Jackie Jaxx no llegó a las oficinas de Dakota amp; Dakota hasta las cuatro y diez de la tarde del martes, una hora antes de que Bobby y Clint regresaran, y para disgusto de Julie se pasó media hora creando una atmósfera propicia para su trabajo. Opinó que la habitación estaba demasiado iluminada y por tanto cerró las persianas de las grandes ventanas, aunque el inminente crepúsculo invernal y unos nubarrones provenientes del Pacífico hubiesen arrebatado ya al día una buena parte de su luz. El hombre probó diferentes arreglos con las tres lámparas de bronce, cada una de las cuales estaba provista con una bombilla trifásica, lo cual le proporcionaba al parecer un número infinito de combinaciones; por último dejó una de ellas a setenta vatios, otra a treinta y la tercera apagada. Pidió a Frank que se trasladara desde el sofá a una de las sillas. Luego pensó que eso no funcionaría y entonces corrió la gran butaca de Julie fuera de la mesa y lo sentó en ella; acto seguido colocó frente a él cuatro sillas en semicírculo.
Julie pensó que Jackie podría haber trabajado igual o mejor con las persianas abiertas y las lámparas encendidas. Sin embargo, él seguía siendo un actor aunque estuviera fuera del escenario, y no podía resistirse a la tentación de ser teatral.
En años recientes, los ilusionistas habían renunciado a los seudónimos espectaculares como el Gran Blackwell o Harry Houdini por preferir nombres que al menos parecieran los verdaderos, pero Jackie era un tradicionalista. Así como el verdadero nombre de Houdini era Erich Weiss, Jackie había sido bautizado como David Carver. Como él practicaba la magia cómica, había procurado evitar los nombres misteriosos. Y como desde la pubertad ansiara formar parte de los clubes nocturnos de Las Vegas, había elegido una nueva identidad que para él y los de su círculo social sonaba a realeza de Nevada. Mientras otros chicos aspiraban a ser maestros, médicos, agentes inmobiliarios o mecánicos de automóviles, el joven David Carver soñaba con ser alguien como Jackie Jaxx; ahora, a Dios gracias, su sueño se había consumado.
Aunque se moviera entre un contrato de una semana en Reno y un trabajo de poca monta como acto inicial del espectáculo de Sammy Davis en Las Vegas, Jackie no se presentó en vaqueros ni vistiendo un traje ordinario, sino luciendo una indumentaria que podría haber llevado durante sus actuaciones: un sobrio traje negro con ribete verde esmeralda en la solapa y los puños de la chaqueta, una camisa verde para hacer juego y zapatos negros de charol. Jackie tenía treinta años, medía un metro cincuenta, era flaco, mostraba un bronceado canceroso, se teñía el pelo de un color negro tinta y exhibía unos dientes de una blancura feroz, poco naturales.
Tres años antes, Dakota amp; Dakota había sido contratada por un hotel de Las Vegas con el que Jackie tenía un contrato a largo plazo: entonces se le encomendó la ardua tarea de descubrir la identidad de un chantajista que intentaba despojar al ilusionista de casi todos los ingresos. Aquel caso tuvo muchos lances imprevistos, pero cuando ellos lo solucionaron, lo que más sorprendió a Julie fue el haber superado su antipatía hacia el ilusionista hasta el extremo de simpatizar con él. O casi.
Ahora Jackie se acomodó, por último, en la silla situada delante de Frank.
– Escucha Julie, tú y Clint os sentaréis a mi derecha, Bobby, a mi izquierda, por favor.
Julie no vio por qué razón no podría sentarse en la silla que le apeteciese, pero le siguió la corriente.
La mitad de la actuación de Jackie en Las Vegas incluía el hipnotismo y la explosión cómica del auditorio. Sus conocimientos sobre la hipnosis eran tan amplios y su saber sobre el funcionamiento del pensamiento en estado de trance tan profundo, que se le solía invitar a participar en las conferencias científicas con médicos, psicólogos y psiquiatras que exploraban las aplicaciones de la hipnosis. Quizá ellos pudieran haber persuadido a un psiquiatra para que les ayudara a bucear en la amnesia de Frank mediante una terapia de regresión hipnótica, pero resultaba dudoso que un médico estuviera tan capacitado como Jackie Jaxx para aquella tarea.
Además, por muy sorprendentes que fueran las averiguaciones de Jackie acerca de Frank, se podría contar con su silencio. Jackie debía mucho a Bobby y Julie, y a pesar de sus defectos era un hombre que pagaba sus deudas y tenía por lo menos una noción mínima de la lealtad, lo cual era una rareza en la cultura del espectáculo.
Bajo la melancólica luz ambarina de las dos lámparas de bronce y con el mundo oscureciéndose aprisa más allá de las persianas echadas, la voz suave y bien modulada de Jackie, llena de tonos bajos y ocasionales vibraciones dramáticas, solicitó la atención no sólo de Frank sino también de todos los presentes. Jackie utilizó una lágrima de cristal biselada, colgando de una cadena de oro, para atraer la atención de Frank, y rogó a los demás que miraran el rostro de Frank en lugar de la baratija para evitar un trance no deseado.
– Por favor, Frank, observa la luz que parpadea en el cristal, es una luz suave, encantadora, fluctuando de una faceta a otra, de una faceta a otra, una luz muy cálida y atrayente, fluctuando…
Al cabo de un rato, Julie, también algo adormecida por la cantilena deliberada de Jackie, observó que los ojos de Frank se ponían vidriosos.
A su lado, Clint abrió la pequeña grabadora que usara en la tarde del día anterior cuando Frank les había contado su historia.
Retorciendo todavía la cadena entre el pulgar y el índice para hacer girar la lágrima de cristal, Jackie dijo:
– Está bien, Frank, ahora te deslizas hacia un estado muy relajado, un estado profundamente relajado en el que escucharás sólo mi voz, ninguna otra, y responderás sólo a mi voz, a ninguna otra…
Cuando hubo puesto a Frank en estado de trance profundo y acabado de darle las instrucciones relacionadas con el inminente interrogatorio, Jackie le pidió que cerrara los ojos. Frank obedeció.
Jackie retiró la lágrima de cristal y preguntó:
– ¿Cómo te llamas?
– Frank Pollard.
– ¿Dónde vives?
– No lo sé.
Julie le había alertado por teléfono a primeras horas del día y le había contado la información que ellos intentaban sonsacar a su cliente, así que Jackie preguntó:
– ¿Has vivido alguna vez en El Encanto?
Un momento de vacilación. Luego:
– Sí.
La voz de Frank fue extrañamente monótona, el rostro tan macilento y lívido que el hombre semejaba casi un cadáver exhumado y revivificado por arte de magia para servir de puente entre los participantes de una sesión espiritista y aquellos con quienes deseaban hablar en la tierra de los muertos.
– ¿Recuerdas tus señas en El Encanto?
– No.
– ¿No eran Pacific Hill Road 1458?
Una expresión ceñuda alteró el rostro de Frank y al instante desapareció.
– Sí. Eso es lo que… Bobby lo averiguó… con el ordenador.
– Pero, ¿recuerdas de verdad ese lugar?
– No.
Jackie se ajustó su reloj Rolex y luego empleó ambas manos para alisarse el pelo negro y espeso.
– ¿Cuándo viviste en El Encanto, Frank?
– No lo sé.
– Debes decirme la verdad.
– Claro.
– No puedes mentirme, Frank, ni ocultarme nada. Eso es imposible en tu estado actual. ¿Cuándo viviste allí?
– No lo sé.
– ¿Irías solo allí?
– No lo sé.
– ¿Recuerdas haber estado anoche en el hospital, Frank?
– Sí.
– Y… ¿desapareciste?
– Ellos dijeron que lo hice.
– ¿Adonde fuiste tras tu desaparición, Frank?
Silencio.
– ¿Adonde fuiste, Frank?
– Tengo… tengo miedo.
– ¿Por qué?
– No lo sé. No puedo pensar.
– Escucha, Frank, ¿recuerdas haberte despertado dentro de tu coche el pasado jueves por la mañana, aparcado en una calle de Laguna Beach?
– Sí.
– Tenías las manos llenas de arena negra.
– Sí. -Frank se limpió las manos sobre los muslos como si sintiera los granos negros adheridos a sus sudorosas palmas.;
– ¿Dónde te ensuciaste de arena, Frank?
– No lo sé.
– Descansa un poco. Piénsalo bien.
– No lo sé.
– ¿Recuerdas haberte registrado más tarde en un motel… y haber dormido para despertar todo lleno de sangre?
– Lo recuerdo. -Frank reprimió un estremecimiento.
– ¿De dónde provenía esa sangre, Frank?
– No lo sé -contestó abatido él.
– Era sangre de gato. ¿Sabías que era sangre de gato?
– No. -Sus pestañas se agitaron pero no abrió los ojos-. ¿Sólo sangre de gato? ¿De verdad?
– ¿Recuerdas haber visto algún gato aquel día?
– No.
Evidentemente, se requeriría una técnica más agresiva para obtener las respuestas deseadas. Jackie optó por hablar a Frank en sentido retrospectivo, haciéndole retroceder a su ingreso en el hospital del día anterior, luego aún más hasta el momento en que había despertado en el callejón de Anaheim a primeras horas del jueves, desconociendo todo salvo su nombre. Su memoria podría retraerse más allá de ese punto si fuese posible inducirle a atravesar el velo de amnesia y recuperar su pasado.
Julie se inclinó un poco hacia delante para mirar por encima de Jackie Jaxx, preguntándose si Bobby estaría disfrutando del espectáculo. Se figuró que el cristal giratorio y los restantes artificios estimularían su espíritu infantil de aventura y por tanto esperó verlo sonriente, con ojos brillantes.
Sin embargo, Bobby tenía un aspecto sombrío. Debía de tener los dientes apretados porque los músculos de las mandíbulas estaban tensos. Bobby le había contado lo que averiguaron en casa de Dyson Manfred, y ella había quedado tan asombrada y perturbada como él y Clint. Pero eso no parecía explicar su talante actual. Tal vez Bobby estuviera todavía nervioso por el recuerdo de los bichos en el estudio del entomólogo. O tal vez continuara inquieto por ese sueño que había tenido la semana pasada: la «cosa malévola» se está acercando, la «cosa malévola»…
Ella había descartado aquel sueño como algo insignificante. Ahora, se preguntaba si no habría sido verdaderamente profético. Después de todos los hechos misteriosos que Frank había introducido en sus vidas, se mostraba más propensa a creer en cosas tales como augurios, visiones y presciencia derivada de los sueños.
La «cosa malévola» se está acercando, la «cosa malévola»…
Quizá la cosa malévola fuera el señor Luz Azul.
Jackie hizo regresar a Frank hasta el callejón, hasta el momento en que despertara por primera vez, desorientado y confuso, en un lugar extraño.
– Ahora retrocede más, Frank, sólo un poco más, sólo unos segundos más, unos pocos más, atrás, atrás, más allá de la oscuridad absoluta, más allá del muro negro en tu mente.
Desde que había comenzado el interrogatorio, Frank había parecido menguar en la butaca de Julie, como si estuviera hecho de cera y sometido a una llama. También había palidecido aún más, si tal cosa fuese posible, estaba tan blanco como la parafina de una vela. Pero ahora, al verse forzado a retroceder por la oscuridad de su mente hacia la luz de la memoria en el otro lado, se irguió sobre su asiento, aferró los brazos de la butaca y apretó tanto que casi pudo haber destrozado el vinilo del tapizado. Pareció crecer, volver a su tamaño normal, como si hubiera bebido uno de los elixires mágicos que Alicia ingiriera durante sus aventuras en el extremo final de la conejera.
– ¿Dónde estamos ahora? -preguntó Jackie.
Los ojos de Frank se movieron bajo los párpados cerrados, un sonido inarticulado, ahogado, surgió de sus labios.
– ¿Dónde estás ahora? -insistió Jackie con afabilidad no exenta de firmeza.
– Luciérnagas -dijo balbuciente Frank-. Luciérnagas en un vendaval. -Empezó a respirar aprisa, anhelante, como si tuviera dificultad para introducir aire en sus pulmones.
– ¿Qué quieres decir con eso, Frank?
– Luciérnagas…
– ¿Dónde estás, Frank?
– Por todas partes. Y en ninguna.
– En la California meridional no tenemos luciérnagas, Frank, así que debe de ser un lugar distinto. Piensa, Frank. Ahora mira a tu alrededor y dime dónde estás.
– En ninguna parte.
Jackie hizo otras cuantas tentativas para hacerle describir sus alrededores y ser más específico sobre la naturaleza de las luciérnagas, pero todo fue inútil.
– Muévelo desde ahí -sugirió Bobby-. Todavía más atrás.
Julie miró la grabadora en la mano de Clint y vio girar las bobinas tras la ventanilla de plástico.
Con su voz melódica y vibrante llena de sugerentes cadencias rítmicas, Jackie ordenó a Frank que regresara más allá de la oscuridad moteada de luciérnagas.
De improviso, Frank dijo:
– ¿Qué estoy haciendo aquí? -No se refería a las oficinas de Dakota amp; Dakota sino al lugar adonde le había arrastrado Jackie Jaxx en su memoria-. ¿Por qué aquí?
– ¿En dónde estás, Frank?
– En la casa. ¿Qué diablos estoy haciendo aquí? ¿Por qué llegué aquí? Esto es una locura. Yo no debería estar aquí.
– ¿De quién es la casa, Frank? -preguntó Bobby.
Como se le había advertido que sólo escuchase la voz del hipnotizador, Frank no contestó hasta que Jackie repitió la pregunta. Entonces, dijo:
– La casa de ella. Es la casa de ella. Ella está muerta, por supuesto, lo está desde hace siete años, pero esto sigue siendo su casa, siempre lo será, la pena merodeará por el lugar, no se puede destruir a un ser maligno semejante, no por completo, parte de él subsiste en las habitaciones donde ha vivido.
– ¿Quién era ella, Frank?
– Mi madre.
– ¿Tu madre? ¿Cómo se llamaba?
– Roselle. Roselle Pollard.
– ¿Y es ésa la casa, en Pacific Hill Road?
– Sí. ¡Mírala, Dios mío! ¡Qué lugar! ¡Qué lugar tan oscuro y tan malsano! ¿Acaso la gente no puede ver que es un lugar malsano? ¿No puede ver que ahí vive algo terrible? -Dicho esto comenzó a llorar. Las lágrimas se agolparon en sus ojos, luego resbalaron por sus mejillas. La angustia le desfiguraba la voz-. ¿No puede ver lo que hay ahí, lo que se oculta ahí y engendra malevolencia en ese lugar malsano? ¿Está ciega la gente? ¿O es que no quiere ver?
Julie quedó cautivada por la voz desgarrada de Frank y por la agonía que había descompuesto su rostro hasta hacerlo parecer el semblante contrito de un niño perdido y aterrado. Pero apartó la vista de él y miró más allá del hipnotizador para ver si Bobby había reaccionado al escuchar las palabras «lugar malsano».
Él la estaba mirando. La expresión de inquietud que oscurecía sus ojos azules era prueba suficiente de que aquella referencia no le había pasado inadvertida.
Por el otro extremo de la habitación entró Lee Chen llevando unos cuantos impresos. Cerró muy despacio la puerta. Julie se llevó un dedo a los labios, luego le hizo señas para que se sentara en el sofá.
Jackie habló tranquilizadoramente a Frank intentando disipar el miedo que le electrizaba.
Repentinamente, Frank dejó escapar un grito de terror. Sonó como el de un animal aterrorizado. Se sentó todavía más tieso.
Temblaba de pies a cabeza. Abrió los ojos pero, evidentemente, no vio nada de la habitación; siguió en trance.
– ¡Ah, Dios mío! Él se está aproximando, las mellizas deben de haberle dicho que estoy aquí. ¡Se está aproximando!
El terror de Frank era tan genuino e intenso que se le contagió a Julie. El corazón aceleró sus latidos mientras ella empezaba a jadear con ansia.
Intentando serenar a su sujeto lo suficiente para hacerle cooperar, Jackie dijo:
– Cálmate, Frank, relájate y cálmate. Nadie quiere hacerte daño. No te sucederá nada desagradable. Tranquilo y relajado, tranquilo…
Frank negó con la cabeza.
– No, no, él está acercándose, está acercándose, esta vez me atrapará. Maldita sea ¿por qué vine aquí? ¿Por qué volví y le di la oportunidad de atraparme?
– Ahora, relájate…
– ¡Está ahí! -Frank intentó levantarse, pareció incapaz de hacerlo y hundió aún más los dedos en el tapizado vinílico de la butaca-. Él está ahí, y me ve, me está viendo.
Bobby preguntó:
– ¿Quién es él, Frank? -Y Jackie repitió la pregunta.
– Candy. ¡Él es Candy! -Cuando se le pidió otra vez el nombre de aquella persona que tanto temía, repitió-: Candy.
– ¿Se llama Candy?
– ¡Me está viendo!
En un tono más enérgico y autoritario, Jackie dijo:
– Tranquilízate, Frank. Te tranquilizarás y relajarás.
Pero Frank se agitó aún más. Rompió a sudar. Sus ojos, fijos en un lugar y un tiempo distantes, se desorbitaron.
– No tengo ya mucho control sobre él -dijo, preocupado, Jackie-. Debo hacerle volver en sí.
Bobby se adelantó hasta el borde de su silla.
– No, todavía no. Dentro de un minuto. Pero todavía no. Pregúntale por Candy. ¿Quién es ese tipo?
Jackie repitió la pregunta.
– Es la muerte -respondió Frank.
Frunciendo el ceño Jackie dijo:
– Eso no es una respuesta clara, Frank.
– Él es la muerte andante, la muerte viviente, es mi hermano, el hijo de ella, su hijo favorito, su súcubo, y yo le odio. Él quiere matarme. ¡Aquí viene!
Lanzando un lastimoso balido de terror, Frank empezó a abandonar la butaca.
Jackie le ordenó que permaneciera en su sitio.
Frank se sentó a regañadientes pero su terror aumentó porque vio que Candy se le aproximaba.
Jackie intentó sacarlo de aquel lugar lejano en el pasado, traerlo al presente, hacerle salir de su trance, pero todo fue en vano.
– Tengo que huir ahora; ¡ahora, ahora! -gritó, desesperado, Frank.
Julie se asustó por él, pues no había visto nunca a nadie tan patético y vulnerable. Estaba empapado de un sudor frío y estremecido por violentos temblores. El pelo le caía sobre la frente y los ojos, pero no le impedía contemplar la visión terrorífica que él mismo evocaba desde su pasado. Aferraba los brazos de la butaca con tanta fiereza que finalmente una uña de su mano derecha perforó el tapizado vinílico.
– Necesito salir de aquí -repetía, sin cesar, Frank.
Jackie le ordenó que no se moviera.
– ¡No, he de huir de él!
Jackie Jaxx dijo a Bobby:
– Jamás me ha sucedido esto, he perdido todo control sobre él. Míralo, por Dios, temo que pueda surgir un ataque cardíaco.
– Vamos, Jackie, tienes que ayudarle -dijo enérgicamente Bobby. Luego, se levantó para acuclillarse junto a Frank y cubrirle una mano con la suya en un gesto de consuelo y ánimo.
– No hagas eso, Bobby -dijo Clint. Y se levantó tan raudo que dejó caer la grabadora que tenía equilibrada sobre un muslo.
Bobby no hizo caso a Clint porque estaba demasiado enfrascado con Frank, quien temblaba sin freno delante de ellos. El hombre era como una caldera con una válvula de escape atascada y llena hasta el punto de estallar, no con vapor a presión sino con terror maníaco. Bobby quería tranquilizarle, cosa que Jackie no había conseguido.
Por un instante, Julie no comprendió lo que había hecho saltar así a Clint. Pero sí que Bobby había visto lo que les había pasado inadvertido a los demás: Frank sangraba por la mano derecha. Bobby no le había puesto la mano encima para darle consuelo; se esforzaba por que Frank soltara la presa que había hecho en el brazo de la butaca, pues al aferrarse así había roto el tapizado vinílico y se había cortado con alguna tachuela suelta.
– ¡Se aproxima! ¡He de huir! -Frank soltó la butaca, asió la mano de Bobby y se levantó arrastrándolo consigo.
Súbitamente, Julie comprendió lo que Clint temía y se levantó tan aprisa que volcó la silla.
– ¡Suéltate, Bobby!
Dominado por el pavor ante la visión de su asesino hermano, Frank lanzó un alarido. Dejando escapar un silbido como el vapor de una locomotora, se desvaneció. Y se llevó detrás a Bobby.