Roland era reacio a detenerse para pasar la noche, porque estaba deseando continuar su búsqueda y le preocupaban los lobos que perseguían a David, pero Scylla se estaba cansando, y David estaba tan exhausto que apenas podía agarrarse a la cintura de Roland. Finalmente, llegaron a las ruinas de lo que parecía haber sido una iglesia, y allí Roland aceptó descansar durante unas cuantas horas. No permitió que encendieran un fuego, aunque hacía frío, pero le dio a David una manta para abrigarse y le dejó que bebiese un trago de una petaca plateada. El líquido que había dentro quemó la garganta del niño antes de darle calor. Entonces se tumbó y miró al cielo. La aguja de la iglesia se erguía sobre él, y sus ventanas estaban tan vacías como lo estaban los ojos de los muertos.
– La nueva religión -explicó Roland con desprecio-. El rey intentó que otros la siguieran cuando todavía le quedaba voluntad para lograrlo y poder para hacer cumplir su voluntad. Ahora que se resguarda en su castillo, sus capillas se han quedado vacías.
– ¿En qué crees tú? -le preguntó David.
– Creo en aquellos a los que amo y en los que confío. Todo lo demás son tonterías. Este dios está tan vacío como su iglesia. Sus seguidores le atribuyen toda su buena fortuna, pero, cuando hace caso omiso de sus ruegos o permite que sufran, dicen que es imposible comprender los designios divinos y se abandonan a su santa voluntad. ¿Qué clase de dios es ése?
Roland hablaba con tanta rabia y amargura que David supuso que alguna vez había creído en la «nueva religión», pero que después le había pasado algo malo y le había dado la espalda. El niño también se había sentido así algunas veces, sentado en la iglesia, durante las semanas y los meses posteriores a la muerte de su madre, cuando escuchaba al cura hablar de Dios y de lo mucho que Él amaba a su gente. Le costaba trabajo conciliar al Dios del cura con el dios que había dejado que su madre muriese lenta y dolorosamente.
– ¿Y a quién amas? -le preguntó a Roland, que fingió no oírlo.
– Cuéntame cosas sobre tu hogar -le pidió, en cambio-. Háblame de tu gente, háblame de cualquier cosa, salvo de falsos dioses.
Así que David le habló a Roland de su madre y de su padre, del jardín hundido, de Jonathan Tulvey y sus viejos libros, de cómo había oído la voz de su madre y la había seguido hasta aquella tierra extraña, y, por fin, de Rose y la llegada de Georgie. Mientras hablaba, no podía ocultar lo resentido que estaba con los dos. Era algo que le avergonzaba, que le hacía sentir más pequeño de lo que deseaba parecer delante del soldado.
– Es muy duro, sí -comentó Roland-. Te han quitado muchas cosas, pero quizá también te hayan dado muchas otras.
No dijo nada más por miedo a que el niño pensara que le estaba dando un sermón, así que se tumbó, apoyado en la silla de Scylla, y le contó una historia a David.
La primera historia de Roland
Érase una vez un viejo rey que prometió a su único hijo en matrimonio con una princesa de una tierra muy lejana. Se despidió de su hijo y le confió una copa de oro que llevaba muchas generaciones en la familia, diciéndole que aquella copa sería parte de su dote para la princesa y un símbolo del lazo entre ambas familias. Escogieron a un criado para que viajase con el príncipe y atendiese todas sus necesidades, y, de este modo, los dos hombres iniciaron la travesía hacia el reino de la princesa.
Después de viajar durante muchos días, el criado, que sentía celos del príncipe, le robó la copa mientras dormía y se vistió con las prendas más elegantes del heredero. Cuando el príncipe se despertó, el criado le obligó a jurar, bajo amenaza de muerte para él y sus seres más queridos, que no le diría a nadie lo que había pasado y que, a partir de aquel momento, el príncipe lo serviría en todo lo que necesitara. Fue así como el príncipe se convirtió en criado y el criado en príncipe, y de tal guisa llegaron al castillo de la princesa.
Cuando llegaron, recibieron al falso príncipe con gran ceremonia, mientras que el verdadero tuvo que ponerse a trabajar cuidando de los cerdos, ya que el falso le había dicho a la princesa que era un criado malo y desobediente del que no se podían fiar. Así que el padre de la muchacha envió al verdadero príncipe a cuidar de los puercos, y a dormir entre barro y paja, mientras que el impostor comía maravillosos manjares y descansaba en las mejores almohadas.
Pero el rey, que era un anciano sabio, oyó a los demás hablar bien del porquero, de lo elegantes que eran sus maneras y de lo amable que era con los animales de los que cuidaba y con los criados con los que coincidía, así que un día decidió ir a verlo para que le contase más sobre él. El verdadero príncipe, fiel a su juramento, le dijo al rey que no podía obedecer sus órdenes. Al oír aquello, el rey se enfureció, porque no estaba acostumbrado a que lo desobedecieran, y el verdadero príncipe se hincó de rodillas y explicó: «Hice el juramento de no contarle a nadie la verdad sobre mí, so pena de muerte. Así que le suplico que me perdone, majestad, porque no pretendo faltarle el respeto, pero un hombre debe ser fiel a su palabra, ya que sin ella no es mejor que los animales».
Tras meditarlo unos momentos, el rey le respondió al verdadero príncipe: «Veo que el secreto que guardas te perturba, así que quizá te sientas mejor si lo dices en voz alta. ¿Por qué no se lo cuentas a la chimenea apagada de los alojamientos de los criados para quitarte ese peso de encima?».
El verdadero príncipe hizo lo que le aconsejaba el rey, pero el monarca se escondió en las sombras detrás de la chimenea y oyó su historia. Aquella noche, el soberano dio un gran banquete, porque la princesa iba a casarse con el impostor al día siguiente, e invitó al verdadero príncipe para que se sentase a un lado del trono con una máscara, mientras que el falso príncipe se sentaba al otro lado. Entonces le dijo al falso príncipe: «Me gustaría poner a prueba tu sabiduría, si no te parece mal». El falso príncipe accedió de inmediato, y el rey le contó la historia de un impostor que robó la identidad de otro hombre, y, gracias a ello, reclamó toda la riqueza y los privilegios que le correspondían al otro. Sin embargo, el falso príncipe era tan arrogante y estaba tan seguro de su posición que no se reconoció en el cuento.
– ¿Qué harías tú con un hombre así? -le preguntó el rey.
– Lo desnudaría y lo metería dentro de un barril con la pared interior llena de clavos -respondió el falso príncipe-. Después ataría el barril a cuatro caballos y los dejaría arrastrarlo por las calles hasta que el hombre de dentro acabase hecho pedazos.
– Pues ése será tu castigo -proclamó el rey-, porque ése es tu crimen.
Y así, el verdadero príncipe recuperó su posición y se casó con la princesa, y vivieron felices para siempre, mientras que el falso príncipe acabó destrozado dentro de un barril lleno de clavos, y nadie lloró por él, ni pronunció su nombre una vez hubo desaparecido.
Cuando Roland terminó de contar la historia, miró a David.
– ¿Qué opinas del cuento? -le preguntó.
– Creo que una vez leí una historia parecida -respondió David, con el ceño fruncido-, pero la mía era sobre una princesa, no un príncipe, aunque el final era el mismo.
– ¿Y te gustó el final?
– Cuando era pequeño, sí, porque creía que el falso príncipe se lo merecía. Me gustaba cuando condenaban a muerte a los malos.
– ¿Y ahora?
– Me parece cruel.
– Pero él le habría hecho lo mismo a otro, de haber estado en sus manos.
– Supongo que sí, pero eso no hace que el castigo esté bien.
– Así que le habrías mostrado piedad, ¿no?
– Si yo hubiese sido el verdadero príncipe, sí, creo que si
– Pero ¿lo habrías perdonado?
– No -respondió David, tras pensárselo un momento-. Hizo algo malo, así que se merecía un castigo. Lo habría puesto a cuidar de los cerdos y a vivir como el verdadero príncipe se había visto obligado a vivir, y, si alguna vez le hubiera hecho daño a los animales o a otra persona, le habría hecho lo mismo a él.
– Me parece un castigo adecuado y compasivo -respondió Roland, asintiendo con la cabeza-. Ahora, duérmete. Tenemos a los lobos en los talones, así que debes descansar mientras puedas.
David hizo lo que Roland le pedía: colocó la cabeza sobre la bolsa, cerró los ojos y se durmió al instante.
No soñó, y se despertó sólo una vez antes de que llegase el falso amanecer que marcaba el inicio del día. Abrió los ojos y le pareció oír a Roland hablando en voz baja con alguien. Cuando miró hacia el soldado, vio que estaba contemplando un pequeño medallón, dentro del cual guardaba el retrato de un hombre más joven que Roland y muy guapo. El soldado estaba susurrándole a la imagen, y, aunque David no podía entender todo lo que le decía, el hombre repitió claramente la palabra «amor» más de una vez.
Avergonzado, David se tapó la cabeza con la manta para no oír las palabras, hasta que logró dormirse de nuevo.
Roland ya estaba levantado y en movimiento cuando David volvió a despertarse. El niño compartió parte de su comida con el soldado, aunque le quedaba muy poco; después se lavó en un arroyo y estuvo a punto de empezar con su rutina de apuntar cosas, pero se detuvo en seco al recordar el consejo del Leñador y, en vez de contar, se puso a limpiar la espada y a afilar su hoja en una roca. Comprobó que su cinturón seguía resistiendo, que el lazo que sujetaba la funda de la espada estaba intacto, y le pidió a Roland que le enseñase a ensillar a Scylla, y a apretarle las riendas y la brida. El soldado lo hizo, y también le enseñó cómo examinar las patas y los cascos del animal para saber si sufría alguna herida o algún malestar.
David deseaba preguntarle al soldado por el retrato del medallón, pero no quería que Roland pensara que lo había estado espiando por la noche, así que le hizo la otra pregunta que le había estado rondando la cabeza desde que se habían conocido. Al hacerlo, obtuvo también respuesta al misterio del hombre del medallón.
– Roland -le preguntó el niño, mientras el soldado colocaba de nuevo la silla en el lomo de Scylla-, ¿cuál es tu misión?
Roland rodeó la barriga del caballo con las correas.
– Tenía un amigo que se llamaba Raphael -dijo, sin mirar a David-. Raphael quería demostrar su valía delante de los que dudaban de su coraje y hablaban mal de él a sus espaldas. Oyó la historia de una mujer condenada por una hechicera a dormir para siempre en una cámara llena de tesoros, y juró que la liberaría de su encantamiento. Salió de mi tierra para encontrarla, pero nunca regresó. Para mí era más que un hermano, y juré que descubriría lo que le había pasado y que vengaría su muerte, si tal había sido su destino. Dicen que el castillo en el que duerme la dama se mueve con los ciclos de la luna, y ahora descansa en un lugar a no más de dos días a caballo de aquí. Cuando descubramos la verdad que se esconde detrás de sus muros, te llevaré a ver al rey.
David subió a lomos de Scylla, y Roland condujo a la yegua por las riendas de vuelta al camino, examinando el suelo en busca de agujeros que pudieran lastimar a su montura. David se estaba acostumbrando a la yegua y al ritmo de sus movimientos, aunque todavía le dolía el trasero del largo viaje del día anterior. Se agarró al pomo de la silla, y abandonaron las ruinas de la iglesia cuando la primera luz tenue de la mañana empezó a arañar el cielo.
Pero no se fueron sin ser vistos ya que, en unas zarzas más allá de las ruinas, un par de ojos oscuros los observaban. El pelaje del lobo era muy oscuro, y su cara tenía más de hombre que de animal: era el fruto de la unión entre un loup y una loba, pero se parecía más a su madre en aspecto e instinto. También era el más grande y feroz de los suyos, una especie de mutante, grande como un poni, con mandíbulas capaces de abarcar el pecho de un hombre. La manada había enviado al explorador en busca del rastro del chico, y el explorador había descubierto su olor en el camino y lo había seguido hasta una casa en las profundidades del bosque. Allí había estado a punto de morir, porque los enanos habían colocado trampas alrededor de su casita: pozos profundos con palos afilados en el fondo, ocultos con palos y hierba. Sólo sus reflejos habían salvado al lobo de una muerte segura, así que había decidido ser más cuidadoso en sus acercamientos posteriores. Había encontrado el olor del niño mezclado con el de los enanos, después lo había seguido hasta regresar al camino y lo había perdido durante un tiempo hasta llegar a un pequeño arroyo, donde el fuerte olor de un caballo reemplazó al rastro del chico. Aquello le dijo al lobo que el niño ya no iba a pie y que, probablemente, no estuviese solo. Marcó el lugar con su orina, como había hecho durante toda la caza, de modo que la manada pudiera seguirlo con más facilidad.
El explorador sabía algo que Roland y David no podían saber: la manada había dejado de avanzar poco después de cruzar el abismo, porque estaban llegando más lobos para unirse a la marcha hacia el castillo del rey. Leroi le había confiado al explorador la tarea de encontrar al niño. Si era posible, debía llevarlo vivo hasta la manada para que Leroi se encargase de él. Si no, tenía que matarlo y regresar con una prueba (la cabeza del chico) que demostrase que había cumplido la misión. El explorador ya había decidido que bastaba con la cabeza y que se comería el resto del chico, porque hacía mucho tiempo que no comía carne humana fresca.
El híbrido de lobo había detectado el rastro del niño en el campo de batalla, junto con el hedor de otra cosa desconocida que hacía que le picase la delicada nariz y le lloriqueasen los ojos. El hambriento explorador se había alimentado de los huesos de uno de los soldados, chupando la médula del interior, y su tripa no había estado tan llena desde hacía muchos meses. Con energías renovadas, siguió de nuevo el olor del caballo, y llegó a las ruinas justo a tiempo de ver marcharse al chico y al jinete.
Con sus enormes patas traseras, el explorador podía dar largos saltos en el aire, y su cuerpo era tan grande que había logrado derribar a más de un jinete de la silla de su caballo, para después desgarrarle el cuello con sus dientes largos y afilados. Coger al chico le resultaría fácil, y, si calculaba bien el salto, lo tendría entre sus dientes y lo destrozaría antes de que el jinete se diese cuenta de nada. Entonces saldría corriendo, y, si el jinete decidía seguirlo, bueno, lo llevaría directamente a la hambrienta manada.
El jinete conducía su montura a ritmo lento, sorteando con cuidado las ramas bajas y los gruesos zarzales. El lobo se situó detrás de ellos, esperando su oportunidad. Delante del jinete apareció un árbol caído, y el lobo supuso que el caballo se pararía un momento para intentar encontrar la mejor forma de superar el obstáculo. Cuando el caballo se parase, el lobo aprovecharía para coger al chico. El animal avanzó en silencio, adelantó al caballo en busca de la mejor posición para atacar, llegó al árbol y, en los arbustos que había a su derecha encontró una roca elevada que resultaba perfecta para sus propósitos. Se le hizo la boca agua, porque ya podía saborear la sangre del niño en su boca. El caballo apareció, y el explorador se tensó, listo para saltar.
Entonces, el lobo oyó un sonido detrás de él: un débil roce de metal contra piedra. El animal se volvió para enfrentarse a la amenaza, pero no lo bastante deprisa, porque sólo pudo ver el reflejo de una espada antes de sentir un profundo ardor en el cuello, tan profundo que ni siquiera pudo gemir de dolor o sorpresa. Empezó a ahogarse en su propia sangre, las piernas le cedieron y cayó sobre la roca, con los ojos brillantes de pánico, porque se moría. El fulgor de su mirada empezó a desvanecerse, y el cuerpo del explorador sufrió un espasmo, se retorció y, finalmente, se quedó quieto.
En la oscuridad de sus pupilas se reflejó la cara del Hombre Torcido. Con la hoja de su espada, el hombre cortó la nariz del lobo y la metió en una bolsita de cuero que llevaba en el cinturón; era otro trofeo más para su colección, y su ausencia daría a Leroi y su manada algo en que pensar cuando encontrasen los restos de su hermano. Sabrían con quien trataban, oh, sí, porque nadie mutilaba así a sus presas. El chico era suyo y nada más que suyo, ningún lobo se alimentaría de sus huesos.
Así que el Hombre Torcido observó cómo pasaban David y Roland. Scylla se detuvo un segundo delante del árbol caído, como había supuesto el explorador, lo sorteó de un solo salto y siguió por el camino con su carga. Después, el Hombre Torcido se metió entre las zarzas y las espinas y desapareció.
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