XXI. Sobre la llegada de la Bestia


Todo aquel día y el siguiente se preparó la evacuación de la aldea. Las mujeres, los niños y los ancianos reunieron lo que podían llevarse, y todos los carros y caballos se pusieron a trabajar, salvo Scylla, porque Roland no quería perderla de vista. A cambio, se dedicó a cabalgar junto al muro, tanto por el exterior como por el interior, comprobando sus puntos débiles. No le gustó lo que vio. La nieve seguía cayendo, entumeciendo dedos y helando pies, lo que hacía que la tarea de reforzar las defensas del pueblo resultase más dura y que los hombres gruñesen entre ellos, preguntándose si todos aquellos preparativos eran necesarios, y sugiriendo que lo mejor habría sido huir con las mujeres y los niños. Incluso Roland parecía tener sus dudas.

– Lo mismo daría que le lanzásemos astillas y troncos a la criatura -lo oyó decirle a Fletcher. No tenían ni idea de por dónde vendría el ataque, así que Roland les explicaba una y otra vez a los defensores cuáles eran sus rutas de huida si la Bestia superaba el muro, y qué debían hacer cuando la criatura estuviese dentro. Si los hombres se dejaban llevar por el pánico y huían a ciegas una vez hubiese entrado (porque estaba seguro de que entraría), todo estaría perdido, pero tenía poca fe en que los aldeanos estuviesen dispuestos a enfrentarse a la Bestia si la batalla se volvía en su contra.

– No son cobardes -le dijo a David mientras descansaban junto al fuego bebiendo leche recién ordeñada. A su alrededor, los hombres afilaban los bastones y las hojas de las espadas, o utilizaban bueyes y caballos para recoger troncos con los que reforzar el muro desde dentro. No se oían muchas conversaciones, porque el día terminaba y se acercaba la noche. Todos estaban tensos y asustados-. Todos estos hombres darían la vida por su esposa y sus hijos -siguió explicando Roland-. Si se enfrentasen a bandidos, lobos o animales salvajes, no vacilarían, aunque su vida corriese peligro. Pero esto es diferente: no conocen ni entienden aquello a lo que deben enfrentarse y no cuentan con la disciplina ni la experiencia para luchar todos a una. Aunque todos estarán juntos, cada uno se enfrentará a esa cosa en soledad. Sólo se unirán cuando a uno de ellos le falle el valor y huya; entonces, todos lo seguirán.

– No tienes mucha fe en la gente, ¿verdad? -comentó David.

– No tengo mucha fe en nada -contestó Roland-. Ni siquiera en mí. -Se bebió la leche que le quedaba y limpió la taza en un cubo de agua fría-. Vamos, tenemos palos que pelar y espadas romas que afilar. -Esbozó una sonrisa vacua, pero David no le correspondió.

Se había decidido que ellos formarían al grupo principal de su pequeño ejército junto a las puertas, con la esperanza de que eso atrajese a la Bestia hacia ellos. Si la criatura rompía las defensas, podrían hacer de señuelos para conducirla al centro de la aldea, donde saltaría la trampa. Sólo tendrían una oportunidad para encerrarla y matarla.

En el cielo no se veía ni un trocito de la luna pálida cuando el convoy de gente y animales abandonó en silencio la aldea, con una pequeña escolta de hombres para asegurarse de que llegaban bien a las cuevas. Tras el regreso de los hombres, se organizó una vigilancia formal en el muro, haciendo turnos para pasar unas cuantas horas pendientes de cualquier acercamiento. En total eran unos cuarenta hombres y David. Roland le preguntó al chico si quería irse a las cuevas con los demás, pero, aunque estaba asustado, David contestó que pretería quedarse, aunque no sabía bien por qué. En parte se sentía más seguro con Roland, que era la única persona de aquel lugar en la que confiaba, pero también tenía curiosidad: quería ver a la Bestia, fuera lo que fuese. Roland pareció darse cuenta, y, cuando los aldeanos le preguntaron por qué había dejado que se quedase el niño, el soldado dijo que era su escudero y que le resultaba tan valioso como su espada o su caballo. Aquellas palabras hicieron que David se ruborizase de orgullo.

Ataron una vaca vieja en el claro que había justo antes de las puertas de la aldea, con la esperanza de que atrajese a la Bestia, pero no pasó nada la primera noche de guardia, ni la segunda, y los hombres empezaron a refunfuñar y a cansarse. La nieve seguía cayendo y helándose, cayendo y helándose. Los vigías del muro apenas podían ver el bosque por culpa de la ventisca, y unos cuantos empezaron a murmurar entre ellos.

– Esto es una tontería.

– La criatura tiene tanto frío como nosotros. No nos atacará con este tiempo.

– Quizá ni siquiera exista. ¿Y si a Ethan lo atacó un lobo o un oso? Sólo tenemos la palabra de este vagabundo, que dice que vio cadáveres de soldados.

– El herrero tiene razón: ¿y si todo esto es una trampa?

Tuvo que ser Fletcher el que los hiciese entrar en razón.

– ¿Y para qué serviría esa trampa? -les dijo-. Es un hombre solo, con un niño a su lado. No puede asesinarnos mientras dormimos, y no tenemos nada digno de robar. Si lo hace por comida, poca va a encontrar aquí. Tened fe, amigos míos, y sed pacientes y vigilantes.

Las quejas cesaron, pero seguían pasando frío y estando tristes, y echaban de menos a sus esposas y familias.

David pasaba todo el tiempo con Roland, dormía a su lado en las horas de descanso y recorría con él el perímetro cuando llegaba su turno de vigía. Una vez reforzadas las defensas todo lo que era posible, Roland se tomó su tiempo para hablar y bromear con los aldeanos, despertándolos cuando dormitaban y animándolos cuando les bajaban los ánimos. Sabía que aquél era el peor momento para ellos, porque la vigilancia era aburrida y dura para sus nervios. Al verlo moverse entre ellos y comprobar cómo supervisaba la defensa de la aldea, David se preguntó si Roland sería realmente un soldado, como afirmaba, porque más bien parecía un líder, un capitán por naturaleza, aunque cabalgase solo.

La segunda noche estaban sentados junto a un gran fuego, acurrucados bajo gruesas capas. Roland le había dicho a David que podía dormir en una de las casas cercanas, pero los otros no lo hacían, así que el niño no quiso parecer más débil de lo que ya parecía, aunque negarse a aceptar la oferta significase dormir al aire libre, frío y expuesto. Decidió quedarse con Roland. Las llamas iluminaron los rasgos del soldado, proyectando sombras por su piel, realzando los huesos de sus mejillas y haciendo más profunda la oscuridad de sus ojos.

– ¿Qué crees que le pasó a Raphael? -le preguntó David.

Roland no contestó, sino que se limitó a sacudir la cabeza.

David sabía que era mejor callarse, pero no quería hacerlo. Tenía sus propias dudas y preguntas, y, de algún modo, notaba que Roland las compartía. No se habían encontrado por casualidad, porque nada en aquel lugar parecía gobernarse por las leyes del azar. Todo lo que ocurría tenía un propósito, un patrón, aunque David sólo lo captase a medias.

– Crees que está muerto, ¿verdad? -le preguntó en voz baja.

– Sí -respondió el soldado-. Lo siento en el corazón.

– Pero tienes que averiguar qué le pasó.

– No podré descansar hasta lograrlo.

– Pero puede que tú también mueras en el intento. Si sigues su camino, podrías acabar como él. ¿No te asusta morir?

Roland cogió un palo y atizó el fuego, provocando chispas que volaron por el aire nocturno y se apagaron antes de llegar muy lejos, como insectos que ya estaban medio consumidos por las llamas incluso antes de emprender la huida.

– Me da miedo el dolor de la muerte -contestó-. Me hirieron una vez, una herida tan grave que creían que no sobreviviría. Recuerdo el dolor atroz y no deseo volver a sufrirlo.

»Pero temía más la muerte de otros. No quería perderlos y me preocupaba por ellos mientras estaban vivos. Creo que a veces me preocupaba tanto la posibilidad de perderlos que nunca disfruté realmente de su compañía. Era parte de mi naturaleza, incluso con Raphael, pero él era la sangre de mis venas, el sudor de mi frente. Sin él, soy menos de lo que antes era.

David contempló las llamas, y las palabras de Roland resonaron dentro de su cabeza. Era lo mismo que él había sentido por su madre: había estado tanto tiempo aterrado por la idea de perderla que nunca había disfrutado realmente del tiempo que habían pasado juntos cuando se acercaba su final.

– ¿Y tú? -le preguntó Roland-. Eres sólo un niño y no perteneces a este mundo, ¿no tienes miedo?

– Sí, pero oí la voz de mi madre. Está aquí, en alguna parte, y tengo que encontrarla. Tengo que llevarla a casa.

– David, tu madre está muerta -repuso Roland con tono cariñoso-. Tú me lo dijiste.

– Entonces, ¿cómo puede estar aquí? ¿Cómo puedo haber oído su voz con tanta claridad? -Roland no respondió, y la frustración de David creció-. ¿Qué es este lugar? -exclamó-. No tiene nombre. Ni siquiera tú puedes decirme cómo se llama. Tiene un rey, pero puede que no exista. Hay cosas que no deberían estar aquí: ese tanque, el avión alemán que me siguió a través del árbol, las arpías… Está todo mal, pero… -Sus palabras quedaron colgadas en el aire. Las ideas se formaban en su cerebro como una nube oscura en un claro día de verano, llenas de calor, furia y confusión. La pregunta apareció ante él, y se sorprendió al decirla en voz alta-. Roland, ¿estás muerto? ¿Estamos muertos?

– No lo sé -contestó el soldado, mirándolo a través de las llamas-. Creo que estoy tan vivo como tú. Siento frío y calor, hambre y sed, deseo y arrepentimiento. Soy consciente del peso de una espada en la mano, y, cuando me quito la armadura por la noche, mi piel lleva sus marcas. Puedo notar el sabor del pan y la carne, puede oler a Scylla en mi cuerpo después de pasar un día a caballo. Si estuviese muerto, no podría sentir todas esas cosas, ¿no?

– Supongo que no -contestó David. No tenía ni idea de qué sentían los muertos cuando pasaban al otro mundo.

¿Cómo iba a saberlo? Sólo sabía que la piel de su madre resultaba fría al tacto, pero David todavía sentía el calor de su propio cuerpo. Como Roland, podía oler, tocar y saborear. Era consciente del dolor y de la incomodidad, podía notar el calor del fuego, y estaba seguro de que, si ponía la mano en la hoguera, la piel se le ampollaría y quemaría.

Pero aquel mundo seguía siendo una curiosa mezcla de lo desconocido y lo familiar, como si, al llegar allí, hubiese alterado su naturaleza, infectándola con aspectos de su vida.

– ¿Alguna vez has soñado con este lugar? -le preguntó a Koland-. ¿Alguna vez has soñado conmigo o con alguna otra cosa de aquí?

– Cuando te conocí en el camino, no te había visto antes -respondió el soldado-, y, aunque sabía que aquí había una aldea, nunca la había visto hasta hoy, porque nunca había viajado por aquí. David, esta tierra es tan real como tú. No empieces a creer que es un sueño creado por ti. He visto el miedo en tus ojos cuando hablas de las manadas de lobos y las criaturas que las conducen, y sé que te comerán si te encuentran. He olido la putrefacción de los hombres de aquel campo de batalla, y pronto nos enfrentaremos a la criatura que los aniquiló. Puede que no sobrevivamos al encuentro, porque todas estas cosas son reales. Ya has sentido dolor en este mundo y, si sientes dolor, puedes morir; pueden matarte aquí, y nunca volverías a tu hogar. No lo olvides, porque, si lo haces, estarás perdido

«Quizá», pensó David.

«Quizá.»


En las horas más oscuras de la tercera noche, oyeron un grito que surgía de uno de los puestos de vigilancia junto a las puertas.

– ¡A mí! ¡A mí! -chilló el joven encargado de guardar el camino principal que daba al asentamiento-. He oído algo y he visto movimiento en el suelo, estoy seguro.

Los que estaban durmiendo se despertaron y se unieron a él. Los que estaban lejos de las puertas oyeron el grito y se dispusieron a correr hacia él, pero Roland les dijo que se quedaran donde estaban. Llegó a las puertas y empezó a subir por una escalera a la plataforma en lo alto del muro. Algunos de los otros hombres ya lo esperaban allí, mientras que los demás se quedaban en el suelo y miraban por las rendijas que habían abierto en los troncos para asomarse al exterior. Las antorchas siseaban y chisporroteaban, y la nieve caía sobre ellas para fundirse al instante.

– No veo nada -le dijo el herrero al joven-. Nos has levantado sin razón.

Oyeron los mugidos inquietos de la vaca, que se había despertado e intentaba liberarse del poste al que estaba atada.

– Esperad -advirtió Roland. Cogió una flecha de la pila que había junto al muro, todas con un trapo empapado en aceite atado a la punta, la acercó a una de las antorchas, y el trapo prendió. Apuntó con cuidado y disparó hacia el lugar donde el vigía había visto movimiento. Otros cuatro o cinco hombres hicieron lo mismo, y las flechas volaron como estrellas moribundas por el aire nocturno. Durante un instante sólo vieron los copos de nieve y los árboles en sombras, pero, entonces, algo se movió, y contemplaron un enorme cuerpo amarillo que surgía de la tierra, arrugado como un gran gusano y con gruesos pelos negros en cada arruga, los cuales acababan en una punta afilada como una cuchilla. Una de las flechas se había clavado en la criatura, y un repugnante olor a carne quemada los envolvió, tan horrible que los hombres se taparon la nariz y la boca para protegerse de él. Un fluido negro salía de la herida, chisporroteando con el calor de la llamarada de la flecha. David vio los trozos de flechas y lanzas rotas que le sobresalían de la piel, reliquias de su anterior encuentro con los soldados. Resultaba imposible saber lo larga que era, pero su cuerpo medía al menos tres metros de alto. Vieron que la Bestia se retorcía y giraba para salir de la tierra, y, entonces, una terrible cara quedó al descubierto: tenía varios ojos juntos, como las arañas, unos pequeños y otros grandes, y una enorme boca succionadora bajo ellos, con varias filas de dientes afilados. Entre los ojos y la boca tenía unas aberturas similares a fosas nasales que temblaban al oler a los hombres de la aldea y la sangre caliente que fluía bajo su piel. Había dos brazos a cada lado de sus mandíbulas, cada uno de ellos terminado en una serie de tres uñas ganchudas con las que podía llevarse a su presa a la boca. No parecía capaz de emitir sonido alguno, pero sí emitía un ruido húmedo, de succión, cuando se movía por el suelo del bosque, mientras unos hilos claros y pegajosos de mocos le caían de la parte superior del cuerpo al levantarse como una enorme y fea oruga en busca de una hoja sabrosa. En aquellos momentos, su cabeza estaba a unos seis metros de la tierra, dejando al aire la parte inferior del cuerpo y las filas gemelas de patas negras y llenas de espinas con las que avanzaba hacia la aldea.

– ¡Es más alta que el muro! -gritó Fletcher-. No tiene que atravesarlo, ¡puede pasar por encima!

Roland no contestó, sino que les dijo a los hombres que encendieran las flechas y apuntasen a la cabeza de la Bestia. Una lluvia de llamas salió volando hacia la criatura. Algunas de las flechas no dieron en el blanco, otras rebotaron en los gruesos pelos espinosos de su piel, pero sí hubo algunas que acertaron, y David vio cómo una de ellas se clavaba en los ojos de la criatura, que estallaron al instante. El hedor a podredumbre y carne quemada se hizo aún más intenso. La Bestia sacudió la cabeza de dolor y empezó a avanzar hacia el muro. Ya veían claramente lo grande que era: nueve metros de largo de las mandíbulas a la parte de atrás. Se movía mucho más deprisa de lo que Roland imaginaba, y sólo la espesa capa de nieve evitaba que fuese aún más veloz. La tendrían encima en unos momentos.

– ¡Seguid disparando todo el tiempo que podáis y retiraos en cuanto la hayáis atraído hasta el muro! -gritó Roland. Después cogió a David del brazo-. Ven conmigo, necesito tu ayuda.

Pero David no podía moverse, estaba atrapado por los ojos oscuros de la Bestia, incapaz de apartar la mirada. Era como si un fragmento de sus pesadillas hubiese cobrado vida: la cosa que yacía en las sombras de su imaginación por fin había tomado forma.

– ¡David! -gritó Roland, sacudiéndolo por el brazo, y el hechizo se rompió-. Vamos, no tenemos tiempo.

Bajaron de la plataforma y se dirigieron a las puertas, que consistían en dos gruesas masas de tablas, cerradas desde el interior con medio tronco de árbol que podía levantarse aplicando presión en un extremo. Cuando llegaron al tronco, Roland y David empezaron a empujar con todas sus fuerzas.

– ¿Qué estáis haciendo? -les gritó el herrero-. ¡Nos estáis condenando a muerte!

Y, entonces, la gran cabeza de la Bestia apareció sobre el hombre, y uno de sus brazos con garras lo cogió, lo levantó en el aire y se lo metió en la boca. David apartó la vista, incapaz de contemplar la muerte del herrero. Los otros defensores estaban usando ya las lanzas y las espadas. Fletcher, que era más grande y fuerte que los demás, levantó una espada y, de un solo golpe, intentó cortar uno de los brazos de la Bestia, pero era tan grueso y duro como el tronco de un árbol, y la espada apenas le desgarró la piel. En cualquier caso, el dolor la distrajo lo suficiente para que los aldeanos pudiesen empezar a retirarse del muro, justo cuando David y Roland lograban levantar la barrera que cerraba las puertas.

La Bestia estaba intentando subir por el muro, pero Roland les había dicho a los hombres que metiesen palos con ganchos en la punta por los huecos cuando la Bestia se acercase lo suficiente. Los ganchos arañaron la piel de la criatura, que se retorció y agitó, pero, aunque entorpecieron su avance y la hirieron, no lograron evitar que siguiese atravesando sus defensas. Entonces, Roland abrió las puertas y apareció en el exterior del muro. Sacó una flecha y le disparó a un lado de la cabeza.

– ¡Eh! -gritó el soldado-. Por aquí, ¡vamos!

Agitó los brazos y disparó de nuevo. La Bestia se apartó del muro y bajó al suelo, ennegreciendo la nieve con la sustancia que supuraban sus heridas. Se volvió hacia Roland, avanzando por las puertas, e intentó cogerlo con los brazos, con la cabeza inclinada y lanzando dentelladas, mientras él corría delante de ella. La criatura se detuvo al cruzar el umbral, examinando las calles retorcidas y a los hombres que huían.

Roland agitó la antorcha y la espada.

– ¡Por aquí! -chilló-. ¡Estoy aquí!

El hombre disparó otra flecha, que estuvo a punto de acertar a la Bestia en la mandíbula, pero la criatura ya no estaba interesada en él; abría y cerraba las fosas nasales, y bajaba la cabeza, olisqueando, buscando. David, escondido en las sombras delante de la forja del herrero, se vio reflejado en las profundidades de los ojos de la Bestia cuando ella lo encontró. La cosa abrió la boca, que goteaba saliva y sangre, y una de sus afiladas uñas arrancó el tejado de la forja para coger al chico. David se lanzó hacia atrás justo a tiempo de evitar que la criatura lo agarrase. Oyó la voz de Roland a lo lejos:

– ¡Corre, David! ¡Tienes que hacernos de cebo!

David se puso de pie y corrió a toda velocidad por las estrechas calles de la aldea. Detrás de él, la Bestia aplastaba paredes y tejados en su persecución, bajando la cabeza y lanzando zarpazos para intentar atrapar a la pequeña figura que tenía delante. El niño tropezó en una ocasión, y las zarpas le rasgaron la ropa de la espalda, pero él rodó por el suelo para apartarse y se puso de nuevo en pie. Estaba a un tiro de piedra del centro de la aldea. Había una plaza alrededor de la iglesia, donde montaban el mercado en los buenos tiempos. Los defensores habían excavado unos canales que atravesaban la plaza, de modo que el aceite fluyese por ella y rodease a la Bestia. David corrió por aquel espacio abierto hacia las puertas de la iglesia, con la Bestia detrás. Roland ya estaba en el umbral, animándolo a seguir.

De repente, la criatura se detuvo. David se volvió y la miró. En las casas cercanas, los hombres se preparaban para enviar el aceite por los canales, pero también dejaron de hacerlo y observaron a la Bestia. La cosa empezó a temblar y a sacudirse, las mandíbulas se abrieron de forma increíble, y el animal sufrió espasmos, como si sufriese un gran dolor. De repente, cayó al suelo y la barriga comenzó a hinchársele. David vio que algo se movía dentro de ella, una forma que presionaba la piel de la Bestia desde el interior.

Ella. El Hombre Torcido había dicho que la Bestia era una hembra.

Encendió la flecha con su antorcha y apuntó a uno de los canales de aceite. La flecha salió volando del arco y cayó en el negro arroyo. Al instante surgieron las llamas y el fuego se extendió por la plaza siguiendo el patrón que habían dibujado. Las criaturas que estaban en su camino empezaron a arder, lanzando chispas y muriendo entre sacudidas. Roland cogió otra flecha y disparó a una casa por la ventana, pero no pasó nada. David ya veía cómo algunas de las crías intentaban escapar de la plaza y el fuego. No podían permitir que las criaturas regresaran al bosque.

Roland puso una última flecha en el arco, tiró de ella hasta tenerla junto a la mejilla y la soltó. Aquella vez se oyó una fuerte explosión dentro de la casa, y el tejado voló por los aires. Las llamas subieron por el cielo, y se oyeron más estallidos, porque el sistema de barriles que Roland había montado dentro de las casas prendió fuego poco a poco, derramando líquido ardiente por la plaza y matando todo lo que tenía a su alcance. Sólo Roland y David se salvaron, encaramados a la torre del campanario, ya que las llamas no llegaron a la iglesia. Allí se quedaron, mientras el hedor a criaturas quemadas y humo acre llenaba el aire, hasta que lo único que perturbó el silencio de la noche fue el crepitar moribundo de las llamas y el suave susurro de la nieve al derretirse en el fuego.


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