansel y Gretel es un cuento popular alemán, pero tiene equivalentes en otras culturas y forma parte de una tradición de cuentos que podría resumirse como «Los niños y el ogro», en los que los niños entran en la guarida del ogro y le dan la vuelta a la tortilla, a menudo escapando con oro o riquezas. Los Hermanos Grimm lo publicaron por primera vez en 1812, y su fuente de información era su vecina, Dortchen Wild, que más tarde se convertiría en la mujer de Wilhelm Grimm. Los Grimm revisaron exhaustivamente muchas de las historias de sus antologías, y pasó casi medio siglo entre la versión original del cuento y la versión final que apareció en 1857. Durante ese tiempo, los niños recibieron nombres, su madre se convirtió en madrastra, y se añadieron las razones para el abandono.
Puede que los Grimm sintiesen un aprecio particular por esta historia; ya que tenía algunas similitudes con su vida: un padre ausente, fallecido hacía tiempo (el abandono); el afecto que sentían por su madre; y lo cerca que se sentían como hermanos. Al fin y al cabo, es uno de los pocos cuentos de hadas que habla sobre el amor fraternal, en vez de la rivalidad entre hermanos (Cenicienta, por ejemplo). Además, también guarda relación con la realidad de la época: en la Alemania del siglo xix había hambrunas; en las ciudades y pueblos hubo bastantes niños abandonados; y la mortalidad femenina, sobre todo durante o después del parto, hacía que hubiese madrastras por todas partes. De igual manera, la amenaza de los bosques era real, y un niño que se perdía en ellos tenía pocas posibilidades de sobrevivir.
Existen otras versiones modernas del cuento, como la de El hurgón mágico («La casa de bizcocho»), de Robert Coover; Happy To Be Here («My Grandmother, My Self»), de Garrison Keillor; Kissing The Witch («A Tale of the Cottage»), de Emma Donoghue; y el libro de poemas de 1971 Transformations («Hansel y Gretel»), de Anne Sexton.
Hansel y Gretel
Los Hermanos Grimm
Al borde de un gran bosque vivían un leñador pobre, su esposa y sus dos hijos. El niño se llamaba Hansel, y la niña, Gretel. El leñador era muy pobre y, cuando la gran hambruna cayó sobre aquellas tierras, no pudo seguir llevando el pan a casa. Por las noches, cuando se acostaba y pensaba en ello, el malestar le hacía dar vueltas en la cama, gruñía y le decía a su mujer.
– ¿Qué va a ser de nuestra familia? ¿Cómo vamos a alimentar a nuestros pobres hijos, si ni siquiera tenemos para nosotros?
– Te diré lo que haremos, marido -respondió la mujer-: mañana temprano llevaremos a los niños al bosque, a la parte más espesa; allí les encenderemos una hoguera y les daremos una rebanada de pan a cada uno; después nos iremos a trabajar y los dejaremos solos. No lograrán encontrar el camino de vuelta, y así nos libraremos de ellos.
– No, mujer -respondió el leñador-, no puedo hacer eso; ¿cómo voy a dejar a mis hijos solos en el bosque? Los animales salvajes los harán pedazos.
– ¡Oh, no seas tonto! -exclamó ella-. Entonces nos moriremos los cuatro de hambre; ya puedes empezar a lijar las tablas para nuestros ataúdes. -La mujer siguió insistiendo hasta que lo convenció.
– Pero, aun así, lo siento mucho por los pobres niños -dijo el hombre.
Los dos niños no habían podido dormir por culpa del hambre y habían oído lo que su madrastra le había dicho al padre. Gretel empezó a llorar y le dijo a Hansel:
– Todo se acaba para nosotros.
– No hables -respondió Hansel-, no te preocupes, que pronto encontraré la forma de salvarnos. -Y cuando los mayores se quedaron dormidos, el niño se levantó, se puso su abriguito, abrió la puerta principal y salió al exterior. La luna brillaba con fuerza, y los guijarros blancos que había frente a la casa relucían como peniques de plata de verdad. Hansel se detuvo y se llenó el bolsillo del abrigo con todos los que pudo. Después regresó y le dijo a Gretel:
– Descuida, querida hermanita, duerme tranquila, que Dios no nos abandonará -dicho lo cual, se tumbó de nuevo en la cama.
Cuando se hizo de día, pero antes de la salida del sol, la mujer entró a despertarlos diciendo:
– ¡Levantad, vagos! Vamos al bosque a recoger leña. -Les dio un trocito de pan a cada uno-. Aquí tenéis, para la cena, pero no lo comáis antes, porque no habrá más.
Gretel se metió el pan debajo del delantal, ya que Hansel tenía los guijarros en el bolsillo. Después partieron todos hacia el bosque. Al cabo de un rato, Hansel se quedó quieto, le echó un vistazo a la casa, y siguió haciendo lo mismo una y otra vez. Su padre lo regañó:
– Hansel, ¿qué estás mirando? ¿Por qué te quedas atrás? Presta atención y no te olvides de usar las piernas.
– Ah, padre -respondió Hansel-, estoy mirando a mi gatito blanco, que está sentado en el tejado y quiere decirme adiós.
– Tonto, ése no es tu gatito, sino el sol de la mañana, que brilla sobre las chimeneas -repuso su madrastra.
Sin embargo, Hansel no estaba mirando al gato, sino que había estado tirando las piedrecitas blancas por el camino.
Cuando llegaron al centro del bosque, el padre dijo:
– Ahora, niños, apilad leña, que yo encenderé un fuego para que no paséis frío.
Hansel y Gretel recogieron palos hasta formar un montoncito. La leña prendió, y, cuando las llamas llegaron alto, la mujer dijo:
– Ahora, niños, tumbaos junto al fuego y descansad, que nosotros iremos al bosque a cortar árboles. Cuando terminemos, volveremos a recogeros.
Hansel y Gretel se sentaron junto a la hoguera, y, cuando llegaron las doce del mediodía, cada uno se comió un trocito de pan; como oían los golpes del hacha de su padre, creyeron que el hombre estaba cerca. Sin embargo, no era el hacha, sino una rama que el leñador había atado a un árbol marchito que el viento agitaba. Así que allí estuvieron sentados largo rato, con los ojos cerrados de cansancio, hasta que se quedaron dormidos. Cuando por fin despertaron, ya era noche oscura. Gretel empezó a llorar y a lamentarse:
– ¿Cómo vamos a salir ahora del bosque?
– Espera un poco, hasta que salga la luna, y pronto encontraremos el camino -la tranquilizó Hansel.
Cuando la luna llena subió al cielo, Hansel cogió a su hermanita de la mano y siguió las piedrecitas, que brillaban como monedas de planta recién acuñadas, mostrándoles el camino.
Caminaron toda la noche y, al romper el nuevo día, llegaron a la casa de su padre. Llamaron a la puerta, y, cuando la mujer la abrió y vio que eran Hansel y Gretel, exclamó:
– Qué niños más desobedientes, ¿por qué habéis dormido tanto rato en el bosque? ¡Creíamos que no ibais a volver!
Sin embargo, el padre se alegró, porque abandonarlos en el bosque le había roto el corazón.
No mucho después, una gran escasez volvió a adueñarse de la zona, y los niños oyeron cómo su madre le decía por la noche a su padre:
– Nos hemos vuelto a quedar sin comida, sólo nos queda media rebanada de pan, nada más. Los niños deben irse; los llevaremos más lejos, para que no encuentren el camino de vuelta. ¡Sólo así podremos salvarnos!
– Sería mejor para ti que compartieras el último bocado con tus hijos -repuso el padre, con pesar.
Sin embargo, la mujer no quería escuchar sus palabras, y lo regañó y le hizo reproches. Nunca digas nunca jamás, y, de igual manera que cedió la primera vez, el leñador tuvo que ceder una segunda.
Los niños, que seguían despiertos, habían oído la conversación. Cuando los mayores se durmieron, Hansel se levantó de nuevo para recoger más guijarros, como la vez anterior, pero la mujer había cerrado la puerta con llave, así que el niño no pudo salir. De todos modos, tranquilizó a su hermana, diciendo:
– No llores, Gretel, duerme tranquila, que el buen Dios nos ayudará.
Por la mañana temprano, la mujer los despertó y los sacó de la cama. Les dio su trozo de pan, pero era más pequeño que el anterior. De camino al bosque, Hansel deshizo el pan en su bolsillo, parándose de vez en cuanto para soltar una migaja.
– Hansel, ¿por qué te paras y miras a tu alrededor? -le preguntó el padre-. Sigue andando.
– Estoy mirando a mi palomita, que está sentada en el tejado y me quiere decir adiós -respondió Hansel.
– ¡Tonto! -exclamó la mujer-. Ésa no es tu palomita, sino el sol de la mañana, que brilla sobre la chimenea.
Sin embargo, Hansel fue tirando poco a poco las migas por el camino.
La mujer llevó a los niños a un lugar más profundo del bosque, un sitio en el que nunca antes habían estado. Entonces encendieron una gran fogata, y ella dijo:
– Sentaos aquí, niños, y, cuando os canséis, podéis dormir un poco; nosotros iremos al bosque a cortar leña y, por la tarde, cuando terminemos, vendremos a por vosotros.
Al mediodía, Gretel compartió su trozo de pan con Hansel, que había esparcido el suyo por el camino. Después se quedaron dormidos y pasó la tarde, pero nadie fue a recoger a los pobres niños. No se despertaron hasta que fue de noche, y Hansel tranquilizó a su hermanita:
– Espera a que salga la luna, Gretel, y entonces veremos las migas de pan que he tirado por el camino y así volveremos a casa.
Pero, cuando salió la luna, no encontraron las migas, porque los miles de pájaros que volaban por el bosque y los campos se las habían comido.
– Pronto encontraremos el camino -le aseguró Hansel a Gretel, pero no lo hicieron. Caminaron toda la noche y todo el día siguiente hasta caer la tarde, pero no lograron salir del bosque, y tenían mucha hambre, porque no habían comido más que un par de bayas que crecían en la tierra. Como, además, estaban tan cansados que las piernas no podían seguir sosteniéndolos, se tumbaron bajo un árbol y se quedaron dormidos.
Ya habían pasado tres mañanas desde que abandonaran la casa de su padre. Empezaron a caminar de nuevo, pero no dejaban de adentrarse en el bosque, y, sí no encontraban ayuda pronto, iban a morir de hambre y cansancio. Al mediodía vieron un bello pájaro blanco como la nieve, sentado en una rama, cantando una melodía tan deliciosa que se quedaron a escucharlo. Cuando terminó su canción, el pájaro abrió las alas y se alejó volando delante de ellos, y ellos lo siguieron hasta llegar a una casita, en cuyo tejado se había posado; cuando se acercaron más a la casita, vieron que estaba hecha con pan y cubierta de pasteles, y que las ventanas eran de azúcar transparente.
– Con esto tendremos una buena comida -dijo Hansel-. Yo me comeré un trocito del tejado, y tú, Gretel, puedes comerte parte de la ventana, que estará dulce.
Hansel alargó una mano y rompió un trocito del tejado para probarlo, y Gretel se apoyó en la ventana y mordisqueó el cristal. Entonces oyeron una voz suave que provenía del salón:
– Muerde, muerde la ratita; ¿quién se come mi casita?
– El viento, el viento; nada más que el viento -respondieron los niños, y siguieron comiéndose la casa.
Como a Hansel le había gustado el sabor del tejado, arrancó un buen pedazo, mientras Gretel sacó el cristal de una ventana redonda, se sentó y se entretuvo con él. De repente, la puerta se abrió, y de ella salió una mujer más vieja que las colinas, apoyada en muletas. Hansel y Gretel estaban tan asustados que dejaron caer lo que tenían en las manos. Sin embargo, la anciana asintió con la cabeza y dijo:
– Oh, queridos niños, ¿quién os ha traído hasta aquí? Entrad, entrad y quedaos conmigo, que no os pasará nada.
Así que los cogió de la mano y los metió en la casita, donde les sirvió una buena comida: leche y tortitas con azúcar, manzanas y nueces. Después preparó dos bonitas camitas con sábanas blancas, y Hansel y Gretel se tumbaron en ellas, creyendo estar en el Cielo.
La anciana sólo había fingido ser amable porque, en realidad, era una bruja malvada que esperaba a que apareciese algún niño, y sólo había construido la casita de pan para atraerlos. Cuando un niño caía entre sus garras, ella lo mataba, lo cocinaba y se lo comía, y aquel día era un banquete para ella. Las brujas tienen ojos rojos y no ven mucho, pero también cuentan con un agudo sentido del olfato, como los animales, y saben cuándo tienen seres humanos cerca. Cuando Hansel y Gretel se acercaron a su casa, ella soltó una risa malvada y dijo con sorna:
– Los tengo, ¡no se me volverán a escapar!
Por la mañana temprano, antes de que los niños se despertaran, ella se levantó y, al verlos dormidos y tan bonitos, con sus mejillas gorditas y sonrosadas, murmuró para sí:
– Serán un delicioso bocado.
Después cogió a Hansel con su mano arrugada, lo llevó a un pequeño establo y lo encerró detrás de una puerta con barrotes. Por mucho que gritó, el niño no logró nada. Después, la bruja fue a por Gretel, la sacudió para despertarla y gritó:
– ¡Levántate, perezosa, ve a por agua y cocina algo bueno para tu hermano, que está en el establo de fuera! Quiero ponerlo gordo para comérmelo.
Gretel empezó a llorar con amargura, pero todo fue en vano, porque no pudo más que hacer lo que la malvada bruja le pedía.
Así que Hansel recibió las mejores comidas, pero Gretel tenía que contentarse con los caparazones de los cangrejos. Cada mañana, la mujer se acercaba al establo y gritaba:
– ¡Hansel, saca un dedo para que vea si ya estás gordo!
Sin embargo, Hansel sacaba un huesecillo de la comida, y la anciana, que veía poco, creía que era el dedo de Hansel y se asombraba de que fuese tan difícil engordarlo. Al cabo de cuatro semanas, al ver que Hansel seguía delgado, se le acabó la paciencia y no quiso esperar más.
– Ahora, Gretel -le gritó a la niña-, prepárate y trae agua. Me da igual que Hansel esté gordo o flaco, mañana lo mataré y lo cocinaré.
Ay, cuánto lamentó la pobre hermanita tener que recoger el agua, y cómo le caían las lágrimas por las mejillas.
– Dios mío, ayúdanos -lloraba-. Si los animales salvajes del bosque nos hubiesen devorado, al menos habríamos muerto juntos.
– No hagas tanto ruido -la reprendió la vieja-, que no te va a servir de nada.
Por la mañana temprano, Gretel tuvo que salir a colgar el caldero con el agua y encender el fuego.
– Primero hornearemos -dijo la anciana-. Ya he calentado el horno y preparado la masa. -Apartó a la pobre Gretel del horno, que ya lanzaba llamas-. Métete dentro y comprueba si está bien caliente, para que podamos meter el pan.
Una vez Gretel estuviera dentro, la bruja pretendía cerrar la puerta del horno y dejar que se asase, para así comérsela también, pero Gretel adivinó lo que tenía en mente, y dijo:
– No sé cómo hacerlo; ¿cómo voy a caber?
– No seas tonta -respondió la anciana-, la puerta es lo bastante grande; mira, ¡si quepo hasta yo!
Tras decir aquello, la bruja metió la cabeza dentro del horno. Entonces, Gretel le dio un empujón, cerró la puerta de hierro y echó el cerrojo. Oh, la bruja empezó a lanzar terribles aullidos, pero Gretel salió corriendo, y la malvada bruja murió abrasada.
Gretel corrió como un rayo hasta donde estaba Hansel, abrió el establo y gritó:
– ¡Hansel, estamos salvados! ¡La vieja bruja ha muerto!
Entonces, Hansel salió volando de su jaula, como si fuese un pajarillo. ¡Qué gran abrazo se dieron, y cómo bailaron y se besaron! Como ya no tenían miedo de la vieja, volvieron a la casa, y encontraron baúles llenos de perlas y piedras preciosas por todas partes.
– ¡Esto es mucho mejor que los guijarros! -exclamó Hansel, y se llenó los bolsillos todo lo que pudo.
– Yo también me llevaré algo -repuso Gretel, y se llenó de tesoros el delantal.
– Pero ahora debemos marcharnos -dijo Hansel-, para que podamos salir del bosque de la bruja.
Después de caminar dos horas llegaron a una gran extensión de agua.
– No podemos cruzar -afirmó Hansel-. No veo ni pasarelas, ni puentes.
– Y tampoco hay transbordador -añadió Gretel-, pero ahí hay un pato blanco. Si se lo pido, seguro que nos ayudará a cruzar.
Así que gritó:
Patito, patito, ¿acaso no ves
que Hansel y Gretel no saben qué hacer?
no hay tabla ni puente con que cruzar,
¿no nos puedes tú en el lomo llevar?
El pato se acercó a ellos, y Hansel se sentó en su lomo y le pidió a su hermana que se sentase con él.
– No -contestó ella-, pesaríamos demasiado para el patito; te llevará primero a ti y después a mí.
El buen patito así lo hizo, y, una vez a salvo al otro lado, después de caminar un rato, el bosque empezó a resultarles cada vez más familiar hasta que, al final, vieron su casa a lo lejos. Entonces empezaron a correr, entraron en el salón y se tiraron en brazos de su padre. El hombre no había vivido en paz desde que había abandonado a los niños en el bosque; sin embargo, la mujer había muerto. Gretel se vació el delantal hasta que todas las perlas y piedras preciosas rodaron por la habitación, y Hansel se sacó un puñado tras otro de joyas del bolsillo. Así terminaron todos sus problemas, y vivieron juntos y felices para siempre.
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