Robert Browning y «Childe Roland a la torre oscura llegó»

«Algunos no estaban mal, si se les daba una oportunidad. Uno trataba sobre una especie de rey (aunque en el poema se le llamaba "Childe"), y su búsqueda de una torre oscura y los secretos que contenía. Sin embargo, el poema no acababa como debiera, porque el caballero llegaba a la torre y, bueno, se acabó. David quería saber qué había en la torre y qué le pasaba al caballero después de encontrarla, pero estaba claro que al poeta no le había parecido importante. Aquello hizo que el chico se preguntara qué clase de personas se dedicaba a escribir poesía.»

De El libro de las cosas perdidas, capítulo III


«El olor del campo de batalla le estaba revolviendo el estómago al niño, y aquello aumentó su sensación de que aquel hombre no era de fiar. Por la forma en que hablaba de "ella", la culpable de lo sucedido, y por la forma en que sonreía al mencionarla, estaba muy claro que los hombres que habían muerto allí habían sufrido unas muertes realmente malas.

»-¿Y quién es ella? -preguntó Roland.

»-Ella es la Bestia…»

De El libro de las cosas perdidas, capítulo XVIII


«Una luz tenue apareció en la ventana más alta de la torre, pero la bloqueó una figura que pasó por delante, se detuvo, y pareció mirar al hombre y al chico que estaban más abajo, para después desaparecer…»

De El libro de las cosas perdidas, capítulo XXIV


Sobre «Childe Roland»


Robert Browning (1812-1889) es uno de mis poetas favoritos, aunque lo descubrí bastante tarde, como parte de mis estudios de inglés en el Trinity College de Dublín. Quizá sean sus poemas sobre personajes los más sorprendentes, y sigo sin poder entender el arte de Andrea del Sarto y Fra Lippo Lippi sin comparar a ambos artistas con la descripción que de ellos aparece en los poemas de Browning del mismo nombre, derivados en parte de su estudio de Vasari y sus Vidas de grandes artistas.

En cualquier caso, «Childe Roland a la torre oscura llegó» es el poema que más me impresionó, quizá por sus ricas imágenes y el uso de la estructura de la búsqueda, una estructura que, según creo, ejerce una atracción elemental sobre los lectores. También es la base de la serie de novelas La torre oscura, de Stephen King, con el pistolero Roland como personaje principal.

Sin embargo, como le ocurre a David, yo también recuerdo haberme sentido ligeramente frustrado por el final del poema. Aunque entendía la lógica sobre la que se sustentaba, o, al menos, podía justificarla sabiendo que el terror que esperaba en la torre era algo diferente para cada uno de nosotros, o representa algo más profundo que no puede expresarse en forma animada, me habían criado contándome historias que no tenían un final tan abierto. Ahora me doy cuenta de que no importa mucho lo que haya en la torre, sino que Roland está preparado para enfrentarse a ello. Todos, cada uno a nuestra manera, tenemos un miedo similar al que enfrentarnos. Al final, quizás el gran terror sobre el que se construye la torre sea nuestra propia mortalidad.

El poema se publicó por primera vez en el volumen de 1855 Men and Women, y, gracias a la nota que añadió Browning bajo el título, sabemos que se inspira en la canción de Edgar en El rey Lear, de Shakespeare, en la que finge estar loco.

Las líneas más relevantes de El rey Lear, en boca del Loco, son:


Childe Roland a la torre oscura fue

y el ogro dijo en voz baja: fim, fam, fem,

sangre británica ya empiezo a oler.


También existen claras referencias a otras figuras anteriores, como el héroe de la balada escocesa Childe Roland y la francesa Canción de Roland, del siglo xii. El uso que Browning hace de la alegoría en el poema también sugiere una influencia de El progreso del peregrino, de Bunyan, y las imágenes de horror gótico recuerdan el estilo de los románticos. También es probable que Browning hubiese leído el gran poema en prosa, escrito en inglés medio, «Sir Gawain y el caballero verde». De hecho, childe es un título aristocrático que se refiere a un joven que todavía no ha sido nombrado caballero, lo que nos lleva a la situación de David: es un joven que todavía no ha alcanzado la verdadera madurez. Mientras tanto, Roland, el protector de David en El libro de las cosas perdidas, también demuestra cierta ambigüedad sobre su posición.

Pero ¿qué parte del poema influye en la imaginación de David y, por tanto, en el paisaje de El libro de las cosas perdidas? Las imágenes de torres son recurrentes en la novela: desde la iglesia en ruinas del bosque, pasando por la aguja de la iglesia en el corazón de la aldea fortificada, hasta, finalmente, la torre que domina la Fortaleza de Espinas («La achaparrada torreta redonda y ciega/como el corazón del loco»). Es uno de los símbolos más importantes del libro, y su importancia se deriva en gran medida del hecho de que David leyera el poema. Aunque su final le deja frustrado, en algún nivel inconsciente entiende lo que significa, aunque en un momento anterior de la novela intente darle forma a su miedo personificándolo en la Bestia. En la torre, David, como Roland, se enfrentará a su mayor miedo, la apoteosis de las amenazantes figuras femeninas que aparecen una y otra vez a lo largo de la novela, igual que lo hacen en los antiguos cuentos de hadas que tanto le gustan al chico.

En aparecen otras imágenes del poema: el «viejo lisiado» se convierte en el anciano que se les aparece a David y Roland en el campo de batalla, al que también se hace referencia en el poema («La batalla debió ser en aquel llano yermo./¿Por qué aguardaron allí, con toda la llanura/a su alcance?»). Los caballeros que habían precedido a Roland y muerto en su búsqueda también adoptan una forma más concreta en el libro.

Sin embargo, a fin de cuentas, no queda claro si la narrativa que encontramos en el poema se debe tomar como algo real o imaginario. Si es imaginario, el narrador externaliza un paisaje destrozado por sus recuerdos, miedos y deseos, más o menos como David crea el paisaje de El libro de las cosas perdidas, para poder aceptar sus propios demonios.


«Childe Roland a la torre oscura llegó»

(Véase la canción de Edgar en El rey Lear)

Mi primera idea fue que mentía en todo,

aquel viejo lisiado de ojos maliciosos,

observando con recelo el resultado de su mentira

en los míos, apenas capaz de ocultar

el regocijo que le arrugaba y perfilaba la boca,

por haber logrado así una nueva víctima.


¿Qué si no podía pretender con su bastón?

¿Qué, salvo atacar con sus mentiras, engañar

a los viajeros que lo encontraran allí apostado

y preguntaran por el camino? Imaginé

la risa de calavera, la muleta escribiendo alegre

en el polvo, para divertirse, mi epitafio.


Si decidiera seguir su consejo y tomara

esa amenazadora senda que, todos dicen,

conduce a la Torre Oscura. Pero consentí seguirla

como me decía, no por orgullo ni loca

esperanza de encontrar el final deseado, sino más bien

por la alegría de encontrar un final.


Porque, a pesar de vagar por el mundo entero,

a pesar de mi búsqueda de dos años ya,

mi esperanza es ahora una sombra incapaz de soportar

la estridente alegría del futuro éxito.

Apenas traté de impedir el reproche de mi corazón

que así encontraba el fracaso a su alcance.


Como un hombre enfermo cercano a la muerte

parece de hecho muerto, y siente tanto el inicio

y el fin de las lágrimas, como el adiós de los amigos,

y los oye comentar que prefieren salir

a respirar con más libertad («porque todo acabó -dijo-

y este golpe no se cura con lamentar»);


Mientras algunos discuten si habrá espacio

cerca de otras tumbas para la suya cavar,

y cuál es el día ideal para el cadáver trasladar,

Cuidando de pañuelos, música y estandartes,

el hombre lo oye todo, deseando no desmerecer

un amor tan constante y allí permanecer.


Así, tanto había sufrido en esta búsqueda,

tantas veces me habían profetizado el fracaso, tanto

me habían sentenciado a formar parte del grupo (a saber,

los caballeros que a buscar la Torre Oscura

se encaminaron) que fallar parecía lo más apropiado;

sólo quedaba una duda: ¿seré adecuado?


Calmo como la desesperanza di la espalda

a aquel odioso lisiado; me alejé de él

hacia el camino indicado. Temible día había sido

y la oscuridad a su fin lo llevaba,

más todavía lanzó una lúgubre mirada escarlata

para ver cómo el llano a su presa capturaba.


¡Pero, ay! En cuanto hube entrado en el llano,

después de dar uno o dos pasos así contados,

al detenerme a volver la mirada por última vez

hacia el sendero seguro, éste ya no estaba;

llanura gris por doquier hasta donde alcanzaba la vista.

Podía seguir, ya que nada por hacer quedaba.


Y así seguí. Creo que nunca vi naturaleza

tan yerma e innoble; nada crecía allí y,

en cuanto a flores… ¡mejor buscar una tupida arboleda!

Pero lucérnulas, euforbios, según su ley

podrían propagarse, diría yo, sin causar asombro,

y una ortiga habría sido un enorme tesoro.


¡No! Penuria, quietud y muecas, de algún modo

que no entiendo eran la sal de aquella tierra.

«Mira o cierra los ojos -decía enojada la natura-,

no hay remedio, no puedo evitarlo: el fuego

del juicio final curará el lugar, calcinará la tierra

y a todos mis prisioneros liberará.»


Si algún cardo roto se elevaba por encima

de sus compañeros, la cabeza le cortaban:

los torcidos sentían celos. ¿Qué rasgaría así

las duras hojas marrones del embarcadero,

amoratadas para impedir toda esperanza de verdor?

La bestia asesina, con intenciones de bestia.


Y la hierba, era tan escasa como el pelo

de un leproso; delgadas hojas secas pinchaban

el barro que bajo ellas parecía amasado con sangre.

Un ciego caballo, todos sus huesos al aire,

estupefacto parecía ante el porqué de su llegada:

¡expulsado de las caballerizas del diablo!


¿Vivo? Podría estar muerto por lo que sé

con el descarnado cuello rojo estirado

y los ojos cerrados bajo aquellas oxidadas crines;

raro es ver juntas tal monstruosidad y desgracia;

nunca vi un animal al que más odiara, porque malvado

sería para merecer tamaño dolor.


Cerré los ojos para mirarme el corazón.

Como un hombre pide vino antes de la batalla,

pedí un trago de mis antiguos recuerdos más alegres,

para así poder cumplir mejor mi cometido.

Piensa primero, lucha después… el arte de un soldado es:

un sorbo de los viejos tiempos y estaré listo.


¡Eso no! Vi el enrojecido rostro de Cuthbert

bajo sus adornos de oro rizado, querido

amigo, hasta que casi sentí que colocaba su brazo

en el mío, para dejarme listo en mi sitio,

como solía. ¡Ay, la desgracia de una noche!

Allá fue el fuego de mi corazón, dejándome helado.


Después Giles, el alma del honor… allí está

franco como hace diez años, cuando caballero lo nombraron.

Lo que cualquier hombre honesto se atreva a

hacer (dijo) él se atrevía.

Pero la escena cambia, ¡no!

¿Qué verdugo clavó un pergamino en su pecho? Sus socios

lo leyeron. ¡Pobre traidor, maldito y vejado!


Mejor este presente que un pasado así;

¡de vuelta hacia mi oscuro camino una vez más!

No se oye ni observa nada hasta donde la vista alcanza.

¿Enviará la noche un murciélago o un búho?,

pregunté: cuando algo en el sombrío llano mis pensamientos

detuvo y cambió en un instante su anterior curso.


Un pequeño riachuelo mi camino cruzó,

tan inesperado llegó como una serpiente.

No eran aguas perezosas, tristes como todo el lugar;

aquella marea espumosa podría bañar

los relucientes cascos del demonio, la corriente negra

rabiosa salpicada de escamas y espumas.


¡Tan pequeño como malvado! Por todas partes

los bajos alisos se inclinaban sobre él;

los sauces mojados se lanzaban de cabeza, airados

con muda desesperación, multitud suicida:

el río que les había hecho tanto mal, el que fuese,

seguía fluyendo, sin desaliento por ello.


Mientras lo vadeaba, santo Dios, ¡cómo temía

pisar la mejilla de un hombre muerto a mis pies,

o sentir que la lanza con la que el suelo del río exploraba

en su cabello o en su barba se enredaba!

Tuvo que ser una rata de agua lo que ensartaba, pero,

¡ay! sonó como el lamento agudo de un bebé.


Con regocijo salí en la orilla opuesta,

esperando un paisaje mejor. ¡Vano presagio!

¿Quiénes habían allí combatido, qué guerra libraron

para que su salvaje paso aplastara así

el húmedo suelo? Cual sapos en un tanque envenenado

o gatos en una jaula de hierro al rojo…


La batalla debió ser en aquel llano yermo.

¿Por qué aguardaron allí, con toda la llanura

a su alcance? Sin huellas que llevaran a aquellos chillidos,

ni huellas que salieran. Una poción extraña

alteró sus sesos, como los de galeras que los turcos

enfrentan por juego, cristianos contra judíos.


Y, más que eso, un trecho adelante, ¡sí, allí!

¿Para qué aquel motor, aquella rueda -freno,

no rueda-, aquella grada adecuada para devanar

cuerpos humanos, como seda? Con el aspecto

de la herramienta de Tophet, sobre la tierra abandonada,

o traída para afilar sus dientes de acero.


Después un terreno talado, otrora bosque,

y un pantano, al parecer, aunque ahora es

tierra desesperada y sola; (¡así un loco se entretiene,

hace algo, lo estropea, hasta que su humor

cambia y se detiene!); a lo largo de un cuarto de acre:

ciénaga, restos, lodo, arena y negro vacío.


Ahora manchas inflamadas, con colores vivos

y horribles, ahora retazos en los que la tierra

árida se tiñe de musgo o sustancias como tumores;

después un roble paralizado, con una grieta,

como una boca distorsionada que se abre

para contemplar la muerte, y muere en retirada.


¡Y tan lejos como siempre del ansiado fin!

¡Nada en el horizonte, salvo la noche; nada

que conduzca mis pasos adelante! Al pensarlo, un gran

pájaro negro, la mascota de Apolión,

pasó volando, aunque sin batir sus alas de dragón,

y me rozó. ¿Sería la guía que buscaba?


Porque, al elevar la mirada, fui consciente

de que, a pesar del crepúsculo, el llano había

dado paso a las montañas, por dar tal nombre a aquellos

simples cerros y montes que feos tapaban la vista.

Cómo me sorprendieron de tal manera, no tengo claro

Cómo salir de ellas tampoco estaba resuelto.


Pero me pareció reconocer algún truco

malicioso que, Dios sabe cuándo, me ocurrió,

quizá fuese en un mal sueño. Aquél era pues el final

del avance por el camino. Cuando, a punto

de rendirme, una vez más, oí un ruido, un chasquido

como una trampa al cerrarse y dejarte dentro.


Todo volvió a mí como en una llamarada:

¡sí, era el lugar! Dos colinas a la derecha,

agachadas como dos toros cuerno con cuerno en lucha;

y, a la izquierda, una alta montaña pelada…

Zopenco, viejo loco, dormirme en el preciso instante,

¡después de una vida esperando aquel paisaje!


¿Qué se elevaba allí, si no la Torre misma?

La achaparrada torreta redonda y ciega

como el corazón del loco, de piedra marrón, sin igual

en el mundo entero. El elfo de la tempestad,

burlón, señala al marinero, y la flecha invisible sólo

golpea cuando los barcos ya van a zarpar.


¿No la ves? ¿Quizá por ser de noche? ¡Bueno, pues

el día regresó a tal fin! Antes de marchar

la puesta de sol moribunda atravesó una hendidura:

las colinas eran como gigantes de caza,

con la barbilla en mano, para ver la presa acorralada:

«Apuñala y acaba con ella… ¡hasta el mango!».


¿No lo oyes? ¡Si el ruido lo llena todo! Tañido

creciente, como una campana. Oigo los nombres

de todos los aventureros perdidos, mis iguales, de

cómo uno era muy fuerte, el otro valiente

y afortunado un tercero, pero, todos ellos, ¡perdidos!

Tocaba a difuntos por la tristeza de años.


Allí estaban, en las laderas apostados,

reunidos para contemplar mi final, ¡un marco

viviente para un último cuadro! En un lienzo de llamas

los vi y los conocí a todos. Sin embargo,

valeroso, me llevé el cuerno a los labios

y soplé.

«Childe Roland a la torre oscura llegó.»


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