«-Ah -dijo el enano, al parecer satisfecho por la respuesta, y siguió caminando-. Todos han oído hablar de ella: "Oh, Blancanieves, la que vive con los enanitos y los está dejando sin hogar de tanto comer. Ni siquiera supieron matarla en condiciones". Oh, sí, todos conocen a Blancanieves.
»-Eeeh, ¿matarla? -preguntó David.
»-Manzana envenenada -respondió el enano-. No fue muy bien, calculamos mal la dosis.»
De El libro de las cosas perdidas, capítulo XIII
Sobre Blancanieves y los siete enanitos
El encuentro de David con los enanitos es una de las escenas más alegres del libro, y lo es a propósito, aunque, al evitar David los aspectos más oscuros del cuento, hace que nos preguntemos por sus miedos más profundos. Al fin y al cabo, se trata de una historia en la que una madrastra malvada y celosa asesina y se come a una niña, así que cabría esperar que la imaginación de David le diese un giro más tortuoso. Sin embargo, casi todos los que leyeron el cuento de niños o, sobre todo, los que recuerdan la película de Disney, coinciden en que los enanos son unos de los personajes más memorables del cuento. Es cierto que la madrastra bruja es un personaje aterrador, y muchos podemos recitar de memoria su encantamiento frente al espejo, pero los enanos ofrecen consuelo, además de la promesa de ayuda y protección, aunque sea limitada. Cuando estaba escribiendo el libro, me pregunté si David podría decidir dejar a un lado el tema de la madrastra y concentrarse en los enanos.
En cualquier caso, las personalidades de los enanos se han alterado ligeramente por su proximidad a la historia del comunismo en la estantería de David, un libro que el niño intenta comprender, pero no lo logra, rindiéndose al cabo de un par de páginas. Uno de los temas de la novela es la forma en que las historias y los libros se alimentan unos de otros, igual que yo, como escritor, me veo influido por los libros que he leído. En ese sentido, no es sólo un relato construido con los libros que David se encuentra, sino también con los libros y cuentos que me han influido a mí.
Orígenes
Se trata del que quizá sea uno de los cuentos más populares del mundo, con versiones en Asia, África, Escandinavia, Sudamérica y Europa, lo que conlleva cambios menores en algunos elementos de la historia. Por ejemplo, los Grimm hacen que la madrastra malvada le pregunte a un espejo, pero, en otras culturas, la bruja habla con el sol, la luna e incluso con una trucha omnisciente. De igual forma, en algunos cuentos se sustituye a los enanos por ladrones, osos, monos, ancianas y hermanos, lo que nos permite ver el musical Siete novios para siete hermanas como una variación del cuento, con Blancanieves convertida en la primera novia, y otras muchas siguiendo sus pasos. Aunque la madrastra es responsable de los intentos de asesinato en las versiones más famosas del cuento, en otras le confía la tarea a un médico malvado o envía a un mendigo en su lugar, y los instrumentos utilizados incluyen uvas envenenadas, vino, cartas, flores, dardos, zapatillas y jabón.
Está claro que, por un lado, Blancanieves trata del conflicto entre madres e hijas, y es interesante comprobar que, en muchas versiones de la historia, es la madre de Blancanieves la que envidia su belleza. Tengo que reconocer que los Grimm tenían una visión muy sentimental de la maternidad, seguramente debido a su infancia, y solían convertir a las madres en madrastras siempre que podían; y, aunque es cierto que el cuento de Blancanieves es uno de los más conocidos, también lo es que se trata de uno de los más esterilizados a lo largo de los años, desde los instintos caníbales de la madre-madrastra (Disney se contenta con la orden de arrancarle el corazón a la niña; los Grimm prefieren los pulmones y el hígado, o el corazón en otras traducciones alternativas; mientras que los españoles se llevan la palma al pedir una botella de sangre, con un dedo del pie a modo de tapón) hasta su fallecimiento final, que va desde la «caída» en Disney, hasta los más tradicionales zapatos de hierro al rojo, que la reina malvada se ve obligada a llevar y con los que debe bailar hasta la muerte.
No resulta extraño que Bruno Bettelheim se lo pasara tan bien con Blancanieves en su libro Psicoanálisis de los cuentos de hadas. Es especialmente duro con los enanos, ya que considera que su presencia es una forma de censurar el cuento original y opina que los hombrecillos se encuentran «en un eterno estadio preedípico»; aunque esto sea posiblemente cierto, la verdad es que le quita parte de la diversión a todo el tema. Sin embargo, la naturaleza edípica del conflicto en el cuento (los celos de una madre por la incipiente sexualidad de la hija) ha proporcionado amplio material a otros escritores para explorar en profundidad las implicaciones más oscuras de la historia, desde Anne Sexton a Robert Coover, pasando por Tanith Lee y Donald Barthelme.
También se ve claramente qué cuentos han influido en el de Blancanieves. El tema del abandono, analizado en Hansel y Gretel, surge aquí de nuevo, aunque por razones distintas, y las respuestas de los enanos a la presencia de Blancanieves nos hacen recordar las exclamaciones de los osos al encontrarse con Ricitos de Oro, razón por la cual los enanos hacen referencia a ellos en El libro de las cosas perdidas.
Blancanieves y los siete enanitos
Los Hermanos Grimm
Érase una vez, en lo más crudo del invierno, cuando los copos de nieve caían como plumas del cielo, una reina que cosía sentada junto a una ventana con el marco de ébano negro. Mientras cosía y miraba la nieve por la ventana, la reina se pinchó en un dedo con la aguja, y tres gotas de sangre cayeron sobre la nieve. El rojo le pareció tan bonito sobre la nieve blanca, que pensó: «Me gustaría tener una niña tan blanca como la nieve, tan roja como la sangre y tan negra como la madera del marco de la ventana».
Poco después, la reina tuvo una hijita que era tan blanca como la nieve, tan roja como la sangre, y cuyo cabello era tan negro como el ébano, y por eso la llamaron Blancanieves. Pero la reina murió al dar a luz a la niña.
Al cabo de un año, el rey se buscó otra esposa. Era una mujer muy bella, pero orgullosa y arrogante, y no soportaba que nadie la superase en belleza. Tenía un espejo maravilloso, y, cuando se ponía delante de él y se miraba, decía:
Espejito, espejito, que estás en la pared,
la más bella de esta tierra, dime quién es.
Y el espejo respondía:
Tú, mi reina, eres la más bella.
Así la reina quedaba satisfecha, porque sabía que el espejo siempre le decía la verdad.
Pero Blancanieves crecía y, cuanto más crecía, más bella era; al cumplir los siete años era tan bonita como el día y más guapa que la reina. Un día, cuando la reina le preguntó al espejo:
Espejito, espejito, que estás en la pared,
la más bella de esta tierra, dime quién es.
El espejo respondió:
Tú, mi reina, eres la más bella del lugar,
aunque la niña Blancanieves lo es más.
La reina se quedó perpleja, y se puso verde de envidia. Desde aquel momento, siempre que miraba a Blancanieves, el corazón se le agitaba en el pecho de lo mucho que la odiaba.
La envidia y el orgullo crecieron sin parar en su corazón como una mala hierba, así que la reina no conocía el descanso. Llamó a un cazador y le ordenó:
– Llévate a la niña al bosque, que ya no quiero volver a verla. Mátala y tráeme su corazón como prueba.
El cazador obedeció y se la llevó, pero, cuando sacó el cuchillo y estaba a punto de arrancar el inocente corazón de Blancanieves, ella empezó a llorar y dijo:
– Ay, querido cazador, ¡no me mates! Me perderé en el bosque y no volveré nunca a casa.
Como Blancanieves era tan guapa, el cazador sintió lástima de ella y le respondió:
– Huye pues, pobre niña.
«Los animales salvajes darán buena cuenta de ti», pensó el cazador, aunque sintió como si le quitasen una piedra del pecho al saber que no tenía que matarla. Justo entonces pasó por allí un jabato, así que lo mató, le sacó el corazón y se lo llevó a la reina como prueba de que la niña estaba muerta. El cocinero lo puso en sal y la reina se lo comió, creyendo que se trataba del corazón de Blancanieves.
Pero la pobre niña estaba sola en el gran bosque, y tenía tanto miedo que miraba con aprensión todas las hojas de los árboles, sin saber qué hacer. Entonces empezó a correr; corrió sobre piedras afiladas y a través de espinas, y los animales salvajes pasaron junto a ella, pero sin hacerle daño.
Corrió todo lo que le permitieron sus pies, hasta que cayó la noche; entonces vio una casita y entró para descansar. Todo en la casita era pequeño, pero estaba muy limpio y ordenado. Había una mesa con un mantel blanco y siete platitos, y en cada plato había una cucharita; además, había siete cuchillitos, siete tenedorcitos y siete jarritas. Contra la pared encontró siete camitas, una al lado de otra, cubiertas con colchas blancas como la nieve.
La pequeña Blancanieves estaba tan hambrienta y sedienta que se comió algunas verduras y un poco de pan de cada planto, y se bebió una gotita de vino de cada jarra, porque no quería dejar a nadie sin comida. Después, como estaba muy cansada, se tumbó en una de las camitas, pero ninguna de ellas le servía: una era demasiado larga, otra demasiado corta…, hasta que, al final, descubrió que la séptima le venía bien, y allí se quedó, dijo sus oraciones y se fue a dormir.
Los dueños de la casa regresaron cuando ya era noche cerrada: eran siete enanitos que excavaban y hurgaban en las montañas en busca de minerales. Encendieron siete velas y, como ya había luz dentro de la casita, vieron que alguien había estado allí, porque las cosas no estaban como las habían dejado.
– ¿Quién se ha sentado en mi silla? -preguntó el primero.
– ¿Quién ha comido de mi plato? -preguntó el segundo.
– ¿Quién ha probado mi pan? -preguntó el tercero.
– ¿Quién ha probado mis verduras? -preguntó el cuarto.
– ¿Quién ha utilizado mi tenedor? -preguntó el quinto.
– ¿Quién ha cortado con mi cuchillo? -preguntó el sexto.
– ¿Quién ha bebido de mi jarra? -preguntó el séptimo.
Entonces, el primero miró a su alrededor y vio que había un pequeño hueco en su cama, y preguntó:
– ¿Quién ha probado mi cama?
Los demás se acercaron, y todos dijeron:
– Por mi cama también ha pasado alguien.
Pero el séptimo, cuando miró a su cama, vio a Blancanieves, que estaba dormida dentro, así que llamó a los otros, que llegaron corriendo y exclamaron con asombro, acercando sus siete velas para iluminar la cara de Blancanieves:
– ¡Oh, cielos! ¡Qué niña tan encantadora!
Y estaban tan contentos que no la despertaron y la dejaron dormir en la cama. El séptimo enanito durmió con sus compañeros, una hora con cada uno, hasta que pasó la noche.
Cuando se hizo de día, la pequeña Blancanieves se despertó y se asustó al ver a los siete enanitos, pero ellos fueron amables y le preguntaron su nombre.
– Me llamo Blancanieves -respondió la niña.
– ¿Cómo has llegado a nuestra casa? -le preguntaron los enanitos.
Ella les contó que su madrastra había ordenado asesinarla, pero que el cazador le había perdonado la vida, y que ella se había pasado el día corriendo hasta encontrar su morada.
– Si cuidas de nuestra casa, cocinas, haces las camas, limpias, coses y tejes, y si mantienes todo ordenado y limpio, puedes quedarte con nosotros y no te faltará de nada -le dijeron los enanitos.
– Sí -respondió Blancanieves-, gracias de corazón. -Y se quedó con ellos.
Les tenía la casa ordenada; por las mañanas, ellos se iban a las montañas y buscaban cobre y oro; por las tardes regresaban, y ella les tenía la cena preparada. La muchacha estaba sola todo el día, así que los buenos enanitos le advirtieron:
– No te fíes de tu madrastra, porque pronto averiguará dónde estás; nunca dejes entrar a nadie.
Pero la reina, que creía haberse comido el corazón de Blancanieves, estaba convencida de que volvía a ser la más bella de todas, así que fue a su espejo y le dijo:
Espejito, espejito, que estás en la pared,
la más bella de esta tierra, dime quién es.
A lo que el espejo respondió:
Tú, mi reina, eres la más bella de estas tierras,
pero, donde los enanos moran, en las colinas,
Blancanieves sigue viva,
y nadie la iguala en belleza.
La reina se quedó perpleja porque sabía que el espejo nunca mentía, así que tuvo la certeza de que el cazador la había engañado y de que Blancanieves seguía viva.
Le dio vueltas y más vueltas a cómo matarla, porque, mientras la reina no fuese la más bella de todas, la envidia no la dejaría descansar. Al fin se le ocurrió una idea, se pintó la cara y se vistió como una vieja buhonera, de modo que nadie pudiera reconocerla. Con aquel disfraz se dirigió a las siete montañas, a la casa de los siete enanitos, llamó a la puerta y gritó:
– Vendo cosas bonitas y baratas, muy baratas.
Blancanieves miró por la ventana y la llamó:
– Buen día, señora, ¿qué tiene para vender?
– Cosas buenas y baratas -respondió ella-: lazos de colores para el corsé -dijo, sacando uno de seda en tonos vivos.
«Puedo dejar que entre esta buena mujer», pensó Blancanieves; así que abrió la puerta y compró los bonitos lazos.
– Niña -le dijo la anciana-, qué mal aspecto tienes; ven, te ataré bien el lazo por una vez.
Blancanieves no sospechaba nada y se quedó delante de ella, dejando que la mujer le atase los lazos nuevos. Pero la anciana se los ató tan deprisa y tan fuerte que Blancanieves se quedó sin aliento y cayó, como si estuviese muerta.
– Ahora yo soy la más bella -se dijo la reina, y salió corriendo.
Poco después, por la tarde, los siete enanitos llegaron a casa, pero se asustaron mucho al ver a su querida Blancanieves tumbada en el suelo, sin moverse ni agitarse, como muerta. La levantaron y, al ver que le habían apretado demasiado los lazos, los cortaron; entonces, ella empezó a respirar un poco, y, al cabo de un rato, volvió a la vida. Cuando los enanitos oyeron lo ocurrido, le dijeron:
– La vieja buhonera no era otra que la reina malvada; ten cuidado y no dejes entrar a nadie cuando no estemos contigo.
Pero la malvada mujer, al llegar a casa, se puso delante del espejo y preguntó:
Espejito, espejito, que estás en la pared,
la más bella de esta tierra, dime quién es.
A lo que el espejo respondió, como antes:
Tú, mi reina, eres la más bella de estas tierras,
pero, donde los enanos moran, en las colinas,
Blancanieves sigue viva,
y nadie la iguala en belleza.
Cuando oyó aquello, el miedo hizo que toda la sangre de la reina se le acumulase en el corazón, porque veía con claridad que la pequeña Blancanieves seguía con vida.
– Pero ahora -dijo-, pensaré en algo que acabe por fin contigo.
Con la ayuda de la brujería, arte que ella dominaba, fabricó un peine envenenado. Después se disfrazó y tomó la forma de otra anciana, se dirigió a las siete montañas, llegó a la casa de los siete enanitos y llamó a la puerta, gritando:
– ¡Vendo cosas buenas, baratas, baratas!
– Váyase, no puedo dejar entrar a nadie -respondió Blancanieves, mirando por la ventana.
– Pero supongo que podrás mirar -repuso la anciana, y sacó el peine envenenado para enseñárselo.
A la muchacha le gustó tanto que se dejó tentar y abrió la puerta. Una vez hecho el trato, la anciana dijo:
– Ahora te peinaré el cabello bien por una vez. -Blancanieves no sospechó nada y dejó que la anciana la peinase, pero, en cuanto el peine le tocó el pelo, el veneno hizo efecto, y la muchacha cayó desmayada-. Dechado de belleza -dijo la malvada mujer-, ya he acabado contigo. -Y se fue.
Por suerte, ya era casi de noche, así que los enanos llegaron pronto a casa. Al ver a Blancanieves tendida en el suelo, sospecharon inmediatamente de la madrastra, y lo registraron todo hasta encontrar el peine envenenado. En cuanto se lo quitaron del pelo, Blancanieves volvió en sí y les contó lo sucedido. Entonces, ellos la avisaron de nuevo de que fuese precavida y no le abriese la puerta a nadie.
La reina, en casa, se acercó al cristal y preguntó:
Espejito, espejito, que estás en la pared,
la más bella de esta tierra, dime quién es.
A lo que el espejo respondió, como antes:
Tú, mi reina, eres la más bella de estas tierras,
pero, donde los enanos moran, en las colinas,
Blancanieves sigue viva,
y nadie la iguala en belleza.
Cuando oyó las palabras del espejo, la reina tembló de rabia.
– ¡Blancanieves morirá -gritó-, aunque me cueste la vida!
Así que se metió en una habitación solitaria y secreta, donde nadie entraba nunca, y allí creó una manzana muy venenosa. Por fuera parecía bonita, blanca con un lado rojo, para que todo el que la viera la deseara; pero se aseguró de que el que la probase muriese al instante.
Cuando la manzana estuvo lista, la reina se pintó la cara y se vistió de campesina, y así vestida subió las siete montañas hasta llegar a la casa de los siete enanitos. Llamó a la puerta, y Blancanieves asomó la cabeza por la ventana y dijo:
– No puedo dejar entrar a nadie; los siete enanitos me lo han prohibido.
– A mí no me importa -respondió la mujer-. Tengo que deshacerme de las manzanas. Toma, te doy una.
– No -respondió Blancanieves-, no me atrevo a coger nada.
– ¿Te da miedo el veneno? -preguntó la mujer-. Mira, cortaré la manzana por la mitad, tú te comes la parte roja y yo la blanca.
La manzana estaba preparada con tanta astucia que sólo el lado rojo estaba envenenado. Blancanieves deseaba comerse la manzana, y, cuando vio que la mujer se comía un trozo, no pudo resistirse más, alargó la mano y cogió la mitad envenenada. En cuanto le dio un bocado, cayó muerta, y la reina la miró con una expresión espantosa, se rió y exclamó:
– ¡Blanca como la nieve, roja como la sangre, negra como el ébano! Esta vez, los enanitos no podrán despertarte.
Y, al llegar a casa, cuando le preguntó al espejo:
Espejito, espejito, que estás en la pared,
la más bella de esta tierra, dime quién es.
El espejo por fin respondió:
Tú, mi reina, eres la más bella.
De este modo, el envidioso corazón de la reina pudo descansar… Al menos, todo lo que puede descansar un corazón envidioso.
Cuando los enanitos regresaron a casa aquella noche, encontraron a Blancanieves tendida en el suelo; ya no respiraba, estaba muerta. La levantaron, la examinaron por si encontraban algo venenoso, le quitaron los lazos, le peinaron el cabello, y la lavaron con agua y vino, pero no sirvió de nada: la pobre niña estaba muerta y siguió muerta. La tumbaron en un féretro, y los siete se sentaron a su alrededor y lloraron por ella durante tres días.
Después se dispusieron a enterrarla, pero ella parecía viva y seguía teniendo las mejillas sonrosadas, así que dijeron:
– No podemos enterrarla en el frío suelo.
Le construyeron un ataúd transparente de cristal, para poder verla por todos lados, y allí la tumbaron y escribieron su nombre con letras doradas, añadiendo que era la hija de un rey. Después pusieron el ataúd en la montaña, y siempre había uno de ellos a su lado, guardándola. Los pájaros también se acercaban a verla y lloraban por ella; primero un búho, después un cuervo y, por fin, una paloma.
Blancanieves permaneció mucho tiempo en el ataúd, pero no cambió, y parecía seguir dormida; porque era tan blanca como la nieve, tan roja como la sangre, y su pelo era tan negro como el ébano.
Pues bien, un día, el hijo de un rey llegó al bosque y se acercó a la casa de los enanitos a pasar la noche. Vio el ataúd en la montaña y a la bella Blancanieves que yacía dentro, y leyó lo que decían las letras doradas. Después le pidió a los enanitos:
– Dejad que me quede con el ataúd, os daré lo que queráis por él.
– No nos separaremos de él -respondieron los enanos-, ni por todo el oro del mundo.
– Dejad que me quede con él a modo de regalo -insistió entonces el príncipe-, porque no puedo vivir sin volver a ver a Blancanieves. La honraré y cuidaré como mi posesión más preciada. -Al oírlo hablar así, los enanos sintieron lástima de él y le entregaron el ataúd.
De este modo, el hijo del rey hizo que sus criados lo cargaran sobre los hombros, y, al tropezar los criados con el tocón de un árbol, Blancanieves se movió en el ataúd, y el trozo de manzana envenenada que había mordido le salió de la garganta. Al cabo de un instante abrió los ojos, levantó la tapa del ataúd, se sentó y, de nuevo viva, exclamó:
– Oh, Dios mío, ¿dónde estoy?
El hijo del rey, lleno de alegría, respondió:
– Estás conmigo -y le contó lo que había pasado-. Te amo más que a nada en el mundo; ven conmigo al palacio de mi padre y conviértete en mi esposa.
A Blancanieves le pareció bien y se fue con él, y su boda se celebró con gran pompa y esplendor. Pero la malvada madrastra de la joven también fue invitada al banquete. Después de vestirse con sus mejores galas, se acercó al espejo y preguntó:
Espejito, espejito, que estás en la pared,
la más bella de esta tierra, ditne quién es.
A lo que el espejo respondió:
Tú, mi reina, eres la más bella del lugar,
aunque la joven reina lo es mucho más.
Entonces, la malvada mujer murmuró una maldición, y era tan cruel, tan profundamente cruel, que no sabía qué hacer. Al principio pensó en no ir a la boda, pero no podría encontrar la paz hasta haber visto a la joven reina. Cuando acudió al palacio, reconoció a Blancanieves y se llenó de ira y miedo, tanto que no podía estar quieta. Pero, en la chimenea, ya le habían puesto a calentar unas zapatillas de hierro, y con unas tenazas las sacaron y se las pusieron ante los pies. Después la obligaron a calzarse los zapatos al rojo vivo, y con ellos tuvo que bailar hasta caer muerta.
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