XX. Sobre la aldea y la segunda historia de Roland


David y Roland no se encontraron con nadie en el camino aquella mañana. A David todavía lo sorprendía que lo recorriese tan poca gente porque, al fin y al cabo, el camino estaba bien mantenido y suponía que los habitantes del lugar tendrían que utilizarlo para ir de un sitio a otro.

– ¿Por qué está tan vacío? -preguntó-. ¿Por qué no hay gente?

– Los hombres y las mujeres temen viajar, porque este mundo se vuelve cada vez más extraño -contestó Roland-. Ya viste los restos de aquellos hombres ayer, y te he contado lo de la mujer dormida y la hechicera que la maldijo. En estas tierras siempre han existido los peligros y la vida nunca ha sido fácil, pero ahora hay nuevas amenazas, y nadie sabe de dónde han salido. Ni siquiera el rey está seguro, si las historias que se cuentan sobre la corte son ciertas. Dicen que su hora se acerca. -Roland levantó la mano derecha y señaló al noreste-. Hay un asentamiento más allá de esas colinas, y allí pasaremos nuestra última noche antes de llegar al castillo. Quizás averigüemos algo más sobre la mujer y sobre lo que le sucedió a mi compañero.

Al cabo de una hora se encontraron con un grupo de hombres que salían de los bosques cargados de conejos y ratas de campo muertos y atados a palos. Estaban armados con bastones afilados en punta y toscas espadas cortas. Cuando vieron que se acercaba el caballo, levantaron las armas a modo de advertencia.

– ¿Quiénes sois? -preguntó uno-. No os acerquéis más hasta haberos identificado.

Roland tiró de las riendas de Scylla cuando todavía estaban fuera del alcance de los bastones de los hombres.

– Yo soy Roland, y éste es mi escudero, David. Nos dirigimos a la aldea, con la esperanza de encontrar allí comida y alojamiento.

– Puede que encontréis alojamiento -dijo el hombre que había hablado, bajando la espada-, pero poca comida -Levantó uno de los palos en los que llevaban los animales muertos-. Los campos y los bosques están casi vacíos. Esto es todo lo que hemos encontrado en dos días de caza, y perdimos a un hombre en el intento.

– ¿Perdido? -preguntó Roland.

– Iba en la retaguardia. Lo oímos gritar, pero, cuando nos volvimos, su cuerpo ya no estaba.

– ¿No visteis el rastro de lo que se lo llevó? -preguntó Roland.

– No. Vimos la tierra removida justo donde él estaba, como si alguna criatura hubiese salido de abajo, pero encima sólo había sangre y una sustancia repugnante que no produce ningún animal que conozcamos. No ha sido el primero en morir así, porque hemos perdido a otros, pero todavía no hemos visto al responsable. Ahora sólo nos atrevemos a salir en grupo y esperamos, porque la mayoría cree que pronto nos atacará mientras dormimos.

– Hemos visto restos de soldados a medio día de camino de aquí -comentó Roland, mirando hacia atrás, en la dirección que David y él habían seguido-. Por sus insignias, diría que eran hombres del rey. No tuvieron suerte con la Bestia, y se trataba de guerreros entrenados y bien armados. A no ser que vuestras fortificaciones sean altas y fuertes, os aconsejaría que abandonaseis vuestros hogares hasta que pase la amenaza.

– Tenemos granjas y ganado -respondió el hombre, sacudiendo la cabeza-. Vivimos donde antes vivían nuestros padres y nuestros abuelos. No abandonaremos lo que hemos construido con el sudor de nuestras frentes.

Roland no dijo nada más, pero David casi pudo oír lo que pensaba: «Pues entonces, moriréis».

David y Roland cabalgaron junto a los hombres, hablando con ellos y compartiendo el alcohol que quedaba en la petaca de Roland. Los hombres agradecieron su amabilidad y, a cambio, le confirmaron los cambios sucedidos en aquellas tierras, y la presencia de nuevas criaturas en bosques y campos, todas hostiles y hambrientas. También hablaron de los lobos, que cada vez eran más atrevidos. Los cazadores habían atrapado y matado a uno durante el tiempo que habían pasado en el bosque: un loup, un intruso llegado de lejos. Su pelaje era de un blanco perfecto, y llevaba calzones hechos con la piel de una foca. Antes de morir les dijo que había llegado del lejano norte, y que otros vendrían detrás de él para vengar su muerte. Era lo que el Leñador le había contado a David: los lobos querían adueñarse del reino y estaban reuniendo un ejército para lograrlo.

Al tomar una curva del camino, el asentamiento apareció antes ellos: estaba rodeado de un espacio despejado en el que pastaban las ovejas y el ganado. A su alrededor habían construido un muro de troncos de árbol con afiladas puntas blancas, y había plataformas elevadas detrás de las cuales los vigilantes observaban todo lo que se acercaba. Unos delgados hilos de humo salían de las casas del interior, y se veía la aguja de una torre por encima del muro. A Roland no le gustó.

– Quizás aquí todavía practiquen la nueva religión dijo a David en voz baja-. Para mantener la paz, no les ofreceré mis puntos de vista.

Un grito surgió del interior de los muros al acercarse a la aldea, y las puertas se abrieron para dejarlos pasar. Los niños acudieron a saludar a sus padres, y las mujeres llegaron para besar a hijos y esposos. Todos miraban con curiosidad a Roland y David, pero, antes de que nadie tuviese oportunidad de preguntar, una mujer empezó a gemir y llorar, incapaz de encontrar entre los cazadores a aquél que buscaba. Era una joven muy bonita, y, entre sollozos, repetía un nombre una y otra vez: «¡Ethan! ¡Ethan!».

El líder de los cazadores, que se llamaba Fletcher, se acercó a David y Roland. Su esposa andaba cerca, feliz de que su marido hubiese regresado sano y salvo.

– Ethan era el hombre que perdimos por el camino -les explicó-. Se iban a casar. Ahora la pobre ni siquiera tiene una tumba donde llorarlo.

Las otras mujeres se acercaron a consolar a la joven llorosa; se la llevaron a una de las casitas cercanas y cerraron la puerta detrás de ellas.

– Venid-dijo Fletcher-. Tengo un establo detrás de mi casa, podéis dormir allí, si queréis, y os invitaré a mi mesa esta noche. Después de eso me quedará poco para alimentar a mi familia, así que tendréis que marcharos.

Roland y David se lo agradecieron y lo siguieron por las calles estrechas hasta que llegaron a una casa de madera con las paredes pintadas de blanco. Fletcher les enseñó el establo, y explicó dónde encontrar agua, paja fresca y un poco de avena rancia para Scylla. Roland le quitó la silla a la yegua y se aseguró de que estuviese cómoda antes de ir a lavarse con David en un abrevadero. Su ropa olía mal, y, aunque Roland tenía otras prendas, David no disponía de muda. Al enterarse, la esposa de Fletcher le llevó al niño alguna ropa vieja de su lijo, porque el muchacho ya tenía diecisiete años, una esposa y un hijo propio. Cuando David entró con Roland en la casa de Fletcher, hacía tiempo que no se sentía tan bien. Dentro de la casa, la mesa estaba puesta, y Fletcher y su familia los estaban esperando. El hijo de Fletcher se parecía a su padre, porque también tenía el cabello rojo, aunque su barba no era tan tupida, y le faltaban los mechones grises que lucía el progenitor. Su esposa era baja y oscura, y no hablaba mucho, ya que tenía puesta toda su atención en el bebé que llevaba en brazos. Fletcher tenía dos hijos más, dos chicas. Eran más jóvenes que David, aunque no mucho más, y le lanzaban miradas maliciosas, entre risitas.

Cuando Roland y David se sentaron, Fletcher cerró los ojos, agachó la cabeza y dio gracias por la comida (David se dio cuenta de que Roland no cerraba los ojos, ni rezaba) antes de invitar a todos a iniciar la cena.

La conversación pasó de los asuntos de la aldea a la excursión de caza y la desaparición de Ethan, antes de llegar a Roland y David, y al objetivo de su viaje.

– No sois los primeros en pasar por aquí de camino a la Fortaleza de Espinas -comentó Fletcher, cuando Roland le explicó en qué consistía su misión.

– ¿Por qué la llamáis así? -le preguntó Roland.

– Porque eso es: está rodeada de enredaderas con espinas. Quien se acerca a sus muros se arriesga a acabar hecho pedazos. Necesitarás algo más que una coraza para entrar.

– Entonces, ¿la has visto?

– Una sombra cruzó la aldea hace más o menos mes. Cuando levantamos la vista para ver qué era, vimos al castillo moviéndose por el aire sin hacer ruido ni apoyarse en nada. Algunos lo seguimos y vimos dónde había aterrizado pero no nos atrevimos a acercarnos, porque es mejor no mezclarse en ese tipo de cosas.

– Has dicho que otros han intentado encontrarlo -repuso Roland-. ¿Qué fue de ellos?

– No regresaron -contestó Fletcher.

Roland se metió la mano bajo la camisa, sacó el medallón lo abrió y le enseñó la imagen del joven a Fletcher.

– ¿Era éste uno de los que no regresaron?

– Sí -respondió el aldeano después de examinar el retrato-. Dio de comer a su caballo aquí y bebió cerveza en la taberna. Se fue antes de que cayese la noche, y no volvimos verlo.

Roland cerró el colgante y volvió a colocarlo cerca de su corazón. No volvió a hablar hasta que terminaron la comida. Una vez recogida la mesa, Fletcher lo invitó a sentarse junto al fuego, y compartieron tabaco.

– Cuéntanos una historia, padre -dijo una de las chicas, que se había sentado a los pies de Fletcher.

– Sí, por favor, padre -insistió la otra.

– No me quedan más historias -se quejó Fletcher, sacudiendo la cabeza-. Las habéis oído todas, pero quizá nuestro invitado tenga un cuento que pueda compartir con nosotros.

Miró a Roland, y los rostros de las niñas se volvieron hacia el extraño, que pensó durante un momento, dejó la pipa y empezó a hablar.


La segunda historia de Roland


Érase una vez un caballero llamado Alexander. Tenía todas las virtudes que se supone que un caballero debería tener: era valiente, fuerte, leal y discreto; sin embargo, también era joven y estaba deseando ponerse a prueba en osadas hazañas. La tierra en la que vivía llevaba largo tiempo en paz, y Alexander no había tenido muchas oportunidades para ganar renombre en el campo de batalla, así que, un día, informó a su señor de que deseaba viajar a tierras lejanas y desconocidas para averiguar de lo que era capaz, y descubrir si de verdad se merecía distinguirse entre sus compañeros de armas. Su señor, que se daba cuenta de que Alexander no estaría satisfecho hasta que le permitiera marcharse, le dio su bendición, de manera que el caballero preparó caballo y armas, y se dispuso a buscar a solas su destino, sin ni siquiera llevarse a un escudero que atendiese sus necesidades.

En los años siguientes, Alexander encontró las aventuras con las que había soñado. Se unió a un ejército de caballeros que viajaban a un reino muy lejano, en el este, donde se enfrentaron a un gran hechicero llamado Abuchnezzar, que tenía el poder de convertir a los hombres en polvo con su mirada, de modo que sus restos volasen como cenizas en los escenarios de sus victorias. Se decía que el hechicero no podía morir a manos de los hombres, y que todos aquellos que habían intentado matarlo habían perecido en el intento. Pero los caballeros creían que todavía podía existir la forma de acabar con su tiranía, y los animaba la promesa de las grandes fortunas que el verdadero rey ofrecía desde su escondite.

El hechicero se enfrentó a los caballeros con sus filas de diablillos malvados en la llanura vacía que había delante del castillo, y allí se inició una contienda feroz y sangrienta. Mientras sus camaradas caían víctimas de las garras y los dientes de los demonios, o acababan convertidos en cenizas por la mirada del hechicero, Alexander siguió luchando contra el enemigo, resguardándose detrás del escudo y evitando mirar hacia el hechicero, hasta que, al fin, se encontró cerca de él. Llamó a Abuchnezzar por su nombre y, cuando el hechicero se volvió para mirarlo, el caballero giró el escudo para que su superficie interior estuviese de cara al malvado. Alexander había permanecido despierto toda la noche puliendo el metal, de modo que brillaba con fuerza bajo el ardiente sol del mediodía. Abuchnezzar lo miró, vio su propio reflejo y, en aquel mismo instante, se convirtió en cenizas, y su ejército de diablillos se desvaneció en el aire y no volvió a verse en aquel reino.

El rey cumplió su palabra, y cubrió a Alexander de oro y joyas, además de ofrecerle la mano de su hija en matrimonio para que pudiese ser el heredero del trono. Pero Alexander lo rechazó todo y le dijo que sólo quería que se informase a su señor de la gran hazaña que había logrado.

El rey se lo prometió, y Alexander se fue para seguir con sus viajes. Mató al dragón más viejo y terrible de las tierras del oeste, y se hizo una capa con su piel. Utilizó la capa para protegerse del calor del inframundo, cuando fue allí para rescatar al hijo de la Reina Roja, que había sido secuestrado por un demonio. Cada vez que lograba una hazaña, hacía que informaran a su señor, de modo que la reputación de Alexander creció de manera asombrosa.

Pasaron diez años, y Alexander se cansó de vagar. Lucía las cicatrices de sus muchas aventuras, y estaba seguro de que su reputación lo convertía en el mejor de los caballeros. Decidió regresar a su tierra, así que inició el largo viaje de regreso, pero una banda de ladrones y bandidos cayó sobre él en un camino oscuro, y a Alexander, cansado tras innumerables batallas, mucho le costó deshacerse de ellos, y quedó malherido. Siguió cabalgando, pero estaba débil y enfermo. Ante él, en la cumbre de una colina, vio un castillo, de modo que se dirigió a sus puertas y pidió ayuda, ya que era costumbre en aquellas tierras que la gente auxiliase a los extranjeros en apuros y que, sobre todo, nunca se le diese la espalda a un caballero sin hacer todo lo posible por él.

Pero no hubo respuesta, aunque una luz se encendió en la parte superior del castillo. Alexander llamó de nuevo, y, aquella vez, una voz de mujer contestó:

– No puedo ayudarte. Debes marcharte y buscar auxilio en otra parte.

– Estoy herido -respondió Alexander-. Me temo que podría morir si no me curan las heridas.

– Vete -insistió de nuevo la mujer-. No puedo ayudarte, sigue cabalgando. Hay una aldea a unos dos o tres kilómetros, y allí podrán atenderte.

Sin más alternativa que hacer lo que le decían, Alexander se alejó con su caballo de las puertas del castillo y se preparó para seguir el camino que llevaba a la aldea, pero, al hacerlo, le fallaron las fuerzas, cayó del caballo al frío y duro suelo, y la oscuridad se cernió sobre él.

Cuando despertó, se encontró entre las sábanas limpias de una gran cama. La habitación en la que estaba era majestuosa, pero cubierta de polvo y telarañas, como si no la hubiesen usado desde hacía mucho tiempo. Se levantó, y vio que le habían limpiado y vendado las heridas, aunque no encontró ni sus armas ni su armadura por ninguna parte. Había comida y una jarra de vino junto a la cama. Comió, bebió y se vistió con una bata que colgaba de un gancho en la pared, todavía se sentía débil y le dolía cuando caminaba, pero ya no corría peligro de muerte. Cuando intentó salir de la habitación, comprobó que la puerta estaba cerrada y, entonces, oyó de nuevo la voz de la mujer, que decía:

– He hecho por ti más de lo que desearía, pero no permitiré que deambules por mi casa. Nadie ha entrado en este lugar desde hace muchos años. Son mis dominios. Cuando estés lo suficientemente fuerte para viajar, abriré la puerta y te irás para no volver.

– ¿Quién eres? -le preguntó Alexander.

– Soy la Dama -contestó ella-. Ya no tengo otro nombre.

– ¿Dónde estás? -preguntó el caballero, porque su voz parecía venir de algún lugar detrás de las paredes.

– Estoy aquí.

En aquel momento, el espejo de la pared de su derecha brilló y se volvió transparente, y, a través del cristal, Alexander vio la forma de una mujer. Estaba vestida de negro y se sentaba en un gran trono, aunque el resto del cuarto estaba vacío. Se tapaba la cara con un velo y tenía las manos enfundadas en guantes.

– ¿Acaso no puedo ver la cara de la persona que me ha salvado la vida? -preguntó Alexander.

– No deseo permitirlo -contestó la Dama.

Alexander se inclinó, porque si aquella era la voluntad de la Dama, así debía ser.

– ¿Dónde están tus criados? Me gustaría asegurarme de que mi caballo recibe los cuidados oportunos.

– No tengo criados -respondió la Dama-. Me he encargado del caballo yo misma, y está bien.

Alexander tenía tantas preguntas que no sabía bien por dónde empezar. Abrió la boca, pero la Dama levantó una mano para silenciarlo.

– Ahora debo dejarte -dijo-. Duerme, porque deseo que te recuperes pronto y te marches de este lugar lo antes posible.

El espejo brilló, y el reflejo de Alexander sustituyó a la imagen de la Dama. Sin nada mejor que hacer, el caballero regresó a la cama y durmió.

A la mañana siguiente, se despertó, y vio que tenía pan fresco y un jarro de leche caliente junto a la cama, aunque no había oído entrar a nadie por la noche. Bebió parte de la leche y, mientras comía, se acercó al espejo y lo examinó. Aunque la imagen no cambió, estaba seguro de que la Dama estaba detrás del cristal, observándolo.

Pues bien, Alexander, como muchos de los grandes caballeros, no era simplemente un soldado, sino que sabía tocar el laúd y la lira, componer poemas e incluso pintar un poco. Amaba los libros, porque en los libros se encontraba la sabiduría de todos los que habían vivido antes que él. Por tanto, cuando la Dama volvió a aparecer en el espejo aquella noche, le pidió algunas de aquellas cosas para pasar el rato mientras se recuperaba de sus heridas. La mañana siguiente, al despertarse, se encontró con una pila de viejos libros, un laúd algo polvoriento, y un lienzo, pinturas y algunos pinceles. Tocó el laúd y empezó a leer los libros: había volúmenes de historia, filosofía, astronomía, ética, poesía y religión. Conforme los leía, la Dama empezó a aparecer más a menudo en el espejo para preguntarle sobre ellos. Al caballero le quedó claro que ella los había leído tantas veces que se sabía su contenido de memoria, lo cual le sorprendió, porque, en su tierra, las mujeres no tenían permitido el acceso a tales libros; a pesar de todo, se sentía agradecido por la conversación. La Dama le pidió entonces que tocase el laúd para ella, y él lo hizo y le pareció que el sonido le agradaba.

Así fue como los días se convirtieron en semanas, y la Dama cada vez pasaba más tiempo al otro lado del cristal, hablando con Alexander de arte y libros, oyéndolo tocar y preguntándole qué pintaba, porque el caballero se negaba a enseñárselo y le había hecho prometer a su anfitriona que no lo miraría mientras él estuviese dormido, ya que no quería mostrarlo hasta estar terminado. Aunque las heridas de Alexander estaban casi curadas, la Dama ya no parecía querer que se fuera, y el caballero ya no quería irse, porque se estaba enamorando de aquella extraña mujer con velo que se escondía detrás del espejo. Habló con ella de las batallas en las que había luchado y de la reputación que había obtenido por sus hazañas. Quería que la Dama comprendiese que era un gran caballero, un caballero merecedor de una gran dama.

Al cabo de dos meses, la Dama fue a ver a Alexander y se sentó en el sitio de siempre.

– ¿Por qué estás tan triste? -le preguntó al hombre, puesto que estaba claro que el caballero se sentía desgraciado.

– No puedo terminar mi cuadro -respondió él.

– ¿Por qué? ¿Acaso no tienes pinceles y pinturas? ¿Qué más necesitas?

Alexander le dio la vuelta al lienzo, que estaba de cara a la pared, para que la Dama pudiese ver la imagen que representaba: era un retrato de la Dama, pero la cara estaba en blanco, porque el caballero todavía no la había visto.

– Perdóname, pero te amo -explicó el hombre-. En estos meses que hemos pasado juntos, he llegado a saber muchas cosas sobre ti. Nunca había conocido a una mujer como tú, y me temo que, si me voy, nunca volveré a hacerlo. ¿Puedo albergar la esperanza de que sientas lo mismo por mí?

La Dama bajó la cabeza y pareció que iba a decir algo, pero el espejo brilló, y ella desapareció.

Pasaron los días, y la Dama no volvió. Alexander se quedó solo, preguntándose si la habría ofendido. Todas las noches dormía tranquilamente, y todas las mañanas encontraba comida, pero nunca logró ver a la Dama que se la llevaba.

Entonces, al cabo de cinco días, oyó una llave que abría la cerradura de su puerta, y la Dama entró en la habitación. Todavía llevaba el velo y vestía de negro, pero Alexander notó algo diferente en ella.

– He estado pensando en lo que dijiste -explicó la mujer-. Yo también siento algo por ti, pero debes responderme a una pregunta, y hacerlo con honestidad: ¿me amas? ¿Me amarás siempre, pase lo que pase?

En lo más profundo de Alexander todavía vivía la premura de la juventud, porque, casi sin pensar, respondió:

– Sí, siempre te amaré.

Entonces, la Dama se levantó el velo, y Alexander vio su rostro por primera vez: era la cara de una mujer mezclada con la de un animal, una criatura salvaje de los bosques, como una pantera o una tigresa. El caballero abrió la boca para hablar, pero la conmoción se lo impidió.

– Me lo hizo mi madrastra -dijo la Dama-. Yo era bella, y ella envidiaba mi belleza, de manera que me condenó a tener los rasgos de un animal y me dijo que nadie me amaría nunca. Y yo la creí y me escondí, avergonzada, hasta que llegaste.

La Dama avanzó hacia Alexander con los brazos extendidos y los ojos llenos de esperanza, amor y un atisbo de miedo, porque se había abierto a él como nunca había hecho antes ante otro ser humano, y ahora su corazón yacía expuesto, como si sobre él pendiese una cuchilla.

Pero Alexander no se acercó a ella, sino que retrocedió, y, en aquel momento, su destino quedó sellado.

– ¡Hombre traicionero! ¡Criatura inconstante! Me dijiste que me amabas, pero sólo te amas a ti mismo.

La mujer levantó la cabeza y le enseñó los afilados dientes. Las puntas de los guantes se rompieron, y unas largas uñas le surgieron de los dedos. Rugió y se lanzó sobre el caballero, mordiéndolo, arañándolo, desgarrándolo con sus zarpas, y sintiendo el sabor de su sangre en la boca y el tacto del líquido rojo en la piel.

Y así lo hizo pedazos en el dormitorio, y lloró mientras lo devoraba.


Las dos niñas parecían bastante escandalizadas cuando Roland terminó su cuento. El soldado se levantó, le dio las gracias a Fletcher y su familia por la comida, y le indicó a David que debían marcharse. Al llegar a la puerta, Fletcher tocó el brazo de Roland con amabilidad.

– Me gustaría comentarte una cosa, si no te importa -le dijo-. Los ancianos están preocupados, creen que la Bestia de la que has hablado ha marcado la aldea, porque no cabe duda de que está cerca.

– ¿Tenéis armas? -le preguntó Roland.

– Sí, pero ya has visto las mejores. Somos granjeros y cazadores, no soldados.

– Quizá eso juegue en vuestro favor -repuso Roland-, porque los soldados no tuvieron mucha suerte con ella. Quizá a vosotros os vaya mejor.

Fletcher lo miró con curiosidad, como si no supiera si Roland hablaba en serio o se reía de él. Ni siquiera David estaba seguro.

– ¿Te burlas de mí? -le preguntó el aldeano.

– Sólo un poco -contestó el soldado, poniéndole una mano en el hombro-. Los soldados intentaron destruir a la Bestia como si fuese otro ejército más. Tuvieron que luchar en un terreno desconocido contra un enemigo al que no comprendían. Les dio tiempo a construir algunas defensas, porque vimos lo que quedaba de ellas, pero no fueron lo bastante fuertes para mantenerlas. Se vieron obligados a retirarse al bosque, y allí encontraron su final. Sea lo que sea esa criatura, es grande y pesada, porque vi los lugares en que su cuerpo había aplastado árboles y arbustos. Dudo que pueda moverse con rapidez, pero es fuerte, y puede resistir las heridas de lanzas y espadas. En campo abierto, los soldados no eran rival para ella.

»Pero tus compañeros y tú estáis en una posición diferente. Es vuestra tierra y la conocéis. Tenéis que enfrentaros a esa cosa como os enfrentaríais a un lobo o a un zorro que amenazase a vuestros animales. Debéis atraerla hasta el lugar que escojáis, atraparla allí y matarla.

– ¿Estás sugiriendo un señuelo? ¿Ganado, quizá?

– Eso podría funcionar -respondió Roland, asintiendo con la cabeza-. Se dirige aquí porque le gusta el sabor de la carne, y quedan pocos animales entre el lugar de su última comida y esta aldea. Podéis esconderos en vuestras casas y esperar que los muros puedan retenerla, o podéis planear su destrucción, pero quizá tengáis que sacrificar algo más que unas reses si queréis acabar con ella.

– ¿A qué te refieres? -preguntó Fletcher, asustado.

Roland metió el dedo en una jarra con agua, se arrodilló y dibujó un círculo en el suelo de piedra, dejando un pequeño hueco en él.

– Ésta es vuestra aldea -dijo-. Los muros se construyeron para rechazar un ataque desde el exterior. -Dibujó flechas que señalaban al exterior del círculo-. Pero ¿y sí dejarais que el enemigo entrase y después cerraseis las puertas? -Roland cerró el círculo y, esta vez, dibujó flechas señalando hacia dentro-. Así los muros se convertirían en una trampa.

Fletcher contempló el dibujo, que ya empezaba a secarse sobre la piedra hasta desaparecer.

– ¿Y qué hacemos cuando esté dentro? -preguntó.

– Prendéis fuego a la aldea y a todo lo que quede en su interior -respondió el soldado-. Quemáis viva a la Bestia.


Aquella noche, mientras Roland y David dormían, se levantó una gran ventisca, y la aldea y todo lo que la rodeaba quedó cubierta por un manto de nieve. La nieve siguió cayendo durante todo el día, y lo hizo con tanta intensidad que resultaba imposible ver a más de cuatro pasos de distancia. Roland decidió que tendrían que quedarse en la aldea hasta que mejorase el tiempo, pero ni David ni él tenían más comida, y los aldeanos no tenían suficiente ni para sus familias, así que Roland solicitó reunirse con los ancianos y pasó un tiempo con ellos en la iglesia, porque allí se reunían los aldeanos para hablar sobre los asuntos de gran importancia. Les ofreció ayuda para matar a la Bestia a cambio de cobijo para David y él. El niño estaba sentado en los bancos de atrás mientras Roland les explicaba su plan, y los argumentos en favor y en contra se repitieron hasta la saciedad. Algunos aldeanos no estaban dispuestos a entregar sus casas a las llamas, y David no podía culparlos. Querían esperar, por si los muros y las defensas los salvaban cuando Llegase la Bestia.

– ¿Y si no es así? -preguntó Roland-. ¿Entonces qué? Para cuando os deis cuenta de que no funcionan, será demasiado tarde para sobrevivir.

Al final se sugirió una solución de compromiso. Cuando el tiempo mejorase, las mujeres, los niños y los ancianos abandonarían la aldea, y se refugiarían en las cuevas de las colinas cercanas. Se llevarían con ellos todo lo de valor, incluso los muebles, dejando tan sólo las estructuras de las casas. Guardarían barriles llenos de brea y aceite en las granjas cercanas al centro del pueblo. Si la Bestia atacaba, los defensores intentarían rechazarla o matarla al otro lado de los muros. Si la criatura entraba, se retirarían y la atraerían hacia el centro. Encenderían las mechas, y la Bestia quedaría atrapada y moriría, pero sólo como último recurso. Los aldeanos votaron y decidieron que aquél era el mejor plan.

Roland salió de la iglesia hecho una furia, y David tuvo que correr para alcanzarlo.

– ¿Por qué estás tan enfadado? -le preguntó David-. Han aceptado casi todo tu plan.

– Casi todo no es suficiente. Ni siquiera sabemos a qué nos enfrentamos. Lo que sí sabemos es que unos soldados entrenados, armados con acero templado, no lograron matar a esa cosa. ¿Qué esperanza tienen los granjeros? Si me hubiesen escuchado, puede que hubieran derrotado a la Bestia sin apenas derramamiento de sangre. Ahora perderán inútilmente, sólo por salvar palos y paja, por salvar unas casuchas que podrían reconstruir en semanas.

– Pero es su aldea -repuso David-. Tienen que decidirlo ellos.

Roland frenó y se detuvo. Tenía el pelo blanco de nieve, y eso le hacía parecer mucho mayor de lo que en realidad era.

– Sí -respondió-, es su aldea, pero nuestros destinos están unidos a ella, y, si el plan falla, es muy posible que muramos con ellos por las molestias.

La nieve siguió cayendo, y las chimeneas ardían dentro de las casas, mientras el viento se llevaba el olor del humo a las oscuras profundidades del bosque.

En su guarida, la Bestia olió el humo en el aire y empezó a moverse.


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