Los ladrillos y la argamasa habían desaparecido, y los dedos de David ya sólo tocaban rugosa corteza. Estaba dentro del tronco de un árbol y tenía delante un agujero arqueado que daba a un bosque en sombras. Las hojas caían en lentas espirales al suelo del bosque. Los arbustos espinosos y las peligrosas ortigas ofrecían una cobertura baja, pero no había flores a la vista. Era un paisaje compuesto de verdes y marrones, y todo parecía iluminado por una especie de penumbra extraña, como si se acercase el alba o el día estuviese próximo a su fin.
David se quedó en la oscuridad del tronco, sin moverse. La voz de su madre había desaparecido, y ya sólo quedaba el sonido apenas audible de las hojas al rozarse y el murmullo lejano del agua sobre las rocas. No había ni rastro del avión alemán, nada que indicase que había existido alguna vez. Sintió la tentación de regresar, de volver corriendo a casa, despertar a su padre y contarle lo que había visto, pero ¿qué podía decir? ¿Y por qué iba a creerlo su padre después de todo lo que había ocurrido aquel día? Necesitaba pruebas, algún recuerdo de aquel nuevo mundo.
Así que David salió del hueco del tronco. En el cielo no se veían estrellas, porque las grandes nubes ocultaban las constelaciones. El aire olía a fresco y a limpio al principio, pero, cuando respiró hondo, notó algo más, algo menos agradable. Casi podía saborearlo en la lengua: una sensación metálica compuesta de cobre y podredumbre. Le recordaba al día que su padre y él habían encontrado un gato muerto junto a la carretera, con la piel destrozada y las entrañas al aire. El olor de aquel gato era similar al del aire nocturno de la tierra desconocida. David se estremeció, y no fue solamente por el frío.
De repente, oyó un gran rugido detrás de él y sintió calor en la espalda. Se tiró al suelo y rodó, justo cuando el tronco del árbol se expandía y el hueco se ensanchaba hasta parecer la entrada de una gran caverna cubierta de madera. Dentro se veían llamas y, entonces, como una boca que se librase de un trozo de comida que no le gustaba, el árbol escupió parte del fuselaje ardiendo del bombardero alemán, con el cadáver de uno de sus tripulantes todavía atrapado entre los restos de la barquilla de abajo, apuntando a David con la metralleta. El trozo de avión abrió un sendero ennegrecido y ardiente a través de la maleza antes de detenerse en un claro, sin dejar de echar humo y gases mientras las llamas se apoderaban de él.
El chico se quedó donde estaba, limpiándose las hojas y la tierra de la ropa. Intentó acercarse al avión que ardía: era un Ju88, lo sabía por la barquilla. Podía ver los restos del artillero, que estaba prácticamente cubierto por las llamas, y se preguntó si habría sobrevivido algún tripulante. El cuerpo del aviador estaba aplastado contra el cristal rajado de la barquilla, con todos los dientes del cráneo achicharrado formando una blanca sonrisa. Nunca había visto la muerte tan de cerca, o, al menos, no así, tan violenta, apestosa y negra.
No podía evitar pensar en los últimos momentos del alemán, atrapado en el asiento en llamas, con la piel ardiendo. Sintió un arranque de pena por el hombre muerto, cuyo nombre nunca sabría.
Algo le pasó zumbando junto a la oreja, como el cálido vuelo de un insecto nocturno, seguido inmediatamente de un chasquido. Un segundo insecto lo siguió, pero, para entonces, David ya estaba tirado en el suelo buscando refugio, porque se trataba de los estallidos de la munición de la metralleta calibre 303. Encontró un hueco en la tierra, se lanzó dentro, se cubrió la cabeza con las manos e intentó abultar lo menos posible hasta que la lluvia de balas cesó. Cuando estuvo seguro de que se había gastado toda la munición, se atrevió a levantar de nuevo la cabeza. Observó con cautela las llamas y chispas que salían disparadas hacia el cielo, y, por primera vez, empezó a darse cuenta de lo enormes que eran los árboles de aquel bosque, mucho más altos y anchos que los más viejos robles de los bosques de casa. Los troncos eran grises y no tenían rama alguna hasta alcanzar, como mínimo, los treinta metros, punto en el cual reventaban en unas enormes copas prácticamente peladas.
Un objeto negro con forma de caja se había separado del cuerpo principal del avión destrozado y yacía en el suelo, humeando un poco, cerca de donde estaba David. Parecía una vieja cámara, pero con ruedas en un lado, y pudo distinguir la palabra Blickwinkel en una de las ruedas. Debajo tenía una etiqueta en la que ponía: Auf Farbglas Ein.
Era un visor, David los había visto en dibujos; los aviadores alemanes los utilizaban para escoger los blancos del suelo. Quizá fuese aquélla la tarea del hombre que había ardido en el accidente, porque la ciudad habría pasado debajo de él, que estaba metido en la barquilla. Parte de la lástima que sentía por el hombre muerto se esfumó: el visor hacía que la labor del bombardero pareciese, en cierto modo, más real, más horrible. Pensó en las familias que estarían apiñadas en sus refugios prefabricados, en los niños que lloraban y los adultos que esperaban que la bomba cayese lejos de ellos, o en las multitudes reunidas en las estaciones del metro, atentas a las explosiones, bajo la lluvia de polvo y tierra que provocaban las bombas al hacer temblar el suelo.
Y aquéllos eran los afortunados.
Le dio una patada al visor, consiguiendo un lanzamiento perfecto con la derecha, y sintió una gran satisfacción al oír el sonido del cristal del interior y saber que las delicadas lentes se habían roto.
Una vez terminada la emoción, David se metió las manos en los bolsillos de la bata e intentó examinar lo que le rodeaba. A cuatro o cinco pasos de él había cuatro flores de un fuerte color morado que se erguían bien altas sobre la hierba. Eran los primeros colores de verdad que había visto hasta el momento; tenían las hojas amarillas y naranjas, y los corazones de las flores le recordaban las caras de niños dormidos. Incluso en la oscuridad del bosque, creyó poder distinguir los párpados cerrados, las bocas ligeramente abiertas, los agujeros gemelos de la nariz. No tenían nada que ver con ninguna flor que hubiese visto antes, así que pensó que, si cogía una y se la llevaba a su padre, quizá lograse convencerlo de que aquel lugar existía realmente.
Se acercó a las flores, aplastando hojas muertas a su paso. Estaba casi junto a ellas, cuando los párpados de una se abrieron y dejaron al descubierto unos ojos amarillos. Entonces, la flor abrió los labios y dejó escapar un chillido. Al instante, las demás flores se despertaron y, como si todas fueran una, cerraron las hojas para rodearse y dejaron al descubierto unos tallos espinosos que relucían ligeramente con un residuo pegajoso. Algo le dijo a David que no era buena idea tocar aquellas espinas. Pensó en ortigas y en hiedra venenosa, que ya eran lo bastante malas. ¿Quién sabía qué venenos podrían utilizar aquellas plantas desconocidas para protegerse?
David arrugó la nariz, porque, aunque el viento se llevaba el hedor del avión en llamas, otro ocupó su lugar: el olor metálico que había detectado antes era más fuerte en el punto donde se encontraba. Dio unos cuantos pasos más y vio una formación irregular bajo las hojas caídas, y unos puntos azules y rojos que sugerían la presencia de algo apenas escondido debajo. Tenía, más o menos, la forma de un hombre. Se acercó más y vio ropa, y piel debajo de la ropa. Frunció el ceño: era un animal, un animal vestido con ropa. Tenía garras y patas como las de un perro. Intentó verle la cara, pero no había: le habían cortado la cabeza limpiamente y hacía poco, porque todavía podía verse una larga salpicadura de sangre arterial sobre el lecho del bosque.
David se tapó la boca para no vomitar, porque ver dos cadáveres en dos minutos empezaba a revolverle el estómago. Se apartó del cadáver y regresó hacia el árbol, pero, al hacerlo, el gran agujero del tronco desapareció, el árbol se encogió hasta recuperar su tamaño normal y la corteza pareció crecer sobre el hueco ante sus ojos, cubriendo por completo el camino de vuelta a su mundo. Se convirtió en otro árbol más dentro de un bosque de grandes árboles, todos prácticamente iguales. David tocó la madera, apretando y dando golpecitos con la esperanza de encontrar la forma de abrir de nuevo el portal hacia su antigua vida, pero no pasó nada. Estuvo a punto de llorar, pero sabía que, si lo hacía, todo estaría perdido y no sería más que un niño pequeño, impotente y asustado, lejos de casa. En vez de hacerlo, miró a su alrededor y encontró la punta de una gran roca plana que sobresalía del suelo. Excavó hasta sacarla y, utilizando el lado más afilado, astilló el tronco del árbol: una vez, después otra, una y otra vez, hasta que la corteza se fragmentó y cayó al suelo. A David le pareció notar que el árbol se estremecía, como una persona que, de repente, ha sufrido un buen susto. El blanco de la pulpa interior se volvió rojo, y algo muy parecido a sangre empezó a salir de la herida, a fluir por los canales y hendiduras de la corteza hasta caer a la tierra.
– No hagas eso, a los árboles no les gusta -dijo una voz.
David se volvió y descubrió que había un hombre de pie entre las sombras, a poca distancia de él. Era grande y alto, con hombros anchos y pelo oscuro y corto. Llevaba botas de cuero marrón que le llegaban casi hasta las rodillas, y un abrigo corto hecho de pieles y pelajes. Tenía los ojos muy verdes, tanto que parecía como si parte del bosque hubiese tomado forma humana. Sobre el hombro derecho llevaba un hacha.
– Lo siento -repuso David, soltando la piedra-. No lo sabía.
– No -contestó el hombre, tras observarlo en silencio unos instantes-, no creo que lo supieras.
Avanzó hacia David, y el chico retrocedió instintivamente unos pasos hasta notar que rozaba el árbol con las manos. De nuevo, el tronco pareció temblar ante su contacto, pero la sensación era menos pronunciada, como si se recuperase poco a poco de la herida recibida y estuviese seguro, al ver al desconocido del hacha de que nadie volvería a causarle daño. David no se sentía tan seguro con aquel hombre: tenía un arma, un hacha con aspecto de poder cortarle la cabeza a un cuerpo.
Una vez hubo salido de entre las sombras, David pudo examinar su rostro con más atención. Pensó que el hombre parecía severo, pero también amable, y el chico tuvo la corazonada de que podía confiar en él. Empezó a relajarse un poco, aunque no apartaba los ojos de la enorme hacha.
– ¿Quién es usted? -le preguntó.
– Podría preguntarte lo mismo -contestó el hombre-. Estos bosques están a mi cargo, y nunca te había visto antes por aquí. En cualquier caso, en respuesta a tu pregunta, soy el Leñador. No tengo otro nombre, o, al menos, ninguno que importe.
El Leñador se acercó al avión, donde las llamas empezaban a debilitarse, dejando al descubierto la estructura. Era como el esqueleto de un gran animal abandonado en el fuego después de arrancarle la carne asada del cuerpo. El artillero no podía verse bien, ya que se había convertido en otra forma oscura dentro de un enredo de metal y piezas de maquinaria. El Leñador sacudió la cabeza asombrado, y después se alejó de los restos para regresar junto a David. Pasó junto al niño y puso las manos en el tronco del árbol herido, examinó con atención el daño infligido y le dio unas palmaditas, como si fuese un caballo o un perro. Entonces se arrodilló, cogió un poco de musgo de las piedras cercanas y lo metió en el agujero.
– No pasa nada, viejo amigo -le dijo al árbol-, se curará muy pronto.
Muy por encima de la cabeza de David, las ramas se movieron un instante, aunque los demás árboles permanecían inmóviles.
El Leñador centró de nuevo su atención en el chico.
– Y ahora te toca a ti: ¿cómo te llamas y qué haces en este lugar? No es sitio para que un niño ande solo. ¿Has venido en esta… cosa? -preguntó, señalando el avión.
– No, eso me siguió. Me llamo David y he venido a través del tronco de ese árbol. Había un agujero, pero ha desaparecido, por eso estaba levantando la corteza, por si podía entrar de nuevo o, al menos, marcar el árbol para poder encontrarlo después.
– ¿Has venido a través del árbol? ¿De dónde?
– De un jardín -respondió-. Había un pequeño hueco en una esquina, y encontré un camino que iba desde allí hasta aquí. Creí oír la voz de mi madre, así que la seguí, y ahora no puedo regresar.
– ¿Y cómo has traído eso contigo? -preguntó el Leñador, señalando de nuevo los restos del avión.
– Hubo una pelea. Cayó del cielo.
– Hay un hombre dentro -comentó el Leñador; si le sorprendía la información, no daba muestras de ello-. ¿Lo conocías?
– Era un artillero, un miembro de la tripulación. No lo había visto nunca, era alemán.
– Ahora está muerto. -El Leñador tocó de nuevo el árbol, recorriendo suavemente la superficie como si esperase encontrar las grietas delatoras de un umbral bajo la piel-. Como dices, aquí ya no hay ninguna puerta. Hiciste bien intentando marcar el árbol, aunque tus métodos fuesen torpes.
Se metió la mano en los pliegues de la chaqueta y sacó una bolita de tosco bramante, la desenrolló hasta obtener la longitud adecuada y la ató alrededor del tronco. De una bolsita de cuero sacó una sustancia gris y pegajosa y restregó el bramante con ella. No olía nada bien.
– Esto hará que los animales y los pájaros no rompan la cuerda -le explicó el Leñador, cogiendo el hacha-. Será mejor que vengas conmigo; decidiremos qué hacer mañana, pero, por ahora, tenemos que ponerte a salvo.
David no se movió, porque todavía podía oler la sangre y la podredumbre en el aire, y, después de ver de cerca el hacha, le pareció ver gotitas rojas en la superficie. También había marcas rojas en la ropa de hombre.
– Perdone -dijo, en el tono más inocente que pudo-, pero, si usted cuida del bosque, ¿para qué necesita el hacha?
El Leñador miró a David con una expresión que podría haber sido de regocijo, como si se diese cuenta de los esfuerzos del niño por ocultar su preocupación, pero se sintiese impresionado por su astucia.
– El hacha no es para el bosque, sino para las cosas que viven en el bosque. -Levantó la cabeza, olisqueó el aire y apuntó con el hacha en dirección al cadáver sin cabeza-. Lo has olido.
– Y lo he visto -contestó David, asintiendo con la cabeza-. ¿Lo hizo usted?
– Sí.
– Parecía un hombre, pero no lo era.
– No, no era un hombre. Podemos hablar después sobre el tema. No tienes nada que temer de mí, pero hay otras criaturas a las que debemos temer ambos. Vamos, se acerca el momento, y el calor y el olor de la carne quemada los atraerá hasta aquí.
David se dio cuenta de que no había alternativa, así que siguió al Leñador. Como tenía frío y las zapatillas estaban mojadas, el hombre le dio su chaqueta y se lo subió a la espalda. Hacía mucho tiempo que nadie lo llevaba sobre la espalda, porque pesaba demasiado, pero el Leñador no parecía molesto por la carga. Atravesaron el bosque, y los árboles parecían extenderse sin fin ante ellos. El niño intentó asimilar aquel nuevo paisaje, pero el Leñador se movía tan deprisa que David tenía que concentrarse en no caerse. Las nubes se abrieron brevemente sobre ellos, y la luna quedó al descubierto, pero era muy roja, como un gran agujero en la piel de la noche. El Leñador aumentó el ritmo de sus largos pasos, que recorrían a toda velocidad el suelo del bosque.
– Tenemos que darnos prisa -dijo-. Vendrán muy pronto.
Mientras hablaba, un gran aullido surgió por el norte, y el Leñador empezó a correr.