Blancanieves seguía roncando en la cama cuando David y los enanos salieron a la mañana siguiente, y los ánimos de los hombrecillos parecían mejorar de forma significativa conforme se alejaban de ella. Lo acompañaron hasta el camino blanco, y allí se quedaron, incómodos, intentando encontrar la mejor forma de despedirse.
– Obviamente, no podemos decirte dónde está la mina -se excusó el Hermano Número Uno.
– Obviamente -coincidió David-, lo entiendo.
– Porque ya sabes que es secreta.
– Sí, por supuesto.
– No queremos que fulanito y menganito vengan a meter las narices.
– Me parece muy sensato.
– Está justo detrás de la gran colina de la derecha -le dijo rápidamente al oído el Hermano Número Uno, después de darse unos tironcitos de la oreja con aire pensativo-. Hay un sendero que lleva hasta arriba. Está bien escondida, te lo advierto, así que tendrías que buscarla bien. Está marcada con un ojo tallado en un árbol. Al menos, creo que está tallado, porque nunca se puede estar seguro con esos árboles. Así que, ya sabes, si alguna vez necesitas un poco de compañía, baja -Se le iluminó la cara-. Ja! ¡«compañía baja»! ¿Has visto lo que he dicho? Ya sabes, baja, como a una mina, y compañía baja, como una pandilla de enanos, ¿lo entiendes?
David lo entendía, así que se río para cumplir.
– Ahora, recuerda -siguió diciendo el Hermano Número Uno-: si alguna vez te encuentras con un príncipe o un joven noble…, de hecho, si alguna vez te encuentras con alguien que parezca lo bastante desesperado para casarse con una mujer grandota por dinero, nos lo envías, ¿vale? Asegúrate de que espera en este camino hasta que lleguemos, porque no queremos que llegue solo a la casita y, bueno, ya sabes…
– Se asuste y se vaya -terminó David por él.
– Sí, exactamente. En fin, buena suerte, y no te salgas del camino. Hay una aldea a uno o dos días de aquí, y seguro que encuentras a alguien allí que pueda ayudarte a seguir tu viaje, pero no caigas en la tentación de salirte del camino, veas lo que veas. Hay muchas cosas desagradables en estos bosques, y saben cómo atraer a la gente para que caiga en sus garras, así que ten cuidado por dónde vas.
Y así, la compañía de la compañía baja se perdió en el bosque. Los oyó cantar mientras marchaban, una canción que el Hermano Número Uno se había inventado para ir al trabajo. No tenía una gran melodía, y el Hermano Número Uno parecía haber encontrado ciertas dificultades para rimar «colectivización del trabajo» y «opresión de los perros del capitalismo», pero David se entristeció cuando la canción se perdió en la lejanía y lo dejó abandonado en el camino silencioso.
Le habían gustado mucho los enanos. A menudo no tenía ni idea de lo que decían, pero, para ser un grupo de gente pequena homicida obsesionada con la lucha de clases, eran bastante divertidos. Cuando se fueron, se sintió muy solo, porque, aunque estaba claro que se trataba de un camino principal, parecía ser la única persona que viajaba por él. De vez en cuando encontraba el rastro de otros que habían pasado por allí (los restos de una hoguera, ya fría; una cinta de cuero masticada por un animal hambriento), pero eso era lo más cerca que parecía estar de otro ser humano. La penumbra constante, que sólo se alteraba de forma significativa a primeras horas de la mañana y a últimas horas de la tarde, lo dejaba sin energía y sin ánimos, y empezó a despistarse. De vez en cuando le daba la sensación de haberse quedado dormido de pie, porque veía imágenes fugaces de sueños, visiones en las que el doctor Moberley estaba sobre él y le hablaba, y periodos de oscuridad durante los cuales le parecía oír la voz de su padre. Después se despertaba de repente y se daba cuenta de que había estado a punto de salirse del camino, a punto de tropezar en el paso de la piedra a la hierba.
Se percató de que tenía mucha hambre; aunque había comido con los enanos aquella mañana, el estómago le dolía y le hacía ruidos. Todavía le quedaba comida en la bolsa, y los enanos habían engrosado un poco sus provisiones con algunos frutas desecadas, pero no tenía ni idea de cuánto tendría que avanzar para llegar al castillo del rey, porque ni siquiera los enanos lo sabían. Por lo que veía David, el rey no se implicaba mucho en el gobierno de su reino. El Hermano Número Uno le había dicho que, una vez, alguien se había acercado a la casita afirmando ser un recaudador de impuestos real, pero, después de pasar una hora en compañía de Blancanieves, se fue sin su sombrero y no volvió por allí. Lo único que podía confirmarle el enano era que había un rey (probablemente) y que estaba en un castillo, en alguna parte, al final del camino por el que David viajaba, aunque el Hermano Número Un nunca lo había visto. Así que el niño siguió caminando, con la mente en otra parte, mientras su dolor de estómago continuaba y el camino brillaba con luz blanca delante de él.
Una de las veces que estuvo a punto de caerse en la zanja David vio unas manzanas colgando de las ramas de un árbol en un claro cerca del borde del bosque. Eran verdes, parecían casi maduras, y la boca empezó a hacérsele agua. Recordaba la orden de los enanos, la advertencia de que permaneciese siempre en el camino y no se dejase tentar por los regalos del bosque, pero ¿qué daño podía hacerle coger algunas manzanas de un árbol? Todavía podría ver el camino desde allí, y, con la ayuda de una rama caída, seguramente podría coger suficiente fruta para mantenerse un día entero, quizá más. Se detuvo a escuchar, pero no oyó nada; el bosque estaba en silencio.
David salió del camino. La tierra estaba blanda, y sus pies producían un desagradable chapoteo a cada paso que daba. Al acercarse más al árbol, se dio cuenta de que la fruta que estaba en los extremos de las ramas era más pequeña y menos madura que las manzanas que estaban arriba, en el corazón del árbol, que eran tan grandes como puños. Podía alcanzarlas si trepaba, y trepar árboles era algo que se le daba muy bien, así que sólo tardó unos minutos en escalar el tronco y sentarse en el recodo de una rama, para ponerse a masticar una manzana que le supo increíblemente dulce. Había pasado varias semanas sin probar aquella fruta, desde que un granjero local le había pasado en secreto a Rose un par de manzanas «para los pequeñines». Las del granjero eran pequeñas y ácidas, pero las del árbol le resultaron maravillosas; el jugo se le derramaba por la barbilla, y la carne era firme. Devoró la primera manzana y tiró el corazón; después cogió otra, pero se la comió más despacio, recordando las advertencias de su madre sobre comer demasiadas manzanas, porque daban dolor de estómago. El niño supuso que atiborrarse de cualquier cosa, fuera lo que fuera, era la mejor forma de ponerse enfermo, pero desconocía cómo se aplicaba la fórmula cuando llevabas casi un día sin comer. Sólo estaba seguro de que la fruta sabía bien y su estómago se lo agradecía.
Iba por la mitad de la segunda manzana, cuando oyó un ruido abajo, algo que se aproximaba deprisa por su izquierda, Pudo ver movimiento en los arbustos y un relámpago de piel tostada. Parecía un ciervo, aunque David no le podía ver la cabeza, y estaba claro que huía de alguna amenaza. Al instante, el niño pensó en los lobos, así que se pegó al tronco del árbol e intentó ocultarse en él. Mientras lo hacía, se preguntó si los lobos serían capaces de detectar su olor desde abajo cuando pasasen, o si el señuelo del ciervo bastaría para bloquear sus sentidos.
Unos segundos después, el ciervo salió de la cobertura de los árboles y entró en el claro bajo el árbol de David. Se detuvo un instante, como si dudase qué dirección tomar, y, en aquel momento, el niño pudo verle bien la cabeza; la imagen hizo que ahogase un grito, porque no era la cabeza de un ciervo, sino la de una chica con cabello rubio y ojos verde oscuro. Se veía dónde acababa el cuello humano y dónde empezaba el cuerpo del ciervo, porque un verdugón rojo marcaba el lugar donde los dos seres se habían unido. La chica levantó la mirada, sorprendida por el sonido, y sus ojos se encontraron con los de David.
– ¡Ayúdame! -le suplicó-. Por favor.
Entonces, los ruidos de la persecución se acercaron, y David vio un caballo y un jinete que caían sobre el claro, el jinete con el arco listo para lanzar la flecha. La chica ciervo también los oyó, porque tensó las patas traseras y saltó hacia la protección del bosque. Todavía estaba en el aire cuando la flecha le atravesó el cuello y lanzó su cuerpo hacia la derecha, donde quedó tendida, retorciéndose. La boca de la chica ciervo se abría y cerraba intentando decir sus últimas palabras, pero sus patas traseras se agitaron sobre la tierra, el cuerpo le tembló y, finalmente, dejó de moverse.
El jinete entró trotando en el claro sobre un enorme caballo negro. Estaba encapuchado y vestía con los colores del bosque en otoño, verde y ámbar. En la mano izquierda llevaba un arco corto, y al hombro un carcaj lleno de flechas. Desmontó del caballo, sacó un cuchillo largo de la funda que llevaba en la silla y se acercó al cuerpo del suelo. Levantó el cuchillo y lo clavó una vez, y otra, y otra, sobre el cuello de la chica ciervo. David apartó la vista al primer golpe, con la mano sobre la boca y los ojos bien cerrados. Cuando se atrevió a mirar de nuevo, el cazador había separado la cabeza de la chica del cuerpo del ciervo y se la llevaba por el pelo, derramando por la tierra del bosque la sangre oscura que le salía del cuello. Ató la cabeza por el pelo al pomo de la silla, de modo que colgaba sobre el flanco del caballo, y colocó el cuerpo del ciervo sobre la montura antes de subirse él mismo. Tenía ya el pie izquierdo levantado, cuando se detuvo y observó el suelo. David siguió su mirada y, junto a los cascos del caballo, vio el corazón de la manzana que se había comido. El cazador bajó el pie, contempló el corazón, y entonces, con un movimiento rápido, sacó una flecha del carcaj y la colocó en el arco. Levantó la punta de la flecha hacia el manzano y acabó mirando directamente a David.
– Baja -dijo el cazador, con la voz ligeramente amortiguada por la bufanda que le tapaba la boca-. Baja si no quieres que te dispare.
David no tenía más alternativa que hacer lo que le decía, aunque notó que empezaba a llorar. Intentó contenerse con todas sus fuerzas, pero podía oler la sangre de la chica ciervo en el aire. Su única esperanza era que el cazador hubiese tenido suficiente deporte por un día y decidiese dejarle marchar.
El niño llegó al pie del árbol, y sintió la tentación de salir corriendo y probar suerte en el bosque, pero rechazó la idea casi de inmediato: a un cazador que podía acertar con la flecha a un ciervo en pleno salto mientras montaba a caballo, no le resultaría difícil darle a un niño corriendo. Sólo podía esperar compasión del cazador, pero, al mirar los ojos sin vida de la chica ciervo, se preguntó si alguien capaz de hacer semejantes barbaridades sabría lo que era la piedad.
– Túmbate -le dijo el cazador-. Boca abajo.
– Por favor, no me hagas daño -suplicó David.
– ¡Túmbate!
David se arrodilló en el suelo y se obligó a tumbarse. Oyó al cazador acercarse y echarle los brazos hacia atrás para atarle las muñecas con una cuerda basta. Le quitó la espada, le ató las piernas a la altura de los tobillos, lo levantó en el aire y lo echó sobre el lomo del gran caballo, tumbado sobre el cuerpo del ciervo, dándose dolorosamente con el lado izquierdo en la silla. Pero David no pensaba en el dolor, ni siquiera cuando empezaron a trotar y se convirtió en un golpeteo regular y rítmico en el costado, como si le clavasen la hoja de una daga entre las costillas.
No, David sólo podía pensar en la cabeza de la chica ciervo, porque la cara de la muchacha se rozaba con la suya mientras cabalgaban, la sangre caliente de la chica le manchaba la mejilla, y se veía reflejado en los espejos verde oscuro de sus ojos.
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