La pastora de ocas

«Cuando Roland terminó de contar la historia, miró a David.

»-¿Qué opinas del cuento? -le preguntó.

»-Creo que una vez leí una historia parecida -respondió David, con el ceño fruncido-, pero la mía era sobre una princesa, no un príncipe, aunque el final era el mismo.

»-¿Y te gustó el final?

»-Cuando era pequeño, sí, porque creía que el falso príncipe se lo merecía. Me gustaba cuando condenaban a muerte a los malos.

»-¿Y ahora?

»-Me parece cruel.

»-Pero él le habría hecho lo mismo a otro, de haber estado en sus manos.

»-Supongo que sí, pero eso no hace que el castigo esté bien.

»-Así que le habrías demostrado piedad, ¿no?

»-Si yo hubiese sido el verdadero príncipe, sí, creo que sí.

»-Pero ¿le habrías perdonado?

»-No -respondió David, tras pensárselo un momento-. Hizo algo malo, así que se merecía un castigo. Lo habría puesto a cuidar de los cerdos y a vivir como el verdadero príncipe se había visto obligado a vivir, y, si alguna vez le hubiera hecho daño a los animales o a otra persona, le habría hecho lo mismo a él.

»-Me parece un castigo adecuado y compasivo.»

De El libro de las cosas perdidas, capítulo XIX


Sobre La pastora de ocas


La versión de este cuento escrita por los Hermanos Grimm y reproducida a continuación, es una de las muchas que podían encontrarse en Europa y otras partes del mundo. Aunque antaño fue uno de sus cuentos más famosos, ahora ha perdido popularidad, quizá por su sencillez. No hay enanos, ni ogros, ni brujas; es una historia sobre la traición y la ecuanimidad ante el sufrimiento. Tradicionalmente, el personaje principal, la pastora de ocas del título, es una mujer, pero Roland, cuando le cuenta la historia a David, cambia el sexo del personaje para hacerlo masculino, de modo que resulte más relevante para la situación en la que el niño se encuentra. Algunas de las primeras versiones le sirven de modelo, como el cuento inglés Roswal and Lilian.

Una de las interpretaciones del cuento lo entiende como una lección sobre la incapacidad de los padres para asegurar la llegada a la madurez de los hijos. Todos los regalos terrenales que la vieja reina le entrega a su hija no bastan para mantenerla a salvo. Casi todo lo que le sucede se debe a su propio descuido y a una falta de madurez, y la historia deja claros los retos y dificultades a los que debe enfrentarse un niño que se hace mayor. También deja claro lo importante que es ser fiel a uno mismo, y el peligro de usurpar la posición de otro para obtener un ascenso.

Sin embargo, la historia que Roland le cuenta a David es mucho más sencilla. En un primer nivel, el cuento puede interpretarse como una historia de «cuco en el nido», la usurpación antes mencionada. Resulta evidente que así es como David ve a su hermanastro Georgie, y Roland reconoce la ira que el niño siente hacia el recién llegado. Los cambios que hace en el cuento son más obvios y relevantes al final: aunque los dos cuentos terminan con un castigo horrible, Roland invita a David a encontrar una alternativa al preguntarle si le parece justa la pena impuesta al impostor (cabe destacar que es el malhechor el que se impone la pena en ambas versiones del cuento, lo que indica que las malas intenciones de esa persona son las que acaban con él, y que se puede elegir hacer el mal o no). Que David sugiera una alternativa más compasiva también nos indica que ya está casi listo para aceptar la presencia de Georgie y su deber de protegerlo, como criatura más vulnerable y menos poderosa que él.

En cualquier caso, en general, he sido reacio a «censurar» los cuentos que salen en el libro, así que permanecen «rojos en diente y garra». Los niños entienden la naturaleza del castigo y les resulta tranquilizador saber que el mal recibe su merecido, como debe ser. De igual modo, eliminar la violencia y la amenaza de las viejas historias es quitarles gran parte de su poder, además de socavar los mensajes que éstas comunican sobre la, a veces, perturbadora y terrible naturaleza del mundo que los niños habitan.


La pastora de ocas

Los Hermanos Grimm


Érase una vez una vieja reina cuyo marido había muerto hacía muchos años y que tenía una hija muy bella. Cuando la princesa creció, la prometió a un príncipe que vivía muy lejos, así que, cuando llegó el momento de casarse y viajar hasta aquel reino distante, la anciana reina le preparó varios recipientes de oro y plata, joyas de los mismos metales, copas y piedras preciosas… En resumen, todo lo indicado para una dote real, porque amaba a su hija con todo su corazón. También envió con ella a su dama de compañía, que debía acompañarla y entregarla al novio. Cada una de ellas llevaría un caballo para el viaje, pero el caballo de la hija del rey se llamaba Falada y podía hablar. Así que, cuando llegó la hora de partir, la anciana madre fue a su dormitorio, cogió un cuchillito y se cortó el dedo con él hasta hacerse sangre; después dejó caer tres gotas rojas en un pañuelo blanco, se lo dio a su hija y le dijo:

– Querida niña, guárdalo con cuidado, porque este pañuelo te será útil durante el camino.

Las dos mujeres se despidieron con tristeza; la princesa se guardó el trozo de tela en el escote, montó en su caballo y fue a buscar a su prometido. Después de cabalgar durante un tiempo, sintió mucha sed y le dijo a su doncella:

– Desmonta, coge la copa que me guardas y recoge un poco de agua del arroyo para mí, porque me gustaría beber.

– Si tienes sed -respondió la doncella-, baja tú del caballo, túmbate en el suelo y bebe del arroyo, porque yo ya no soy tu criada.

Así que, como la princesa tenía mucha sed, desmontó, se inclinó sobre el agua del arroyo y bebió, y la doncella no le dejó usar su copa dorada.

– ¡Ah, santo cielo! -exclamó después de beber.

Y las tres gotas de sangre respondieron:

– Si tu madre de esto supiera, se moriría de pena.

Pero la hija del rey era humilde, no dijo nada y montó de nuevo en su caballo. Cabalgaron algunos kilómetros más, pero el día era cálido, el sol la abrasaba, y sintió sed otra vez; cuando llegaron a un arroyo, de nuevo le habló a la doncella:

– Desmonta y tráeme agua en mi copa dorada -porque había olvidado hacía tiempo las malas palabras de la muchacha.

– Si deseas beber -respondió la muchacha, con más arrogancia que antes-, hazlo como puedas, porque yo ya no soy tu criada.

Entonces, como tenía mucha sed, la hija del rey desmontó, se inclinó sobre el arroyo, lloró y exclamó:

– ¡Ay, santo cielo!

Y las tres gotas de sangre respondieron de nuevo:

– Si tu madre de esto supiera, se moriría de pena.

Y, mientras estaba inclinada sobre el arroyo bebiendo, el pañuelo con las tres gotas de sangre se le cayó del escote y se alejó flotando en el agua sin que ella se percatase, de lo preocupada que estaba. Sin embargo, la doncella lo había visto y se alegró al pensar que tenía poder sobre la novia, porque, como la princesa había perdido las tres gotas de sangre, se había quedado débil e impotente. De este modo, cuando la princesa quiso volver a montar en su caballo, el llamado Falada, la doncella le dijo:

– Falada es más adecuado para mí, y mi rocín bastará para ti. -Y la princesa tuvo que contentarse con ello.

Después, la doncella, con muchos malos modos, ordenó a la princesa que le entregase su ropa real a cambio de los ropajes raídos de la criada; y, al final, la hija del rey se vio obligada a jurarle por el cielo que las cubría que nunca le diría ni una palabra sobre aquello a nadie cuando llegasen a la corte, porque, de no haberlo jurado, la criada la habría matado de inmediato. Sin embargo, Falada lo había visto todo y tomó buena nota.

La doncella montó en Falada y la verdadera novia en el caballo malo, y así siguieron el viaje, hasta que por fin llegaron al palacio real. Allí se celebró con regocijo su llegada, y el príncipe salió corriendo a recibirlas y bajó a la doncella del caballo, creyendo que se trataba de su consorte. A la doncella la condujeron a la corte, pero la verdadera princesa se quedó abajo. Entonces, el anciano rey miró por la ventana, la vio en el patio, y notó lo elegante, delicada y bella que era, así que se dirigió al instante a los aposentos reales y le preguntó a la novia quién era la muchacha que había llegado con ella, que estaba de pie en el patio.

– La recogí por el camino para que me hiciese compañía; dadle algo que hacer, para que no esté ociosa.

Pero el anciano rey no tenía trabajo para ella, ni sabía de ninguno, así que dijo:

– Tengo un niño que cuida de las ocas; ella puede ayudarlo.

El niño se llamaba Conrad, y la verdadera novia tenía que ayudarlo a cuidar de las ocas. Poco después, la falsa novia le dijo al joven rey:

– Querido esposo, te suplico que me hagas un favor.

– Lo haré encantado -respondió él.

– Pues manda llamar al matarife y pídele que corte la cabeza del caballo en el que llegué, porque me molestó durante todo el camino.

Lo cierto era que la doncella temía que el caballo contase cómo se había comportado con la hija del rey. Después consiguió que el rey le prometiese que haría lo que le había pedido, que el leal Falada muriese; la noticia llegó a oídos de la verdadera princesa, y ella, en secreto, prometió pagarle una moneda de oro al matarife si éste le hacía un pequeño favor: había una gran puerta de aspecto oscuro en el pueblo, por la que tenía que pasar mañana y tarde con las ocas, y ella quería que el hombre clavase en ella la cabeza de Falada, para poder verlo de nuevo más de una vez. El matarife se lo prometió, cortó la cabeza y la clavó bajo la puerta oscura.

Por la mañana temprano, cuando Conrad y ella pasaron con las ocas por debajo de la puerta, ella dijo:

– ¡Ay, Falada, verte ahí colgado!

Y la cabeza respondió:


¡Ay, mi reina, qué mal has acabado!

Si tu madre de esto supiera

sin más moriría de pena.


Después se alejaron del pueblo, llevaron las ocas al campo y, cuando llegaron al prado, ella se sentó y se soltó el cabello, que era como el oro puro; Conrad lo vio y, encantado por su brillo, quiso arrancarle unos mechones. Entonces, ella cantó:


Sopla y sopla, gentil viento,

llévate el gorro bien lejos,

que lo persiga sin resuello,

hasta que me trence el cabello

y me lo recoja de nuevo.


Y así se levantó un fuerte viento que se llevó el sombrero de Conrad por el campo, y el chico tuvo que correr detrás de él. Cuando volvió, ella había terminado de peinarse el pelo y se lo estaba recogiendo, de modo que Conrad no consiguió ningún mechón, se enfadó y no quiso volver a hablar con ella. Así vigilaron a las ocas hasta la noche y después volvieron a casa.

Al día siguiente, cuando conducían a las ocas a través de la puerta oscura, la doncella dijo:

– ¡Ay, Falada, verte ahí colgado!

Y la cabeza respondió:


¡Ay, mi reina, qué mal has acabado!

Si tu madre de esto supiera

sin más moriría de pena.


Y de nuevo se sentó la muchacha en el campo y empezó a peinarse el pelo, y de nuevo Conrad intentó arrancárselo, así que ella se apresuró a entonar:


Sopla y sopla, gentil viento,

llévate el gorro bien lejos,

que lo persiga sin resuello,

hasta que me trence el cabello

y me lo recoja de nuevo.


Entonces, el viento se levantó y se llevó lejos el sombrerito de la cabeza de Conrad, el chico tuvo que salir detrás de él, y, cuando volvió, ella ya tenía el cabello recogido. Conrad no pudo conseguir su pelo, y los dos se quedaron vigilando a las ocas hasta que llegó la noche.

Pero, por la tarde, cuando llegaron a casa, Conrad fue a ver al viejo rey y le dijo:

– ¡No quiero seguir cuidando de las ocas con esa chica!

– ¿Por qué no? -le preguntó el anciano rey.

– Oh, porque no deja de molestarme. -Como el rey quiso saber qué hacía para molestarlo, Conrad le contestó-: Por la mañana, cuando pasamos bajo la puerta oscura con las ocas, hay una triste cabeza de caballo allí clavada, y ella le dice: «¡Ay, Falada, verte ahí colgado!». Y la cabeza contesta:

«¡Ay, mi reina, qué mal has acabado!/Si tu madre de esto supiera/sin más moriría de pena».

Y Conrad siguió contándole lo que pasaba en el pasto de de las ocas, y cómo siempre tenía que perseguir su sombrero.

El anciano rey le ordenó volver a conducir las ocas a la mañana siguiente, y, en cuanto se hizo de día, se colocó detrás de la puerta y oyó cómo la doncella hablaba con la cabeza de Falada; después los siguió hasta el campo y se escondió entre los arbustos del prado. Allí vio con sus propios ojos cómo la pastora y el pastor acompañaban a las ocas, y cómo, al cabo de un rato, la muchacha se sentaba a soltarse el pelo, que relucía en tonos dorados. Poco después, la oyó decir:

Sopla y sopla, gentil viento,

llévate el gorro bien lejos,

que lo persiga sin resuello,

hasta que me trence el cabello

y me lo recoja de nuevo.


Entonces llegó un soplo de viento y se llevó el sombrero de Conrad, así que al niño no le quedó más remedio que salir corriendo, mientras la doncella se peinaba el cabello tranquilamente y se lo trenzaba, bajo la atenta mirada del rey. Después, sin que nadie lo viese, el rey se marchó, y, cuando la pastora de las ocas llegó a casa por la noche, la llamó y le preguntó por qué hacía aquellas cosas.

– No puedo decíroslo, majestad, y no me atrevo a contarle mis penas a ningún ser vivo, porque he jurado por el cielo que no lo haría; de no haberlo hecho, habría perdido la vida.

Él insistió una y otra vez, pero no pudo sonsacarle nada, así que le sugirió:

– Si no me lo puedes decir, cuéntale tus penas a esa estufa de hierro. -Y se alejó.

Entonces, ella se acercó a la estufa, y empezó a llorar y a lamentarse, abriendo su corazón:

– Aquí estoy, abandonada por todos, a pesar de ser la hija de un rey, porque una doncella me amenazó tanto que me vi obligada a entregarle mi ropa real para que ella pudiese ocupar mi puesto en el altar, y ahora tengo que trabajar como pastora de ocas. Si mi madre lo supiera, se moriría de pena.

Sin embargo, el viejo rey estaba fuera, junto a la tubería de la estufa, y escuchó todo lo que decía. Después entró de nuevo en la habitación, le dijo a la muchacha que se acercase e hizo que la vistieran con ropajes reales; ¡qué guapa estaba! El anciano rey llamó a su hijo y le reveló que la novia que había conocido no era más que la dama de compañía, pero que la verdadera estaba delante de él, que se trataba de la pastora de ocas. El joven rey se alegró de todo corazón al oírlo cuando vio lo bella y joven que era, y se preparó un gran banquete al que invitaron a todos sus súbditos y a los amigos más queridos. Presidiendo la mesa se encontraba el novio, con la hija del rey a un lado y la criada al otro, pero la criada estaba deslumbrada y no reconoció a la princesa con su maravilloso vestido. Después de comer, beber y divertirse, el anciano rey le preguntó a la doncella, a modo de acertijo, qué se merecía una persona que se había comportado de tal y tal forma con su señor, relatando así toda su historia, y qué sentencia debería imponérsele. Entonces, la falsa novia respondió:

– Lo único que se merece es que la desnuden y la metan en un barril lleno de clavos, que aten el barril a dos caballos blancos, y que los caballos la arrastren por las calles del pueblo hasta que muera.

– Pues tú eres la culpable -respondió el rey-, y tú misma te has impuesto la sentencia; que así sea.

Y después de llevar a cabo el castigo, el joven rey se casó con su verdadera novia, y los dos reinaron en paz y armonía.


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