El Hombre Torcido por fin entró en el mundo de David a primeros de septiembre.
Había sido un verano largo y tenso, en el que su padre había pasado más tiempo en el trabajo que en casa, a veces sin dormir en su cama durante dos o tres noches seguidas. De todas formas, a menudo le resultaba difícil regresar a casa cuando caía la noche, porque habían quitado todas las señales de tráfico para confundir a los alemanes si los invadían y, en más de una ocasión, el padre de David se había perdido a plena luz del día, por lo que, si intentaba conducir de noche con los faros apagados, ¿quién sabía adonde podía ir a parar?
A Rose le resultaba difícil la maternidad. David se preguntaba si a su madre le habría costado tanto, si él había sido tan exigente como Georgie parecía ser, pero esperaba que no. El estrés de la situación había hecho que Rose cada vez tuviese menos tolerancia con David y su comportamiento. Ya casi no hablaban entre ellos, y el niño se daba cuenta de que su padre empezaba a perder la paciencia con los dos. La noche anterior, en la cena, Rose se había tomado como insulto un comentario inocuo de David, y los dos habían iniciado una discusión, lo que hizo que el padre de David explotara.
– ¿Por qué no podéis encontrar la forma de llevaros bien, por amor de Dios? -gritó-. No vengo a casa para esto. Si quisiera más tensión y gritos, me quedaría en el trabajo.
Georgie, que estaba sentado en su trona, empezó a llorar.
– Mira lo que has hecho -dijo Rose, tirando la servilleta en la mesa y acercándose a Georgie.
– Así que ahora es culpa mía -protestó el padre de David, ocultando la cara entre las manos.
– Bueno, mía no es -contestó Rose, y los dos miraron simultáneamente a David.
– ¿Qué? -exclamó él-. Me culpáis a mí, ¿no? ¡Pues vale!
Se levantó de la mesa hecho una furia y dejó la cena sin acabar. Todavía tenía hambre, pero el estofado era casi todo de verduras, con algunos desagradables trozos de salchicha barata para romper la monotonía. Sabía que tendría que comerse el resto al día siguiente, pero no le importaba, porque era imposible que el sabor empeorase. Mientras caminaba hacia su dormitorio, esperaba oír la voz de su padre exigiéndole que regresase para terminar su comida, pero nadie lo llamó. Se dejó caer en la cama, deseando que acabasen las vacaciones de verano. Le habían encontrado sitio en un colegio no muy lejos de la casa, y estaba seguro de que aquello sería mejor que pasar todos los días con Rose y Georgie.
David ya no veía tan a menudo al doctor Moberley, sobre todo porque nadie tenía tiempo para llevarlo a Londres. En cualquier caso, los ataques habían cesado, o eso parecía. Ya no se caía al suelo, ni se desmayaba, pero algo más extraño y perturbador le estaba sucediendo, algo todavía más raro que los susurros de los libros, a los que David se había ido acostumbrando.
Había empezado a soñar despierto. No sabía explicarlo de otra forma, porque era como esos momentos a última hora de la noche en los que, mientras lees o escuchas la radio, te sientes tan cansado que te duermes por un instante y empiezas a soñar, salvo que no te das cuenta de que te has dormido, así que, de repente, el mundo se vuelve muy extraño. David estaba jugando en su cuarto, leyendo o caminando por el jardín, y todo empezaba a brillar: las paredes desaparecían, el libro se le caía de las manos y el jardín se convertía en colinas y altos árboles grises. Se encontraba en un lugar distinto, un sitio crepuscular lleno de sombras y vientos fríos, con el aire cargado del olor de los animales salvajes. A veces oía voces que, de algún modo, le resultaban familiares, ya que lo llamaban; pero, en cuanto intentaba concentrarse en ellas, la visión terminaba y regresaba a su propio mundo.
Lo más extraño era que una de las voces, la que hablaba más alto y claro, parecía la de su madre. Lo llamaba desde la oscuridad y le decía que estaba viva.
Los sueños que tenía cuando estaba despierto eran siempre más fuertes si se acercaba al jardín hundido, pero a David le resultaban tan inquietantes que intentaba permanecer lejos de aquella parte de la finca siempre que podía. De hecho, al niño le preocupaban tanto que sintió la tentación de contárselo al doctor Moberley, si su padre tenía tiempo para llevarlo. «Quizá le cuente también lo de los susurros de los libros», pensó David, porque podría haber una conexión entre ellos, pero entonces recordó las preguntas del doctor Moberley sobre su madre, y con ellas la amenaza de que lo «ingresaran». Cuando David hablaba con él sobre su madre, el doctor Moberley le explicaba cosas sobre la pena y la pérdida, y le decía que era algo natural, pero que había que superarlo. En cualquier caso, estar triste por la muerte de tu madre era una cosa, y oírla llamarte desde las sombras de un jardín hundido, afirmando estar viva detrás del muro destrozado, era otra muy distinta. David no estaba muy seguro de cómo respondería el doctor Moberley ante eso. No quería que lo ingresasen, pero los sueños le daban miedo y no quería tener más.
Pocos días antes de que comenzasen las clases, cansado de estar en casa, el chico salió a dar un paseo por el bosque que se encontraba en la parte de atrás de la finca. Cogió un palo grande y lo usó como una guadaña sobre la alta hierba. Encontró una telaraña en un arbusto e intentó tentar a su dueña con fragmentos de palitos, soltando uno cerca del centro de la red, pero no pasó nada. David se dio cuenta de que era porque el palito no se movía, y de que eran los movimientos de los insectos por liberarse los que alertaban a la araña, y eso, a su vez, le hizo pensar que quizá las arañas fuesen mucho más listas de lo que deberían serlo unas cosas tan pequeñas.
Miró hacia la casa y vio la ventana de su dormitorio: la hiedra que crecía en las paredes rodeaba el marco casi por completo, lo que hacía que el cuarto pareciese más que nunca formar parte del mundo natural. Ahora que lo veía desde lejos, se dio cuenta de que la hiedra era más abundante en su ventana, mientras que apenas tocaba las demás de aquel lateral de la casa. Tampoco se había extendido por las partes inferiores de la pared, como solía hacer la hiedra, sino que había trepado directamente, formando un estrecho sendero, hacia la ventana de David. Como la mata de alubias mágicas que condujo a Jack hasta el gigante en el cuento, la hiedra parecía saber adonde iba.
Entonces, una figura se movió dentro del cuarto de David. Una sombra pasó junto al cristal, vestida de color verde bosque. Durante un instante, el chico creyó que era Rose, o quizá la señora Briggs, pero entonces recordó que la señora Briggs se había ido al pueblo y que Rose casi nunca entraba en su dormitorio y, si lo hacía, siempre le pedía permiso antes. Tampoco podía ser su padre, porque la persona de la habitación no tenía su misma silueta. De hecho, David pensó que, fuera quien fuese, no tenía la silueta de nadie en absoluto: la figura estaba ligeramente jorobada, como si estuviese tan acostumbrada a entrar y salir a hurtadillas que el cuerpo se le hubiese retorcido, la espalda curvado y los brazos doblado como ramas, con dedos como garras dispuestos a agarrar lo que vieran. Tenía la nariz estrecha y ganchuda, y llevaba un gorro torcido en la cabeza. Desapareció de la vista un instante, pero enseguida se le volvió a ver con uno de los libros de David en la mano, y lo hojeó hasta encontrar algo interesante, momento en que se detuvo y pareció leer.
Entonces, de repente, David oyó a Georgie llorar en su cuna. La figura soltó el libro y prestó atención. David vio que extendía los dedos en el aire, como si Georgie fuese una manzana colgada delante de él, lista para arrancarla del árbol. Parecía debatir consigo mismo qué hacer, porque David vio que se llevaba la mano izquierda a la puntiaguda barbilla y se la acariciaba; mientras pensaba, miró por encima del hombro, hacia los bosques del otro lado de la ventana, y allí vio a David. El extraño se quedó paralizado durante un momento, pero después se tiró al suelo; en aquel corto instante, David vio unos ojos negros como el carbón en una cara pálida tan larga y delgada que parecía estirada en un potro de tortura. Tenía la boca muy grande, y sus labios eran muy, muy oscuros, como el vino antiguo y rancio.
David corrió hacia la casa y entró en la cocina, donde su padre leía el periódico.
– ¡Papá, hay alguien en mi cuarto! -gritó.
– ¿Qué quieres decir? -le preguntó él, mirándolo con curiosidad.
– Hay un hombre ahí arriba -insistió David-. Estaba paseando por el bosque, he mirado hacia mi ventana, y ahí estaba. Llevaba un sombrero y tenía la cara muy larga. Entonces ha oído llorar al bebé, ha dejado de hacer lo que estaba haciendo y se ha quedado escuchando. Después se ha dado cuenta de que lo miraba y se ha intentado esconder. Por favor, papá, ¡tienes que creerme!
– David, si estás de broma… -replicó su padre, con el ceño fruncido, dejando el periódico.
– ¡No es broma, de verdad!
Siguió a su padre escaleras arriba, con el palo todavía en la mano. La puerta de su cuarto estaba cerrada, y el padre de David se detuvo antes de abrirla; después cogió el pomo y lo giró, abriendo la puerta.
Durante un segundo, no pasó nada.
– ¿Ves? -dijo el padre de David-. No hay nada…
Algo le golpeó en la cara, y él dejó escapar un buen grito. Vieron un aleteo frenético, y algo golpeó las paredes y la ventana. Una vez pasada la conmoción inicial, David miró a su alrededor y vio que el intruso era una urraca, que formaba un remolino blanco y negro de plumas intentando salir de la habitación.
– Quédate fuera y mantén la puerta cerrada -le dijo su padre-, que estos pájaros tienen muy malas intenciones.
David hizo lo que le pedía, aunque seguía asustado. Oyó que su padre abría la ventana y le gritaba a la urraca, obligándola a volar hacia la salida, hasta que, finalmente, ya no oyó al pájaro, y su padre abrió la puerta, algo sudoroso.
– Bueno, ese bicho nos ha dado un buen susto a los dos -comentó.
David examinó la habitación: había algunas plumas en el suelo, pero nada más. No había ni rastro del pájaro, ni del extraño hombrecillo que había visto. Se acercó a la ventana y comprobó que la urraca estaba posada en la pared rota del jardín hundido; parecía mirarlo.
– Sólo era una urraca -le dijo su padre-. Eso es lo que viste.
David sintió la tentación de discutir, pero sabía que su padre le diría que estaba siendo tonto si insistía en que allí había estado otra cosa, algo más grande y desagradable que una urraca. Las urracas no llevaban sombreros torcidos, ni intentaban coger a los niños que lloraban. David le había visto los ojos, el cuerpo jorobado y los dedos largos y anhelantes.
Miró de nuevo hacia el jardín hundido, pero la urraca ya no estaba.
– Todavía no te crees que fuese sólo una urraca, ¿verdad? -le preguntó su padre con un suspiro teatral.
Se puso de rodillas y miró debajo de la cama; abrió el armario y miró dentro del baño que había al lado; incluso echó un vistazo detrás de las estanterías, donde había un hueco en el que apenas cabía la mano de David.
– ¿Ves? Sólo era un pájaro.
Pero como vio que David seguía sin estar convencido, registraron juntos todas las habitaciones de la planta superior y, después, las de las plantas inferiores, hasta que quedó claro que las únicas personas que había en la casa eran David, su padre, Rose y el bebé. Entonces, el padre de David lo dejó solo y regresó a su periódico. De vuelta en su cuarto, el niño recogió un libro del suelo, junto a la ventana. Era uno de los libros de cuentos de Jonathan Tulvey, y estaba abierto por el cuento de Caperucita Roja. La historia estaba ilustrada con la imagen de un lobo amenazando a la niña, con la sangre de la abuelita en las garras, enseñando los dientes para comerse a la nieta. Alguien, probablemente Jonathan, había garabateado sobre la figura del lobo con un lápiz negro, como si le inquietase la amenaza que representaba. David cerró el libro y lo devolvió a su estante; mientras lo hacía, se dio cuenta de que la habitación estaba en silencio, sin susurros: todos los libros se habían callado.
«Supongo que una urraca podría haber tirado el libro -pensó David-, pero una urraca no podría entrar en una habitación con la ventana cerrada.»
Estaba seguro de que allí había estado alguien más. En las antiguas historias, la gente siempre se transformaba, o la transformaban, en animales y pájaros. ¿Acaso no podía el Hombre Torcido haberse transformado en urraca para que no lo descubrieran?
De todos modos, no se había alejado mucho, no, sólo hasta el jardín hundido y después, nada.
Aquella noche, cuando David se acostó, entre la vigilia y el sueño, la voz de su madre le llegó desde la oscuridad del jardín hundido, llamándolo por su nombre, exigiendo que no la olvidara.
En aquel instante, David supo que pronto tendría que entrar en el jardín y enfrentarse a lo que lo esperase dentro.