XVII. Sobre los centauros y la vanidad de la cazadora


Por la mañana temprano, la cazadora se despertó y se vistió, asó carne en el fuego, y se la comió con un té de hierbas y especias. Después se acercó a levantar a David. Al niño le dolían la espalda y las extremidades por culpa de la dura mesa y las cadenas que le impedían moverse, así que había dormido poco, pero tenía una misión que cumplir. Aunque hasta entonces había dependido de la buena voluntad de los demás (el Leñador y los enanos) para seguir sano y salvo, en aquellos instantes estaba solo, y la posibilidad de sobrevivir recaía únicamente en sus manos.

La cazadora le dio un poco de té e intentó hacer que comiese de la carne, pero el niño no abría la boca, porque aquello olía fuerte, a carne de caza.

– Es venado -dijo ella-. Tienes que comer, necesitarás todas tus fuerzas.

Pero David mantuvo la boca bien cerrada, porque sólo podía pensar en la chica ciervo y en el contacto de su piel. ¿Quién sabía qué niño había formado parte de aquel cuerpo de animal, después de que humano y bestia se hiciesen uno?

Puede que fuese la carne de la chica ciervo, arrancada cuerpo sanguinolento para que la cazadora tuviese un buen desayuno fresco. No podía comérsela y no lo haría.

La cazadora se rindió y le ofreció pan, incluso le soltó una mano para que pudiera comérselo solo. Mientras comía, la mujer metió dentro de la casa al zorro enjaulado los establos y lo tendió en la mesa que había junto a David. El zorro observó al niño como si supiese lo que iba a pasar. Mientras se miraban, la cazadora empezó a reunir todo lo que necesitaba: había cuchillas y sierras, algodones y vendas agujas largas e hilo negro, tubos y frasquitos, y una jarra con una loción transparente y viscosa. Le puso fuelles a algunos tubos («para mantener la circulación de la sangre, por si acaso») y ajustó las correas para que le sirvieran a las patitas de zorro.

– Bueno, ¿qué te parece tu cuerpo nuevo? -le preguntó a David cuando terminó de prepararlo todo-. Es un buen zorro, joven y ágil. -El zorro intentó morder los alambres de su jaula, dejando ver unos dientes blancos y afilados.

– ¿Qué harás con mi cuerpo y su cabeza? -le preguntó el niño.

– Secaré tu carne y la añadiré a mi reserva para el invierno. He descubierto que, aunque es posible unir la cabeza de un niño al cuerpo de un animal, lo contrario no funciona. El cerebro del animal es incapaz de adaptarse al cuerpo nuevo. No puede moverse bien y entonces se convierte en una mala presa. Al principio los soltaba para divertirme, pero ahora ni siquiera me molesto en hacerlo. En cualquier caso, los que han sobrevivido están por el bosque, convertidos en criaturas enfermizas. A veces los mato por lástima cuando se cruzan en mi camino.

– Estaba pensando en lo que dijiste anoche -empezó a decir David, con cautela-, eso de que todos los niños sueñan con ser animales.

– ¿Y no es cierto?

– Creo que sí, yo siempre he querido ser un caballo.

– ¿Por qué un caballo? -preguntó la cazadora, interesada.

– En los cuentos que leía de pequeño descubrí a una criatura que se llamaba centauro. Era mitad caballo, mitad hombre. En vez de tener cuello de caballo, tenía el torso de un hombre, así que podía llevar un arco en las manos. Era bello y fuerte, y resultaba ser el cazador perfecto, porque combinaba toda la fuerza y la velocidad de un caballo con la habilidad y la astucia de un hombre. Ayer eras muy veloz sobre tu caballo, pero no formabais un conjunto perfecto. Es decir, el animal a veces tropieza o se mueve de una forma que no esperabas, ¿verdad? Mi padre solía montar a caballo de joven, y me dijo que incluso el mejor de los jinetes puede caerse de la silla. Si yo fuera un centauro podría tener lo mejor de un caballo y de un hombre, todo en uno, y, si cazara, no se me escaparía nada.

La cazadora miró al zorro, después a David y de nuevo al zorro. Le dio la espalda al niño y se dirigió a su escritorio, donde cogió un trozo de papel y una pluma, y empezó a dibujar. Desde donde se encontraba sentado, David vio diagramas, figuras, y las formas de caballos y hombres, dibujadas con todo el cuidado de un artista. No molestó a la cazadora, se limitó a observarla con paciencia y, cuando miró al zorro, vio que el animal también la observaba. Así que niño y zorro siguieron así, unidos en su espera, hasta que, por fin, la mujer terminó su trabajo.

Se levantó, regresó a la gran mesa de operaciones y, sin decir palabra, le ató los pies a David para que no se pudiera mover. El niño tuvo un momento de pánico, ya que pensaba que su plan no había tenido éxito y que la cazadora iba a operarlo, a cortarle la cabeza y transplantarla en el cuerpo de un animal salvaje, creando un nuevo ser a partir de sangre, ungüento y dolor. ¿Lo decapitaría con un solo golpe de hacha, o con dos y serraría atravesando cartílagos y huesos? ¿Le daría algo para dormir de modo que, al cerrar los ojos, fuese una cosa, y al abrirlos, otra muy distinta? ¿O parte de ella disfrutaba causando dolor? Mientras la mujer lo manoseaba, tuvo ganas de ponerse a gritar, pero no lo hizo, sino que se quedó quieto, se tragó el miedo y, así, vio recompensada su disciplina.

Una vez lo hubo atado bien a la mesa, la cazadora se puso su capa con capucha y salió de la casa. Al cabo de unos minutos, David oyó el ruido de los cascos de un caballo, y la cazadora se internó en el bosque, dejándolo solo con el zorro, dos animales a punto de convertirse en uno.

David se quedó dormido un rato y despertó al oír que regresaba la cazadora. Los cascos del caballo se oían muy cerca. La puerta de la casa se abrió, y la cazadora apareció conduciendo su montura. Al principio, el caballo parecía reacio a entrar, pero ella le habló con ternura, y, finalmente, el animal la siguió. El niño notó que el hocico del animal reaccionaba a los olores de la casa, y le pareció ver pánico en su mirada. La mujer lo ató a una anilla de la pared y se acercó a David.

– Haré un trato contigo -le dijo-. He estado pensando sobre esa criatura, el centauro. Tienes razón: un animal así sería el cazador perfecto, y me gustaría convertirme en uno. Si me ayudas, te doy mi palabra de que te dejaré libre.

– ¿Cómo sé que no me vas a matar en cuanto te conviertas en centauro? -le preguntó David.

– Destruiré el arco y las flechas, y te dibujaré un mapa para que puedas volver al camino. Aunque decidiese perseguirte, ¿qué peligro representaría sin un arco con el que cazar? Después fabricaré más, pero, para entonces, tú ya te habrás ido de sobra, y, si alguna vez vuelves por mi bosque, tendrás vía libre en reconocimiento a todo lo que has hecho por mí. -Entonces, la cazadora se inclinó sobre David para susurrarle al oído-. Pero, si no aceptas ayudarme, te uniré al zorro y te garantizo que no llegarás vivo al final del día. Te perseguiré por el bosque hasta que caigas de cansancio, y, cuando ya no puedas seguir corriendo, te desollaré vivo y te llevaré puesto en los días más fríos del invierno. Puedes vivir o morir, tú decides.

– Quiero vivir -le aseguró David.

– Entonces, tenemos un trato -dijo la cazadora, y tiró al fuego el arco y las flechas. Después le dibujó al niño un mapa detallado del bosque, mostrándole cómo regresar al camino, y David se lo guardó con cuidado en la camisa. La mujer le explicó lo que tenía que hacer, cogió del establo un par de cuchillas enormes, pesadas y afiladas como guillotinas, y las suspendió sobre las mesas de operaciones utilizando un sistema de cuerdas y poleas. La cazadora ajustó una para que cortase su cuerpo por la mitad al caer, y le enseñó a David cómo aplicar el ungüento de inmediato para no morir desangrada antes de que uniese su torso al cuerpo del caballo. Repitió el procedimiento una y otra vez, hasta que el niño se lo supo de memoria. Después se desnudó, cogió un cuchillo largo y pesado, y, con dos golpes, le cortó la cabeza al caballo. Al principio salió mucha sangre, pero David y la cazadora extendieron el ungüento rápidamente por la carne roja y expuesta del cuello del caballo, y las heridas empezaron a humear y hervir cuando la mezcla hizo su trabajo. Al instante, las venas y las arterias dejaron de escupir sangre. El cuerpo del caballo quedó tendido en el suelo, con el corazón todavía latiendo mientras que la cabeza yacía al lado, con los ojos en blanco y la lengua fuera.

– No tenemos mucho tiempo -lo urgió la mujer- ¡Deprisa, deprisa!

Se tumbó en la mesa, bajo la cuchilla. David intentó no fijarse en su desnudez y se concentró en los preparativos para soltar la hoja, como ella le había indicado. Mientras comprobaba de nuevo las cuerdas, la cazadora lo cogió del brazo: tenía un afilado cuchillo en la mano derecha.

– Si intentas huir o me traicionas, este cuchillo saldrá de mi mano y encontrará tu cuerpo antes de que puedas alejarte más de un metro de mí. ¿Lo entiendes?

David asintió. Tenía un tobillo atado a la pata de la mesa. Aunque hubiese querido arriesgarse, no habría llegado muy lejos. La mujer lo soltó. Junto a ella estaba una de las jarras de cristal con el ungüento milagroso, y David tenía que echárselo en el cuerpo herido, después ponerla en el suelo y ayudarla a arrastrarse hasta el caballo. Cuando las dos heridas se tocasen, tenía que echar más ungüento para que ambos cuerpos se fusionasen, creando una criatura nueva.

– Pues hazlo, y deprisa.

David dio un paso atrás. La cuerda que sostenía la guillotina estaba tensa, y, para evitar accidentes, tenía que cortarla con su espada, de modo que cayese sobre la mujer y la dividiese en dos.

– ¿Lista? -preguntó David, acercando la hoja de la espada a la cuerda.

– Sí, ¡hazlo! ¡Hazlo ya! -gritó la cazadora, apretando los dientes.

David levantó la espada sobre la cabeza y la dejó caer sobre la cuerda con todas sus fuerzas. La cuerda se partió, y la cuchilla cayó, cortando a la mujer en dos. La cazadora gritó de dolor y se retorció sobre la mesa, mientras la sangre salía a borbotones de las dos mitades de su cuerpo.

– ¡El ungüento! -gritó-. ¡Aplícalo deprisa!

Pero, en vez de hacerlo, David levantó de nuevo la espada v le cortó a la mujer la mano derecha, que cayó al suelo, con el cuchillo todavía entre los dedos. Finalmente, con un tercer golpe, David cortó la cuerda que lo ataba a la mesa, saltó por encima del cuerpo del caballo y corrió hacia la puerta, oyendo en todo momento los gritos de rabia y dolor que llenaban la habitación. La puerta estaba cerrada, pero la llave seguía en la cerradura. David intentó girarla, pero no se movía.

Detrás de él, los gritos de la cazadora subieron de tono, seguidos por un olor a quemado. El niño se volvió y comprobó que la gran herida de la parte superior de su cuerpo humeaba y hervía, porque el ungüento le curaba el corte. También tenía ungüento en el brazo derecho, y estaba echando más en el suelo para que empapase la muñeca de la mano cortada y dejase de sangrar. Con el muñón y la fuerza de su mano izquierda, bajó de la mesa y cayó al suelo.

– ¡Vuelve aquí! -siseó-. Todavía no hemos terminado. Te voy a comer vivo.

La cazadora acercó el muñón a la mano cortada y mojó ambos con el ungüento, con lo que volvieron a juntarse al instante. Después se puso el cuchillo en la boca, sujetando la hoja entre los dientes, y empezó a avanzar por el suelo hacia David. Su mano le tocó el borde de los pantalones justo cuando la llave giró en la cerradura y la puerta se abrió. El niño se soltó, corrió a campo abierto… y se paró en seco.

No estaba solo.

El claro en el que se encontraba la casa estaba lleno de un grupo de criaturas con cuerpos de niños y cabezas de anima les. Había zorros, ciervos, conejos y comadrejas, y los rasgos de los animales más pequeños resultaban incongruentes sobre los grandes hombros humanos, con los cuellos reducidos por la acción del ungüento. Los híbridos se movían con torpeza como si no controlasen sus miembros; arrastraban los pies y tropezaban, con aspecto desconcertado y dolorido. Cuando la cazadora salió arrastrándose por la puerta, ellos se estaban acercando a la casa poco a poco. La mujer dejó caer el cuchillo que llevaba en la boca y lo agarró con el puño.

– ¿Qué hacéis aquí, criaturas repugnantes? Largaos, volved a esconderos en las sombras.

Pero las bestias no respondieron, sino que siguieron avanzando con la mirada fija en la cazadora. La mujer miró a David, asustada.

– Llévame dentro -le pidió-. Deprisa, antes de que me alcancen. Te perdono por todo lo que me has hecho, puedes irte, pero no me dejes aquí… con ellos.

David sacudió la cabeza y se apartó de ella, justo cuando una criatura con el cuerpo de un niño y la cabeza de una ardilla lo miraba, agitando el hocico.

– No me abandones -gritó la cazadora, que estaba prácticamente rodeada, dando débiles cuchillazos al aire, mientras las bestias que había creado la rodeaban-. ¡Ayúdame! -le gritó a David-. Por favor, ayúdame.

Y entonces, los animales cayeron sobre ella, desgarrando y mordiendo, arrancando y desmenuzando, mientras David daba la espalda al horrendo espectáculo y huía al bosque.


.

Загрузка...