Bobby se mantuvo de pie a un lado de la autopista, agarrándose a la puerta abierta del coche e intentando recobrar el aliento. Había estado seguro de vomitar pero el momento de ansia había pasado.
– ¿Te encuentras bien? -preguntó, inquieta, Julie.
– Así… lo creo.
El tráfico desfilaba raudamente. Cada vehículo dejaba una estela de viento y un rugido que daba a Bobby la peculiar sensación de estar viajando todavía a ciento cuarenta kilómetros por hora asido a la puerta abierta del coche y con Julie poniéndole una mano sobre el hombro mientras mantenía el equilibrio por arte de magia y arrastraba los pies por la calzada sin que nadie condujera.
El sueño le había desequilibrado y desorientado con graves efectos.
– A decir verdad no ha sido un sueño -dijo él. Y siguió manteniendo la cabeza baja y mirando absorto la gravilla suelta de la cuneta asfaltada, esperando a medias que le volviera la náusea-. No ha sido como el sueño que tuve tiempo atrás sobre nosotros, y la máquina de discos y el océano de ácido.
– Pero sí otra vez sobre la «cosa malévola».
– Sí. Sin embargo, no puede llamársele sueño, pues fue sólo eso… un estallido de palabras dentro de mi cabeza.
– ¿Palabras, de dónde?
– No lo sé.
Bobby se atrevió a alzar la cabeza y, aunque le asaltó un remolino de vértigo, las náuseas no volvieron.
– Cosa malévola, cuidado, hay una luz que te quiere -dijo-. No puedo recordarlo todo. ¡Fue tan intenso, tan incisivo…! Como si alguien me gritara con un megáfono aplicado a mi oído. Pero eso tampoco es cierto, porque no oí de verdad las palabras, todas estaban aquí, dentro de mi cabeza. Se dejaron oír con fuerza, si es que eso tiene algún sentido. Y no había imágenes, como en un sueño. Las sustituían esas sensaciones tan intensas como confusas. Temor y alegría, cólera y perdón… y, justo al final, esa extraña impresión de paz que… no puedo describir.
Un Peterbilt se les acercó tronante remolcando el trailer de mayor tamaño que la ley permitía. Surgiendo de la noche detrás de sus cegadores faros, semejaba un leviatán nadando desde su profunda madriguera marina, todo él poder desnudo y furia glacial, con un hambre que nada podía saciar. Cuando pasó zumbando ante ellos, Bobby recordó, por alguna razón inexplicable, al hombre que viera en la playa de Punaluu, y se estremeció.
– ¿Te encuentras bien? -preguntó Julie.
– Sí.
– ¿Estás seguro?
El asintió.
– Un poco mareado. Eso es todo.
– ¿Qué hacemos ahora?
El la miró.
– ¿Qué otra cosa podemos hacer? Ir a Santa Bárbara. A El Encanto Heights y terminar con este asunto… como podamos.
Candy atravesó la arcada que había entre la sala de estar y el comedor. Ambos aposentos se hallaban desiertos.
Oyó un zumbido al fondo de la casa, y, al cabo de unos instantes, lo identificó con el de una maquinilla de afeitar. El zumbido se extinguió. Luego, oyó correr agua por un lavabo y el ronroneo de un ventilador.
Se propuso ir directamente por el pasillo al cuarto de baño y coger por sorpresa al hombre. Pero entonces oyó un crujido de papel en la dirección opuesta.
Cruzó el comedor y se detuvo en el umbral de la cocina. Era más pequeña que la cocina de su madre, pero estaba tan limpia y ordenada como jamás lo había estado la cocina de su madre desde que muriera.
Una mujer con un vestido azul se sentaba ante la mesa, dándole la espalda. Se inclinaba sobre una revista, volviendo las páginas una tras otra, como si buscara algo interesante para leer.
Candy controlaba mucho mejor que Frank sus talentos telecinéticos y, sobre todo, podía «teletransportarse» con más eficacia y rapidez que él, causando menor desplazamiento de aire y menos ruido de la resistencia molecular. No obstante, le sorprendió que ella no se hubiese levantado para investigar, pues el ruido que él había hecho a la llegada había estado lo bastante cerca de ella y había sido suficientemente raro para picar su curiosidad.
La mujer volvió unas cuantas páginas más y, entonces, se inclinó hacia delante para leer.
Candy no podía verla bien por detrás. Su pelo era espeso y brillante, y parecía haber sido hilado en el mismo telar que el de la noche. Su espalda y hombros eran esbeltos. Sus piernas, ambas a un lado de la silla y con los tobillos cruzados, bien formadas. Supuso que le habría excitado la curva de sus pantorrillas si hubiese sido un hombre interesado por el sexo.
Preguntándose cómo sería su cara y sintiéndose abrumado de repente por la necesidad de probar su sangre, cruzó el umbral y dio tres pasos hacia ella. No se molestó en guardar sigilo, pero la mujer no levantó la vista. La primera noticia que tuvo de su presencia fue cuando él la agarró por el pelo y la levantó de la silla pataleando y manoteando.
La hizo dar media vuelta y se sintió excitado al instante. Le dejaron indiferente sus torneadas piernas, la curva de sus caderas, la delgadez de su cintura y la redondez de sus pechos. Pese a su belleza, no fue su cara lo que le electrizó, sino la extraña calidad de sus ojos grises. Podría llamársele vitalidad. Parecía más viva y vibrante que la mayoría de la gente.
La mujer no gritó pero dejó oír un gruñido de miedo o cólera, y luego le golpeó furiosamente con ambos puños. Le aporreó el pecho y la cara.
¡Vitalidad! Sí, estaba llena de vida, rebosante de vida, lo cual era mucho más emocionante que cualquier ofrenda de encantos sexuales.
Candy oyó todavía las distantes salpicaduras de agua, el murmullo del ventilador del baño, y confió poder hacerse con ella sin atraer la atención del hombre… siempre que lograra acallar sus gritos. Le asestó un puñetazo en la sien antes de que gritara. La mujer se derrumbó sobre él, no inconsciente, pero sí aturdida.
Temblando de placer anticipado, Candy la colocó de espaldas sobre la mesa, con las piernas colgando por el borde. Le separó los muslos y se inclinó entre ambos, pero no para cometer violación, nada tan repugnante como eso. Cuando bajó su rostro hacia el de ella, la mujer le miró parpadeante y confusa, todavía atontada por el golpe recibido. Luego, su mirada empezó a aclararse. Vio en ella una expresión de horrorizada comprensión y se lanzó raudo a por su garganta, le dio un mordisco hondo y encontró sangre… una sangre limpia, dulce, embriagadora.
Ella se debatió bajo su cuerpo.
¡Estaba tan viva! ¡Tan maravillosamente viva! Por un rato.
Cuando el recadero trajo la pizza, Lee Chen la llevó al despacho de Julie y Bobby y ofreció una parte a Hal.
Dejando a un lado su libro pero sin quitar los pies descalzos del velador, Hal dijo:
– ¿No sabes lo que esa porquería hace a tus arterias?
– ¿Por qué se preocupa hoy todo el mundo por mis arterias?
– Eres un joven simpático, y no queremos verte muerto antes de que cumplas los treinta. Además, si fuera así, siempre nos preguntaríamos qué ropa te habrías puesto a continuación si hubieses estado vivo.
– Desde luego, nada parecido a lo que llevas tú, te lo aseguro.
Hal se inclinó e inspeccionó la caja que Lee exponía ante su vista.
– Tiene muy buen aspecto. Regla de oro: sea cual fuere la pizza que te sirvan, el comerciante te está vendiendo servicio y no buen alimento. Pero ésta no tiene mala cara, se ve muy bien dónde termina la pizza y empieza el cartón.
Lee rasgó la cubierta transparente de la caja, la puso sobre el velador y apartó un trozo de pizza.
– Ahí tienes.
– ¿No vas a darme la mitad?
– ¿Qué me dices del colesterol?
– ¡Al infierno! El colesterol es sólo un poco de grasa, no arsénico.
Cuando el poderoso corazón de la mujer cesó de latir, Candy se apartó de ella. Aunque la sangre seguía manando de su destrozada garganta, no tocó ni una gota. Sólo pensar que pudiera beber de un cadáver, le enfermaba. Recordaba a los gatos de sus hermanas, que se comían a su propia especie cada vez que uno de la manada moría.
Al apartar los labios húmedos de su garganta, oyó abrirse una puerta al fondo de la casa. Y ruido de pasos acercándose.
Candy rodeó rápidamente la mesa para que ésta se interpusiera con la mujer muerta entre él y la entrada del comedor. La visión obtenida del álbum de fotografías del tonto le permitía deducir que Clint no sería tan manejable como otras muchas personas. Por tanto, prefirió poner cierta distancia entre ellos y tomarse el tiempo suficiente para medir a su oponente en vez de cogerlo por sorpresa.
Clint apareció en el umbral. Exceptuarlo su indumentaria, pantalones grises, chaqueta deportiva azul marino y camisa blanca, causó el mismo efecto que la impresión psíquica que dejara en el libro. Su pelo, espejo y negro, estaba peinado muy tirante, hacia atrás. Su rostro parecía esculpido en granito, y sus ojos tenían una mirada dura.
Excitado por la muerte reciente, por el sabor de la sangre todavía en los labios, Candy observó con interés al hombre preguntándose qué sucedería a continuación. Podrían ocurrir muchas cosas y ninguna sería aburrida.
Clint no reaccionó como esperaba Candy. No mostró sorpresa cuando vio a la mujer muerta sobre la mesa. No pareció horrorizado, ni deshecho ni ultrajado por tan irreparable pérdida. Una transformación importarle tuvo lugar en su pétreo rostro, pero sólo bajo la superficie, como placas tectónicas desplazándose bajo la corteza terrestre.
Por fin, cruzó su mirada con Candy y exclamó.
– ¡Tú!
El tono de reconocimiento en aquella única palabra fue perturbador. Por un momento, Candy no pudo imaginar por qué razón le conocía aquel hombre… y entonces recordó a Thomas.
La posibilidad de que Thomas hubiese hablado de él a Clint y a otros, fue lo más aterrador de la vida de Candy desde la muerte de su madre. Su servicio en el ejército de Vengadores de Dios era un asunto sobremanera privado, un secreto que no debía conocerse más allá de la familia Pollard. Su madre le había advertido que era justo enorgullecerse de hacer el trabajo de Dios, pero que ese orgullo podría causarle una caída si se jactaba del favor divino entre otros. Satanás, le había dicho, busca constantemente los nombres de los lugartenientes del ejército de Dios, que es lo que eres tú y cuando los encuentra los destruye mediante gusanos que se los comen vivos desde dentro, gusanos gordos como serpientes, y también hace caer lluvia de fuego sobre ellos. Si no puedes guardar el secreto, morirás e irás al infierno por irte de la lengua.
– Candy -dijo Clint.
La mención de su nombre disipó toda duda sobre la permanencia del secreto en la familia y sobre la posibilidad de correr serio riesgo aunque no hubiese quebrantado el código del silencio.
Imaginó que incluso ahora, Satanás, en algún lugar tenebroso y humeante, había ladeado la cabeza para decir:
– ¿Quién? ¿Quién has dicho? ¿Cómo era su nombre? ¿Candy? ¿Candy qué más?
Tan furioso como asustado, Candy empezó a rodear la mesa preguntándose si Clint lo habría averiguado por conducto de Thomas. Tomó la determinación de destrozar a aquel hombre, pero haciéndole hablar antes de matarlo.
Con un movimiento tan inesperado como su serena admisión del asesinato de la mujer, Clint se llevó la mano al interior de su chaqueta, sacó un revólver e hizo dos disparos.
Tal vez hiciera más de dos pero fueron los únicos que oyó Candy. El primer proyectil le alcanzó en el estómago, el segundo en el pecho, haciéndole saltar hacia atrás. Por fortuna, la cabeza y el corazón quedaron indemnes. Si su tejido cerebral hubiese sufrido alguna lesión que perturbara la misteriosa y frágil conexión entre cerebro y mente dejando a ésta atrapada en el cerebro deshecho sin darle tiempo a separar los dos, no hubiera tenido la capacidad mental necesaria para el «teletransporte», por lo que habría sido vulnerable al golpe de gracia. Y si una bala bien dirigida hubiese paralizado instantáneamente su corazón antes de que pudiera hacerse inmaterial, habría caído muerto de forma fulminante. Eran las únicas heridas que podían acabar con su vida. Podía ser muchas cosas excepto inmortal. Así que dio gracias a Dios por permitirle salir vivo de aquella cocina para volver a la casa de su madre.
La autopista de Ventura. Julie conducía aprisa aunque no tanto como antes. En el estéreo: Pesadilla, de Artie Shaw.
Bobby cavilaba mientras miraba el paisaje nocturno por la ventanilla. No podía dejar de pensar en las estruendosas palabras que habían asaltado su cabeza, tronantes como el estallido de una bomba y cegadoras como el fuego de un horno. Se había conformado ante el sueño que le había alarmado la semana anterior; todo el mundo tenía sueños. Aunque excepcionalmente gráfico, casi más real que la vida misma, no había tenido nada de esotérico… o por lo menos así se lo había parecido. Pero éste había sido diferente. No podía creer que aquellas palabras apremiantes, candentes como una avalancha de lava, hubiesen surgido de su subconsciente. Un sueño con complejos mensajes freudianos envueltos en elaborados símbolos y escenas…, bueno, sí, eso era comprensible: después de todo, el subconsciente emplea eufemismos y metáforas. Pero aquella explosión verbal había sido contundente, directa, como un telegrama transmitido por un hilo conectado directamente al córtex cerebral.
Cuando dejó de pensar, Bobby se agitó nerviosamente por causa de Thomas.
Por alguna razón desconocida, cuanto más profundizaba en la maraña de palabras, más se desviaban sus pensamientos hacia Thomas. No podía ver ninguna conexión entre ambas cosas, así que intentó desterrar a Thomas de su mente y concentrarse en una explicación de lo experimentado. Pero Thomas regresaba, afable pero insistentemente, una vez y otra. Al cabo de un rato, Bobby tuvo la inquietante impresión de que había un nexo entre la explosión verbal y Thomas, aunque no tuviera ni la más mínima idea de lo que podía ser.
Peor aún…, pues, a medida que los kilómetros rodaban en el tacómetro y el coche alcanzaba el extremo occidental del valle, Bobby empezó a presentir que Thomas estaba en peligro. «Y por culpa mía y de Julie», pensó.
¿Peligro por parte de quién, de qué?
El mayor peligro que él y Julie afrontaban en aquel momento era Candy Pollard. Pero incluso ese riesgo acechaba en el futuro, pues Candy no tenía todavía noticia de ellos; no sabía que ambos estaban trabajando para Frank, y tal vez no lo supiera jamás, según marchasen las cosas en Santa Bárbara y El Encanto Heights. Desde luego, había visto a Bobby con Frank en la playa de Punaluu pero sin ningún fundamento para saber quién era Bobby. Por último, aunque Candy conociese la asociación entre Dakota amp; Dakota y Frank, no tenía por qué mezclar a Thomas en aquel asunto; Thomas representaba una parte distinta y separada de sus vidas. ¿O no?
– ¿Qué ocurre? -preguntó Julie mientras pasaba a un carril de la izquierda para adelantar a un inmenso Coors.
No veía ningún motivo para decirle que Thomas podría correr peligro. Eso la preocuparía e intranquilizaría. ¿Y, para qué había dado rienda suelta a su desbordante imaginación? Thomas estaba perfectamente a salvo en Cielo Vista.
– ¿Qué ocurre, Bobby?
– Nada.
– Entonces, ¿por qué te agitas tanto?
– Molestias de próstata.
Chanel n.° 5, el resplandor suave de una lámpara, las entrañables cretonas con dibujo de rosas y el papel de pared…
Candy rió, aliviado, cuando se materializó en el dormitorio, dejando atrás las balas en aquella cocina de Placentia, a más de cien kilómetros de distancia. Sus heridas se habían cerrado como si no hubiesen existido jamás. Quizás hubiera una onza de sangre y algunos jirones de tejido, porque una de las balas le había salido por la espalda arrastrándolos consigo antes de que pudiera efectuar el «teletransporte» para escapar al revólver. Sin embargo, todo lo demás estaba donde debía estar, y a su carne no le quedaba ni el recuerdo del dolor.
Durante medio minuto, permaneció de pie ante la cómoda aspirando a fondo la fragancia que se desprendía del pañuelo saturado de perfume. El aroma le infundió coraje y le recordó la necesidad ineludible de hacerles pagar caro el asesinato de su madre, a todos ellos, no sólo a Frank sino al mundo entero que había conspirado contra ella.
Se miró la cara en el espejo. La sangre de la mujer de ojos grises no le ensuciaba ya la barbilla ni los labios; la había dejado atrás, como hacía con la lluvia cuando se «teletransportaba» fuera de una tormenta. Pero todavía tenía su sabor en la boca. Y su imagen reflejada era sin duda la de la venganza personificada.
Confiando en el factor sorpresa y en su habilidad para fijar con precisión su punto de llegada ahora que estaba familiarizado con aquella cocina, Candy regresó a la casa de Clint.
Pero, una de dos, o la experiencia de haber recibido unos disparos le había trastornado más de lo que creía, o la furia que le estremecía había alcanzado el punto crítico en donde perturbaba su concentración.
Cualquiera que fuese la causa, Candy no llegó a donde se proponía sino a la puerta del garaje, a la derecha de Clint, y no lo bastante cerca para arrollarle y apoderarse del arma antes de que pudiera utilizarla.
De todas formas, Clint no estaba presente. Y el cuerpo de la mujer había sido retirado de la mesa. Sólo quedaba la sangre como prueba de que había perecido allí.
Candy no podía haber estado ausente más de un minuto… el tiempo que había pasado en la habitación de su madre más dos o tres segundos de tránsito en cada dirección. Esperaba regresar para encontrar a Clint inclinado sobre el cadáver, para lamentarse o para tomarle desesperadamente el pulso. Pero en cuanto se aseguró de que Candy había desaparecido, el hombre debió de coger en brazos el cuerpo y…, ¿y qué? Debió de abandonar raudo la casa esperando contra toda esperanza que quedase un leve soplo de vida en la mujer y sacándola de allí cuanto antes por si Candy volvía.
Maldiciendo por lo bajo y suplicando seguidamente el perdón de su madre y de Dios por su lenguaje soez, Candy intentó abrir la puerta del garaje. Estaba cerrada con llave.
Si Clint hubiese utilizado aquella salida no se habría entretenido en echar la llave después de salir.
Candy salió corriendo de la cocina, atravesó el comedor y marchó hacia el vestíbulo, frente a la sala de estar, para inspeccionar el jardín delantero y la calle. Pero oyó un ruido procedente del fondo de la casa y se detuvo antes de alcanzar la puerta principal. Cambió de dirección y regresó cautelosamente por el pasillo a los dormitorios.
Vio luz en una de las habitaciones. Abrió despacio la puerta y se aventuró a mirar adentro.
Clint acababa de colocar a la mujer sobre la cama de matrimonio y le bajaba las faldas hasta las rodillas mientras Candy le observaba. Todavía empuñaba el revólver.
Por segunda vez en menos de una hora, Candy oyó sirenas lejanas acercándose en la noche. Probablemente, los vecinos habrían telefoneado a la Policía después de oír el tiroteo.
Clint le vio en el umbral pero no alzó el arma. Tampoco dijo nada y la expresión de su estoico rostro permaneció inalterable. Parecía un sordomudo.
Candy se sintió nervioso e inseguro al observar el extraño comportamiento del hombre. Pensó que había bastantes probabilidades de que Clint hubiese vaciado el cargador en la cocina, incluso aunque él se hubiese «teletransportado» fuera de allí al recibir el segundo balazo. Era muy probable que él hubiera disparado todas las balas dejándose dominar por la rabia, el miedo o lo que quiera que sintiese. No podía haber llevado a la mujer hasta el dormitorio y cargado otra vez el arma durante el minuto en que Candy había estado ausente, lo que significaba que podía caminar sin ningún riesgo hasta el tipo y arrebatarle el arma.
Sin embargo, Candy permaneció en el umbral. Cualquiera de aquellos dos disparos podía haberle dado en pleno corazón. Su poder interno era grande pero no podía aplicarlo con la suficiente rapidez para vaporizar una bala.
En lugar de tratar de alguna forma con Candy, el hombre le volvió la espalda, rodeó la cama hasta el otro lado y se tendió junto a la mujer.
– ¿Qué diablos significa esto? -exclamó Candy.
Clint cogió la mano de la muerta. Con la otra mano empuñó el revólver. Volvió la cabeza sobre la almohada para mirarla y sus ojos brillaron con lo que podían ser lágrimas reprimidas. Luego, se aplicó el cañón del arma bajo la barbilla y apretó el gatillo.
Candy quedó tan consternado que por un momento fue incapaz de moverse o pensar en lo que debía hacer a continuación. Le sacó de su parálisis el ulular de las sirenas; entonces, comprendió que la pista desde Thomas a Bobby y Julie, quienesquiera que fuesen éstos, podía terminar allí si no descubría qué nexo tenía con ellos el hombre muerto sobre la cama. Si quería averiguar quién había sido Thomas, cómo había conocido su nombre Clint y cuántos más lo conocían, si quería saber el peligro que corría y cómo podía librarse de él, no debía desperdiciar esta oportunidad.
Corrió a la cama, hizo rodar el cadáver del hombre y sacó la cartera del bolsillo de sus pantalones. La abrió y vio el carné de investigador privado. Al lado, en otro compartimiento de plástico, vio la tarjeta comercial de Dakota amp; Dakota.
Candy rememoró una vaga imagen de las oficinas de Dakota amp; Dakota, que le había venido en la habitación de Thomas cuando consiguió la visión de Clint gracias al álbum de recortes. Vio unas señas en la tarjeta. Y debajo del nombre de Clint Karaghiosis, los nombres en letra menuda de Robert y Julie Dakota.
Fuera, las sirenas se extinguieron. Alguien aporreó la puerta de entrada. Dos voces gritaron:
– ¡Policía!
Candy tiró la cartera a un lado y cogió el arma de la mano del muerto. Abrió el cilindro. Era un arma de cinco disparos y todas las recámaras estaban ocupadas con las vainas vacías. Clint había disparado cuatro balas en la cocina, pero incluso en aquel momento de furia vengativa había tenido suficiente dominio sobre sí mismo para reservarse la última bala.
– ¿Sólo a causa de la mujer? -inquirió, desconcertado, Candy como si el hombre muerto pudiera contestarle-. ¿Porque ya no podías obtener amor sexual de ella? ¿Por qué tiene tanta importancia el sexo? ¿Es que no podías obtenerlo de otra mujer? ¿Por qué eran tan importantes las relaciones sexuales con ésta, hasta el punto de no querer vivir sin ellas?
Los agentes siguieron aporreando la puerta. Alguien habló por el megáfono, pero Candy no prestó atención a lo que decía.
Dejó caer el arma y se limpió la mano en los pantalones porque se sintió sucio de pronto. El hombre muerto había manejado el arma y parecía haber estado obsesionado con el sexo. Sin duda, el mundo era un pozo negro de lujuria y libertinaje. Candy celebró que Dios y su madre le hubiesen librado de ese deseo enfermizo que parecía infectar a casi todo el mundo.
Tras esas reflexiones, abandonó la casa de los pecadores.