Manteniéndose atento por si aparecía algún policía de Laguna Beach que estuviera patrullando en el turno de noche, Frank Pollard sacó los fajos de la bolsa y los apiló en el asiento contiguo. Contó quince de billetes de veinte dólares y once fajos de cien dólares. Por el grosor de los fajos calculó que cada uno tendría más o menos cien billetes, y cuando hizo mentalmente algunas operaciones aritméticas llegó al total de 140.000 dólares. No supo decirse de dónde procedía aquel dinero ni si le pertenecía.
El primero de los dos bolsillos con cremallera de la bolsa le procuró otra sorpresa: una cartera cuyo interior no contenía dinero ni tarjetas de crédito sino dos importantes documentos de identificación: un carné de la Seguridad Social y un permiso de conducir extendido en California. Con la cartera había también un pasaporte estadounidense. Las fotografías del pasaporte y el permiso de conducir eran del mismo hombre: unos treinta años, pelo castaño, cara redonda, orejas prominentes, ojos castaños y sonrisa fácil con hoyuelos. Dándose cuenta de que había olvidado también cuál era su aspecto, ladeó el espejo retrovisor y pudo ver lo suficiente de su rostro para comprobar su semejanza con el del DNI. Pero había un problema: el permiso de conducir y el pasaporte estaban expedidos a nombre de James Román, no de Frank Pollard.
Frank abrió el segundo de los dos compartimentos y encontró duplicados de los mismos documentos… Seguridad Social, pasaporte y permiso de conducir extendido en California. Éstos estaban a nombre de George Farris pero las fotos también eran de Frank.
James Román no significó nada para él.
George Farris careció también de significado.
Y Frank Pollard, quien él creía ser, fue sólo una cifra, un hombre sin pasado, al menos que él recordara.
– ¿En qué enredo del diablo estaré metido? -dijo para sí. Necesitó oír su propia voz para convencerse de que era un ser real y no un mero fantasma reacio a abandonar este mundo para encaminarse hacia el otro que la muerte le había reservado.
Cuando la niebla se cerró alrededor del coche aparcado aislándolo casi por completo de la noche, Frank tuvo una sensación horrible de soledad. No se le ocurrió nadie a quien recurrir, ningún lugar en donde poder refugiarse y sentirse a salvo. Un hombre sin pasado era también un hombre sin futuro.