La luz empezaba a cambiar cuando terminó la historia del Leñador. El hombre miró al cielo, como si tuviese la esperanza de que la oscuridad se retrasase un poquito más, pero, de repente, dejó de andar. David siguió su mirada y vio que, sobre ellos, justo al mismo nivel que las copas de los árboles, había una forma negra que volaba en círculos; también le pareció oír un graznido lejano.
– Maldición -musitó el Leñador, entre dientes.
– ¿Qué pasa? -preguntó David.
– Un cuervo.
El Leñador cogió el arco que llevaba a la espalda, colocó una flecha en posición, se arrodilló, apuntó y disparó. Su puntería era certera: el cuervo se sacudió en el aire cuando la flecha lo atravesó, para caer en algún lugar no muy lejos de David. Estaba muerto, y la punta de la flecha se había teñido de rojo con su sangre.
– Pájaro asqueroso -comentó el Leñador, mientras levantaba el cadáver y le sacaba la flecha.
– ¿Por qué lo has matado? -le preguntó David.
– El cuervo y el lobo cazan juntos. Éste estaba conduciendo a la manada hacia nosotros. Le habrían dado nuestros ojos como recompensa. -Miró hacia el camino que habíamos seguido-. Ahora tendrán que confiar tan sólo en su olfato, pero se acercan, no te engañes. Tenemos que darnos prisa.
Siguieron avanzando a trote ligero, como si ellos también fuesen lobos cansados a punto de alcanzar su presa, hasta que llegaron al final del bosque y salieron a una meseta. Delante de ellos había un gran abismo de decenas de metros de profundidad y unos quinientos metros de ancho. Un río tan delgado como un hilo de plata fluía bajo él, y David oyó los gritos de algo semejante a pájaros, que despertaban ecos en las paredes del cañón. Se asomó con cuidado al borde de la grieta con la esperanza de ver mejor lo que hacía el ruido, y distinguió una forma, mucho más grande que la de los pájaros que conocía, deslizándose por el aire sobre las corrientes que subían por el cañón. Tenía piernas desnudas, casi humanas, aunque los dedos de los pies eran alargados y curvos, como las garras de un águila. Llevaba los brazos extendidos, y de ellos colgaban grandes pliegues de piel que le servían de alas. Su pelo largo y blanco flotaba al viento, y, al prestar más atención, David oyó la canción de las criaturas, que decían lo siguiente con voz bella y aguda:
Lo que cae es comida,
lo que desciende morirá;
donde vive la Camada,
los pájaros temen volar.
Otras voces se unieron a la canción, y el niño distinguió muchas de aquellas criaturas moviéndose por el abismo. La que estaba más cerca de él realizó un bucle en el aire que resultaba tan elegante como amenazador, y David pudo verle el cuerpo desnudo. Apartó la mirada de inmediato, lleno de vergüenza.
Tenía forma femenina: vieja, con escamas en vez de piel, pero femenina a pesar de todo. Se arriesgó a echarle otro vistazo y comprobó que la criatura descendía en círculos cada vez más pequeños, hasta que, de repente, plegó las alas para lograr una figura más aerodinámica y descendió en picado con las garras extendidas, como si se dirigiese de cabeza a la pared del cañón. Golpeó la piedra, y David vio que algo se movía entre sus garras: era un pequeño mamífero marrón indeterminado, poco mayor que una ardilla. Agitaba las patas en el aire mientras la criatura lo sacaba de las rocas. Su captora cambió de rumbo y se dirigió a un saliente que estaba bajo David para alimentarse de su presa entre chillidos triunfales. Algunas de sus rivales, alertadas por los gritos, se acercaron por si podían robarle la comida, pero ella batió las alas a modo de advertencia, y las otras se alejaron. David tuvo la oportunidad de verle la cara mientras flotaba en el aire: parecía una mujer, pero tenía un rostro más largo y delgado, con una boca sin labios que dejaba los afilados dientes siempre al descubierto. En aquel momento hincó aquellos dientes en su presa y le arrancó un gran trozo de piel ensangrentada.
– La Camada -dijo el Leñador, que estaba a su lado-. Otro nuevo mal que se cierne sobre esta parte del reino.
– Arpías -comentó David.
– ¿Las habías visto antes? -preguntó el Leñador.
– No, la verdad es que no.
«Pero he leído sobre ellas, las he visto en mi libro de mitos griegos. Por algún motivo, no creo que pertenezcan a esta historia, pero aquí están…»
David no se sentía bien. Se apartó del borde del cañón, que era tan profundo que le daba vértigo.
– ¿Cómo cruzamos? -preguntó.
– Hay un puente a menos de un kilómetro de aquí, río abajo -contestó el Leñador-. Llegaremos antes de que caiga la noche.
Condujo a David por el cañón, manteniéndose cerca del bosque para no correr el peligro de perder pie y caer en aquel horrible abismo donde los esperaba la Camada. El niño podía oírlas batir las alas y, en más de una ocasión, le pareció ver a una de las criaturas ascender sobre el filo del cañón para mirarlos con odio.
– No tengas miedo -lo tranquilizó el Leñador-. Son unas criaturas cobardes. Si cayeras en su territorio, te cogerían en el aire y te harían pedazos, luchando entre ellas por el botín, pero no se atreverían a atacar en tierra firme.
David asintió, pero no se sentía mejor. Daba la impresión de que, en aquel lugar, el hambre era más fuerte que la cobardía, y las arpías de la Camada, tan delgadas y escuálidas como los lobos, parecían muy hambrientas.
Al cabo de un rato caminando entre el ruido de las alas de las arpías, vieron un par de puentes que cruzaban la garganta. Los puentes eran idénticos, fabricados con cuerdas y trozos irregulares de madera en la base; a David no le parecieron muy seguros.
El Leñador los contempló, perplejo.
– Dos puentes -dijo-. Antes sólo había uno.
– Bueno -repuso David, prosaico-, pues ahora hay dos. -No parecía tan terrible tener dos formas de cruzar. Quizá fuese un sitio muy transitado; al fin y al cabo, no había otra forma de cruzar el abismo, a no ser que pudieras volar y estuvieses preparado para enfrentarte a las arpías.
Oyeron el zumbido de unas moscas muy cerca, y siguió al Leñador hasta una pequeña hondonada no muy lejos del abismo. Encontraron los restos de una casita y algunos establos, pero estaba claro que los dueños habían abandonado la propiedad. En el exterior de uno de los establos había un caballo muerto al que le faltaba casi toda la carne. David observó cómo el Leñador miraba en los establos y en la casa en sí, para después volver con la cabeza gacha.
– El comerciante de caballos se ha ido -anunció-. Parece que huyó con los caballos supervivientes.
– ¿Los lobos? -preguntó David.
– No, fue otra cosa.
Volvieron al abismo. Una de las arpías flotaba cerca de ellos, observándolos, batiendo las alas a un ritmo rápido para no moverse del sitio. Se mantuvo en aquella posición demasiado tiempo, porque, de repente, su cuerpo sufrió un espasmo, y la punta plateada de un arpón con sierra, cuya cuerda lo anclaba a un punto más bajo de la pared del cañón, le atravesó el pecho. La arpía agarró el arpón, como si, de algún modo, pudiese desengancharse de él y escapar, pero entonces le fallaron las alas y cayó hacia el fondo, retorciéndose, hasta que la cuerda llegó a su tope y tiraron de ella, estrellándola contra la roca con un golpe sordo. Desde el borde del abismo, el Leñador y el niño observaron cómo se llevaban a la arpía muerta hacia un agujero de la pared; el cadáver no se caía, porque la sierra del arpón lo mantenía en su sitio. Finalmente, el cuerpo llegó a la entrada de una cueva, y lo metieron dentro.
– Puaj -dijo David.
– Trols -repuso el Leñador-. Eso explica lo del segundo puente.
Se acercó a las estructuras gemelas. Entre los dos puentes había un bloque de piedra en el que habían grabado toscamente unas palabras:
En uno yace la verdad,
en otro la verdad es mentira,
Un camino es la muerte,
otro camino es la vida.
Se hace una pregunta,
y el camino es la guía.
– Es un acertijo -dijo David.
– Pero ¿qué significa? -preguntó el Leñador.
La respuesta quedó clara enseguida. David nunca se había imaginado que llegaría a ver un trol de verdad, aunque siempre le habían fascinado. En su mente, existían como figuras oscuras que moraban bajo puentes y ponían a prueba a los viajeros con la esperanza de comérselos si fallaban. Las formas que trepaban por el borde del cañón con antorchas en las manos no eran lo que él esperaba. Eran más pequeñas que el Leñador, pero muy anchas, y su piel parecía la de un elefante, dura y arrugada.
En la espalda tenían unas placas de hueso que les recorrían la columna, como las de los lomos de algunos dinosaurios, pero sus rostros resultaban simiescos; unos simios muy feos, sí, y con problemas de acné, pero simios al fin y al cabo. En cada puente se colocó un sonriente trol. Tenían unos ojillos rojos que brillaban de forma siniestra en la oscuridad que, poco a poco, caía sobre ellos.
– Dos puentes y dos caminos -dijo David. Estaba pensando en voz alta, pero se detuvo antes de desvelarles nada a los dos trols y decidió pensar para sí hasta llegar a una conclusión. Los trols ya tenían todas las ventajas, así que no quería darles ninguna más.
No cabía duda de que el acertijo significaba que uno de los puentes no era seguro y que cogerlo significaba la muerte, ya fuese a manos de las arpías o de los mismos trols; o, si los dos grupos eran demasiado lentos, de una caída desde gran altura con un pésimo aterrizaje. Lo cierto era que a David los dos puentes le parecían bastante destartalados, pero debía suponer que el acertijo tenía algo de cierto, porque, si no, bueno, ¿para qué proponerlo?
«En uno yace la verdad, en otro la verdad es mentira.» David conocía aquel verso, se lo había encontrado antes, quizás en una historia. ¡Ah, lo tenía! Uno sólo podía decir mentiras y el otro sólo la verdad. Así que podías preguntarle a un trol qué puente escoger, pero él (o ella, el niño no estaba seguro del sexo de los trols) podía no estar diciéndote la verdad. Había una solución al problema, pero no la recordaba. ¿Qué era?
La luz desapareció del todo, y un gran aullido surgió del bosque; parecía estar muy cerca.
– Tenemos que cruzar -dijo el Leñador-. Los lobos han encontrado nuestro rastro.
– No podemos cruzar hasta escoger un puente -le explicó David-. No creo que estos trols nos dejen pasar a menos que lo hagamos, y, si los obligamos a dejarnos pasar y escogemos el que no es…
– No tendremos que preocuparnos más por los lobos -afirmó el Leñador, terminando la frase por él.
– Hay una solución -le aseguró David-. Sé que la hay, sólo tengo que recordar cómo era. -Oyeron ruido en el bosque: los lobos se acercaban cada vez más-. Una pregunta -murmuró David.
El Leñador levantó el hacha con la mano derecha y, con la izquierda, sacó el cuchillo. Estaba mirando hacia la línea de los árboles, listo para enfrentarse a lo que surgiera del bosque.
– ¡Lo tengo! -exclamó el niño-. Creo -añadió, en voz más baja.
Se acercó al trol de la izquierda, que era un poco más alto que el otro y olía un poquito mejor, lo que tampoco era decir mucho.
– Si le pidiese al otro trol que me señalase el puente correcto, ¿qué puente escogería? -le preguntó, tras respirar hondo.
Se hizo el silencio. El trol frunció el ceño, lo que hizo que algunas de las llagas de su cara supurasen de forma muy desagradable. David no sabía cuánto tiempo llevaba construido el puente, ni cuántos viajeros habían pasado por allí, pero le dio la impresión de que al trol nunca le habían hecho aquella pregunta. Finalmente, el trol dejó de intentar comprender la lógica de David y señaló a su izquierda.
– Es el de la derecha -le dijo David al Leñador.
– ¿Cómo puedes estar seguro?
– Porque si el trol al que le he preguntado es el mentiroso, el otro trol es el que dice la verdad. El que dice la verdad señalaría el puente correcto, pero el mentiroso mentiría al respecto, así que si el que dice la verdad hubiese señalado al de la derecha, el mentiroso mentiría y me diría que era el de la izquierda.
»Pero si el trol al que le he preguntado tiene que contarme la verdad, el otro es el mentiroso y señalaría al puente incorrecto. De cualquier modo, el de la izquierda es el falso.
A pesar de la cercanía de los lobos, la presencia de los aturdidos trols y los gritos de las arpías, David no pudo evitar sonreír de gusto. Había recordado el acertijo y había recordado la solución. Era como había dicho el Leñador: alguien intentaba crear una historia, y el niño era parte de ella, pero la historia en sí estaba compuesta de otros relatos. David había leído sobre trols y arpías, y muchos cuentos antiguos tenían leñadores. Incluso los animales que hablaban, como los lobos, aparecían por doquier.
– Vamos -le dijo David al Leñador. Se acercó al puente de la derecha, y el trol que había delante se apartó a un lado para dejarlo pasar. El niño puso un pie en la primera tabla y se sujetó a las cuerdas. Ahora que su vida dependía de aquella elección, se sentía un poco menos seguro de sí mismo, y ver a las arpías volando justo bajo sus pies lo ponía aún más nervioso. Sin embargo, había escogido, y no había vuelta atrás. Dio un segundo paso y luego otro, sin soltar la cuerda ni mirar abajo. Estaba avanzando a buen ritmo cuando se dio cuenta de que el Leñador no lo seguía. David se detuvo en el puente y miró atrás.
El bosque estaba lleno de ojos de lobo. El chico los veía brillar a la luz de las antorchas, moviéndose, saliendo de las sombras en dirección al Leñador, los más primitivos delante, y los otros, los loups, detrás, esperando a que sus hermanos inferiores dominasen al hombre armado antes de acercarse. Los trols habían desaparecido; sin duda se habían dado cuenta de que no tenía mucho sentido analizar acertijos con los animales salvajes.
– ¡No! -gritó David-. ¡Vamos! Puedes hacerlo.
Pero el Leñador no se movió.
– Vete ya, y deprisa -le gritó a David-. Los retendré todo lo que pueda. Cuando llegues al otro lado, corta las cuerdas. ¿Me oyes? ¡Corta las cuerdas!
– No -exclamó David, sacudiendo la cabeza, entre lágrimas-. Tienes que venir conmigo, te necesito.
Y entonces, todos a una, los lobos saltaron sobre el hombre.
– ¡Corre! -gritó mientras dejaba caer el hacha y lanzaba cuchilladas. David vio cómo una fuente de sangre surgía del primer lobo muerto, y después todos rodearon al Leñador, golpeando y mordiendo, algunos intentando abrirse paso para perseguir al chico. Tras echar un último vistazo, David corrió. Apenas había llegado a la mitad del puente, cuando la estructura empezó a moverse vertiginosamente con cada movimiento que hacía. El ruido de sus pasos despertaba ecos en la garganta. En un instante, a él se unió el sonido de patas sobre madera. David miró a su izquierda y vio que tres de sus perseguidores habían tomado el otro puente, con la esperanza de cortarle el paso por el otro lado, ya que no conseguían derribar al Leñador, que protegía el primer puente. Los animales ganaban terreno con rapidez. Uno de ellos, un loup que iba en retaguardia, llevaba puestos los restos de un vestido blanco y pendientes de oro en las orejas. Le caían gotas de saliva de las mandíbulas al correr y se las lamía con la lengua.
– Corre -decía, con una voz casi de niña-, para lo que te va a servir… -Dio un mordisco al aire-. Estarás igual de rico al otro lado.
A David le dolían los brazos de agarrarse a las cuerdas, y el balanceo del puente le mareaba. Los lobos ya estaban a su altura, no tenía ninguna posibilidad de llegar al final antes que ellos.
Entonces, uno de los tablones del puente falso se derrumbó, y el lobo que iba en cabeza se cayó por el agujero. David oyó el silbido de un arpón, que atravesó al lobo por la tripa y lo llevó hacia los trols de la pared del cañón.
El otro lobo se paró tan de repente que el loup hembra estuvo a punto de chocarse con él. Un gran agujero de al menos dos metros se había abierto en el lugar por el que había caído su hermano. Otros arpones surcaron el aire, puesto que los trols ya no querían seguir esperando a que sus presas cayesen. Los lobos habían entrado en el puente falso y, al hacerlo, se habían condenado. Otra hoja serrada dio en el blanco, y el segundo lobo salió volando a través del hueco entre las cuerdas, muriendo entre espasmos de dolor. Ya sólo quedaba el loup, que tensó el cuerpo y saltó por encima del agujero del puente, aterrizando sano y salvo al otro lado. Se resbaló durante un segundo, pero después se recuperó, se levantó sobre las patas traseras y, fuera del alcance de las armas de los trols, aulló su triunfo, justo cuando una sombra descendía sobre él.
La arpía era más grande que las otras que había visto David, más alta, más fuerte y más vieja que el resto. Golpeó al loup con tanta fuerza que la criatura cayó por encima de las cuerdas del puente, y sólo las garras de la arpía, que se clavaron con fuerza en la carne del animal, evitaron que cayera al abismo. La loba mujer agitó las patas y lanzó mordiscos al aire, intentando herir a la arpía, pero la lucha ya estaba perdida. David contempló horrorizado cómo una segunda arpía se unía a la primera, clavando las garras en el cuello del loup. Las dos monstruosas hembras tiraron cada una en una dirección, batiendo rápidamente las alas, y partieron al animal en dos.
El Leñador seguía intentando retener a la manada, pero luchaba en una batalla perdida. El chico lo vio lanzar cuchilladas, y cortar una y otra vez lo que parecía una pared móvil de piel y colmillos, hasta que, finalmente, cayó, y los lobos descendieron sobre él.
– ¡No! -exclamó David y, aunque la rabia y la tristeza lo embargaban, de algún modo encontró las fuerzas para seguir corriendo, incluso después de ver cómo dos loups saltaban sobre el cuerpo del Leñador para conducir a un par de lobos por el puente. Podía oír cómo sus patas hacían temblar los puntales, y cómo el peso de sus cuerpos hacía que el puente se balancease. David llegó al otro lado, sacó la espada y se enfrentó a los animales. Ya habían superado la mitad del puente y se acercaban a toda prisa. Las cuatro cuerdas que sujetaban el puente estaban fijadas a un par de gruesos postes clavados en piedra, a los pies de David. El niño cogió la espada y la dejó caer sobre la primera cuerda, cortándola hasta la mitad. Golpeó de nuevo, y la cuerda cayó, haciendo que el puente se torciese repentinamente hacia la derecha, enviando a los dos lobos al fondo del cañón. David oyó los gritos de júbilo de las arpías, y el batir de alas se hizo más fuerte.
Todavía quedaban dos loups en el puente, que habían logrado sujetarse con sus ágiles extremidades a la otra cuerda. De pie sobre sus patas traseras y manteniéndose en las cuerdas de la izquierda, siguieron avanzando hacia David. El niño dejó caer la espada sobre la segunda cuerda y oyó cómo los loups aullaban alarmados. El puente se estremeció, y los hilos de cuerda saltaron bajo la hoja. Colocó el borde de la espada en la soga, miró a los loups, levantó los brazos y la cortó con toda la fuerza que logró reunir. La cuerda se rompió; los loups ya no tenían nada a lo que agarrarse, y sólo les quedaban las tablas de madera bajo los pies. Cayeron al abismo aullando de miedo.
David miró hacia el otro lado del abismo, pero el Leñador ya no estaba; únicamente había un rastro de sangre en el suelo, ya que los lobos lo debían de haber arrastrado hasta el bosque. Allí sólo quedaba su líder, Leroi, que se puso a dos patas, con sus pantalones rojos y su camisa blanca, y observó a David sin ocultar su odio. Levantó la cabeza y aulló por los miembros perdidos de la manada, pero no se fue, sino que siguió contemplando a David, hasta que el chico dejó por fin el puente y desapareció tras una pequeña pendiente, llorando en silencio por el Leñador que le había salvado la vida.
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