XXXI. Sobre la batalla y el destino de los futuros reyes


El rey estaba hundido en su trono, con la barbilla sobre el pecho. Parecía dormido, pero, al acercarse, David vio que el anciano tenía los ojos abiertos e inexpresivos, mirando al suelo. El libro de las cosas perdidas estaba sobre su regazo, y el monarca apoyaba una de sus manos en la cubierta. Cuatro guardias lo rodeaban, uno en cada esquina de la tarima, y había más en las puertas y la galería. Cuando el capitán se acercó con David, el rey levantó la vista, y su expresión hizo que a David se le formase un nudo en el estómago: era el rostro de un hombre al que le habían dicho que sólo podría evitar al verdugo convenciendo a otro de que ocupase su lugar, y el rey había encontrado a esa persona en David. El capitán se detuvo delante del trono, hizo una reverencia y los dejó. El monarca ordenó a los guardias que se alejasen, porque no quería que oyesen su conversación, y después intentó recomponer sus facciones para fingir amabilidad, aunque los ojos lo traicionaban: dejaban patente su desesperación, hostilidad y astucia.

– Esperaba hablar contigo en mejores circunstancias -empezó-. Estamos rodeados, pero no hay nada que temer, porque no son más que animales, y siempre los superaremos. -Le hizo un gesto con el dedo para que se acercase-. Ven aquí, chico.

David subió los escalones, y, al llegar arriba, su cara estuvo al mismo nivel que la del rey. El anciano pasó los dedos por los brazos del trono, deteniéndose de vez en cuando a examinar un detalle especialmente delicado de su ornamentación, a acariciar ligeramente un rubí o una esmeralda.

– Es un trono maravilloso, ¿no es así? -le preguntó a David.

– Es muy bonito -respondió el niño, y el monarca le lanzó una mirada penetrante, como si sospechara que el chico se burlaba de él. La cara de David no revelaba nada, y el rey decidió dejar pasar su respuesta sin reprenderlo.

– Desde el principio de los tiempos, los reyes y reinas del lugar se han sentado en este trono y han gobernado sus tierras desde él. ¿Sabes qué tenían en común? Yo te lo diré: todos venían de tu mundo, no de éste. Tu mundo, mi mundo. Cuando un soberano muere, otro cruza la frontera entre los mundos y asume el trono. Así funcionan aquí las cosas, y es un gran honor ser el elegido. Ese honor es ahora tuyo. -David no contestó, así que el rey siguió hablando-. Sé que ya has conocido al Hombre Torcido. No dejes que su apariencia te engañe, porque sus intenciones son nobles, aunque tenga cierta tendencia a… manipular la verdad. Te ha estado protegiendo durante tu viaje, y su intervención te ha salvado de la muerte más de una vez. Al principio, sé que te ofreció devolverte a casa, pero era mentira: no tiene intención ni poder para hacerlo hasta que reclames el trono. Cuando hayas ocupado el lugar que te corresponde, podrás ordenarle que haga lo que tú quieras. Si rechazas el trono, te matará y buscará a otro. Siempre ha sido así.

»Debes aceptar lo que se te ofrece. Si no te gusta, o si descubres que gobernar no es una de tus habilidades, puedes ordenarle al Hombre Torcido que te lleve a tu casa, y el trato concluirá. Al fin y al cabo, serás el rey, mientras que él seguirá siendo un súbdito. Sólo te pide que venga tu hermano contigo, para que puedas tener algo de compañía en este nuevo mundo cuando empiece tu reinado. Con el tiempo, puede que incluso te traiga a tu padre, si quieres, e imagina lo orgulloso que se sentirá al ver a su primogénito sentado en un trono, ¡el rey de un gran reino! Bien, ¿qué te parece?

Cuando el rey terminó de hablar, David había dejado de sentir lástima por él, porque todo lo que le había contado era mentira. El rey no sabía que David había visto El libro de las cosas perdidas, que había entrado en la guarida del Hombre Torcido y que había conocido a Anna. David sabía de corazones devorados en la oscuridad y de unos tarros que guardaban la esencia de los niños para que el Hombre Torcido siguiera viviendo. El soberano, aplastado por la culpa y la pena, quería que lo liberasen del trato con el Hombre Torcido y diría cualquier cosa para que David ocupase su lugar.

– ¿Es eso El libro de las cosas perdidas? -preguntó el niño-. Dicen que contiene todo tipo de conocimientos, quizás incluso magia. ¿Es cierto?

– Oh, muy cierto -respondió el anciano, con los ojos relucientes-. Te lo daré cuando abdique y la corona sea tuya. Será mi regalo de coronación. Con él podrás ordenarle al Hombre Torcido que haga lo que desees, y él tendrá que obedecer. Cuando seas rey, ya no lo necesitaré.

El rey pareció arrepentirse durante un momento; pasó de nuevo los dedos por la cubierta del libro, alisando los hilos sueltos, explorando los lugares donde el lomo había empezado a separarse del resto. Era como un ser vivo para él, como si a él también le hubiesen arrancado el corazón al llegar a aquella tierra, y el órgano hubiese adoptado la forma de un libro.

– ¿Y qué os pasará cuando yo sea rey? -preguntó David.

– Oh -contestó el rey, apartando la vista-, me iré de aquí y encontraré un lugar tranquilo donde disfrutar de mi retiro. Puede que regrese a nuestro mundo para ver qué ha cambiado desde que me fui. -Pero sus palabras sonaban a hueco, y la voz se le rompía bajo el peso de la culpa y las mentiras.

– Sé quién eres -afirmó David en voz baja.

– ¿Qué has dicho? -preguntó el rey, inclinándose hacia delante.

– Sé quién eres -repitió David-. Eres Jonathan Tulvey, y el nombre de tu hermana adoptiva era Anna. Tuviste celos de ella cuando la llevaron a tu casa, y esos celos no desaparecieron. El Hombre Torcido te visitó y te enseñó cómo sería tu vida sin ella, así que la traicionaste. La engañaste para que te siguiera a través del jardín hundido y llegase a este lugar, donde el Hombre Torcido la mató, se comió su corazón y metió su espíritu en un tarro de cristal. El libro que tienes en el regazo no es mágico, y los únicos secretos que guarda son los tuyos. Eres un anciano malvado y triste, y puedes quedarte con tu trono y tu reino, porque yo no lo quiero. No quiero nada de esto.

– Entonces, morirás -exclamó el Hombre Torcido, saliendo de entre las sombras. Parecía mucho mayor que la última vez que David lo había visto, y su piel estaba desgarrada y con aspecto enfermizo. Tenía heridas y ampollas en la cara y las manos, y apestaba a podredumbre-. Veo que has estado ocupado -siguió diciendo-. Has estado metiendo las narices donde no debías y te has llevado algo que me pertenece. ¿Dónde está?

– La niña no te pertenece -respondió David-. No le pertenece a nadie. -David desenvainó la espada, que se agitó un poco en el aire, porque le temblaban las manos, pero no mucho. El Hombre Torcido se rió de él.

– Da igual -le aseguró-, ya no me sirve de nada. Ten cuidado, no vaya a ser que diga lo mismo de ti. La muerte viene en tu busca, y ninguna espada podrá rechazarla. Te crees valiente, pero veamos lo valiente que eres cuando notes el aliento y la saliva de los lobos en la cara, cuando estén a punto de desgarrarte la garganta. Entonces llorarás, gemirás y me llamarás, y quizá responda. Quizá…

»Dime el nombre de tu hermano, y yo te libraré del dolor. Te prometo que no sufrirá daño alguno. Esta tierra necesita un rey; si aceptas subir al trono, dejaré que tu hermano viva cuando lo traiga. Encontraré a otro para ocupar su lugar, porque todavía queda arena en mi reloj. Los dos viviréis aquí juntos, y tú gobernarás con justicia y te olvidarás de todo esto. Te doy mi palabra. Sólo tienes que decirme su nombre.

Los guardias observaban a David con las armas desenvainadas, listos para derribarlo si intentaba hacerle daño al rey. Pero el rey levantó la mano para hacerles saber que todo iba bien, y los hombres se relajaron un poco mientras observaban el desarrollo de los acontecimientos.

– Si no me dices su nombre, volveré a tu mundo y mataré al bebé en su cuna -lo amenazó el Hombre Torcido-. Aunque sea lo último que haga, dejaré su sangre sobre la almohada y las sábanas. Tu elección es sencilla: podéis reinar los dos juntos o morir por separado. No hay más alternativas.

– No -respondió David, sacudiendo la cabeza-. No te lo permitiré.

– ¿Que no me lo vas a permitir? ¿Tú? -La cara del Hombre Torcido se desfiguró para escupir la palabra. Los labios se le rajaron, y un hilillo de sangre le cayó de la herida, porque no le quedaba más dentro-. Escúchame -dijo-, deja que te diga la verdad sobre el mundo al que tan desesperado estas por regresar: es un lugar de dolor, sufrimiento y pena. Cuando te fuiste, estaban atacando varias ciudades; las mujeres y los niños volaban en pedazos o se abrasaban vivos con las bombas que tiraban otros hombres que también tenían mujeres y niños; sacaban a la gente a rastras de sus casas y los mataban en la calle. Tu mundo se hace pedazos, y lo más divertido es que las cosas no estaban mucho mejor antes de que empezase la guerra. La guerra sólo le da a la gente una excusa para dejarse llevar, para poder asesinar impunemente. Ha habido otras guerras antes, y habrá guerras después, y, entre una y otra, las personas lucharán entre ellas, se harán daño, se mutilarán y engañarán, porque es lo que siempre han hecho.

«Además, aunque te libres de la guerra y de una muerte violenta, niño, ¿qué crees que te reserva la vida? Ya has visto lo que es capaz de hacer: se llevó a tu madre, le robó la salud y la belleza, y la tiró a la basura como si fuese la cáscara podrida y marchita de una fruta. Te quitará a más gente, te lo aseguro; aquellos que más quieras, ya sean amantes o hijos, caerán, y tu amor no podrá salvarlos. Te fallará la salud; te volverás viejo y enfermo; te dolerán las extremidades, se te nublará la vista, y la piel se te arrugará; notarás dolores que ningún médico podrá curar; las enfermedades encontrarán un hueco cálido y húmedo dentro de ti, y allí medrarán, extendiéndose por tu cuerpo, corrompiéndolo célula a célula hasta que les supliques a los doctores que te dejen morir, que pongan fin a tu miseria, pero no lo harán. Así que seguirás viviendo, sin nadie que te coja de la mano o te acaricie la frente, hasta que llegue la Muerte para llevarte con ella a la oscuridad. La vida que dejas atrás no es vida. Aquí podrás ser rey, te permitiré envejecer con dignidad y sin dolor, y, cuando debas morir, te haré dormir tranquilamente y despertarás en el paraíso que elijas, porque cada hombre tiene su Cielo. A cambio, sólo te pido que me des el nombre del niño que vive en tu casa, para que tengas compañía en este lugar. ¡Dime el nombre! Dímelo antes de que sea demasiado tarde.

Mientras hablaba, el tapiz que se encontraba detrás del rey se movió, se hinchó, y una forma gris apareció en la sala, saltando sobre el pecho del guardia más cercano. La cabeza del lobo bajó y se giró, y el guardia acabó con el cuello destrozado. El animal dejó escapar un gran aullido, aunque las flechas de los hombres de la galería cayeron sobre él y le atravesaron el corazón. Otros lobos salieron del túnel, tantos que el antiguo tapiz cayó de la pared, roto, en una nube de polvo. Los grises, los más leales y feroces de las tropas de Leroi, estaban invadiendo la sala del trono. Se oyó un cuerno, y aparecieron guardias por todas las entradas. Se inició una feroz batalla en la que los guardias cortaban y arponeaban a los lobos, y éstos mordían y gruñían, buscando cualquier abertura que hubiese para matar a los hombres. Atacaban piernas, estómagos y brazos, rajando barrigas y desgarrando cuellos. Pronto el suelo estuvo inundado de sangre, canales rojos que fluían entre los bordes de las piedras. Los guardias habían formado un semicírculo alrededor del umbral abierto, pero el gran número de lobos los hacía retroceder.

El Hombre Torcido señaló la rebosante masa de hombres y animales en lucha.

– ¡Mira! -le gritó a David-. Tu espada no te salvará, sólo yo puedo hacerlo. Dime su nombre, y yo te sacaré de aquí en un instante. ¡Habla y podrás salvarte!

Los lobos blancos y negros se habían unido a los grises, y la manada empezaba a abrirse paso alrededor de los guardias, entrando en habitaciones y pasillos, matando a cualquiera que se interpusiese en su camino. El rey saltó del trono y observó con horror que la pared de guardias se veía obligada a retroceder hacia él.

El capitán de la guardia apareció a su derecha.

– Vamos, Majestad -dijo-, tenemos que poneros a salvo.

Pero el rey lo empujó a un lado y miró con odio al Hombre Torcido.

– Nos has traicionado -lo acusó-, nos has traicionado a todos.

– El nombre -insistió la criatura, sin hacer caso del monarca, atento sólo a David-. ¡Dime su nombre!

Detrás de él, los lobos rompieron la barrera humana, y, entre ellos, había recién llegados que caminaban sobre dos patas y llevaban uniformes de soldados. Los loups atacaron a los guardias con las espadas y lograron llegar a las puertas que salían de la habitación del trono. Dos de ellos desaparecieron por un corredor, seguidos de seis lobos, de camino a las puertas del castillo.

Entonces salió Leroi, contempló la carnicería que se desarrollaba ante él, vio el trono, su trono, y logró encontrar en su interior un último aullido lupino para celebrar su triunfo. El rey tembló al oírlo, mientras los ojos de Leroi encontraban a los del monarca y el loup se acercaba a él para matarlo. El capitán de los guardias todavía intentaba proteger al rey, manteniendo a raya con la espada a dos lobos grises, pero estaba claro que se cansaba.

– ¡Marchaos, Majestad! -gritó-. ¡Marchaos ahora!

Pero las palabras se le quedaron ahogadas en la garganta cuando una flecha, disparada por uno de los loups de Leroi, le atravesó el pecho. El capitán se desplomó, y los lobos cayeron sobre él. El rey metió la mano bajo los pliegues de su túnica, sacó un recargado puñal de oro y avanzó hacia el Hombre Torcido.

– Criatura miserable -gritó-. Después de todo lo que hice, después de todo lo que me obligaste a hacer, al final me traicionas.

– No te obligué a nada, Jonathan -contestó el Hombre Torcido-. Lo hiciste porque querías; el mal estaba dentro de ti, y lo dejaste salir. Los hombres siempre lo hacen.

El Hombre Torcido atacó al rey con su espada, y el anciano se tambaleó hasta casi caer. Veloz como un rayo, el ser se volvió para coger a David, pero el chico se apartó y, de un mandoble, abrió un corte en el pecho del Hombre Torcido; aunque la herida apestaba, no sangró.

– ¡Vas a morir! -chilló el Hombre Torcido-. ¡Dime su nombre y vivirás!

Avanzó hacia David, sin hacer caso de la herida, y el niño intentó apuñalarlo de nuevo, pero el ser esquivó el golpe y clavó las uñas con fuerza en el brazo de David. El chico tuvo la sensación de haber sido envenenado, porque un dolor intenso le subió por el brazo, corriéndole por las venas y helándole la sangre hasta llegarle a la mano y entumecérsela, haciéndole soltar la espada. Estaba contra una pared, rodeado de hombres luchando contra lobos. Por encima del hombro de su enemigo pudo ver que Leroi se acercaba al rey; éste intentó apuñalarlo con su daga, pero Leroi se la quitó de un zarpazo, y la daga salió volando.

– ¡El nombre! -gritó el Hombre Torcido-. ¡Dime el nombre si no quieres que te entregue a los lobos!

Leroi cogió al rey como si fuese un muñeco, le puso la mano bajo la barbilla y le echó la cabeza atrás, dejando el cuello al descubierto. El loup se detuvo para mirar a David.

– Tú eres el siguiente -dijo, regodeándose; después abrió la boca todo lo que pudo, dejando al descubierto unos afilados dientes blancos, y mordió el cuello del rey, sacudiéndolo de un lado a otro mientras lo mataba. El Hombre Torcido abrió los ojos, horrorizado, al ver que la vida del rey se consumía, y un gran trozo de piel de su cara se peló como si se tratase de papel viejo, revelando la carne gris y podrida que se escondía debajo.

– ¡No! -gritó, y cogió a David por el cuello-. El nombre, debes decirme el nombre, o los dos estaremos perdidos.

David estaba muy asustado, sabía que estaba a punto de morir.

– Se llama… -empezó a decir.

– ¡Sí! -exclamó el Hombre Torcido, mientras el último aliento del rey le burbujeaba en la garganta, y Leroi apartaba su cuerpo moribundo, se limpiaba la sangre de la boca y avanzaba hacia David.

– Se llama…

– ¡Dímelo! -chilló el Hombre Torcido.

– Se llama hermano -concluyó David.

– No -gimió el Hombre Torcido, dejándose caer en el suelo, desesperado-. No puede ser.

En las entrañas del castillo, los últimos granos de arena cayeron por el cuello del reloj, y, más arriba, en un balcón, el fantasma de una niña brilló con intensidad durante un segundo, para después desvanecerse por completo. De haber estado allí alguien para verlo, la habría oído emitir un pequeño suspiro lleno de paz y felicidad, porque así acababa su tormento.

– ¡No! -aulló el Hombre Torcido, mientras la piel se le agrietaba y todo el gas maloliente empezaba a salirle de dentro. Todo estaba perdido, perdido. Después de un tiempo inconmensurable, después de incontables historias, su vida se acababa, y estaba tan furioso que se clavó las uñas en el cráneo y empezó a hacerlo pedazos, arrancando piel y carne. Le apareció un corte profundo en la frente, y el corte se extendió rápidamente por el puente de la nariz, mientras él seguía tirando hasta partirse la boca en dos. Ya tenía una mitad de la cabeza en cada mano, con los ojos dándole vueltas como locos, pero siguió tirando, y la gran herida continuó avanzando a través de la garganta, el pecho y la barriga, hasta que le llegó a los muslos, momento en que su cuerpo quedó separado por fin en dos.

De las dos mitades del Hombre Torcido salieron todas las cosas desagradables que hayan existido: bichos, escarabajos, ciempiés, arañas y pálidos gusanos blancos; todos corrieron por el suelo hasta que, cuando el último grano de arena cayó por el cuello del reloj y el Hombre Torcido murió, ellos también quedaron inmóviles.

Leroi, sonriente, contemplaba aquella porquería. David empezó a cerrar los ojos, preparado para morir, cuando el loup, de repente, se estremeció. Abrió la boca para hablar, y la mandíbula se le cayó de golpe, aterrizando en las piedras del suelo. La piel se le desmenuzó en escamas, como si fuese yeso viejo, y, aunque intentó moverse, las patas ya no lo soportaban y se le partieron a la altura de las rodillas. Así que Leroi cayó al suelo, y unas grietas empezaron a aparecerle en la cara y en el dorso de las manos. Intentó arañar las piedras, pero los dedos se le hicieron añicos, como si se tratase de cristal. Sólo los ojos permanecieron idénticos, pero en ellos sólo se veía dolor y perplejidad.

David lo vio morir, y sólo él comprendió lo que pasaba.

– Eras la pesadilla del rey, no la mía -dijo-. Matarlo ha sido un suicidio.

Los ojos de Leroi parpadearon, sin comprender nada, y después dejaron de moverse. Se convirtió en la estatua rota de una bestia, sin el miedo de otro para darle vida. Unas fisuras diminutas lo cubrieron por completo, y el loup se deshizo en mil pedacitos y desapareció para siempre.

Los otros loups que había por la sala del trono también se deshacían en polvo, y los lobos normales, ya sin líderes, empezaron a retirarse por el túnel, mientras otros guardias entraban en la sala con los escudos en alto, formando una pared de acero por la que asomaban las puntas de las lanzas, como si fuese un erizo. No hicieron caso de David, que recogió la espada y corrió por los pasillos del castillo, pasando junto a sirvientes asustados y cortesanos perplejos, hasta que se encontró en el exterior. Subió a la almena más alta y contempló el paisaje que se extendía ante él: el caos reinaba en el ejército de los lobos. Los aliados se volvían unos contra otros, luchando y mordiéndose, y los más veloces pisoteaban a los lentos en su prisa por huir y regresar a sus antiguos territorios. Ya se veían grandes columnas de lobos alejándose por las colinas. Lo único que quedaba de los loups eran las columnas de polvo que creaban fugaces remolinos antes de perderse a los cuatro vientos.

David notó que alguien le tocaba el hombro, y, al volverse, se encontró con una cara familiar. Era el Leñador. Tenía sangre en la ropa y en la piel, y las gotas de sangre que le caían del hacha formaban un charco oscuro en el suelo.

El niño no podía hablar; dejó caer la espada y la bolsa, y abrazó con fuerza al Leñador, que le puso una mano en la cabeza y le acarició el pelo con cariño.

– Creía que estabas muerto -suspiró David-, vi cómo los lobos te llevaban a rastras.

– Ningún lobo podría quitarme la vida -respondió el hombre-. Conseguí abrirme paso hasta la casita del criador de caballos, atranqué la puerta, y las heridas me dejaron inconsciente. Tardé muchos días en recuperarme lo suficiente para seguir tu rastro, y no logré atravesar las filas de los lobos hasta ahora. Pero debemos marcharnos de aquí de inmediato, porque esto no permanecerá en pie mucho tiempo.

David notó cómo las almenas temblaban bajo sus pies y vio que se abría un agujero en un muro. Otras grietas aparecieron en los edificios principales, y los ladrillos y la argamasa empezaron a caer sobre el suelo de adoquines. El laberinto de túneles que recorría la parte de abajo del castillo se estaba derrumbando, y el mundo de reyes y hombres torcidos se hacía añicos.

El Leñador condujo a David hasta el patio, donde les esperaba un caballo. El hombre le dijo que subiera al animal, pero David prefirió recoger a Scylla de la cuadra. La yegua, asustada por los sonidos de la batalla y el aullido de los lobos, relinchó de alivio al ver al chico. David le dio unas palmaditas en la frente y le susurró palabras amables, después se subió a lomos de la montura y siguió al Leñador hacia el exterior del castillo. Unos guardias a caballo hostigaban a los lobos en retirada, obligándolos a alejarse cada vez más de los muros, mientras un flujo continuo de gente salía por las puertas principales, sirvientes y cortesanos cargados de toda la comida y todas las riquezas que habían podido reunir, abandonando el castillo antes de que se convirtiese en ruinas. David y el Leñador tomaron una ruta que los alejó de la confusión, y sólo se detuvieron cuando estuvieron a una distancia segura de lobos y hombres; entonces observaron desde lo alto de una colina que daba al castillo. Desde allí vieron cómo la estructura se derrumbaba hasta quedar convertida en un gran agujero en el suelo, marcado por madera, ladrillos, y una nube de polvo sucio y asfixiante. Después se volvieron y cabalgaron juntos durante muchos días, hasta llegar por fin al bosque por el que David había entrado a aquel mundo. Ya sólo quedaba un árbol señalado con una cuerda roja, puesto que toda la magia del Hombre Torcido se había deshecho con su muerte.

El Leñador y David desmontaron delante del árbol.

– Ha llegado el momento -dijo el Leñador-. Ahora debes irte a casa.


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