XI. Sobre los niños perdidos en el bosque y lo que fue de ello s


David y el Leñador regresaron a la casita sin incidentes. Allí empaquetaron comida en dos bolsas de cuero y llenaron un par de cantimploras de hojalata con agua del arroyo que corría detrás de la casa. El niño vio cómo el Leñador se arrodillaba en la orilla y examinaba algunas marcas en la tierra húmeda, pero no le dijo nada a David sobre ellas. El chico las miró al pasar y pensó que parecían las huellas de un perro grande o de un lobo; como había un poco de agua en el fondo de cada una de ellas, David supo que eran recientes.

El Leñador se armó con su hacha, un arco con un carcaj de flechas y un cuchillo de hoja larga. Finalmente, sacó una espada corta de un cofre y, después de una ligera pausa para soplarle el polvo, se la dio a David, junto con un cinturón de cuero en el que llevarla. David nunca había tenido en sus manos una espada de verdad, y sus conocimientos sobre aquel arte no pasaban de jugar a piratas con palos de madera, pero tener la espada a su lado le hacía sentirse más fuerte y un poco más valiente.

El hombre cerró la casita, puso la palma de la mano sobre la puerta y bajó la cabeza, como si rezara. Parecía triste, y David se preguntó si, por alguna razón, el Leñador creía que no volvería a ver su hogar. Después se introdujeron en el bosque, en dirección noreste, y mantuvieron un buen ritmo mientras la enfermiza luminiscencia que pasaba por ser luz del día les iluminaba el camino. Al cabo de unas cuantas horas, David estaba muy cansado. El Leñador le permitió descansar, pero sólo un ratito.

– Tenemos que salir del bosque antes de que caiga la noche -le dijo a David, y el chico no tuvo que preguntarle por qué. Ya empezaba a temer que los aullidos de lobos y loups rompiesen el silencio de los bosques.

Mientras caminaban, David pudo examinar el paisaje. No era capaz de darle nombre a ninguno de los árboles que veía, aunque algunas partes de ellos le resultaban familiares. Un árbol que parecía un viejo roble tenía piñas colgándole de las hojas perennes. Otro era del tamaño y la forma de un gran árbol de Navidad, y las bases de sus hojas plateadas estaban cubiertas de racimos de bayas rojas. Sin embargo, la mayoría de los árboles estaban pelados. De vez en cuando, el niño veía algunas de aquellas flores aniñadas, con los ojos bien abiertos y llenos de curiosidad, aunque, en cuanto notaban que el Leñador y David se acercaban, se tapaban con las hojas para protegerse y temblaban suavemente hasta que la amenaza desaparecía.

– ¿Cómo se llaman esas flores? -preguntó el chico.

– No tienen nombre -respondió el Leñador-. A veces, los niños se apartan del sendero, se pierden en el bosque, y nadie vuelve a verlos. Mueren allí, comidos por los animales o asesinados por hombres malvados, y su sangre se filtra en el suelo. Con el tiempo nace una de estas flores, a menudo lejos de donde el muchacho tomó su último aliento. Surgen en grupos, como si fuesen críos asustados. Es la forma que tiene el bosque de recordarlos, creo, porque el bosque siente la pérdida de un niño.

David había aprendido que el Leñador no hablaba a no ser que él le hablase antes, así que tenía que hacerle preguntas para que se las respondiese de la mejor forma posible. Intentó que David entendiese la geografía de aquel lugar: el castillo del rey estaba a muchos kilómetros hacia el este, y había poca población en la zona intermedia, nada salvo algunos asentamientos que interrumpían el paisaje. Un profundo abismo separaba el bosque del Leñador de los territorios más al este, y tendrían que cruzarlo para seguir su viaje hasta el castillo del rey. Al sur había un gran mar negro, pero pocos se aventuraban en él. Era el dominio de las bestias marinas y los dragones del agua, y lo azotaban continuas tormentas y enormes olas. Al norte y al oeste había cadenas montañosas, pero resultaban infranqueables durante la mayor parte del año, por la nieve que cubría sus picos.

Mientras caminaban, el Leñador le contó más cosas a David sobre los loups.

– En los viejos tiempos, antes de la llegada de los loups, los lobos eran criaturas predecibles -le explicó-. Cada manada, rara vez mayor de quince o veinte lobos, tenía un territorio en el que vivía, cazaba y se reproducía. Entonces los loups hicieron su aparición, y todo cambió: las manadas crecieron; se formaron alianzas; los territorios aumentaron de tamaño o dejaron de tener significado; y la crueldad asomó la cabeza. Antes moría más o menos la mitad de los lobeznos porque, al necesitar más comida que sus padres, si ésta era escasa, se morían de hambre. A veces los mataban sus propios padres, pero sólo cuando mostraban indicios de alguna enfermedad o locura.

Por lo general, los lobos eran buenos progenitores, compartían sus presas con los jóvenes, los protegían, y les ofrecían cariño y afecto.

»Pero los loups trajeron con ellos una nueva forma de tratar a los jóvenes: ahora sólo se alimenta a los más fuertes, nunca más de dos o tres miembros de una camada y, a veces, incluso menos. A los débiles se los comen. De esa forma, la manada siempre está fuerte, pero ha alterado su naturaleza. Ahora se vuelven los unos contra los otros y no existe lealtad entre ellos. Sólo el dominio de los loups los mantiene bajo control; sin ellos, creo que volverían a ser como antes.

El Leñador explicó a David cómo distinguir a las hembras de los machos: las hembras tenían hocicos y frentes más estrechos, cuellos y hombros más delgados, pero patas más cortas, aunque eran más rápidas de jóvenes que los machos de edad similar, y, por esa razón, resultaban mejores cazadoras y enemigos más mortíferos. En las manadas de lobos normales, las hembras solían ser líderes, pero eso también había cambiado cuando los loups modificaron el orden natural de las cosas. Seguía habiendo hembras entre ellos, pero eran Leroi y sus lugartenientes los que tomaban las decisiones importantes. Quizá fuese aquélla una de sus debilidades, sugirió el Leñador: su arrogancia los había llevado a darles la espalda a muchos años de instinto femenino, y ya sólo se guiaban por las ansias de poder.

– Los lobos no renuncian a su presa -siguió el Leñador-, a no ser que estén exhaustos. Pueden correr veinte o veinticinco kilómetros a velocidades mayores que un hombre, y trotar durante casi diez kilómetros antes de necesitar un descanso. Los loups los han frenado un poco, ya que prefieren andar sobre dos patas y ya no son tan veloces como antes, pero, a pie, no somos rival para ellos. Nuestra esperanza es que, cuando lleguemos esta noche a nuestro destino, encontremos caballos. Allí hay un hombre que los vende, y tengo oro suficiente para comprarnos una montura.

No había senderos que seguir, sino que confiaron en el conocimiento que del bosque tenía el Leñador, aunque, cuanto más se alejaban de su hogar, más tenía que pararse para examinar el musgo y las formas que el viento tallaba en los árboles, para así comprobar que no se habían perdido. En todo aquel tiempo sólo pasaron junto a otra vivienda, y estaba en ruinas. A David le parecía que la casa se había fundido, en vez de desmoronarse, y su única chimenea de piedra seguía en pie, ennegrecida pero intacta. Podía ver dónde las gotas fundidas se habían enfriado y endurecido sobre las paredes, y los espacios combados donde las ventanas se habían hundido sobre sí mismas. La ruta que seguían lo acercó bastante a la estructura, y así le quedó claro que había trozos de una sustancia de color marrón más claro en las paredes. Pasó la mano por el marco de la puerta y después la arañó con una uña. Reconoció la textura y el vago olor que emitía.

– ¡Es chocolate! -exclamó-. ¡Y pan de jengibre!

Rompió un trozo más grande y estaba a punto de llevárselo a la boca, cuando el Leñador se lo quitó de las manos y lo tiró al suelo.

– No -dijo-. Puede que su aspecto y su sabor sean dulces, pero oculta su propio veneno.

Y le contó a David otra historia.


La segunda historia del Leñador


Éranse una vez dos niños, un chico y una chica. Su padre había muerto, y su madre volvió a casarse, pero su padrastro era un hombre malvado que odiaba a los niños y se sentía molesto por su presencia en la casa. Llegó a despreciarlos aún más cuando los cultivos se perdieron y llegó el hambre, porque comían unos alimentos muy valiosos, unos alimentos que habría preferido comerse él. Los envidiaba por cada pobre bocado que se veía obligado a entregarles y, conforme crecía su hambre, empezó a sugerirle a su esposa que se comiesen a los niños para sobrevivir, porque siempre podría dar a luz a otros cuando los tiempos mejorasen. Su mujer estaba horrorizada y temía lo que su nuevo marido pudiese hacerles a los niños cuando ella estuviese descuidada, pero se daba cuenta de que ya no podía alimentarlos, así que los llevó a lo más profundo del bosque y allí los abandonó, para que se valiesen por sí mismos.

Los niños estaban muy asustados y lloraron hasta quedarse dormidos aquella primera noche, pero, con el tiempo, llegaron a comprender el bosque. La niña era más sabia y más fuerte que su hermano, y fue ella la que aprendió a cazar animalitos y pájaros con trampas, y a robar huevos de los nidos. El niño prefería vagar o soñar despierto, esperando a que su hermana le proporcionara lo que pudiese encontrar para alimentarlos a los dos. Echaba de menos a su madre y quería regresar con ella. Algunos días no hacía más que llorar del alba al anochecer, porque deseaba su antigua vida, así que no hacía esfuerzo alguno por adaptarse a la nueva.

Un día, el niño no regresó cuando su hermana lo llamó por su nombre. Fue a buscarlo, dejando un rastro de flores detrás de ella, para poder regresar después al lugar donde guardaba su pequeño suministro de comida, hasta que llegó al borde de un claro y allí vio la casa más extraordinaria que pudiera imaginarse: las paredes eran de chocolate y pan de jengibre, el tejado estaba cubierto de bloques de caramelo, el cristal de las ventanas estaba hecho de azúcar transparente, y en las paredes había incrustaciones de almendras, dulces y frutas caramelizadas. Todo en ella era dulce y satisfactorio. Su hermano estaba sacando nueces de las paredes cuando le encontró, y tenía la boca manchada de chocolate.

– No te preocupes, no hay nadie en casa -le dijo-. Pruébalo, es delicioso.

El niño le ofreció un trozo de chocolate, pero ella no lo cogió enseguida. Su hermano tenía los párpados medio cerrados de lo maravilloso que era el sabor de la casa. La niña intentó abrir la puerta, pero estaba cerrada con llave; después miró por la ventana, pero las cortinas estaban echadas y no podía ver el interior. No quería comer, porque la casa tenía algo que la ponía nerviosa, pero el olor del chocolate era demasiado para ella, así que se permitió darle un bocadito. Sabía incluso mejor de lo que se imaginaba, y su estómago le pidió más. Se unió a su hermano, y juntos comieron y comieron tanto que, al cabo de un rato, se quedaron profundamente dormidos.

Cuando se despertaron, ya no estaban tumbados en la hierba bajo los árboles del bosque, sino dentro de la casa, encerrados en una jaula que colgaba del techo. Una mujer vieja y maloliente avivaba el fuego de un horno con troncos. En el suelo, a sus pies había unas cuantas pilas de huesos, los restos de otros niños que habían caído en su trampa.

– ¡Carne fresca! -susurraba para sí-. ¡Carne fresca para el horno de la vieja Gammer!

El niño empezó a llorar, pero su hermana le ordenó que se callase, ha mujer se acercó a ellos y los observó a través de los barrotes de la jaula: tenía la cara cubierta de verrugas negras, y los dientes tan gastados y torcidos como antiguas lápidas.

– Bueno, ¿quién será el primero? -preguntó.

El niño intentó ocultar la cara, como si eso evitase que la anciana se fijara en él, pero su hermana era más valiente.

– Cógeme a mí -le dijo-. Estoy más rolliza que mi hermano y me asaré mejor. Mientras me comes, puedes engordarlo a él, de modo que te dure más tiempo cuando lo cocines.

– Qué chica tan lista -gritó la vieja, cacareando de alegría-. Aunque no lo suficiente para librarse de la olla de Gammer.

Abrió la jaula, metió la mano dentro y cogió a la niña por el pescuezo para sacarla. Después cerró de nuevo la jaula y llevó a la chica hasta el horno. Todavía no estaba lo bastante caliente, pero le faltaba poco.

– No voy a caber dentro -comentó la niña-, es demasiado pequeño.

– Tonterías -replicó la anciana-. He metido a niños más grandes que tú, y todos se han asado perfectamente.

– Pero tengo las extremidades largas y rechonchas -insistió la niña, con cara de estar poco convencida-. No, nunca conseguiré entrar en ese horno, y, si me metes a empujones, no podrás sacarme después.

– Me equivoqué contigo -exclamó la anciana, cogiendo a la niña por los hombros y sacudiéndola-, eres una niña tonta e ignorante. Mira, te demostraré lo grande que es. -La mujer se levantó, y metió la cabeza y los hombros dentro del horno-. ¿Ves? -dijo, y el eco de su voz retumbó en el intenor-. Hay espacio de sobra para mí, así que seguro que cabe una niña tan pequeña como tú.

La niña salió corriendo hacia ella, la metió dentro del horno con un gran empujón y cerró la puerta, La vieja intentó abrir de una patada, pero la niña, que era demasiado rápida para ella, echó el cerrojo (la anciana lo tenía para evitar que los niños escapasen cuando empezaban a asarse) y la dejó atrapada dentro. Después echó más troncos al fuego, y la vieja empezó a cocerse poco a poco, sin dejar de gritar, gemir y amenazar a la niña con las torturas más horrorosas. El horno estaba tan caliente que la grasa de su cuerpo empezó a fundirse, formando una peste tan tremenda que la pequeña sintió ganas de vomitar, pero la anciana siguió revolviéndose mientras la piel se le separaba de la carne y la carne de los huesos, hasta que por fin murió. Después, la niña sacó algunos troncos ardiendo del fuego, los repartió por la casa, sacó a su hermano, y la casa se derritió a sus espaldas, dejando tan sólo la chimenea en pie. Nunca volvieron a aquel lugar.

Conforme pasaban los meses, la niña era cada vez más feliz en el bosque. Construyó un refugio, y, con el tiempo, el refugio se convirtió en una casita. Aprendió a cuidarse sola y cada vez pensaba menos en su antigua vida, pero su hermano no lograba ser feliz y echaba de menos volver con su madre. Al cabo de un año y un día, dejó a su hermana y regresó a su antiguo hogar, pero su madre y su padrastro se habían ido hacía tiempo, y nadie pudo decirle dónde estaban. Regresó al bosque, pero no con su hermana, porque sentía celos de ella y estaba bastante resentido. Así que en el bosque encontró un sendero bien cuidado, sin rastro de zarzas ni raíces, bordeado de arbustos cargados de jugosas bayas. Lo siguió, comiéndose algunas de las frutas por el camino, sin darse cuenta de que el sendero que dejaba atrás desaparecía con cada paso que daba.

Por fin llegó a un claro, y en el claro había una bonita casa con hiedra en las paredes, flores junto a la puerta y una nubecilla de humo saliendo por la chimenea. Olió a pan horneándose y vio un pastel enfriándose en el alféizar de la ventana. En la puerta había una mujer alegre y vivaracha que le recordaba mucho a su madre y que le hizo señas para que se acercase, cosa que hizo.

– Entra, entra -le dijo-. Pareces cansado, y con bayas no se alimenta un chico en edad de crecimiento. Tengo comida asándose en el fuego y una cama cómoda para descansar. Quédate todo lo que quieras, porque no tengo niños y siempre he querido tener un hijo.

El chico tiró las bayas al suelo justo cuando el sendero desaparecía para siempre a sus espaldas, y siguió a la mujer al interior de la casa, donde un gran caldero bullía en el fuego y un afilado cuchillo esperaba en la tabla de cortar.

Nadie volvió a ver al muchacho.

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