Capítulo 11

Frank Pollard (alias James Román, alias George Farris) registró el portaequipajes del Chevy robado, encontró unas cuantas herramientas en una bolsa de fieltro y empleó un destornillador para quitar la matrícula del coche.

Media hora más tarde, después de recorrer algunos de los barrios más altos e incluso más tranquilos de la brumosa Laguna, aparcó en una oscura calle secundaria y cambió las matrículas del Chevy por las de un Oldsmobile. Con un poco de suerte, el propietario de éste no se percataría del trueque hasta pasados dos o tres días, quizás incluso una semana o más, y cuando denunciara el hecho, el Chevy no coincidiría con ningún otro vehículo en una lista candente de la Policía y, por tanto, su conducción sería relativamente segura. En cualquier caso, Frank se propuso desembarazarse del coche a la noche siguiente y, una de dos, birlar otro o utilizar algo del metálico de la bolsa de cuero para comprar por la vía legal un automóvil nuevo.

Aunque estaba exhausto, no juzgó prudente registrarse en un motel. Las cuatro y media de la madrugada era una hora endiabladamente extraña para buscar habitación. Por añadidura, iba sin afeitar, su espeso pelo estaba greñudo y grasiento, y tanto los pantalones como la camisa de franela azul a cuadros tenían mucha suciedad y arrugas de sus recientes aventuras. Lo que menos le interesaba era llamar la atención. Así que decidió dormir unas pocas horas dentro del coche.

Continuó la marcha hacia el sur, hasta Laguna Niguel; aquí aparcó en una tranquila calle residencial, bajo la inmensa copa de un datilero. Se estiró cuanto pudo en el asiento trasero, sin espacio suficiente para las piernas ni almohada, y cerró los ojos.

Por el momento no tuvo miedo de su desconocido perseguidor porque se figuró que el hombre no estaría ya en los alrededores. Como había burlado a su enemigo, por lo menos temporalmente, no tenía necesidad de permanecer alerta por si una cara hostil aparecía de repente en la ventanilla. También consiguió arrinconar en la mente todos los interrogantes sobre su identidad y el dinero de la bolsa de cuero; se sentía tan fatigado y su proceso mental era tan borroso que cualquier intento para hallar soluciones a esos misterios resultaría infructuoso.

Sin embargo, le mantenía despierto el recuerdo de los extraños acontecimientos en Anaheim, pocas horas antes: las aciagas rachas de viento, la misteriosa música de flauta o algo parecido, las explosiones de ventanas y neumáticos, el fallo de frenos y volante…

¿Quién habría entrado en aquel apartamento detrás de la luz azul? ¿Sería quién la palabra adecuada… o resultaría más acertado preguntar qué había estado siguiéndole?

Durante su precipitada huida desde Anaheim a Laguna no había tenido sosiego para reflexionar sobre aquellos extraños incidentes, pero ahora no podía quitárselos de la cabeza. Intuyó que había sobrevivido a un encuentro con algo sobrenatural. O, peor todavía, presintió que él sabía de lo que se trataba… y que su amnesia era autoinducida por el deseo profundo de olvidar.

Al cabo de un rato, ni el recuerdo de aquellos sucesos preternaturales fue suficiente para mantenerlo despierto. Lo último que cruzó su cerebro amodorrado cuando se sumía en la marea del sueño, fue la frase de cuatro palabras que se le había ocurrido cuando recobró el conocimiento en el desierto callejón: luciérnagas en un vendaval…

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