En las profundidades de la tierra, el Hombre Torcido observaba cómo los granos de arena de su vida se agotaban, uno a uno. Cada vez estaba más débil, y su cuerpo se derrumbaba: los dientes se le soltaban; notaba llagas supurantes en los labios; las uñas retorcidas le sangraban; tenía los ojos amarillos y húmedos; la piel se le caía y unos cortes grandes y profundos se le abrían en ella cuando se rascaba, dejando al descubierto los músculos y tendones de debajo; le dolían las articulaciones y perdía grandes mechones de pelo. Se moría, pero no se dejaba llevar por el pánico, porque otras veces había estado aún más cerca de la muerte durante su larga y terrible vida, veces en las que, creyendo haber escogido al niño equivocado, había pensado que no habría traición, ni rey o reina que manipular como una marioneta en el trono. Pero, al final, siempre había encontrado la forma de corromperlos o, como él prefería describirlo, de que ellos se corrompiesen solos.
El Hombre Torcido creía que el mal que había en el interior de los hombres estaba allí desde su concepción y que sólo era cuestión de descubrir su naturaleza dentro de un niño. El niño David tenía tanta rabia y dolor como cualquiera de los otros chicos con los que el ser se había encontrado, pero seguía resistiéndose a sus avances. Había llegado el momento de la última apuesta. Aunque había hecho grandes cosas y había demostrado ser muy valiente, David no era más que un niño, estaba lejos de casa, separado de su padre y de las cosas familiares de su vida. En el fondo, estaba asustado y se sentía solo. Si el Hombre Torcido lograba que aquel miedo resultase insoportable, David le daría el nombre del bebé de su casa, el ser seguiría viviendo y, con el tiempo, empezaría la búsqueda del siguiente sustituto. El miedo era la clave. El Hombre Torcido había aprendido que, al enfrentarse a la muerte, casi todos los hombres hacían lo que fuera por sobrevivir: lloraban, suplicaban, mataban o traicionarían a otros para salvar su pellejo. Si podía conseguir que David temiese por su vida, seguro que el niño le daba lo que quería.
Así que aquel ser extraño y jorobado, tan viejo como la memoria de los hombres, dejó su guarida de estanques de espejo y relojes de arena, de arañas y ojos llenos de muerte, y desapareció en la gran red de túneles que recorrían como un laberinto los subsuelos de su reino. Pasó bajo los edificios del castillo, bajo los muros, y salió al campo.
Cuando oyó el aullido de los lobos sobre él, supo que había llegado a su destino.
David se había resistido a dejar sola a Anna, porque la chica parecía muy débil y temía no volver a verla nunca si se daba la vuelta un segundo. A su vez, la niña, que llevaba tanto tiempo sola en la oscuridad, agradecía su compañía. Le habló de las décadas pasadas con el Hombre Torcido, de las cosas horribles que su secuestrador había hecho, y de las terribles torturas y castigos que infligía a los que se enfrentaban a él. David le habló de su madre muerta, y de la casa que compartía con Rose y Georgie, la misma casa en la que Anna había vivido brevemente después de la muerte de sus padres. El aura de la niña pareció brillar más al mencionar su antiguo hogar, y le preguntó a David por la casa y el pueblo cercano, y por los cambios ocurridos desde su marcha. Él le explicó lo de la guerra y que había un gran ejército que marchaba por Europa aplastándolo todo a su paso.
– Así que dejaste atrás una guerra para acabar metido en otra -comentó ella.
David contempló las columnas de lobos que se movían con decisión por el valle y las colinas. Su número parecía aumentar a cada segundo, mientras las filas negras y grises se colocaban alrededor del castillo. Como a Fletcher antes que a él, a David le preocupó ver tanto sentido del orden y la disciplina, aunque sospechaba que era un equilibrio muy frágil y que, sin los loups, las manadas de lobos se dispersarían y volverían a sus territorios sembrando la destrucción a su paso; pero, por el momento, los loups habían corrompido la naturaleza de los lobos, igual que habían hecho con las suyas. Creían ser mejores y más avanzados que sus hermanos animales que andaban a cuatro patas, pero, en realidad, eran mucho peores: eran impuros, mutaciones que no llegaban a ser ni animales ni hombres. David se preguntó cómo serían las mentes de los loups, donde las dos caras de su ser luchaban continuamente por la supremacía. En los ojos de Leroi se adivinaba la locura, de eso estaba seguro.
– Jonathan no se rendirá -dijo Anna-. No pueden entrar en el castillo. Deberían dispersarse, pero no lo harán. ¿A qué esperan?
– Esperan una oportunidad -contestó David-. Puede que Leroi y los loups tengan un plan, o puede que sólo esperen a que el rey cometa un error, pero ya no pueden dar marcha atrás. Nunca podrán volver a reunir un ejército como éste, y no sobrevivirán si fallan.
Entonces se abrió la puerta del dormitorio de David, y Duncan, el capitán de la guardia, entró. El niño cerró la ventaba de inmediato, para que el capitán no viese a Anna en el balcón.
– El rey desea verte -anunció el capitán.
David asintió; aunque estaba a salvo dentro del castillo, rodeado de hombres armados, primero fue a su cama, sacó la espada y el cinturón, que estaban colgados de uno de los postes, y se los colocó en la cintura. Aquello se había convertido en una rutina, y no se sentía vestido del todo hasta que tenía la espada. Era especialmente consciente de lo mucho que la necesitaba después de su incursión en la guarida del Hombre Torcido. Allí abajo, en las cámaras de tortura y dolor del tramposo, se dio cuenta de lo vulnerable que era sin un arma. David también sabía que el Hombre Torcido acabaría dándose cuenta de que Anna no estaba e iría a buscarla enseguida; no tardaría en averiguar que David estaba implicado de alguna forma, y el chico no quería enfrentarse a la ira del Hombre Torcido sin tener la espada a mano.
El capitán no puso objeción a la espada, y, de hecho, le pidió a David que recogiese todas sus cosas y las llevase con él.
– No volverás a esta habitación -le explicó.
– ¿Por qué? -preguntó David, haciendo un gran esfuerzo por no mirar hacia la ventana, donde Anna estaba escondida.
– Eso tendrá que decírtelo el rey -respondió Duncan-. Vinimos a por ti antes, pero no estabas por ninguna parte.
– Fui a dar un paseo.
– Se te dijo que permanecieses aquí.
– Oí a los lobos y quise saber qué pasaba, pero todo el mundo parecía estar corriendo de un lado a otro, así que volví aquí.
– No tienes por qué temerlos -le dijo el capitán-. Nadie ha logrado traspasar estos muros, y una manada de animales no va a lograr lo que un ejército de hombres no ha podido hacer. Vamos, el rey te espera.
David recogió sus cosas, añadió la ropa que había encontrado en la habitación del Hombre Torcido y siguió al capitán hasta la sala del trono, después de echar un vistazo a la ventana. A través del cristal le pareció ver que la luz de Anna todavía relucía débilmente.
En el bosque, detrás de las líneas de los lobos, un chorro de nieve salió disparado en el aire, seguido de trozos de tierra y hierba. Apareció un agujero, y de él salió el Hombre Torcido, con una de sus espadas curvas lista en la mano, porque se trataba de un asunto peligroso. No podría hacer un trato con los lobos, ya que sus líderes, los loups, conocían el poder del Hombre Torcido y confiaban tan poco en él como él en ellos, Era el responsable de la muerte de muchos de sus hermanos, así que no lo perdonarían fácilmente, ni siquiera lo dejarían vivir lo bastante para suplicar por su vida si una de las manadas lo atrapaba. Avanzó en silencio hasta que vio una línea de figuras delante de él, todas vestidas con uniformes del ejército robados a los cadáveres de soldados muertos. Algunos fumaban en pipa mientras estudiaban un mapa del castillo que habían dibujado en la nieve frente a ellos, intentando encontrar la forma de entrar. Ya habían enviado a exploradores para que se acercasen más al castillo y descubrieran si había grietas o fisuras, agujeros o portales sin proteger que les pudieran servir. Habían utilizado a los lobos grises como señuelos, y los animales habían muerto en cuanto se pusieron al alcance de las flechas de los defensores del castillo. Los lobos blancos eran más difíciles de ver, y, aunque algunos habían muerto también, unos cuantos lograron acercarse lo suficiente a los muros para examinarlos detenidamente, olisqueando y excavando en un intento por encontrar un paso. Los supervivientes habían informado de que el castillo era tan inexpugnable como parecía.
El Hombre Torcido estaba lo bastante cerca para oír las voces de los loups y notar el hedor de su piel. «Criaturas tontas y presumidas -pensó-. Puede que os vistáis como hombres y que adoptéis sus modales y aires, pero siempre apestaréis como bestias y siempre seréis animales fingiendo ser lo que no son.»
El Hombre Torcido los odiaba y odiaba a Jonathan por hacerles cobrar vida a través del poder de su imaginación, por haberse inventado su propia versión del cuento de la niña con la caperuza roja para crearlos. El Hombre Torcido había observado con inquietud cómo los lobos empezaban a transformarse, aunque al principio había sido un proceso lento, en el que sus aullidos y gruñidos a veces formaban algo similar a palabras, y sus patas se levantaban en el aire para intentar caminar como hombres. Por aquel entonces le había hecho algo de gracia, pero después empezaron a cambiarles las caras, y su inteligencia, que ya era de por sí rápida y despierta, se avivó. Había intentado que Jonathan ordenase una matanza selectiva de lobos por todo el reino, pero el rey había llegado tarde; la primera partida de soldados enviados para matarlos acabaron masacrados, y los aldeanos tenían demasiado miedo para hacer algo más que construir muros más altos alrededor de sus asentamientos y atrancar puertas y ventanas por la noche. Así habían llegado donde estaban: un ejército de lobos dirigido por unas criaturas que eran medio hombres, medio animales, y que estaban decididas a quedarse con el reino.
– Pues venid -susurró el Hombre Torcido para sí-. Si queréis al rey, cogedlo, que yo he acabado con él.
La criatura retrocedió, rodeando a los generales, hasta llegar a una loba que hacía la guardia. Se aseguró de ir contra el viento, calculando su acercamiento según la dirección que seguían los copos de nieve más ligeros, llevados por el aire. Estaba casi encima de ella cuando la loba se percató de su presencia, pero, para entonces, su destino estaba sellado: el Hombre Torcido saltó, con la espada trazando ya su movimiento descendente. En cuanto aterrizó sobre la loba, el cuchillo le cortó piel y carne, y los largos dedos del hombrecillo le taparon el hocico y se lo cerraron de golpe, para que no pudiese gritar; todavía no.
Podría haberla matado y recoger otro hocico para su colección, claro, pero no lo hizo, sino que le dejó un corte tan profundo que el animal se derrumbó en el suelo, y la nieve que lo rodeaba se puso roja de sangre. El Hombre Torcido le soltó el hocico, y la loba empezó a gemir y aullar, alertando al resto de la manada. Aquélla era la parte peligrosa, y el Hombre Torcido lo sabía, más arriesgada que acabar con la gran loba: quería que ellos lo vieran, pero que no se acercasen lo suficiente para atraparlo. De repente, cuatro enormes lobos grises aparecieron en lo alto de una colina y aullaron una advertencia para los demás. Detrás de ellos apareció uno de los odiados loups, vestido con todas las galas militares que había podido reunir: una chaqueta de color rojo intenso con galones y botones dorados, y unos pantalones blancos que sólo estaban un poco manchados con la sangre de su anterior propietario. Llevaba un sable largo en un cinturón de cuero negro, y ya lo había empezado a sacar cuando vio a la loba moribunda y al ser causante de su dolor.
Era Leroi, la bestia que quería ser rey, el más odiado y temido de los loups. El Hombre Torcido se detuvo: su mayor enemigo estaba tan cerca que resultaba tentador. Aunque era un ser muy anciano, debilitado por la tenue luz de Anna y la lenta caída de sus últimos granos de arena, el Hombre Torcido seguía siendo rápido y fuerte. Estaba seguro de poder matar a los cuatro grises, dejando a Leroi con sólo una espada para defenderse. Si mataba a Leroi, los lobos se dispersarían, porque el loup mantenía unido a su ejército con la fuerza de su voluntad. Ni siquiera los otros loups estaban tan avanzados como él, así que los hombres del nuevo rey podrían cazarlos.
¡El nuevo rey! Recordar su misión devolvió al Hombre Torcido a la realidad, justo cuando más lobos y loups aparecían detrás de Leroi, y una patrulla de blancos empezaba a acercarse con sigilo por el sur. Durante un momento, todo quedó en calma, porque los lobos observaban cómo su enemigo más odiado se encontraba encima del cadáver de la loba moribunda. Entonces, con un grito triunfal, el Hombre Torcido agitó la espada ensangrentada en el aire y corrió. Al instante, los lobos lo siguieron, corriendo entre los árboles con la emoción de la caza patente en el brillo de sus ojos. Un lobo blanco, más lustroso y veloz que los demás, se separó de la manada para intentar cortarle la huida al asesino. El terreno iba cuesta abajo hacia donde se encontraba el ser, de modo que el lobo estaba unos tres metros por encima de él cuando se impulsó con las patas traseras y salió volando por el aire, con los colmillos listos para desgarrarle el cuello a su presa. Pero el Hombre Torcido era demasiado astuto y, mientras el lobo saltaba, él se volvió en un giro limpio, blandiendo la espada sobre la cabeza, y abrió en canal al lobo desde abajo. El animal cayó muerto a sus pies, y el Hombre Torcido siguió corriendo. Nueve metros, seis metros, tres metros. Ya podía ver la entrada del túnel, marcada por la tierra y la nieve sucia. Iba a entrar cuando vio un relámpago rojo a su izquierda y oyó el silbido de una espada cortando el aire. Levantó su hoja justo a tiempo de bloquear el sable de Leroi, pero el loup era más fuerte de lo que esperaba, y el Hombre Torcido se tambaleó un poco, a punto de caer al suelo. De haber caído, todo habría acabado muy deprisa, porque Leroi ya se preparaba para dar el golpe de gracia; pero la espada sólo cortó la ropa del hombrecillo, sin llegar a tocarle el brazo, aunque el Hombre Torcido fingió que acababa de ser gravemente herido. Soltó la espada y se tambaleó caminando de espaldas, con la mano izquierda tocando una herida imaginaria en el brazo derecho. Los lobos le rodearon, observando a los dos combatientes y aullando para apoyar a Leroi, deseando que acabase el trabajo. Leroi levantó la cabeza, gruñó una vez, y todos guardaron silencio.
– Has cometido un error fatal -dijo el líder-. Tendrías que haberte quedado detrás de los muros del castillo. Con el tiempo lograremos entrar, pero podrías haber vivido un poco más si te hubieses quedado dentro.
El Hombre Torcido se rió en la cara de Leroi, que, salvo por algunos pelos díscolos y un pequeño hocico, era de apariencia casi humana.
– No, eres tú el que se equivoca -respondió-. Mírate, no eres ni humano ni animal, sino una criatura lamentable que vale menos que cualquiera de las dos cosas. Odias lo que eres y quieres ser lo que, en realidad, no puedes. Quizá cambie tu aspecto, pero, por mucho que te vistas con las elegantes ropas que robas de los cadáveres de tus víctimas, siempre seguirás siendo un lobo por dentro. Aunque llegues a parecer un hombre, ¿qué crees que pasará cuando la transformación exterior se complete, cuando empieces a parecerte del todo a las presas que antes cazabas? La manada ya no te respetará como a uno de los suyos. Lo que más deseas es lo que acabará contigo, porque te harán pedazos, y morirás en sus garras, como otros han muerto en las tuyas. Hasta entonces, mestizo, te digo… ¡adiós!
Y, con aquellas palabras, el hombrecillo desapareció por la entrada del túnel. Leroi tardó un par de segundos en darse cuenta de lo sucedido; entonces abrió la boca y aulló de rabia, pero el sonido que surgió fue una especie de tos estrangulada. Era como el Hombre Torcido había dicho: la transformación de Leroi era casi completa, y su voz de lobo empezaba a convertirse en una voz de hombre. Para ocultar su sorpresa ante la falta de aullido, Leroi llamó a dos de sus exploradores y les dijo que entraran en el túnel. Los dos olisquearon con cautela la tierra removida, y uno metió la cabeza dentro, sacándola al instante, por si el asesino esperaba al otro lado. Como no pasó nada, lo intentó de nuevo, quedándose dentro un poco más. Olió el aire del túnel; el rastro del Hombre Torcido estaba presente, pero se debilitaba, lo que quería decir que huía de ellos.
Leroi hincó una rodilla en el suelo y examinó el agujero; después miró hacia las colinas, detrás de las cuales se encontraba el castillo. Meditó sus opciones; a pesar de la fanfarronada, era cada vez menos probable que lograsen encontrar la forma de atravesar los muros del castillo. Si no atacaban pronto, su ejército lupino se pondría más nervioso y hambriento de lo que ya estaba, y las manadas rivales se volverían unas contra otras. Habría peleas, se comerían a los más débiles, y toda aquella ira haría que se volvieran en contra de Leroi y sus loups. No, tenía que moverse, y deprisa. Si conseguía hacerse con el castillo, su ejército podría alimentarse de sus habitantes, mientras los loups y él hacían planes para el nuevo orden. Quizás el Hombre Torcido hubiese sobrestimado sus habilidades al utilizar el túnel para dejar el castillo, corriendo un riesgo innecesario con la esperanza de matar a algunos lobos, o incluso a Leroi en persona. Por la razón que fuese, Leroi había recibido la oportunidad que tan desesperadamente necesitaba. El túnel era estrecho, así que tendrían que ir de uno en uno, pero podrían meter una pequeña avanzadilla en el castillo y, si la avanzadilla lograba abrir las puertas desde dentro, aplastarían a los defensores rápidamente.
El loup se volvió hacia sus lugartenientes.
– Enviad a algunos señuelos a los muros del castillo para distraer a las tropas que los protegen -ordenó-. Que las fuerzas principales avancen, y traedme a mis mejores lobos grises. ¡Que comience el ataque!
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