Capítulo 30

Cuando cayó la noche en aquel lunes lluvioso, Bobby Dakota, plantado ante la ventana del hospital, dijo:

– No disfrutas de una gran vista, Frank. A menos que te gusten los aparcamientos. -Se volvió e inspeccionó la pequeña y blanca habitación. Aunque los hospitales le ponían la carne de gallina, se guardó mucho de expresar aquel sentimiento a Frank-. Desde luego la decoración no será presentada por ahora en el Architectural Digest pero es bastante confortable. Tienes televisión, revistas y tres comidas diarias en la cama También he observado que algunas de las enfermeras son auténticos bombones, pero, por favor, procura no poner las manos encima a las monjas, ¿vale?

Frank estaba más pálido que de costumbre. Las ojeras alrededor de sus ojos habían crecido como manchas de tinta en el secante. No sólo parecía ser parte del hospital sino también estar allí desde hacía semanas. Utilizó el mecanismo de la cama para subir la cabecera.

– ¿Son realmente necesarias estas pruebas?

– Tu amnesia podría tener una causa física -explicó Julie-. Ya oíste al doctor Freeborn. Buscarán abscesos cerebrales, quistes, neoplasmas, coágulos y toda clase de cosas.

– No me siento muy seguro de ese Freeborn -murmuró, preocupado, Frank.

Sanford Freeborn era amigo y médico de cabecera de Bobby y Julie. Pocos años antes los dos le habían ayudado a sacar de un atolladero a un hermano suyo.

– ¿Por qué? ¿Qué tiene de malo Sandy?

– No le conozco -contestó Frank.

– Tú no conoces a nadie -replicó Bobby-. Ése es tu problema, ¿recuerdas? Eres un amnésico.


Tras aceptar a Frank como cliente lo llevaron directamente al consultorio de Sandy Freeborn para efectuar un reconocimiento preliminar. Todo cuanto sabía Sandy era que Frank no podía recordar nada salvo su nombre. No le habían contado nada de las bolsas con dinero, la sangre, la arena negra, las gemas rojas, el insecto misterioso y el resto. Sandy no había preguntado por qué Frank había recurrido a ellos en lugar de presentarse a la Policía ni por qué ellos habían aceptado un caso tan apartado de su práctica habitual; una de las cosas que hacían de Sandy un buen amigo era su fiable discreción.

Mientras arreglaba nerviosamente las sábanas, Frank preguntó:

– ¿Creéis que es necesaria de verdad una habitación privada?

Julie asintió.

– Quieres que descubramos lo que haces durante la noche, lo cual significa vigilancia sobre ti, seguridad extrema.

– Una habitación privada es cara -repuso Frank.

– Puedes permitirte los cuidados más refinados -terció Bobby.

– Quizás el dinero de esas bolsas no sea mío.

Bobby se encogió de hombros.

– Entonces, tendrás que pagar a fuerza de trabajo tu factura de hospital o: hacer unos cuantos centenares de camas, vaciar unas cuantos miles de orinales, realizar cirugía cerebral gratis. Podrías ser un cirujano de cerebro. ¡Quién sabe! La amnesia puede haberte hecho olvidar cualquier cosa, tanto que eres un cirujano como un vendedor de coches usados. Vale la pena intentarlo. Consigue una sierra de huesos, rebana la cresta de cualquiera, echa una ojeada dentro y mira si hay algo que te parezca familiar.

Apoyándose contra la barandilla de la cama, Julie dijo:

– Cuando no estés sometido a pruebas en radiología o cualquier otro departamento, pondremos a un hombre contigo para que te vigile. Esta noche le toca a Hal.

Hal Yamataka se había instalado ya en la butaca de aspecto incómodo reservada para los visitantes. Estaba a un lado de la cama, entre Frank y la puerta, en una posición que le permitía vigilar a su pupilo y ver la televisión, suponiendo que Frank estuviera de humor para ello.

Hal parecía una versión japonesa de Clint Karaghiosis: un metro sesenta y cinco o sesenta y ocho, ancho de espaldas y pecho, de constitución sólida como si lo hubiera construido un albañil que supiera ajustar la piedra bien y disimular el cemento. Por si no valía la pena ver la televisión o su pupilo resultaba un pésimo conversador, Hal se había traído consigo una novela de John D. MacDonald.

Mirando hacia la ventana salpicada de lluvia, Frank dijo:

– Supongo que sólo estoy… asustado.

– No hay por qué asustarse -replicó Bobby-. Hal no es tan peligroso como parece. No ha matado nunca a nadie que le gustara.

– Sólo una vez -dijo Hal.

– ¿Mataste a alguien que te gustaba? -preguntó Bobby-. ¿Cuál fue el motivo?

– Me pidió prestado el peine.

– Ya lo ves, Frank -dijo Bobby-. No le pidas prestado peine y estarás a salvo.

Frank no estaba de humor para bromas.

– No puedo dejar de recordar que me desperté con las manos manchadas de sangre. Temo haber hecho ya daño a alguien. Y no quiero dañar a nadie más.

– ¡Oh, no puedes hacer daño a Hal! -exclamó Bobby-. Es un oriental impenetrable.

– Inescrutable -corrigió Hal-. Soy un oriental inescrutable.

– No quiero oír hablar de tus problemas sexuales, Hal. Si no comieses tanto sushi y el aliento no te oliese a pescado crudo, serías tan escrutable como cualquier otro.

Pasando el brazo por la barandilla de la cama, Julie cogió la mano a Frank. El esbozó una sonrisa apagada.

– ¿Su marido es siempre así, señora Dakota?

– Llámame Julie. ¿Quieres decir que si actúa siempre como un sabihondo o un niño? No siempre, pero mucho me temo que casi todo el tiempo.

– ¿Oyes eso, Hal? -dijo Bobby-. Mujeres y amnésicos…, ninguno de los dos tiene sentido del humor.

Julie dijo a Frank:

– Mi marido opina que todo en la vida debe ser gracioso, incluidos los accidentes de carretera y los funerales…

– Y también la higiene dental -añadió Bobby.

– … y seguirá gastando bromas sobre la lluvia radiactiva en medio de una guerra nuclear. Es su modo de ser. Y no tiene arreglo…

– Ella lo intentó -dijo Bobby-. Me envió a un centro de desintoxicación contra la alegría. Aquella gente prometió que me infundiría algo de tristeza. No lo consiguieron.

– Aquí estarás a salvo -dijo Julie apretándole la mano a Frank antes de soltársela-. Hal cuidará de ti.

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