Capítulo 48

Cuando regresó directamente desde Japón a la cocina de la casa de su madre, Candy hirvió de cólera, y cuando vio a los gatos sobre la mesa en donde solía comer, su cólera se convirtió en furia incontenible. Violet estaba sentada en una silla ante la mesa y su siempre silenciosa hermana ocupaba otra silla junto a ella, pendiente de sus labios. Los gatos ronroneaban alrededor de sus sillas y sus pies, y cinco de los más grandes estaban sobre la mesa comiendo las migajas de jamón con que les alimentaba Violet.

– ¿Qué estás haciendo? -preguntó él.

Violet no se dignó reconocer su presencia con una palabra ni siquiera una ojeada. Su mirada estaba trabada con la de un morrongo gris oscuro que se sentaba tan erecto como la estatua de un gato en un templo egipcio, mordisqueando unas partículas de carne que ella le ofrecía en su pálida palma.

– Estoy hablándote -dijo, autoritariamente él.

Pero ella no contestó. Candy estaba harto de sus silencios, de su infinita impasibilidad. Si no fuera por la promesa que había hecho a su madre ya se habría nutrido de ella. Habían transcurrido muchos años desde que probó la ambrosia en las venas de su santa madre, y había pensado a menudo que, en cierto modo, la sangre de Violet y Verbina era la misma que había fluido por las arterias de Roselle. Se preguntaba cómo sabría la sangre de sus hermanas, y a veces había soñado con ello.

Inclinándose sobre Violet y mirándola fijamente mientras ella continuaba comunicándose con el gato gris, gritó:

– ¡Aquí como yo, maldita sea!

Violet siguió sin decir nada y Candy golpeó su mano haciendo saltar por los aires los trozos de jamón. También barrió de la mesa el plato de jamón, y sintió una enorme satisfacción al oír cómo se estrellaba contra el suelo.

Su furia dejó impávidos a los cinco gatos que estaban sobre la mesa, mientras que los numerosos felinos que se movían por el suelo escucharon sin alterarse el ruido estrepitoso de la porcelana rota.

Por fin, Violet volvió la cabeza y la ladeó hacia arriba para mirar a Candy.

Secundando a su ama, los gatos que había sobre la mesa volvieron también la cabeza para mirar altaneros, como si quisieran darle a entender el singular honor que le hacían al prestarle un mínimo de atención.

Esa actitud era también evidente en la desdeñosa mirada de Violet y en la leve sonrisa que curvó las comisuras de su jugosa boca. Más de una vez, le había parecido fulminante su mirada directa y al punto había apartado la vista, nervioso y confuso. Seguro de superarla en todos los aspectos, le dejaba perplejo su indefectible capacidad para derrotarle u obligarle a emprender una apresurada retirada, con sólo una mirada.

Pero esta vez sería diferente. Nunca se había sentido tan furioso como en aquel momento, ni siquiera siete años atrás cuando encontró el cuerpo ensangrentado y mutilado de su madre y averiguó que Frank había empuñado el hacha. Ahora, estaba más enfurecido porque la rabia antigua no había remitido jamás; se había ido acumulando durante todos aquellos años, alimentada por la humillación de sus repetidos fracasos al intentar poner las manos encima a Frank. Ahora, era una bilis negra que fluía por sus venas, bañaba los músculos de su corazón y nutría las células de su cerebro, donde se multiplicaban las visiones de venganza. Negándose a dejarse acobardar por su mirada, aferró su delgado brazo y la hizo saltar de la silla.

Verbina dejó escapar un leve gemido al verse separada de su hermana, como si fuesen mellizas siamesas, como si hubiese habido rotura de tejidos y fractura de huesos.

Acercando su cara a la de Violet y salpicándola de saliva, Candy farfulló:

– Nuestra madre tenía un gato, sólo uno, a ella le gustaban las cosas limpias, nítidas, ella no aprobaría este desbarajuste, esta hedionda prole bajo tus órdenes.

– ¡A quién le importa eso! -replicó Violet, con un tono a la vez indiferente y burlón-. Ella está muerta.

Candy la hizo levantarse, asiéndola por ambos brazos. La silla cayó con estruendo. Luego, la golpeó contra la puerta de la despensa con tanta fuerza que sonó como una explosión, haciendo vibrar los cristales de las ventanas y tintinear la vajilla sucia sobre una encimera próxima. Tuvo la satisfacción de ver cómo su cara se contraía de dolor y sus ojos se ponían en blanco. Si la hubiese golpeado un poco más fuerte contra la puerta, podría haberle roto la espina dorsal. Clavó sus dedos en la pálida carne de los brazos y, apartándola de la puerta, la hizo chocar otra vez contra ella aunque no tan fuerte como antes, sólo para advertirle que podría hacerlo más la próxima vez si seguía incomodándole.

Violet dejó caer la cabeza porque estaba casi inconsciente. Sin el menor esfuerzo, él la mantuvo contra la puerta levantándola unos veinte centímetros del suelo, como si la muchacha no pesara nada, obligándola a considerar su increíble fuerza. Luego, esperó a que recobrara el conocimiento.

La joven tenía dificultades para respirar, y cuando al fin recobró el aliento y levantó la cabeza para mirarle, él esperaba ver a una Violet diferente. Hasta entonces nunca la había pegado. Había cruzado una línea fatal, una que jamás pensó traspasar. Había tenido siempre presente la promesa a su madre y había protegido a sus hermanas del peligroso mundo exterior, les había proporcionado alimentos, les había dado calor en el tiempo frío y frescura en el cálido pero, año tras año, había cumplido sus obligaciones fraternas con una frustración creciente, espantado de su desvergüenza y su misterioso comportamiento. Ahora, comprendió que disciplinarlas debía ser una parte natural de su actuación protectora; probablemente, su madre, habría desesperado, arriba en el cielo por que llegara a comprender algún día aquella necesidad de disciplina. Había visto la luz gracias a su furia. Sentaba bien eso de hacer un poco de daño a Violet, sólo el suficiente para hacerla razonar e impedir que se sumiera aún más en la decadencia y la sensualidad animal de que se había rodeado.

Tras esas reflexiones consideró que era justo castigarla. Esperó ansioso a que su hermana levantara la cabeza y le mirara, porque comprendió que los dos habían entrado en unas relaciones nuevas y que el descubrimiento de ese cambio profundo se evidenciaría en sus ojos.

Al fin, respirando con más normalidad, Violet alzó la cabeza y buscó los ojos de Candy. Ante su sorpresa, nada de su inspiración había hecho mella en su hermana. Su melena rubia le caía sobre la cara y le miraba entre las greñas como un animal salvaje atisbando a través de una crin revuelta por el viento. En sus ojos de un azul glacial, Candy percibió algo más extraño y primitivo de todo cuanto viera jamás. Salvajismo jubiloso. Hambre indefinible. Necesidad apremiante. Aunque había salido maltrecha del encontronazo con la puerta de la despensa, una sonrisa se dibujó en sus labios llenos. Abrió la boca y le hizo sentir su ardiente aliento en el rostro, mientras decía:

– Eres fuerte. Incluso a los gatos les gusta sentir tus forzudas manos en mí… y también a Verbina.

El se fijó en sus largas piernas desnudas. La sutileza de sus bragas. La forma en que su camiseta roja de manga corta se tensaba para acentuar su liso vientre. La redondez de sus pechos llenos que aún lo parecían más por contraste con la esbeltez del cuerpo. El perfil agresivo de sus pezones presionando contra el fino tejido. La suavidad de su piel. Su olor.

La repugnancia le ahogó como pus surgiendo de un secreto absceso interno y la soltó en el acto. Al volverse, vio que los gatos le miraban. Y, aún peor, no se habían movido de su sitio desde que él arrancó a Violet de la silla, como si ni por un instante les hubiese asustado tanta violencia. El sabía lo que significaba su impasibilidad: tampoco se había asustado Violet, y su respuesta erótica acompañada de una burlona sonrisa no había sido fingida.

Verbina estaba repanchigada en su silla, con la cabeza baja porque era incapaz de mirarle directamente, como lo había sido siempre. Pero sonreía, y metía la mano izquierda entre las piernas mientras sus largos dedos trazaban círculos perezosamente en el fino material de las bragas, bajo las que se veía la hendidura oscura de su sexo. Candy no necesitó más para comprobar que algo del deseo enfermizo de Violet se había transmitido a Verbina. También le volvió la espalda, iracundo.

Procuró abandonar aprisa la estancia aunque sin dar la impresión de que huía de ellas.

En su dormitorio aromatizado, a salvo entre las pertenencias de su madre, Candy cerró la puerta con llave. No podía explicarse por qué se sentía más seguro con la cerradura echada, aunque tenía la certeza de que no era por miedo a sus hermanas. Ellas no le asustaban. Más bien eran dignas de lástima.

Durante un rato estuvo sentado en la mecedora de Roselle, recordando los tiempos de la niñez, cuando él se acurrucaba en su regazo y chupaba satisfecho la sangre de una herida que ella misma se había infligido en el pulgar o la parte carnosa de la palma. Una vez, por desgracia sólo una, ella se había hecho una incisión de un centímetro en un pecho y le había acunado en su seno mientras él bebía la sangre de la carne por donde otras madres daban y otros niños recibían la leche materna.

Tenía cinco años la noche en que probó la sangre de su pecho en aquella misma habitación y aquella misma butaca. Ahora, Frank tenía siete años y dormía en la habitación del final del pasillo, y las mellizas, que acababan de cumplir un año, dormían en su cuna, en una habitación frente a la de su madre. Estar solo con ella mientras los demás dormían, le hacía sentirse único y elegido, máxime cuando su madre compartía con él el rico líquido de sus arterias y venas que ella no ofrecía nunca a sus otros retoños; era una comunión sagrada que ambos mantenían en secreto.

Candy recordó haberse casi desmayado aquella noche, no sólo por el gusto fuerte de su rica sangre y el amor sin límites que simbolizaba ese don, sino también por el mecimiento regular del asiento y el ritmo adormecedor de su voz. Mientras él chupaba, ella le alisaba el pelo y le hablaba de los intrincados planes de Dios para el mundo. Le explicaba, como había hecho antes muchas veces, que Dios perdonaba el acto violento cuando se cometía en defensa de aquellos que eran buenos y justos. Según le decía, Dios había creado hombres que medraban con sangre, de modo que se los pudiera utilizar como instrumentos terrenos de la venganza divina a favor de los justos. Su familia era justa, y Dios le había enviado a Candy para que fuera su protector. Nada de eso era nuevo. Pero aunque su madre le hubiese hablado muchas veces de esas cosas durante sus comuniones secretas, Candy no se cansaba nunca de oírlas. Los niños suelen disfrutar cuando oyen de forma repetida su cuento favorito.

Y, como ocurre con ciertos cuentos particularmente mágicos, aquella historia no sólo se hizo más familiar con la repetición, sino también más misteriosa y atrayente.

Sin embargo, aquella noche, cuando cumplió seis años, la historia tomó un nuevo giro. Según le dijo su madre, había llegado la hora de aplicar los sorprendentes talentos que le habían sido conferidos al cumplir los tres años, la misma edad en que se hicieron evidentes los dones mucho más modestos de Frank. Sus facultades telecinéticas y, sobre todo, su talento para el transporte telecinético de su propio cuerpo cautivaron a Roselle, quien vio al punto sus posibilidades. Nunca más necesitarían dinero si él pudiese «teletransportarse» de noche a lugares en donde se guardara dinero y objetos valiosos: cajas acorazadas de Bancos, joyeros de ricos, cajas de caudales de las mansiones de Beverly Hills. Y si él pudiera materializarse en las viviendas de familias enemigas de los Pollard mientras todos dormían, la venganza podría consumarse sin temor a represalias.

– Hay un hombre llamado Salfont -le susurró su madre mientras él se nutría de su pecho herido. Es abogado, uno de esos chacales que explotan a las gentes decentes, no hay nada bueno en él, nada bueno. Él administraba los bienes de mi padre… Me refiero a tu querido abuelo, pequeño Candy… Él legalizó su testamento, cargó demasiado, en exceso, era codicioso. Todos esos abogados son codiciosos.

El tono tranquilo, arrullador con que hablaba contrastaba con la cólera que exteriorizaba, pero esa contradicción acrecentaba la calidad hipnótica, dulce de su mensaje.

– Durante años he intentado que me devuelva una parte de los honorarios, como merezco. He recurrido a otros abogados, pero todos dicen que sus honorarios son razonables, se apoyan unos a otros, todos son iguales, guisantes de una misma vaina, pequeños guisantes podridos en pequeñas vainas podridas. Lo llevé a los tribunales, pero los jueces son sólo abogados con toga negra, esa pandilla codiciosa me puso enferma. Esto me preocupa desde hace años, pequeño Candy, no puedo quitármelo de la cabeza. Ese Donald Salfont, residiendo en su gran mansión de Montecito, estafando a la gente, estafándome a mí, debe pagar por lo que hace. ¿No lo crees así, pequeño Candy? ¿No crees que debe pagar?

Por entonces, él tenía cinco años y no estaba muy desarrollado para su edad, como estaría a los nueve o diez años. Aunque pudiera «teletransportarse» al dormitorio de los Salfont, la ventaja de la sorpresa podría no ser suficiente para asegurar el éxito. Si Salfont y su esposa estuvieran despiertos cuando llegase o si el primer navajazo no acertara a matar al abogado y le despertara en un defensivo pánico, Candy no podría dominarlo. Entonces, correría peligro de que lo apresaran o le hicieran daño porque no podía «teletransportarse» a casa en un instante. La Policía daría crédito a un hombre como Salfont, incluso aunque se considerara fantástica la acusación de asesinato contra un niño de cinco años. Luego, visitarían la casa Pollard, haciendo preguntas, fisgoneando, y Dios sabe lo que encontrarían o sospecharían.

– Así que no puedes matarle, aunque él lo merezca -murmuraba Roselle mientras acunaba a su hijo predilecto. Y le miraba fijamente buscando sus ojos, al tiempo que él levantaba la vista desde el pecho descubierto. En su lugar, lo que debes hacer es llevarte algo suyo como venganza por el dinero que me robó, algo inestimable para él. Hay un nuevo bebé en la casa Salfont. Lo leí en el periódico hace pocos meses, una niñita a quien llaman Rebekah Elizabeth. Y yo te pregunto, ¿qué clase de nombre es ése para una niña? Se me antoja sumamente pretencioso, la clase de nombre que un abogado de postín y su esposa darían a un bebé porque ellos se creen mejores que las demás personas. Elizabeth es nombre de reina, ¿sabes? Y fíjate lo que Rebekah es en la Biblia. Fíjate cómo se vanaglorian ellos y su pequeña mocosa. Rebekah… ahora tiene casi seis meses, la han tenido ya el tiempo suficiente para echarla de menos cuando haya desaparecido. Mañana te llevaré en el coche por delante de su casa, mi precioso Candy, para que veas dónde está, y mañana por la noche irás allí y les llevarás la venganza del Señor, mi venganza. Ellos pensarán que una rata entró en la habitación, o algo parecido, y se culparán hasta el día en que mueran.

La garganta de Rebekah Salfont había sido tierna, su sangre, sabrosa. Así, pues, Candy disfrutó de la aventura, la emoción de entrar en la casa de unos desconocidos sin su permiso ni conocimiento. Matar a la niña mientras los adultos dormían en la habitación contigua le dio una sensación de poder. Siendo sólo un niño, franqueó sus defensas y asestó un golpe en nombre de su madre, lo que le convirtió hasta cierto punto en el hombre de la familia Pollard. Aquella sensación embriagadora añadió un elemento de gloria a la excitación de la matanza.

Desde entonces, la exigencia de venganza de su madre fue irresistible.

Durante los primeros años de su misión, los lactantes y los niños muy pequeños fueron sus únicas presas. A veces, para no dar pistas a la Policía, no los mordía sino que empleaba otros medios para matarlos, y en ocasiones se los llevó consigo, los «teletransportó» fuera de la casa, de modo que nadie los encontrara nunca más.

No obstante, si los enemigos de Roselle hubiesen sido todos de los alrededores de Santa Bárbara, hubiera sido imposible ocultar las pistas. Pero ella exigía a menudo venganza contra personas residentes en lugares distantes, sobre las que leía en periódicos y revistas.

Recordaba, en particular, a una familia del Estado de Nueva York que había ganado millones de dólares en la lotería. Su madre pensaba que su buena suerte había sido a expensas de la familia Pollard, y que aquella gente era demasiado codiciosa para que se le permitiera vivir. Por aquel entonces, Candy tenía catorce años y no había comprendido el razonamiento de su madre pero tampoco lo puso en entredicho. Para él, su madre era la única fuente de verdad, y la idea de desobedecerla no le había pasado jamás por la cabeza. Mató a los cinco miembros de aquella familia en Nueva York y luego incendió su casa hasta los cimientos con los cuerpos dentro.

La sed de venganza de su madre seguía un ciclo previsible. Inmediatamente después de que Candy matara a alguien en su nombre, se sentía feliz y forjaba múltiples planes para el futuro. Solía prepararle exquisitos platos especiales y cantaba con voz melodiosa mientras trabajaba en la cocina; también empezaba una nueva colcha o un elaborado trabajo de punto. Pero a las cuatro semanas, más o menos, su felicidad se extinguía como la luz de una bombilla en un reóstato y, transcurrido casi un mes desde el día de la matanza, había perdido todo interés por la cocina y las labores de punto y empezaba a hablar de otras personas que la habían ofendido a ella y, por extensión, a la familia Pollard. Al cabo de dos o cuatro semanas más, había fijado ya un blanco y despachaba a Candy para cumplir su misión. En consecuencia, él mataba sólo seis o siete veces al año.

Ello solía satisfacer a Roselle, pero Candy se sentía cada vez más insatisfecho a medida que crecía. No sólo había adquirido una insaciable sed de sangre, sino también un anhelo que a veces le abrumaba. Asimismo, la emoción de la cacería le intoxicaba, y la añoraba como un alcohólico añora la botella. Por añadidura, la disparatada hostilidad del mundo respecto a su bendita madre le inducía a matar con más frecuencia. Algunas veces, parecía como si virtualmente todo el mundo estuviese contra ella, maquinando para causarle daño físico o arrebatarle el dinero que por derecho le pertenecía. Sus enemigos no escaseaban. Recordaba los días en que el miedo atenazaba a su madre; entonces, ordenaba que se cerraran todas las persianas y cortinas, se echara llave a las puertas, y algunas veces incluso se levantaran barricadas con sillas y muebles, contra el ataque de unos adversarios que nunca llegaban pero podían llegar. En aquellos días negativos ella se tornaba pesimista y le decía que, siendo tantas las personas dispuestas a capturarla, él no podría protegerla hasta la eternidad. Cuando él le suplicaba que le dejara actuar, ella se negaba y decía:

– Es un caso sin esperanza.

Entonces, como ahora, él procuraba suplir los asesinatos no aprobados por incursiones por los desfiladeros en busca de pequeños animales. Pero aquellas fiestas sangrientas, aun siendo ricas como lo eran a veces, nunca colmaban su sed como cuando el vaso sanguíneo era humano.

Entristecido por tantas rememoraciones, Candy se levantó de la mecedora y paseó nerviosamente por la habitación. Como la persiana estaba subida, se detuvo para mirar por la ventana la noche con creciente interés.

Después de fracasar en su intento de apresar a Frank y al desconocido a quien éste «teletransportara» consigo en el patio trasero, y después de que su enfrentamiento con Violet tomase un giro imprevisto causándole una furia inextinguible, Candy se sintió hervir dispuesto a matar pero necesitado de un blanco. No habiendo a la vista ningún enemigo de la familia, tendría que degollar a personas inocentes o a las pequeñas criaturas que habitaban los desfiladeros. Pero había un problema: temía suscitar la decepción de su santa madre, allá arriba en el cielo, y por otra parte no le apetecían las tímidas bestias de sangre poco densa.

Su frustración y su necesidad crecieron por momentos. Sabía que se proponía hacer algo que lamentaría más tarde, algo por lo que Roselle le volvería la espalda durante algún tiempo.

Entonces, justo cuando se sentía a punto de explotar, le salvó la irrupción de un enemigo genuino.

Una mano le tocó la nuca.

Se volvió, raudo, y sintió que la mano se retiraba al mismo tiempo.

Había sido una mano fantasmal. Allí no había nadie.

Pero sabía que era la misma presencia que había sentido la noche anterior en el desfiladero. Alguien allí fuera, ajeno a la familia Pollard, poseía cierta facultad psíquica, y el hecho de que Roselle no fuera su madre le convertía en un enemigo a quien se debía buscar y eliminar. Aquella misma persona le había visitado varias veces a primeras horas de la tarde, tratando de tocarle y explorándole pero sin establecer pleno contacto.

Candy volvió a la mecedora. Si un enemigo real estaba dispuesto a hacer su aparición valdría la pena esperarle.

Pocos minutos después, sintió otra vez el toque. Leve, vacilante, retirándose aprisa.

Sonrió. Empezó a mecerse. Incluso tarareó por lo bajo una de las canciones favoritas de su madre.

Cubrir de ceniza las brasas del furor hacía que éstas ardieran cada vez mejor. Cuando el tímido visitante cobrara audacia, el fuego estaría al rojo vivo y las llamas lo devorarían.

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