«Aquel nuevo mundo era demasiado doloroso para poder soportarlo. Se había esforzado mucho, había seguido sus rutinas, había contado con cuidado, había seguido las reglas…, pero la vida le había engañado. Aquel mundo no era como el de sus historias. En el de las historias, el bien era recompensado y el mal recibía su castigo. Si te mantenías en el buen camino y te alejabas del bosque, estabas a salvo. Si alguien enfermaba, como el viejo rey de uno de los cuentos, sus hijos partían en busca del remedio, el agua de la vida, y si uno de ellos era lo bastante valiente y lo bastante honesto, podía salvar la vida del rey. David había sido valiente, y su madre más aún. Al final, la valentía no había sido suficiente, ya que el mundo en que vivía no la recompensaba. Cuanto más pensaba el niño en ello, menos quería formar parte de un mundo semejante.»
De El libro de las cosas perdidas, capítulo II
Sobre El agua de la vida
Es fácil ver por qué este cuento reviste tanta importancia para David, aunque sólo se mencione de pasada en El libro de las cosas perdidas. La pérdida de un padre es el mayor miedo de un niño. En el caso de David, ese miedo se hace realidad cuando muere su madre, y él se da cuenta de la disparidad entre el cuento que ha leído y la verdad de la mortalidad humana. Pero el cuento también aparece en el libro por la respuesta que les da el rey a sus hijos cuando ellos le suplican que los deje ir a buscar el agua de la vida: «Preferiría morir». En su respuesta reconoce el orden natural de las cosas, que los ancianos deben morir algún día y los jóvenes deben sobrevivirlos. Gran parte del problema que surge después se debe al intento de alterar este orden. Finalmente nos encontramos con el tema de la arrogancia y la traición entre hermanos. David es culpable de la primera en algunos momentos de la novela, sobre todo por su incapacidad de aceptar la intrusión de Rose y su hermanastro Georgie en la vida familiar. Esto, a su vez, le ofrece la posibilidad de la traición, que el Hombre Torcido reconoce y utiliza contra David a lo largo del libro.
El agua de la vida
Los Hermanos Grimm
Érase una vez un rey que estaba enfermo, y nadie creía que lograse sobrevivir. Sus tres hijos estaban muy tristes por esta causa, así que bajaron al jardín de palacio y lloraron juntos. En el jardín se encontraron con un anciano que les preguntó por la razón de su tristeza, a lo que ellos contestaron que su padre estaba tan enfermo que seguramente moriría, porque nada parecía curarlo. Entonces, el anciano dijo:
– Conozco un remedio: el agua de la vida; si bebe de ella, se pondrá bien de nuevo, pero es difícil encontrarla.
– Yo la encontraré -afirmó el hermano mayor; fue a ver al rey y le suplicó que le permitiese ir en busca del agua de la vida, porque era lo único que podría salvarlo.
– No -contestó el rey-, el peligro es demasiado grande. Preferiría morir.
Pero su hijo le suplicó tanto que el rey aceptó. Lo que en realidad pensaba el príncipe era: «Si traigo el agua, seré el preferido de mi padre y heredaré el reino».
Así que inició su viaje, y, después de cabalgar durante un rato, un enano apareció en el camino, lo llamó y le preguntó:
– ¿Adonde vas tan deprisa?
– Enano idiota -respondió el príncipe, con mucha arrogancia-, no es asunto tuyo -y siguió cabalgando. Pero el hombrecillo se había puesto furioso y le había enviado sus peores deseos. Poco después, el príncipe entró en un barranco y, cuanto más cabalgaba, más se acercaban las montañas, hasta que el paso se hizo tan estrecho que no pudo seguir adelante; el caballo no podía volverse, ni él podía desmontar, así que se quedó encerrado, como en una prisión. El rey enfermo lo esperaba, pero su hijo no regresó.
Entonces llegó el turno del segundo hijo.
– Padre, déjame ir a buscar el agua -le dijo, mientras pensaba para sí: «Si mi hermano está muerto, el reino será mío».
Al principio, el rey tampoco quiso que fuera, pero al final cedió, y el príncipe tomó el mismo camino que su hermano, y él también se encontró con el hombrecillo, que lo detuvo para preguntarle adonde iba con tanta prisa.
– Renacuajo, eso no es de tu incumbencia -respondió el príncipe, y siguió cabalgando sin mirar atrás. Pero el enano lo embrujó, y él, como su hermano, entró en el barranco y no pudo salir. Tal es el destino de los arrogantes.
Como el segundo hijo no regresaba, el más joven le suplicó a su padre que le permitiese ir a por el agua, y, al final, el rey se vio obligado a dejarlo. Cuando se encontró con el enano, y éste le preguntó adonde se dirigía tan deprisa, el príncipe se detuvo y le dio una explicación:
– Voy en busca del agua de la vida, porque mi padre está enfermo de muerte.
– Entonces, ¿sabes dónde se encuentra lo que buscas?
– No -respondió el príncipe.
– Como te has comportado como es debido y no con arrogancia, como tus falsos hermanos, te daré la información y te explicaré cómo puedes obtener el agua de la vida -repuso el enano-. Nace de una fuente en el patio de un castillo encantado, pero no podrás llegar hasta él si no te doy una varita de hierro y dos pequeñas rebanadas de pan. Golpea dos veces en la puerta de hierro del castillo con la varita y así se abrirá: dentro encontrarás dos leones con las fauces abiertas, pero, si le tiras una rebanada de pan a cada uno, se quedarán tranquilos. Después debes apresurarte a recoger el agua de la vida antes de que el reloj dé las doce, porque, de no hacerlo, la puerta se cerrará de nuevo y quedarás atrapado.
El príncipe le dio las gracias, cogió la varita y el pan y siguió su camino. Cuando llegó, todo era como el enano había dicho. La puerta se abrió al tercer golpe de varita y, después de calmar a los leones con el pan, entró en el castillo y llegó a un enorme y lujoso salón, donde se encontró con unos príncipes hechizados, a los que les quitó los anillos que llevaban en los dedos. Allí había una espada y una rebanada de pan, así que lo cogió todo. Después entró en una cámara en la que una preciosa doncella se alegró al verlo, lo besó y le dijo que la había salvado, que le daría todo el reino y que, sí regresaba al cabo de un año, celebrarían su boda; también le dijo dónde estaba el agua de la vida, y él se apresuró a buscarla antes de que el reloj diese las doce.
Siguió adelante, y por fin entró en una habitación en la que había una espléndida cama recién hecha, y, como estaba muy cansado, sintió la necesidad de descansar un poquito. Así que se tumbó y cayó dormido. Cuando se despertó estaban dando las doce menos cuarto. Se levantó de un salto, corrió hacia la fuente, recogió un poco de agua en una copa que había cerca y se alejó a toda prisa, pero, justo cuando atravesaba la puerta de hierro, el reloj dio la doce, y la puerta se cerró con tanta violencia que se llevó parte de su talón. Sin embargo, el príncipe, alegre por haber obtenido el agua de la vida, se dirigió a casa y de nuevo pasó junto al enano. Cuando éste vio la espada y el pan, dijo:
– Con ellos has logrado una gran riqueza; con la espada podrás vencer a ejércitos enteros, y el pan nunca se acabará.
Pero el príncipe no quería volver junto a su padre sin sus hermanos, y repuso:
– Querido enano, ¿no podrías decirme dónde están mis hermanos? Partieron antes que yo en busca del agua de la vida, pero no regresaron.
– Están atrapados entre dos montañas -respondió el enano-. Los he condenado a permanecer allí, porque son demasiado arrogantes.
Entonces el príncipe suplicó hasta que el enano los soltó, no sin antes advertirle al muchacho lo siguiente:
– Ten cuidado con ellos, porque no tienen buen corazón.
Cuando sus hermanos llegaron, él se alegró mucho y les dijo lo que le había pasado, que había encontrado el agua de la vida, que llevaba una copa llena, que había rescatado a una bella princesa que estaba dispuesta a esperarlo un año, y que después celebrarían su boda y él obtendría un gran reino. Después de contárselo todo, cabalgaron juntos y llegaron a una tierra en la que reinaban la guerra y el hambre, y el rey pensaba ya en su muerte, porque había mucha necesidad.
Entonces el príncipe se presentó ante él y le dio la rebanada de pan, con la cual el monarca pudo alimentar a todo su reino, y después el príncipe le dio la espada, con la que el rey pudo acabar con las hordas enemigas y así vivir en paz. Cuando todo se solucionó, el príncipe recogió su pan y su espada, y los tres hermanos siguieron su camino. Pero, después de aquello, pasaron por otros dos países en los que reinaba la guerra y el hambre, y en ambas ocasiones el príncipe entregó su pan y su espada a los reyes, con lo que logró salvar tres reinos. A continuación subieron a un barco y se hicieron a la mar.
Durante la travesía, los dos hermanos mayores conversaron en secreto y dijeron:
– El más joven ha encontrado el agua de la vida, y nosotros no; nuestro padre le dará el reino que nos pertenece, y nosotros quedaremos sin fortuna.
Así que empezaron a planear su venganza, tramando para destruirlo. Esperaron hasta que estuvo profundamente dormido, sacaron el agua de la vida de la copa y se la quedaron ellos, echando en su lugar agua salada del mar.
De este modo, cuando llegaron a casa, el más joven le llevó su copa al rey enfermo para que pudiese beber de ella y curarse, pero, en cuanto hubo tomado un traguito del agua salada, el monarca se puso peor. Cuando se lamentaba de ello, los dos hermanos mayores entraron y acusaron al joven de intentar envenenarlo, diciendo que ellos tenían la verdadera agua de la vida. Se la dieron, y, en cuanto la probó, el rey notó que la enfermedad lo abandonaba, y se puso tan fuerte y sano como en los días de su juventud.
Después de su engaño, los dos hermanos fueron a ver al pequeño, se burlaron de él y le dijeron:
– Sin duda encontraste el agua de la vida, pero tú te quedas con las culpas y nosotros con las disculpas; tendrías que haber sido más astuto y haber tenido los ojos abiertos. Te la quitamos en el mar, mientras dormías, y, cuando pase un año, uno de nosotros irá a buscar a esa bella princesa. Procura no contarle nada de esto a nuestro padre; él desconfía de ti, y, si le dices una sola palabra, perderás la vida; en cambio, si guardas silencio, te la perdonaremos como premio.
El viejo rey estaba enfadado con su hijo menor, ya que pensaba que había planeado asesinarlo, así que reunió a la corte e hizo que le condenasen a morir ejecutado en secreto. Un día, el príncipe estaba de caza, montado en su caballo, sin sospechar nada malo, acompañado por el cazador del rey; como el príncipe notó que el hombre parecía muy triste, le preguntó:
– Querido cazador, ¿qué te preocupa?
– No os lo puedo decir, aunque debiera -respondió el cazador.
– Dilo abiertamente y te perdonaré.
– ¡Ay! -exclamó el cazador-. Tengo que mataros de un disparo, porque el rey me ordenó hacerlo.
– Querido cazador -repuso el príncipe, perplejo-, déjame vivir. Toma, te entregaré mi traje real a cambio de tu ropa común.
– Estaré encantado de aceptar -contestó el cazador-; lo cierto es que no habría podido dispararos.
Así que intercambiaron la ropa, y el cazador regresó a casa; el príncipe, por el contrario, se adentró más en el bosque. Al cabo de un tiempo, el rey recibió tres carros cargados de oro y piedras preciosas dirigidos a su hijo menor, enviados a modo de agradecimiento por los tres reyes que habían derrotado a sus enemigos gracias a la espada del príncipe y que habían mantenido a su gente gracias a su pan.
El viejo rey pensó entonces: «¿Es posible que mi hijo fuese inocente?». Así que le dijo a su gente:
– Ojalá siguiera vivo. ¡Cuánto lamento haberlo hecho matar!
– Sigue vivo -respondió el cazador-. Vuestro encargo me pesaba, y no logré cumplirlo. -Después le explicó al rey cómo había sucedido; el corazón del monarca se liberó de un gran peso, y proclamó en todos los países que su hijo podía regresar a casa, que sería bienvenido.
Sin embargo, la princesa había ordenado construir un camino hasta su palacio, un camino brillante y dorado, y le había dicho a sus súbditos que quienquiera que avanzase por él tenía que ser su benefactor, así que debía ser admitido; por el contrario, si alguien avanzaba por fuera del camino, no era la persona correcta y no debían dejarlo entrar. Como se acercaba el momento indicado, el mayor de los hermanos pensó que debía ir a buscar a la hija del rey y presentarse como su salvador, para, de ese modo, ganársela como esposa y quedarse con su reino.
Así que el príncipe mayor partió de su castillo y, cuando llegó delante del palacio y vio el espléndido camino dorado, pensó que era una pena y una vergüenza cabalgar por encima, así que se fue a un lado y avanzó por la tierra a la derecha del camino. Pero, al llegar a la puerta, los criados le dijeron que no era el hombre correcto y que debía marcharse. Poco después, el segundo príncipe partió en la misma dirección, y, cuando llegó al camino dorado y su caballo puso uno de sus cascos sobre él, pensó que era una pena y una vergüenza pisotearlo, así que se fue a un lado y avanzó por la tierra a la izquierda del camino, pero, cuando llegó a la puerta, los sirvientes le dijeron que no era el hombre correcto y que debía marcharse.
Cuando por fin acabó el plazo de un año, el tercer hijo también quiso salir del bosque para ir en busca de su amada y olvidar con ella sus penas, así que inició su viaje sin dejar de pensar en ella, y deseaba tanto estar a su lado que ni siquiera vio el camino dorado. Así que su caballo pasó por el centro, y, cuando llegó a la puerta, ésta se abrió, y la princesa lo recibió con alegría, afirmó que él era su salvador y el señor del reino, y celebraron su boda con gran regocijo. Al final de la misma, ella le dijo que había recibido un mensaje del padre del príncipe para que volviese a casa, que lo había perdonado, así que el príncipe regresó y le contó todo a su padre: que sus hermanos lo habían traicionado y él había guardado silencio. El viejo rey deseaba castigarlos, pero ellos se habían hecho a la mar, y nunca se les volvió a ver en el reino.
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